domingo, 4 de julio de 2010

Datos y caprichos (Santiago Alba Rico)

Lo contrario de un “dato” es un “capricho”. Dato –participio latino de “dare”- es todo aquello que no hemos elegido, lo que se nos impone desde fuera y desde el principio, lo que nos viene dado. Hay “datos” que son verdaderas donaciones, donativos, dones, gracias recibidas por cuyo advenimiento sólo podemos –precisamente- dar las gracias: la lluvia repentina que salva la cosecha o el beso inmerecido de la amada. Y hay también “datos” que se experimentan más bien como límites o maldiciones y frente a los cuales los seres humanos apenas si pueden protegerse: el huracán Ike, la irreversibilidad del tiempo, la finitud de la vida. En conjunto, podemos decir que el hecho de que, junto a decisiones y caprichos, haya habido siempre “datos” –límites recibidos o donados desde el exterior- forma parte de la condición humana y hasta de lo mejor de ella: con las cosas dadas , con las cosas “caídas del cielo”, con las cosas que que no hemos elegido, se hacen también las grandes pasiones y las grandes novelas.

Uno de los aspectos intrínsecamente liberadores o libertarios del capitalismo es su permanente rebelión contra los “datos”; es decir, su negativa prometeica a aceptar nada “dado”, sobre todo si viene dado por la Naturaleza. Si en Chile hay glaciares formados contra nuestra voluntad hace miles de años, la Barrick Gold los dinamita y disuelve en pocos meses con cianuro de sodio. Si en el Amazonas crecieron durante centurias grandes selvas sin nuestro permiso, Cargill y Bunge se encargan de hacerlas desaparecer a razón de tres kilómetros cuadrados por hora. Si la evolución biológica diversificó sin nuestra intervención, a lo largo de millones de años, una riquísima flora y una variadísima fauna, Monsanto, Shell, Boeing -entre otros- están colaborando ahora en la tarea de desembarazar al planeta de 16.000 especies animales y vegetales en los próximos treinta años.

Esta rebelión capitalista contra los “datos” ha impuesto, a nivel subjetivo, un concepto de la superación personal asociada, no a la ética o al trabajo colectivo, sino al record: las ganancias necesariamente crecientes de las multinacionales son el modelo de los deportistas de élite, pero también de los más pedestres consumidores: Joey Chestnut es el hombre que más hot-dogs puede comer en 12 minutos (66), Tudor Rosca el que más veces puede masturbarse en 24 horas (36), Cindy Jackson la que más operaciones de cirugía estética se ha dejado hacer (47). En términos humanos, el “dato” por excelencia es el cuerpo, con su inevitable efecto colateral: la muerte. A lo largo de los últimos milenios de civilización, los humanos han recibido un cuerpo individual, una especie de soporte dúctil sobre el que distintas fuerzas escribían sus cifras y mensajes. Una de esas fuerzas era la cultura, la otra el tiempo. Tendedero de ropa y roca erosionada, en la cara de un humano la sociedad colgaba sus adornos y sus símbolos; en la cara de un ser humano se acababa haciendo piadosamente visible la vejez. El capitalismo rebelde no reconoce ni siquiera la existencia del Tiempo. España, por ejemplo, es el primer país de Europa en operaciones de cirugía estética, sólo por detrás de EEUU y Brasil a nivel mundial. Con 400.000 intervenciones al año, 900 al día, los españoles gastan 300 millones de euros en frenar u ocultar los estragos del tiempo o en adaptar sus pechos y sus orejas a patrones publicitarios. El 10% de los operados son menores de edad y ningún otro país opera a tantos jóvenes entre 18 y 21 años. Por lo demás, un día cualquiera tomado al azar el 25% de las occidentales está siguiendo una dieta; el 50% está terminándola, rompiéndola o comenzándola; y el 75% se sienten desgraciadas; es decir, gordas. La industria dietética mueve al año 30.000 millones de euros; la cosmética, 20.000 millones. O lo que es lo mismo: el equivalente a 400.000 guarderías y medio millón de clínicas infantiles.

¿Y todo esto por qué? Un artículo del diario español El País (“bisturí para todos”) lo explicaba ingenuamente y sin tapujos: “para no perder oportunidades laborales a causa de unas ojeras”. Es decir, el capitalismo siempre rebelde contra los “datos” construye ciudadanos sumisos al mercado que deben comportarse al igual que las otras mercancías: deben aparecer siempre nuevas, flamantes, sin rastros de deterioro o decadencia si quieren conservar su valor económico. El coste ecológico de esta negación de los límites es de sobra conocido, pero se atiende menos a sus consecuencias sociales y psicológicas. La misma renovación acelerada de las mercancías que derrite glaciares y derriba bosques, impone subjetivamente el desprecio por la enfermedad y la vejez, el terror criminal a la muerte, el rechazo de los pobres y los inmigrantes (tan corporales todavía) y el delirio despilfarrador de una inmortalidad ilusoria y egoísta.

El capitalismo libertario ha convertido todos los “datos” en “caprichos”: podemos ya escoger el sexo de nuestros hijos lo mismo que el modelo de nuestro coche; el tamaño de nuestra nariz y nuestra marca de cereales; una cara nueva y un teléfono nuevo. Pero ¿somos nosotros los que elegimos?

En todo caso, lo único que no podemos decidir, lo único que sigue siendo un “dato” es el capitalismo mismo y su mercado como marcos naturales de toda decisión. Lo único que se acepta como irremediable (don y maldición según los casos) es el capitalismo y sus personificaciones: el hambre, la pobreza, la enfermedad, la desaparición de las especies y los glaciares, el paro, el trabajo precario, las víctimas del Katrina, las víctimas del Pentágono, la ignorancia suicida de los consumidores.

Pero no nos equivoquemos: el hambre, la pobreza, la desaparición de las especies y los glaciares, el paro, el trabajo precario, las víctimas del Katrina, las víctimas del Pentágono, la ignorancia suicida de los consumidores no son “datos”: son el “capricho” de unas cuantas multinacionales y unos cuantos gobiernos. Les podemos dar las gracias o podemos maldecirlos. Podemos –mejor aún- rebelarnos contra ellos.


Santiago Alba Rico.

Fuente: http://www.forumdesalternatives.org/ES/print.php?type=A&item_id=5295

viernes, 2 de julio de 2010

Democracia y Estado de Derecho en América Latina

Democracia y Estado de Derecho son dos términos ampliamente utilizados, tanto dentro como fuera del mundo académico. De hecho, se ha venido utilizando tanto un concepto como el otro de forma abusiva con la clara intención de ocultar, bajo el aura de legitimidad que proporcionan, una realidad que ni es legítima ni es admisible racionalmente.

El origen de ambos conceptos podemos encontrarlos en la Grecia clásica, en el mundo de las polis, en concreto en Atenas. La ciudad fue construida alrededor de una plaza pública, en torno a un espacio vacío. En este espacio vacío se reunía la asamblea, donde se juntaban los ciudadanos para dialogar, discutir, obtener consensos y diseñar las leyes para la comunidad. Los atenienses eran ciudadanos en la medida que pisaban este espacio vacío.

Aunque a primera vista no lo parezca, es de suma importancia que este espacio esté efectivamente vacío, es decir, que en el centro de la ciudad, en torno al cual bascula el resto del tejido social, no podamos encontrar ni un templo ni un trono. Ha de ser un lugar sin amos ni siervos (sean celestes o terrenales). Toda persona que pise ese espacio, independientemente de su condición, se convierte en un ciudadano y por tanto en un igual. Pero ninguno de estos tiene derecho a ocupar ese espacio, los ciudadanos tienen que ser capaces de habitarlo sin llegar a llenarlo, sin suplantarlo. Hoy se nos dice que esto es imposible, que lo máximo a lo que podemos aspirar es a que cada cual arrastre su trono y su dios preferido y trate de implantárselo a los demás, pero esto dejaría de llamarse ciudadanía: un ciudadano es aquel que actúa por encima de su condición de hombre o mujer, de pobre o rico, creyente o no creyente, etc., que dialoga racionalmente con los demás para encontrar consensos y desarrollar la gramática de la libertad, las leyes, que se encargarán de encauzar la realidad para ajustarla al derecho, a la razón (VV.AA., 2007).

Pero tener este espacio vacío implica una serie de peligros, tanto para la democracia como para el Estado de Derecho: la tensión que nace entre la voluntad del “demos” (la voluntad de los ciudadanos reunidos en asamblea) y el imperio de la ley y la razón. Personajes como Sócrates o Platón supieron ver desde el principio esta amenaza y se opusieron a la democracia ateniense en tanto consideraban que la omnipotencia del “demos” era una forma de tiranía. En efecto, que el pueblo usurpe en masa el lugar de las leyes, acabando así con el Estado de Derecho, no es muy diferente de que lo haga un rey o un dictador, por lo que en ese sentido democracia y fascismo vienen a ser lo mismo. En todo caso, se trata de un golpe de Estado. Y en ausencia del Estado de Derecho, en ausencia del sometimiento a la razón (representada en este espacio por la ley), la democracia se convierte inevitablemente en un instrumento de los poderosos: la omnipotencia de la mayoría se acaba convirtiendo en la omnipotencia de la minoría que es capaz de persuadir o cooptar a la mayoría, concediéndose el mismo valor a la virtud y al crimen en función del apoyo numérico que reúnan. De esta forma, la democracia puede convertirse en una máscara destinada a dar apariencia de legitimidad a una tiranía. La sofística antaño, la demagogia hoy, son el vehículo de la manipulación, el instrumento mediante el cual las tiranías sobreviven bajo gobiernos ciudadanos.

En una democracia, es legítimo que la mayoría decida, pero siempre que lo haga bajo determinadas condiciones: que se disponga de tiempo para razonar y discutir, que no existan amenazas o chantajes… Es decir, es necesario como requisito previo de una democracia que exista un ordenamiento jurídico, sea cual sea su forma, que ponga a salvo de la discusión democrática ciertos aspectos de la vida, como pueden ser la división de poderes o los derechos procesales. La asamblea o el Parlamento que represente a los ciudadanos debe respetar esos límites, sin dejar de legislar libremente por ello. En este sentido, la división de poderes es clave: somete las decisiones de un poder a los demás y a todos ellos a la ley.

Con la llegada de la Ilustración, el sueño de la democracia y el Estado de Derecho parecía que estaban más cerca que nunca. Por primera vez en la historia, la sociedad pretende vivir en comunidades edificadas por la política y vertebradas también a partir de la política, ya no bastaba con la tradición o la historia. La idea de la Ilustración es otorgarle el protagonismo a la política, construir una república cosmopolita que otorgue el papel central a la acción política de hombres y mujeres, considerados naturalmente iguales en derechos y deberes, razón y lógica, en la capacidad de autogobernarse (Fernández Liria, Alegre Zahonero, 2006). Construir, por tanto, una realidad en Estado de Derecho a partir de la razón y la libertad, del imperio de la ley, rescatar el sueño socrático y platónico. Sin embargo, ¿podemos decir que hoy, como se afirma con rotundidad, América Latina vive en Estado de Derecho?

- EL FRACASO DE LA ILUSTRACIÓN

Desde la Revolución Francesa, las cosas no han parado de ir al revés de lo esperado, pese a que las grandes potencias primero y muchos otros países después se consideran a sí mismas desde hace décadas como plenos Estados de Derecho, democracias modernas. En lugar de una república cosmopolita, nos topamos con una especie de guerra civil generalizada, donde grandes multinacionales privadas, sin ninguna legitimidad política, dominan las decisiones que nos afectan a todos. Nos encontramos con un mundo rico atrincherado tras leyes de extranjería, muros y alambradas que se protege del 80% de la población, que vive en países que llevan más de 50 años “en vías de desarrollo”.

¿Qué ha ocurrido, entonces? ¿Cómo es posible que la primera sociedad que busca constituirse por medios políticos y otorgar carta de ciudadanía a todo hombre y mujer acabe siendo una de las que más lejos está de lograrlo? Muchas personas se han hecho famosas a raíz de estudiar fenómenos como los campos de concentración nazis, tratando de descubrir el reverso tenebroso de la Ilustración, culpando a su programa político, observando la razón como si se tratase de un instrumento imperialista. Toda una pléyade de autores han realizado mil y una piruetas intelectuales para evitar señalar el gran problema con el que se topó la Ilustración desde su inicio: el capitalismo. En efecto, ambos términos son cosas completamente distintas que muchos autores han pretendido presentar como dos partes de un mismo proceso. La tradición marxista también cayó en este error, lo que les ha llevado a uno de sus mayores errores (con las muertes y el sufrimiento que ello implicó): considerar el Estado de Derecho como una mera superestructura del capitalismo, por lo que se pretendió “superarlo” de las formas más extravagantes (sirva como ejemplo los juicios públicos en La Habana al poco del triunfo de la revolución). Una cosa es que el derecho sea un instrumento de las élites poderosas y otra muy distinta es que necesariamente sea eso (VV.AA., 2007).

Lo que ocurrió con la Ilustración es que, al tiempo que se abría de nuevo un espacio para la ciudadanía (con la ejecución del monarca, figura que había usurpado el lugar de la ley) y se vaciaba el centro de la sociedad de tronos y templos, lo que se instalaba en su lugar no fue una asamblea de ciudadanos o representantes de los mismos, sino que en el centro del tejido social se instalaba con fuerza el mercado, el capitalismo. Este sistema económico se impone a través del mercado laboral, obligando a la inmensa mayoría de la población a tratar de sobrevivir en él. Nacía así el proletariado, es decir, personas que carecen de los medios de producción y por tanto se ven obligados, si quieren sobrevivir, a hacerlos a través del mercado de trabajo, donde lo único que tienen para ofrecer es su fuerza de trabajo.

La proletarización de la humanidad fue la condición necesaria para la implantación del capitalismo, en virtud de la cual la humanidad empieza a depender de las propias necesidades del sistema (y de sus formas de satisfacerlas), que rara vez coinciden con las necesidades de las personas (Fernández Liria, Alegre Zahonero, 2006). Sirva como ejemplo que una economía “sana” es perfectamente compatible con el aumento de las desigualdades, el hambre y la pobreza, como demuestra en (el caso latinoamericano) cualquier estudio de la CEPAL. Por tanto, una vez proletarizada, la humanidad no puede desentenderse de la dinámica del capitalismo, que se impone como un destino inescrutable, una realidad que no se puede cambiar y ante la que sólo cabe el “pragmatismo” de la aceptación o...

El fascismo y el nazismo, por ejemplo, lejos de ser la otra cara de la moneda de la Ilustración, fueron los instrumentos de los que se valió el capitalismo para deshacerse del espacio de la ciudadanía (y de los ciudadanos) en un momento en que se corría el grave riesgo de que se optase por otros modelos de producción y organización social distintos al capitalista (Pauwels, 2004). Es un claro ejemplo de la norma general: el capitalismo tolera la condición ciudadana siempre que se utilice para mantener las cosas como están.

Nos encontramos, pues, con un sistema económico que no puede frenar, que necesita el crecimiento y la expansión constantes, que no puede decidir políticamente disminuir la velocidad o detenerse, que respira al margen de la decisión política, que tiene lógicas y dinámicas propias. Un sistema que tolera muy mal cualquier tipo de intervención política, cualquier iniciativa ciudadana (siempre que no sea a su favor). Un sistema que regala la dirección de las sociedades (relegándolas al papel de “menores de edad”) a gigantes privados que antes que obedecer a cualquier Estado, son capaces de chantajearlos, coartarlos o condicionarlos (Fernández Liria, Alegre Zahonero, 2006). Un pequeño ejemplo de la desproporción en cuanto a capacidades económicas: la fortuna de Bill Gates es superior al PIB de Honduras, Nicaragua y Panamá juntos (2005). La Ilustración necesitaba de ciudadanos para elaborar su programa, pero el capitalismo arrojaba proletarios. Hablamos, por tanto, de ciudadanos proletarizados, no de ciudadanos libres: en el centro de la vida social encontramos personas dispuestas a hipotecar su vida para conseguir un trabajo, sin tiempo que dedicar a la vida política, sometidos a los caprichos del sistema económico, en una situación en que la libertad carece de condiciones para ser ejercida.

Es un grave error tratar de limitar el concepto de totalitarismo al campo político. En condiciones capitalistas (un sistema económico), el individuo es transformado en un ser desarraigado que solo cuenta como fuerza de trabajo y/o consumidor. Ningún Estado ha tenido jamás un poder homogeneizador y alienante tan grande como el que ejerce hoy el capitalismo: el proletario no puede hacer otra cosa con su libertad más que plegarse a las exigencias del mercado, porque la alternativa es la miseria, el hambre, la invisibilidad o la muerte. Hemos descubierto que la mayor de las distopías no era “1984”, de George Orwell, sino “El Talón de Hierro”, de Jack London. Cada vez más es el mercado el encargado de ejercer la violencia, tanto objetiva como subjetiva, física o simbólica, necesaria para mantener el statu quo. Resulta más beneficioso (y menos costoso ideológicamente) dejárselo a la mano invisible del mercado (Zizek, 2009). Bajo el capitalismo y especialmente a raíz de las medidas neoliberales de las últimas décadas, las sociedades de América Latina se han convertido en sociedades insólitamente desestructuradas, indiferentes, aunque parece que vuelven a despertar y organizarse en algunos países.

Podemos decir, por tanto, que el discurso de la Ilustración fue una tapadera para los desmanes del capital. Y es así porque la Ilustración fue derrotada desde el comienzo, no tenía nada que hacer bajo las condiciones impuestas por el capitalismo. En consecuencia, podemos afirmar que existe una incompatibilidad de base entre capitalismo y democracia, así como entre capitalismo y Estado de Derecho.

- CAPITALISMO, DEMOCRACIA Y ESTADO DE DERECHO EN AMÉRICA LATINA

La idea de la democracia y del Estado de Derecho se basa en que, lo menos malo a lo que podemos aspirar para resolver los asuntos de la comunidad, puesto que somos seres humanos y ninguno puede aspirar a la perfección ni a tener toda la razón, es a un marco en el que las leyes puedan ser corregidas legalmente, es decir, que desde la propia legalidad se puedan cambiar o corregir.

Pero en la mayor parte de las democracias de América Latina lo que encontramos es una ausencia de ley que se llama a sí misma ley: encontramos la dictadura del capital, no un marco que permita cambiar las leyes. Podemos asegurar que mientras las poblaciones han votado dentro de los márgenes que les ofrecía el capital, se ha mantenido la apariencia de Estado de Derecho y de democracia, con todos sus ritos liberales. Sin embargo, cuando alguna de las sociedades ha decidido votar una alternativa anticapitalista, o con una pequeña dosis de anticapitalismo, se ha encontrado con que todo el aparato democrático no existía pese a las apariencias, con que el poder económico, más poderoso, prefiere sacrificar la supuesta democracia y el Estado de Derecho a la economía capitalista. No en vano dijo Kissinger, Secretario de Estado de Estados Unidos en 1973, con ocasión del golpe contra Allende: “Si hay que elegir entre sacrificar la economía o la democracia, hay que sacrificar la democracia”.

Es necesario conectar la historia de los movimientos revolucionarios violentos latinoamericanos con la historia de aquellos movimientos revolucionarios que decidieron optar por la vía de corregir legalmente las leyes, respetando las instituciones democráticas. Cada vez que triunfó la izquierda y trató de legislar sobre alguna cuestión de importancia económica (es decir, cada vez que además de ganar, la izquierda ha tratado de cumplir su programa), podemos comprobar cómo aquellos que defendían el orden institucional se vuelven contra él y alientan de alguna forma su destrucción. Demuestran así que existe un poder por encima de la ley, que ocupa su lugar, lo que a su vez demuestra que eso que bajo condiciones capitalistas llamamos ley, no es que sea una mala ley (injusta, contraria a la razón o arbitraria), sino que es una forma ideológica de ocultar la ausencia de ley.

La historia del siglo XX pone de manifiesto que cada vez que un parlamento ha decidido algo que no convenía al capitalismo, las grandes corporaciones se han encargado de derribarlo mediante guerras, bloqueos económicos, golpes de Estado, etc. Sólo ha existido la democracia y el Estado de Derecho mientras los parlamentos se plegaban a determinados intereses. Por tanto, podemos afirmar que la democracia, bajo condiciones capitalistas, es ese periodo entre dos golpes de Estado que dura tanto como dure la voluntad de no legislar sobre ninguna cuestión económica de importancia (Fernández Liria, Alegre Zahonero, 2006). Bajo el capitalismo la política deja de ser una cuestión de la ciudadanía: las grandes corporaciones y algunos de sus Estados clientes ocupan su lugar y dirigen la política de forma dictatorial.

Esto nos da a entender que es positivo tolerar el pluralismo, aceptar que la izquierda anticapitalista exista, se organice, se movilice e incluso trate de ganar las elecciones. Pero lo que de ninguna manera se puede tolerar es que las ganen (y pretendan aplicar su programa): no es una posibilidad política. Si no ha existido nunca el marco para que la izquierda pueda cambiar legalmente las leyes y así someter la economía a la política, no es de extrañar que estallasen multitud de revoluciones, guerrillas, etc.; o acontecimientos como el Caracazo (Venezuela, 1989): el hecho de que la opción de las masas se situase entre aceptar las prohibiciones y limitaciones del programa de ajuste neoliberal que intentaba implantar Carlos Andrés Pérez o cometer un acto violento, ciego y desesperado (incluso poner muertos sobre la mesa) para tratar de forzar un “consenso democrático” que les facilitase su integración política y económica, indica claramente que no existe una verdadera sociedad basada en la libre elección. Lo que nos encontramos es un sistema objetivamente violento que obliga a realizar acciones subjetivamente violentas para reclamar cierta justicia social. La libre elección resulta ser, por tanto, un gesto formal de consentimiento respecto a la opresión y explotación: la elección es libre mientras se escoja la opción adecuada, la opción del mercado (Zizek, 2009).

A lo largo del siglo XIX, bastó con un mínimo proteccionismo para desatar una invasión. Sirva de ejemplo la guerra entre Paraguay y la alianza entre Brasil, Argentina y Uruguay. Pero la historia del siglo XX no es menos estremecedora, existen abundantes ejemplos:

En Brasil, Joao Goulart ganó las elecciones en 1961. Durante dos años EE.UU bloqueó Brasil y aumentó la ayuda a los militares hasta que llegó el golpe de 1964. Decenas de miles de muertos, desaparecidos y torturados, con la connivencia y la ayuda de la potencia norteamericana, es el saldo que arroja la dictadura instaurada hasta 1985.

En Argentina, entre 1976 y 1983, la dictadura militar produce 30.000 muertos y desaparecidos. La doctrina era, como dijo un general de brigada, “primero vamos a matar a todos los subversivos; después a sus colaboradores; después a los simpatizantes; después a los indiferentes, y por último a los tímidos”.

En Chile, uno de los casos más conocidos de intento de socialismo democrático, el país entero pagó la osadía de enfrentarse a las grandes corporaciones que se repartían el pastel: entre 1973 y 1988, la dictadura de Pinochet hace desaparecer a más de 3000 personas y tortura a decenas de miles. Cuando por fin decidió regalar una democracia vigilada, pronunció una famosa frase que establecía muy claramente cuales eran sus límites: “Estoy dispuesto a aceptar el resultado de las elecciones, con tal de que no gane ninguna opción de izquierdas”.

En Guatemala, Juan José Arévalo, democráticamente elegido en 1944, trató de legalizar los sindicatos, entre otras cosas. La United Fruit Company financió 32 golpes de Estado. En 1951 ganó Arbénz, a lo que siguió una invasión por parte de Estados Unidos que, en palabras de Eisenhower, tuvo que deshacerse “de un gobierno comunista que había asumido el poder”. La historia de Guatemala a partir de entonces es estremecedora: entre 1960 y 1996, 250.000 muertos y desaparecidos, casi todos provocados por el ejército.

Entre 1980 y 2000 se calculan 70.000 muertos y 4.000 desaparecidos en Perú. Un militar de alto rango (el general Luis Cisneros Vizquerra) dijo en 1983: “Para que las fuerzas policiales puedan tener éxito, tienen que comenzar a matar senderistas y no senderistas. Matan a 60 personas y a lo mejor entre ellos hay tres senderistas. Esta es la única forma de ganar la subversión”.

En Colombia ni si quiera encontramos cifras totales del desastre humano, pero se estima que desde las años 80 vienen muriendo unas 20.000 personas al año por causa de la violencia política, por no hablar de las desapariciones, los desplazados internos… El caso de la Unión Patriótica es especialmente sangrante: 5.000 de sus miembros murieron, ejerciendo cargos públicos o como candidatos, en 10 años. Confirma las declaraciones de aquel miembro del ELN: en Colombia “es más fácil y muere menos gente si montas una guerrilla que si montas un sindicato”.

Uruguay entre 1973 y 1985, Haití bajo el yugo de los Duvalier, Nicaragua con los Somoza y luego bajo el asedio del “Contra”… La lista de ejemplos es larguísima, casi inabarcable. Pero por encima de la longitud de dicha lista, lo más estremecedor, casi surrealista, es que a lo largo del siglo XX no existe ni un solo ejemplo de victoria electoral anticapitalista que no haya venido seguida de un golpe de Estado, un bloqueo económico, una invasión militar, terrorismo… Nos topamos, pues, con lo que parece una ley incontrovertible de la democracia bajo condiciones capitalistas: no existe un solo ejemplo de victoria electoral anticapitalista (o mínimamente anticapitalista) que no haya venido seguida de la interrupción, de una forma u otra, del orden democrático, no existe ni una sola excepción que demuestre que el anticapitalismo tenía alguna posibilidad política de vencer que no estuviera destinada a ser corregida por la mano invisible (o visible) del mercado.

El caso de Nicaragua también ilustra perfectamente lo que Santiago Alba Rico ha bautizado como “pedagogía del voto capitalista” (Alba Rico, 2006): en 1990, la victoria de Violeta Chamorro (que se presentó a la opinión pública mundial como una especie de entrada en razón de la población nicaragüense), vino precedida de una matanza ininterrumpida durante diez años (gestada por EE.UU.) y de una campaña que anunciaba que la única forma de acabar con la guerra era optar por las políticas de centro, renunciar a la locura socialista y aceptar el capitalismo salvaje.



- CONCLUSIONES

El ejemplo de un socialismo o un comunismo democráticos resulta intolerable para el capitalismo: destapa la evidencia de que capitalismo y democracia/Estado de Derecho son términos incompatibles, por mucho que los países capitalistas se maquillen como tales. Es como vivir en una doble pesadilla: por un lado los sistemas políticos latinoamericanos viraron en los 80 - 90 (reformas neoliberales) hacia un modelo prácticamente schumpeteriano del que costará mucho escapar, basado en que el único elemento democrático sea la competencia electoral (Nun, 2002); por otro, ni si quiera las élites políticas tienen la sartén por el mango, ni si quiera podemos hablar del gobierno de los políticos en contraposición al gobierno del pueblo.

La historia nos demuestra que una de las posibilidades por las que presuntamente puede optar la ciudadanía está vedada: no existe, por tanto, un verdadero marco legal que permita corregir desde la legalidad las malas leyes (o la ausencia de ley), al menos para la izquierda. La necesaria conclusión que extraemos, en consecuencia, es que no podemos hablar de Estado de Derecho en América Latina, ni tampoco de democracia, puesto que existe un poder que no está sometido a ningún control ciudadano que trasciende tanto el poder político como la ley. De lo que sí podemos hablar, en todo caso, es de ilusión de ciudadanía: consideramos que una realidad está en Estado de Derecho y es democrática cuando sus actores, votando libremente, eligen que las cosas permanezcan como están. Allí donde de todas formas ocurre esto, se puede ir abriendo el abanico de libertades y derechos civiles. Pero esto no significa que si un día esta misma gente decide cambiar las cosas, todo ello se mantenga en pie. En todo caso estamos ante un pedazo de historia lo suficientemente privilegiado como para no tener que reñir con el derecho (Fernández Liria, Alegre Zahonero, 2006). Se trata de una realidad donde el derecho, la capacidad de la ley para transformar la realidad, resulta superflua: hablamos de gobiernos sin poder, de la muerte de la política y su sustitución por la mera administración dentro de los marcos dictados por el capital. Con la globalización da comienzo la “auto-colonización”, donde las grandes multinacionales comienzan a colonizar también sus propios países de origen, convirtiendo así al mundo entero en “Repúblicas Bananeras” (Zizek, 2008).

Mantener los ritos y formalidades de un sistema político que no tiene poder, incluida la división de poderes, no tiene mérito. Hoy por hoy, lo verdaderamente meritorio sería dividir el poder económico, democratizarlo, pero esto supondría la politización de la economía, es decir, lo contrario al capitalismo.

En cierto sentido, podemos afirmar que Cuba, que parece que supo comprender a tiempo que la alternativa era o un Fidel vivo o un Allende muerto, está mucho más cerca de convertirse en una auténtica democracia y un auténtico Estado de Derecho, pese a tener un gobierno autoritario. Porque en un país como Cuba, la economía está sometida, como todo lo demás, a la ley, y resulta mucho más sencillo cambiar una mala ley (las que limitan el pluralismo, las que impiden un relevo de las élites, las que otorgan casi todo el poder al ejecutivo…) que reconquistar el lugar que deben ocupar las leyes, expulsar a quien las suplanta.

La tenaz resistencia cubana, además, parece haber ejercido un efecto demostración de la lucha contra el capitalismo sin el cual difícilmente serían concebibles hoy movimientos como los de Venezuela, Bolivia o Ecuador, que se enfrentan al reto de rescatar el lugar que le corresponde a la ley, de convertir en ciudadanos tanto al rico que intenta suplantar la ley como al pobre antes invisible para el sistema. Se trata de procesos que merecen un especial seguimiento y análisis que vayan más allá del debate (justificado) de si el líder de estos movimientos suplanta a la propia ciudadanía a la que teóricamente representa. Como dijo Laclau (Laclau, 2006), los líderes juegan en estos casos un factor aglutinante necesario para derribar un sistema moribundo y poder así aspirar a un mayor nivel de justicia y libertad en base a un sistema político que recupere las riendas de la dirección del país.



- REFERENCIAS

- Fernández Liria, C., Alegre Zahonero, L. (2006), Comprender Venezuela, Pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales, Hondarribia: Hiru.

- Nun, J. (2002), Democracia, ¿gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?, Madrid: Siglo XXI de España Editores.

- Pauwels, J. R. (2004), El mito de la guerra buena: Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia: Hiru.

- VV.AA. (2007): Fernández Liria, C., Alegre Zahonero, L., Fernández Liria, P., Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho, Madrid: Akal.

- Zizek, S. (2007), En defensa de la intolerancia. Madrid: Sequitur.

- Zizek, S. (2009), Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona: Paidós.