miércoles, 11 de enero de 2012

Del arte de la alquimia (o cómo transformar los problemas en hechos): el patriarcado y la irracionalidad de las mujeres

Este artículo está motivado por el cansancio. Es verdaderamente agotador escuchar una y otra vez los mismos prejuicios caducos, tanto en boca de amigos como de enemigos. Vivimos un momento en el que, pese a que comienzan a aceptarse ciertos valores feministas, asistimos paralelamente a la “resurrección” de ciertos prejuicios machistas que parecían desterrados. Existe tal grado de desconocimiento acerca de las teorías feministas (lo que no impide los ataques más furibundos) que hasta las personas que no dudarían en definirse a sí mismas como feministas rechazan el término como si se tratase de un estigma. La idea es, por tanto, arrojar un poco de luz sobre algunos conceptos e ideas de tal forma que quien quiera criticar los feminismos, verdaderamente pueda hacerlo. Sin embargo, no hemos podido evitar estructurar nuestras ideas en torno a una de las frases machistas que más se repite últimamente. Lo normal sería que quien dijese algo así tuviese que justificarlo, pues esa persona se está tratando de oponer a algo que es claro y evidente. Sin embargo, parece que ocurre lo contrario: que quienes defendemos que el hecho de ser mujer u hombre no implica un desigual acceso a la razón somos quienes tenemos que aportar los argumentos. Le dice el varón a la hembra:

Tú eres irracional. Eres más irracional que yo. Forma parte de tu esencia como mujer, y no es necesariamente malo”.

Es grande la responsabilidad que debe asumirse cuando se trata de defender una afirmación tan grave como esta, más aún si se hace en público.

Lo primero en lo que debemos detenernos es en su carácter negativo: no se dice qué son las mujeres, se afirma lo que no son. Las diferentes teorías feministas han analizado los discursos machistas con ahínco y han constatado que todos coinciden en lo mismo: una notable incapacidad para definir a las mujeres. Como producto del patriarcado que son (y del androcentrismo que le es inherente), la definición de las mujeres se reduce a una premisa muy sencilla: las mujeres no son hombres. Son lo otro”, lo que no es hombre, lo que las teorías sociológicas feministas han llamado Alteridad (con merecida mayúscula, ya que se refiere nada menos que a más de la mitad de la humanidad...).

Las mujeres no son hombres. Los hombres son racionales. Por tanto, las mujeres no son racionales. Por supuesto, hay otras muchas cosas que las mujeres sí son de acuerdo con estas teorías. Vivimos en tiempos en los que la aceptación de ciertas premisas feministas (o la asunción de que cuesta discutirlas) no permite afirmar la irracionalidad de las mujeres sin acompañar la premisa con bellas palabras relacionadas con su naturaleza, su esencia, la belleza de ser mujeres, los instintos que la acompañan a lo largo de toda su vida, la hermosura y la necesidad de la maternidad. Pasión, sentimientos, risas y lágrimas, poesía, música, danza y alegría... realidades que no son ajenas a las mujeres (por mucho que el patriarcado las haya despreciado), pero tampoco a los hombres. Realidades que, en cualquier caso, no definen (ni limitan) a las mujeres como seres irracionales.

Pero lo curioso, no lo olvidemos, es que no se define a las mujeres con todas esas realidades. Se las define como lo que no son... porque no son hombres. Ya lo decía Aristóteles: “La hembra es una hembra en virtud de cierta falta de cualidades”.

Este tipo de teorías, muy insistentes a lo largo de la historia del pensamiento humano, presentan a los hombres como sujeto que representa al ser humano, es decir, como sujeto universal. A las mujeres, como decimos, se les reserva el papel de “lo otro”, lo que no es un hombre. Así, se ha repetido una y mil veces a lo largo de los siglos que las mujeres piensan algo “porque son mujeres”: es una forma de ser, de pensar, de opinar, de actuar e incluso de sentir. Y es una forma de la que no se puede escapar y ante la que no cabe impugnación alguna mediante la razón. A las mujeres se las ata así a su cuerpo y a su sexo: ser mujer es una singularidad de la que no se pueden liberar y consecuentemente las condena a esa forma de ser propia de ellas. Las mujeres no pueden razonar porque no pueden situarse en el lugar de cualquier otro, es decir, ese lugar en el que se reflexiona sin tener en cuenta si eres hombre o mujer, blanca o negra, francesa o belga, judía o musulmana... su condición de mujeres no se lo permite.

Los hombres, sin embargo, no están atados a su sexo: nadie va a acusar a un hombre de opinar lo que opina o de actuar como lo hace “porque es un hombre” (por lo menos no en el sentido de tajante limitación), lo normal es ser hombre y lo anormal es no serlo. Que este tipo de planteamientos sigan vivos, adopten la forma que adopten y sea cual sea el campo de la ciencia en el que se quieran camuflar, se debe a que no se ha conseguido borrar todavía una mentira universal e histórica: que ser hombre no es una singularidad. Para los discursos patriarcales ser varón no significa nada más que eso. Los hombres son libres porque viven en un cuerpo que no les condiciona. La testosterona, los testículos... todo eso no actúa sobre la razón del hombre, es decir, su “naturaleza” no les condiciona. Así, el hombre domina la naturaleza y la mujer a su vez es dominada por ella. La razón sólo es privilegio del primero. La irracionalidad, sin embargo, es esencial para la segunda.

Conviene, quizá, que sigamos deteniéndonos en la frase, y analicemos la curiosa afirmación de que existe una “esencia” de las mujeres. Más adelante profundizaremos en la gravedad de acusar a las mujeres de ser irracionales.

Resulta impactante, cuanto menos, que se defienda que existe una esencia femenina y acto seguido se incurra en el más absoluto desprecio por la Razón al afirmar que las mujeres son irracionales (o, en cualquier caso, más irracionales que los hombres). ¿Una esencia? Aún más, ¿una esencia que no es la del ser humano, sino sólo la de las mujeres? ¿Una esencia de solo parte de la humanidad y que consiste (en contra de lo que entendemos por ser humano) en ser irracional?

La diferencia entre las teorías sociológicas machistas y las feministas es que las segundas afirman que gran parte de las diferencias entre hombres y mujeres (y, desde luego, todas las que se refieren a lo político, lo social, lo familiar, lo jurídico, lo educacional) son producto de una socialización diferenciada. Las teorías machistas, por su parte, biologizan las diferencias y las desigualdades que construyen a su alrededor, insisten con tesón en que es la naturaleza la que nos ha otorgado diferentes capacidades, distintos gustos, distintas posiciones y roles en la sociedad. Sin embargo, a ninguna mujer le costará identificar la socialización diferenciada a la que ha sido sometida. No sólo es evidente, sino que además es empírico y sistemático.

Es perfectamente lícito y necesario hablar de socialización diferenciada, no hay más que mirar alrededor, ver las enormes diferencias de lo que significa “ser mujer” (una mujer “como Dios manda”) en los distintos países y épocas. Pero afirmar la existencia de una esencia femenina (y suponemos, aunque no se suele hablar de ella, de otra masculina) es pedirnos que demos un salto de fe, es el momento en que se pasa de la racionalidad a la pura metafísica, a hablar largo y tendido sobre nada (¿cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler?). Y defender un supuesto monopolio masculino de la razón usando la esencia femenina como argumento es el colmo del absurdo.

Ya es del todo cuestionable que el ser humano tenga algo así como una esencia, es decir, una especie de naturaleza teleológica, una especie de fin divino para el que ha sido diseñado. El ser humano no es otra cosa que lo que decide ser, el único ser que se concibe y define a sí mismo. El ser humano comienza por existir, sin diseño, sin plan divino, sin determinaciones más allá de las leyes físicas; solo después de existir y de moldearse como desea se define, compone o construye su “esencia” o “naturaleza”. Dicho de otra forma: no puedes decir que un chaval ha nacido para ser bombero, pero ese chaval sí puede decirlo de sí mismo una vez se ha hecho bombero, una vez se ha construido a sí mismo como tal. En el ser humano, la existencia precede a la esencia. Por tanto, podemos decir que no existe tal cosa como la esencia o la naturaleza del ser humano de la misma forma que no existe un dios todopoderoso y creador con un plan divino para la humanidad (y cada uno de sus individuos).

La base del machismo consiste precisamente en la biologización de las diferencias sociales entre hombres y mujeres. Negar la socialización diferenciada de los géneros es insinuar que forma parte de la esencia de mujer (de su naturaleza) la preferencia de las muñequitas sobre el fútbol, de la cocina sobre el póker, del cuidado de niños y personas enfermas sobre el whisky de después de comer. Se insinúa que todo eso es natural y por tanto inevitable, algo que se sitúa fuera del plano de la decisión y del juicio ético (lo que ocurre de forma natural no lo decide nadie, no es ni justo ni injusto, simplemente ocurre). Ir en contra de cualquiera de estos comportamientos y de estas preferencias es, por tanto, ir contra natura, y este es el mismo argumento que se usa contra las personas homosexuales. La homofobia y el machismo, de hecho, están muy relacionados porque ambas temen el desafío que supone transgredir los roles y las relaciones que, “de forma natural”, deberían unirnos a hombres y mujeres: las relaciones de sumisión, el patriarcado. Por eso, las personas homosexuales y las heterosexuales que no cumplen con el rol de género despiertan un gran recelo, especialmente en el caso de las mujeres. Porque para los hombres existe un gran interés de género en que las mujeres sigan siendo sumisas, en que sigan constituyendo el campo de batalla en el que los hombres demuestran su virilidad y su poder. Se pretende que las mujeres se sometan a lo que el patriarcado ha decidido que es “lo femenino”. Sin embargo, la historia ha enseñado a las mujeres y a muchos hombres una valiosa lección: huye de la definición con la que te moldee el poder establecido, reconstrúyete a ti misma, decide conforme a la razón cómo deberías comportarte para ser feliz y libre, tú y quienes te rodean. Libertad y raciocinio es lo que defienden las teorías feministas. La sumisión a roles irracionales, “esenciales”, construidos para consagrar la injusticia, es lo que exige el patriarcado. Es la razón la que nos libera, mientras que la esencia nos esclaviza a ambos sexos. Y sólo a través de la razón es posible la justicia.

La mayor dificultad para discutir la razón, la justicia y la libertad defendida por las teorías feministas es la férrea autodefensa que practica el patriarcado. Miles de discursos (mayormente irracionales y poco fundamentados) tratan de redefinir las teorías feministas para evitar la lucha por la liberación de ambos sexos respecto de sus géneros asignados. Este es un problema sistémico, no dista mucho de las barbaridades con las que las teorías capitalistas se defienden de las comunistas. Por ello, es de vital importancia que entendamos en qué consiste exactamente el feminismo o de lo contrario acabaremos hablando de cualquier otra cosa a la que hayamos decidido bautizar con ese nombre.

Es habitual que hoy se trate de demonizar la palabra “feminismo” adjudicándole el significado de la palabra “hembrismo”, esto es, aquellas teorías y formas de pensar que preconizan la superioridad de las mujeres sobre los varones. Feminismo, sin embargo, no implica superioridad en ningún sentido, ni mucho menos una guerra contra los hombres o contra toda forma de masculinidad. Pongamos un ejemplo de una teoría menos criticada que las feministas: imaginemos a un pobre. Imaginemos que este pobre tiene una mínima idea de cómo funcionan las cosas en el sistema capitalista. Este pobre imaginario, al que podemos llamar Paupe, tiene dos opciones: una, buscarse la vida para aspirar a ascender en la escala jerárquica de la sociedad, es decir, aspirar a dejar de ser pobre para convertirse en uno de los ricos. Dos, Paupe puede aspirar a que deje de haber pobres y ricos. La diferencia entre ambos casos es que en el primero Paupe actúa de acuerdo a sus peculiaridades y singularidades personales, es decir, se comporta exclusivamente como Paupe, de tal forma que su comportamiento de ninguna manera se puede convertir en norma de comportamiento para todos los demás (“para ser rico hundiré en la pobreza a quien haga falta”). Sin embargo, en el segundo caso, Paupe está dando un paso mucho mayor, porque en lugar de comportarse exclusivamente como Paupe se estaría comportando como lo haría cualquier otra persona, independientemente de la clase a la que pertenezca, del color de su piel, del sexo, la nacionalidad, etc (“como no podemos ser todos ricos, habrá que terminar con el sistema que nos divide entre ricos y pobres y excluye a estos últimos de la sociedad”). Lo que cambia de un caso a otro es que Paupe en el primero usa la razón privada (la razón mediada por su identidad particular -hombre blanco, pobre, español, etc.-) y en segundo utiliza la razón pública (aquella que todo el mundo puede usar siempre que se comporte como lo haría cualquier otra persona independientemente del sexo, la nacionalidad, la religión, etc.). En el primer caso Paupe busca el beneficio personal mientras que en el segundo busca el bien común.

Pues bien, en el caso de hembrismo y feminismo viene a ocurrir lo mismo: en el primer caso hablamos de que Paupe, como hembrista, pretende que la mujer domine al hombre, es decir, simplemente pretende cambiar los roles en el plano jerárquico de la sociedad (“que los amos se conviertan en esclavos y los esclavos en amos”). Si Paupe fuese feminista, no querría que la mujer dominase al hombre, sino que acabasen las relaciones de dominación entre ambos (“ni amos ni esclavos”). Este es el primer punto que debe quedar meridianamente claro: no es lo mismo un impulso de poder (hembrismo) que un impulso igualitario-emancipatorio (feminismos). También cabe destacar que desde que investigamos las teorías de género jamás nos hemos encontrado con movimiento político alguno que defienda el hembrismo.

La siguiente cuestión que debe quedar bien clara es que los feminismos consideran que el machismo es un problema social. No es algo que afecte exclusivamente a los hombres, ni mucho menos. Eso de la “guerra de sexos” (¿alguna vez hubo paz entre sexos?) no tiene un significado muy claro, pero huele a argumento conservador para tratar de frenar la liberación que supone el feminismo. Es imposible que una teoría feminista que considera que tanto hombres como mujeres tienden a ser machistas y están encadenados por ello (si bien uno en la posición de amo y la otra en la de siervo) trate de demonizar a los hombres y la masculinidad en bloque, como si se tratase de una división exclusivamente entre los dos sexos. Si esto fuese así, ya haría tiempo que todas las mujeres feministas hubiesen abandonado nuestra sociedad, pues solo les quedaría vivir juntas alejadas de los hombres. Cierto es que hay quien lo ha intentado, pero ha sido tan minoritario que no merece más comentarios, por no mentar que habría que discutir sobre si se trataba de feminismo o de hembrismo. El problema del machismo, como decimos, afecta a ambos sexos, a todas las nacionalidades y etnias y a todas las clases sociales, no se puede simplificar hasta el absurdo, como si las personas feministas odiasen a todo ser vivo que tuviese un pene. Si eso de la guerra de sexos significa “lucha de ambos sexos por la justicia y la emancipación”, pues entonces existe y debemos ganarla. Si guerra de sexos es algo así como “las feministas han puesto a las mujeres en contra de los hombres criminalizando a estos últimos, abriendo una brecha social donde antes no la había”, simplemente podemos decir que no existe más que en las mentes conservadoras y machistas. Poco sabe de las teorías feministas quien defiende esta definición.

Esa acusación, la de que las mujeres feministas han iniciado una guerra de sexos, es desde hace tiempo un punto de encuentro entre la derecha más rancia y conservadora y la presunta izquierda. La paz entre los hombres machistas no ha sido otra cosa a lo largo de la historia que la guerra contra las mujeres, de la misma forma que la paz entre los capitalistas es la guerra contra los trabajadores: ¿la paz es que mujeres o trabajadores asuman su rol de sumisión, que asuman la injusticia como algo inevitable? No habrá paz, pues. Pero tampoco será una lucha entre sexos, sino una lucha entre feministas (defensores de la justicia, la libertad y la igualdad) y machistas (defensores de los privilegios de nacimiento, de la ley de la fuerza). Acusar a las mujeres de ser las responsables de que exista esta lucha es como acusar a la violada de la violación, algo muy parecido a lo que hacen en Bolivia con Evo Morales: se le acusa de haber dividido a la sociedad entre indígenas y blancos, división que era muy anterior a Evo, pero que pasaba desapercibida por el mero hecho de que los indígenas asumían su posición subordinada y no protestaban ni se organizaban (o lo hacían y eran aniquilados en silencio). De la misma forma se pretende acusar al feminismo de que ha dividido a la sociedad por el mero hecho de denunciar situaciones de injusticia y actuar conforme a la razón, es decir, en la dirección de suprimir la injusticia.

Pero los feminismos no se dedican solo a luchar, sino que también han realizado un aporte teórico imprescindible para comprender muchos de los problemas a los que se enfrenta toda sociedad. Es el caso, por ejemplo, del concepto “patriarcado”: todos conocemos muchas de las manifestaciones que adoptan los problemas que genera para la humanidad la lógica del capital; pero junto a eso, nos encontramos otros factores de diversa índole que generan otras formas particulares de discriminación, opresión o exclusión. Todos estos factores aparecen siempre entrelazados de tal forma que, por ejemplo, no es lo mismo ser un parado que un parado negro, ni es lo mismo ser un parado negro a ser una parada negra, soltera y embarazada. Es decir, las distintas formas de discriminación se conjugan entre sí, se entrelazan, lo que no significa que todos estos factores sean distintas caras del mismo problema. Factores de discriminación como el racismo o el machismo son anteriores al capitalismo, por mucho que ahora aparezcan ligados, y por tanto son perfectamente capaces de sobrevivir a este. Por eso es importante comprender que se trata de problemas distintos que requieren de mecanismos diferentes para solucionarlos, necesariamente tenemos que hablar de luchas distintas (por mucho que ahora la autonomía de los distintos factores de discriminación sea relativa y los enemigos sean en muchísimos casos comunes). Debemos, pues, descartar toda simplificación que lleve a reducir todos los factores de discriminación a una única causa (real o imaginaria: sea el capitalismo, sea la esencia del ser humano, sean conspiradores en la sombra, etc.). Y no solo eso: debemos asumir que cualquier alternativa seria al mundo injusto de hoy tiene que tener en cuenta los diversos sistemas de discriminación, no puede ignorarlos. Y este es un mandato de la razón: desde la explotación laboral hasta la homofobia, desde el racismo hasta el machismo, todos deben desaparecer por igual, porque resulta injustificable (al menos racionalmente) la defensa de ciertos privilegios que conducen necesariamente a la injusticia.

El patriarcado es, en este sentido, la estructura sobre la que reposa la desigualdad de género. Es aquello que tienen en común todas las formas de machismo allí donde se den, aquella estructura que trata de convencernos de que las desigualdades entre hombres y mujeres son coincidencias o mero efecto de la naturaleza. Uno de los elementos centrales de la teoría marxista es ser capaces de diferenciar entre las propiedades naturales de las personas o las cosas y la posición social que les asignan las estructuras económicas. Es decir, un negro es un negro; solo bajo determinadas circunstancias el negro se convierte en esclavo. En otras palabras, no son las cualidades de los negros las que les convierten en esclavos, sino determinados sistemas de relaciones sociales (racistas) que generan una estructura de desigualdad concreta, en este caso la esclavitud. Mutatis mutandis: una mujer es una mujer, solo en determinadas circunstancias, solo mediante determinado tipo de relaciones sociales (machistas) se convierte en lo que el patriarcado quiere que sea: un ser sumiso a su rol, siempre condicionada o determinada, atada a su sexo y a su “destino biológico”. Las desigualdades entre los sexos no pueden explicarse, por tanto, atendiendo a las diferencias entre sexos. Para poder entender la desigualdad necesariamente se ha de acudir a las relaciones sociales que transforman esas diferencias biológicas en injusticias. De la diferencia entre tener pene o vagina no se puede deducir una desigualdad natural.

Casi nadie cuestiona que existen diferencias entre hombres y mujeres, pero lo que está claro es que esas diferencias no justifican la desigualdad entre unos y otras, de la misma forma que la diferencia de color de piel no justifica que los que la tengan de un color concreto se sitúen en un peldaño superior en la escala jerárquica de una sociedad dada. La transformación de esas diferencias en desigualdades no se debe a las diferencias mismas, sino al sistema de relaciones sociales al que llamamos, en el caso que nos ocupa, patriarcado. Allí donde no hay relaciones patriarcales de antemano, no es posible establecer la sumisión de las mujeres en ningún sentido. El problema es que de la misma forma que siempre ha habido diferencias entre los dos sexos, siempre ha habido patriarcado. Se trata de una estructura tan profunda y arraigada que hasta el momento ni siquiera hemos sido capaces de conocerla por completo ni de tener en cuenta todos sus efectos, por lo que desembarazarse de ella resulta una tarea dificilísima, agotadora.

Pero, ¿qué está diciendo exactamente una persona que niega la existencia del patriarcado? Muy sencillo: está negando que exista un problema de injusticia. Es como negar la violencia machista. La idea de rechazar este tipo de conceptos es negar la totalidad del problema. Un buen ejemplo lo plantea el análisis de la película “American History X”. En ella, sólo alguien empeñado en negar el problema del avance de postulados nazis en la sociedad puede asumir que lo que ocurre no es racismo, sino acoso escolar o un problema de bandas. Al fin y al cabo, ocurre en la escuela y su entorno, ¿por qué iba a llamarse de otra forma?

El inconveniente que tiene negar el problema mediante un uso fraudulento del lenguaje es que el problema no queda resuelto, sino que en el mejor de los casos se pueden tratar algunos de los síntomas (sin llegar a tocar la enfermedad). Si decimos, como hacen desde la derecha hasta desde posiciones teóricamente izquierdistas (no es casualidad que coincidan), que la violencia machista es en realidad violencia doméstica o una mera trifurca entre dos individuos, estamos ignorando de forma interesada parte de la realidad: por ejemplo, no es lo mismo que a una mujer le peguen por estar en una manifestación cuando la policía carga, que por el hecho de ser mujer, de la misma forma que no es lo mismo que a un negro le peguen en un atraco que por el hecho de ser negro. Otro ejemplo aún más claro: si decimos que la muerte de un trabajador mientras trabaja es un simple accidente, negamos que tenga algo que ver ver con la inseguridad en el trabajo a la que nos arrojan día a día como consecuencia de la lógica del máximo beneficio; convertimos una crítica justificada a un sistema de explotación-dominación profundamente injusto en un lamento en el desierto, como si la muerte en horario laboral fuese un inevitable destino. Dependiendo de cómo definamos lo ocurrido, el problema resultante no es el mismo (a lo mejor ni se considera problema) y los efectos que genera tampoco, aunque puedan parecerse. Y quede claro que las mujeres no son las únicas que sufren la violencia machista, ¿cuántas veces han estado los varones cerca de recibir una paliza por hablar o mirar a la chica equivocada, es decir, a la chica que “pertenece” a otro varón (porque es su hermana, novia, hija, etc.)?


La irracionalidad de las mujeres

Quienes repiten la histórica y grave afirmación de que las mujeres no son racionales tienen el mérito de haber conseguido retroceder en la línea de pensamiento más allá de Platón, más allá del siglo V a.C. Es inherente al patriarcado tratar de impedir que a las mujeres se las considere plenamente capaces de razonar. El discurso, no obstante, se ha ido modificando a medida que caían los tópicos y prejuicios en los otoños de la ignorancia y la superstición. Hoy, el discurso patriarcal apela especialmente al carácter o a la psicología de las mujeres para negar su capacidad de razonar (lo que no es otra cosa que modos modernos de apelar a la naturaleza o la esencia).

Desde que la sociedad contrapuso los términos de cultura y naturaleza, se ha tratado de entender a las mujeres como aquella parte de la naturaleza que permanece en el interior de la cultura. Esto no es algo inocente: pensar en las mujeres como pertenecientes a la naturaleza (en contraposición a los hombres, que pertenecen a la cultura) implica pensar en ellas como una parte de ese orden que debe ser superado, dominado, controlado, domesticado. Y no por casualidad, el que queda, el varón, el que representa la razón, debe ser el que domine y domestique esa naturaleza. La asociación de las mujeres con la naturaleza no es otra cosa que un intento más de justificar algún tipo de sistema patriarcal. La conclusión inevitable de todo este tipo de razonamiento es que las mujeres no pueden alcanzar la mayoría de edad, no llegan a conquistar el juicio, la capacidad de juzgar de modo independiente y autónomo. Son, por tanto, seres dependientes que necesitan de algún tipo de tutela por parte del varón. Aún más: una persona sólo puede hacer un buen juicio sobre lo que considera justo, lo que está bien y lo que está mal, a través de la razón. Al llamar irracionales a las mujeres se les niega, por extensión, la ética, la moral e incluso la humanidad, puesto que es precisamente eso lo que nos diferencia de otros animales. Se les convierte en seres irresponsables (“no se lo eches en cara, es mujer”).

Sacar a las mujeres del mundo de la razón es condenarlas. Fuera de él están perdidas, pues sólo pueden recurrir a las costumbres, las religiones, la mitología, los cuentos, las películas, los anuncios y otras fantasías. Y en todas ellas, no por casualidad, se las condena a la sumisión y a la violencia (sea cual sea la forma que adopte). Sólo las vías abiertas por la razón en contra de prejuicios, supersticiones, tradiciones, etc., nos han hecho libres (o más libres), tanto a hombres como a mujeres. Negárselas a la mitad de la humanidad es como una condena sin juicio y sin apelación posible. El problema es que, puesto que estamos negando la mitad de la potencialidad de la humanidad, esa condena nos arrastra a todos al abismo, no solo a las mujeres. Es importante asumir las consecuencias de lo que se dice.

Quedan todavía algunas dudas: si las mujeres son irracionales, ¿por qué votan, por qué tienen propiedades? ¿De dónde salen las científicas y las filósofas? ¿Debemos darle la razón a la Iglesia y a los imanes cuando alejan a las mujeres del poder y las consideran un pecado, una perversión andante? ¿Simone Weil y Hannah Arendt, Simone de Bauvoir y Marie Curie... eran irracionales o es que eran hombres muy en el fondo? ¿Por qué incluso las mujeres han llegado a gobernar en algún país? ¿Podemos poner a un ser irracional al frente de los asuntos de la polis? ¿No es como poner a un gato a dirigir los asuntos públicos?

De hecho, desde la Ilustración, la negación del acceso a la mayoría de edad de las mujeres (a la capacidad de razonar y establecer juicios independientes y por tanto participar en los asuntos públicos como cualquier otro) solo ha podido hacerse en contra de los principios de la razón y del derecho, nunca respetándolos. Sencillamente porque es imposible justificar algo así, de la misma forma que no se puede justificar que una diferencia en el color de piel implique una diferencia de acceso a la razón universal. Aquellos que defienden el desigual acceso del varón y la mujer a la razón recuerdan mucho a los que defendían los privilegios de nacimiento feudales durante la Revolución Francesa: se decía que la costumbre, la tradición, la religión, el sistema estamental, etc., habían moldeado la sociedad como si de un puzle se tratase, de tal forma que todas las piezas encajaban para construir una comunidad. Los revolucionarios franceses, al pretender emanciparse de todo aquello que no fuese dictado por la razón, estaban, en opinión de los reaccionarios, limando las piezas del puzle de tal forma que al final no encajarían de ninguna forma, lo que significaría el fin de la sociedad, el caos y la violencia. De la misma forma pero refiriéndose a los roles de género, el patriarcado nos cuenta el relato de que pretender utilizar la razón en lo que se refiere a la construcción de nuevas formas de masculinidad y feminidad es un atentado contra el orden natural de las cosas que solo nos puede llevar a la completa autodestrucción. Recuerda a las extravagantes teorías de los apologistas del apocalipsis del medievo (y de los modernos).

La defensa de la irracionalidad de las mujeres, la negación de las teorías de género, de la socialización diferenciada, el discurso de la guerra de sexos... son posturas políticas muy claras. No podemos menos que llamar a la reflexión ante la defensa de argumentos que ya han caído bajo el peso de la razón (una y otra vez) y cuya defensa reproduce la sumisión de hombres y mujeres ante los roles sociales que dicta una de las fuentes de injusticia más antiguas.

Confiemos en que la razón nos guíe, como siempre lo ha hecho, hacia la justicia y la libertad. Así caerán clases sociales, géneros dictados por el patriarcado, superioridad de razas y pueblos, todos los sistemas y estructuras injustas defendidas por teorías basadas en la “magia” de un supuesto orden natural de las cosas que no hace más que llevarnos a la paz de la sumisión, la paz de la injusticia, la paz de la violencia y la ley del más fuerte. En definitiva: una paz que significa una forma de guerra contra quienes tienen la osadía de exigir justicia.


Ana García Romero
Guillermo García del Busto Miralles