jueves, 22 de abril de 2010

Garzón, ¿un héroe antifascista? (Carlos Taibo)

Son muchos los amigos latinoamericanos que, comprometidos con la causa de la memoria de las víctimas de las dictaduras en sus países, muestran su extrañeza por los avatares que ha acabado por asumir el ‘caso Garzón’. No faltan entre esos amigos, por añadidura, los que se sorprenden ante los recelos que muchos -más de los que pudiera parecer- hemos mostrado a la hora de apoyar al juez que tanta tinta ha hecho correr en las últimas semanas.

Vaya por delante que no se me escapa que lo que ocurre en estas horas con Garzón tiene una dimensión que de forma inequívoca debe preocupar a quienes, entre nosotros, han tomado cartas en el asunto de recordar a la ciudadanía algo de singular relieve: la Transición política, treinta años atrás, canceló cualquier posibilidad de enjuiciamiento crítico público de lo que el franquismo supuso y, con ello, cerró las puertas que conducían a un deseable resarcimiento material y moral para las víctimas de la dictadura.

Tampoco quiero olvidar que en la trifulca que en estos días tiene al juez Garzón como centro se hacen valer muchas de las miserias del juego partidario que nos acosa, y ello de la mano de una regla que no parece tener excepciones: si los partidos apoyan a los jueces cuando las decisiones de éstos les benefician, bien que se encargan de denostarlos cuando aquéllas les perjudican.

Mucho me temo, sin embargo, y vuelvo al principio, que la honrosa tarea que debía conducir a rectificar lo que tres decenios atrás se hizo manifiestamente mal aparece hoy lastrada de la mano del mentado ‘caso Garzón’. Ello es así por dos razones que, en virtud de caminos distintos, rodean a la figura del juez. La primera de esas razones bebe de la condición del propio Garzón. Qué excelsa paradoja es que en estas horas se nos presente como abanderado de una reconsideración crítica de muchas de las miserias que rodearon a la Transición española un personaje que por muchos conceptos ha estado inmerso de lleno en esas miserias.

Y es que haríamos mal en olvidar que la misma persona que tuvo el coraje de encausar a Pinochet se nos ofrece a muchos con un rostro que no es el del héroe popular sometido al acoso de las fuerzas más oscuras.

Estamos hablando -no se olvide- del responsable de muchos de los desafueros legales que han marcado indeleblemente una lucha contra el terrorismo de la que han sido víctimas tantas gentes inocentes; no es casual que en el País Vasco el nombre de Garzón se identifique a menudo con prácticas judiciales y policiales nada edificantes, comúnmente ocultadas tras un universal y cómplice silencio. Hablamos también de quien, en un momento de singular podredumbre de la vida política española, no dudó en acudir al llamado de Felipe González para secundar a éste en una polémica, y luego fallida, operación electoral. Cerremos nuestro recorrido con el recordatorio de los nombres, no precisamente heterodoxos, de las personas -desde el propio González hasta José Bono, pasando por Rosa Díez- que Garzón tuvo a bien invitar, unos años atrás, a sus cursos de Nueva York. Parece que los tres hitos que acabamos de rescatar bastan para concluir que nuestro juez se ha movido con singular soltura en algunos de los teatros más deplorables que la Transición española ha acabado por forjar. La imagen de luchador antifascista que tantos han alimentado ingenuamente en América Latina y que hoy vemos refrendada, mal que bien, entre nosotros no es sino un mito interesado que el propio Garzón ha puesto todo el empeño en promover.

Mayor relieve tiene, con todo, la segunda de las razones que antes invocaba. Aunque los protagonistas bienintencionados de la solidaridad con Garzón parezcan ignorarlo, es muy grave que el debate sobre la memoria histórica haya quedado engullido por una discusión relativa a si un juez prevaricó o no. Lo diré de otra forma: ya no se discute, hablando en propiedad, sobre la memoria y sí sobre Garzón. Aunque las explicaciones conspiratorias me han gustado siempre poco, no me resisto a sugerir que algo hay, en la trastienda, de inteligentísima y ocultatoria operación. Y es que, al cabo, el Partido Socialista, que nada hizo durante tres décadas para restaurar una memoria pisoteada, y que en los últimos años ha promovido una timorata y corta ley que nada resuelve al respecto, ha conseguido que la mayoría de quienes se sintieron defraudados por esta última hayan olvidado hacia dónde deben lanzar muchos de sus tiros y rodeen hoy arrobados a un juez de equívoca trayectoria y ego desmesurado. Nadie sale mejor parado de esta trifulca que ese Partido Socialista, responsable evidente de las miserias que han rodeado -que rodean- a la ley de memoria histórica.

Qué triste es contemplar, en fin, cómo algunos de los segmentos de la izquierda que resiste han preferido cruzar en estos días una frontera delicada: la que lleva a adentrarse en un mundo que obliga por igual a aceptar las reglas que otros imponen y a defender a quienes, al cabo, no lo merecen.


Carlos Taibo

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=104453

jueves, 8 de abril de 2010

El sesgo de los derechos humanos (Vicenç Navarro)

El título del artículo se refiere al sesgo conservador mostrado por los mayores medios de difusión del país en su cobertura de las violaciones de los derechos humanos en América Latina. Imagínese el lector que se hubiera descubierto este año en Cuba una sepultura desconocida en la cual yacieran más de 2.000 personas ejecutadas por el ejército cubano en los últimos años, y que una de las personas cubanas que hubieran denunciado las desapariciones y ejecuciones de tales personas hubiera sido asesinada también por el mismo ejército. La movilización mediática por parte de los mayores medios de información hubiera sido enorme. Y más de un Gobierno, además de denunciar al Gobierno cubano, habría roto las relaciones diplomáticas con aquel país. Y, cómo no, el Parlamento Europeo (con mayoría conservadora y liberal) habría aprobado una resolución condenatoria, interrumpiendo cualquier relación diplomática y comercial con aquel país. Y, probablemente, hubiera propuesto para el Premio Nobel de la Paz a título póstumo al ciudadano asesinado por el ejército. El Gobierno federal de EEUU hubiera aumentado la avalancha mediática, política y económica en contra del Gobierno cubano, acentuando todavía más el bloqueo económico. Y, cómo no, la prensa de mayor difusión en España criticaría, una vez más, a muchos intelectuales de izquierda por su falta de entusiasmo en su denuncia del hecho.

Pues bien, los 2.000 asesinatos de desaparecidos existen, como también existía la persona que los denunció y que fue asesinada por el ejército. La única diferencia es que el país no es Cuba, sino Colombia. En aquel país, una tumba desconocida fue hallada este año, por casualidad, cerca de la base militar colombiana situada en el municipio de La Macarena, en el departamento de Meta, al sur de la capital, Bogotá. La tumba fue descubierta cuando los vecinos se percataron de que muchas personas enfermaban por beber agua de manantiales en el bosque, que había sido contaminada por lo que, como se descubrió más tarde, eran cadáveres enterrados en aquella tumba desconocida. La única señal era una bandera con las fechas del enterramiento, 2002-2009. La subsecuente investigación descubrió que había más de 2000 personas enterradas allí. El ejército colombiano reconoció su autoría, indicando que eran miembros de las guerrillas capturados o muertos en combate. Pero no explicó por qué se habían enterrado secretamente y sin seguir las mínimas reglas exigibles del registro de los muertos.

En realidad, el caso era muy parecido a otro anterior –el caso de “falsos positivos”– en que otras 2.000 personas habían sido asesinadas por el ejército, presentándolas falsamente como guerrilleras, cuando se demostró que no lo eran. Johnny Hurtado, el sindicalista y presidente del Comité de Derechos Humanos Venezolano, que había denunciado tal hallazgo, había indicado a una delegación de miembros del Parlamento de Reino Unido, de visita en Colombia, que los asesinados enterrados en la tumba de La Macarena no eran miembros de las guerrillas, sino personas que habían desaparecido y que no tenían ninguna conexión con las guerrillas (cuyas prácticas criticó y denunció). El Gobierno y las Fuerzas Armadas estaban utilizando –según él– la lucha antiguerrilla para eliminar físicamente a todos sus opositores, presentándolos como guerrilla. Y, en ocasiones, ni siquiera eran opositores. Pero el ejército los mataba para identificarlos como guerrilleros como forma de expresar su eficacia. El 15 de marzo de este año fue asesinado Johnny Hurtado mientras soldados de la odiada y temida Brigada Móvil nº 7 patrullaban el área donde vivía. Pasó a ser el número 7 de los sindicalistas asesinados en los primeros meses del año 2010 en aquel país (en 2009 fueron 39).

Todos estos asesinatos se hicieron durante el mandado del presidente Uribe y de su ministro de Defensa Juan Manuel Santos (el candidato a la sucesión de Uribe como presidente de Colombia). Y, a pesar de sus negativas, es altamente improbable que no fueran conscientes de estos hechos, pues el ejército ha defendido tales acciones como “actos de la necesaria lucha contra la guerrilla”. La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, sin embargo, ha pedido que se realice una investigación de las violaciones de los derechos humanos en aquel país, definidas como “sistemáticas y ampliamente extendidas”, considerándolas “crímenes contra la humanidad”.

Frente a esta horrible situación ha habido un silencio ensordecedor de los supuestos defensores de los derechos humanos. El Parlamento Europeo no ha dicho nada. El Gobierno de Obama (cuyas Fuerzas Armadas estaban asesorando a los militares colombianos en la base de La Macarena) va a reanudar el Tratado Bilateral con Colombia (que inició el presidente Bush con Uribe). Y los medios de mayor difusión, supuestamente defensores de los derechos humanos, han permanecido, en general, silenciosos sobre este caso. En realidad, en España, el presidente Uribe y su Gobierno han tenido muy buena prensa. Varios de los rotativos de mayor difusión han publicado entrevistas muy favorables a Uribe y a su sucesor. Y los supuestos grandes defensores de la libertad –incluyendo a Mario Vargas Llosa– han permanecido en completo silencio. Ni que decir tiene que los portavoces de aquel Gobierno, ayudados por los medios que les ofrecerán grandes cajas de resonancia, negarán estos hechos. Mientras, los que se autodefinen como defensores de los derechos humanos, que continuamente hacen críticas (algunas de ellas justificadas) a Cuba, seguirán ignorando las horribles violaciones de tales derechos en otros países, cuyos gobiernos son considerados amigos, convirtiendo en una farsa su supuesto compromiso con los derechos humanos.



Vicenç Navarro.