martes, 15 de mayo de 2012

Asambleas, cigarras y tinta roja. De cómo la mano invisible mece la porra.


Un año después, volvemos a tomar las plazas. No las conquistamos ni las privatizamos, sino que las liberamos: creamos espacios donde la institucionalidad, los tiempos y las leyes del capital, sostenidas gracias a los mitos, utopías y la “legitimidad” que otorga la fuerza, no rigen. Esto, por supuesto, pone muy nerviosos a poderes fácticos y públicos, que se esfuerzan una y otra vez por cercenar todo lo que huela a movimiento no controlado, es decir, aquellos que no están sometidos a la voluntad de partidos o sindicatos caciquiles, cuyos líderes siempre parecen más preocupados por negociar entre sí por encima de sus principios para no perder sus privilegios de burocracia dominante, su condición de partido dentro del partido o de sindicato dentro del sindicato.

Al capitalismo solo le interesa aquello que se puede medir en valor monetario. Ante asambleas que lo denuncian, reacciona como sabe: los comerciantes, lejos de alegrarse de que miles de personas pasen horas delante de sus tiendas, se preocupan, porque estas personas que vienen a las asambleas no compran lo suficiente y por su culpa parece ser que no viene gente exclusivamente a comprar (como si lo impidiéramos, como si impresionásemos más que 1500 antidisturbios armados hasta los dientes y ansiosos por “limpiar” la plaza), lo que supone un pérdida de ingresos. Se nos dice que no podemos tomar las calles porque no están para discutir, analizar y tomar decisiones colectivas de forma democrática, sino que están como soporte para los negocios privados de determinada gente. Una persona es libre para ir por cualquier calle de escaparate en escaparate, pero el sistema se tensa (y con él todos sus acólitos) si recuperamos para las calles y las plazas un uso público que además deja en evidencia la mascarada democrática: mientras el sistema se refunda oligárquicamente (sin quitarse el disfraz de democracia), ciudadanos y ciudadanas se empeñan en rescatar el sentido de la palabra “democracia” y en poner de manifiesto la imposibilidad de combinar un sistema económico caníbal con esta vieja idea de que los pueblos deben decidir su propio destino.

El sistema económico actual se presenta, paradójicamente, como lo único inevitable. Se puede arrasar bosques, junglas y reservas naturales, se puede cortar montañas o vaciarlas por dentro, se puede destruir ecosistemas marinos para crear playas de fina arena, se puede contaminar ríos y océanos para producir objetos inservibles y se puede mandar a la muerte a millones de personas para que tengamos móviles baratos que cambiar cada mes. Sin embargo, cuando nos juntamos y llegamos colectivamente a la necesaria conclusión de que no es posible continuar con un sistema económico, político y social que no pone en el centro la vida, sino el beneficio, unos ejercen, otros demandan y otros consienten la violencia policial para devolver las aguas a su cauce. Es la profecía autocumplida: el capitalismo es inevitable porque lo hacen inevitable... hasta que acabemos con él.

Sin embargo, estas “pulgas y garrapatas” que día a día vuelven a las plazas a aprender, discutir y enseñar, en lugar de atemorizarse ante el enorme despliegue policial, en lugar de amilanarse ante la altura y grosor del muro, busca las grietas y horadan en ellas. Simbólica o directamente, sacan a la luz la violencia que está detrás del conformismo, la presunta tradición y ese supuesto orden natural caótico y caníbal, hobbesiano en el peor de los sentidos.

En las asambleas redescubrimos una y otra vez, desde infinidad de puntos de vista, que la cigarra vive a costa de la hormiga. Por mucho que trabaje la hormiga, por mucho que ahorre y por mucho que acumule, en algún momento vendrá la cigarra, empoderada gracias a una mano invisible que la beneficia como por casualidad y que no es más que un cúmulo de normas arbitrarias que se hacen pasar por leyes, para quitarle todo y más a las hormigas. No contenta con ello, la cigarra querrá explotar, no ya a las hormigas, sino todo sus sistema natural hasta acabar con él. La cigarra tiene una mentalidad depredadora, hasta el punto que no le importa devorar mediante el consumo las propias condiciones que permiten la vida en este planeta. Esta cigarra devora a sus hijas antes de que nazcan.

Contaba Zizek en una de las jornadas de Occupy Wall Street un chiste soviético: un hombre era enviado a trabajar a Siberia y, consciente de la censura a la que se iba a ver sometido, promete a sus amigos y familiares que les escribirá utilizando un código capaz de evitar a los censores: cuando escriba la verdad, la escribirá en azul; cuando escriba mentiras, lo hará en rojo. Al cabo de un tiempo, sus compañeros y compañeras recibieron la primera carta: estaba toda ella escrita en azul y decía lo siguiente: “Queridos camaradas, mi apartamento es de lujo, las tiendas están llenas, los horarios laborales son más que adecuados, en los cines vemos los últimos estrenos occidentales, etc. Lo único que no he podido encontrar es tinta roja”.

Lamentablemente, en Occidente nos encontramos en la misma situación que el protagonista del chiste: desde que comienza el proceso de socialización nos enseñan a expresar de mil formas las pocas libertades de las que nos permiten disfrutar. Sin embargo, desde la infancia se nos ha tratado de negar el lenguaje para expresar la falta de libertad, para analizar críticamente la estructura capitalista y sus efectos. Como dijo aquel, los indicadores económicos de los que se valen los “expertos” de la élite no nos permiten distinguir entre lo que nos acaricia y lo que nos aplasta.

Pero ni el Estado de Permiso, ni las grandes fortunas, ni las grandes empresas han sido capaces de prever que sería la propia ciudadanía la que, cansada de tanta mentira, de toda esa flacidez que solo se solidifica en las porras y en el hambre, decidiría convertirse colectivamente en la tinta roja, en el transmisor del lenguaje necesario para poder expresar la falta de libertad que nos oprime y nos condena. Eso son las asambleas: enormes tinteros rojos que empapan a sus participantes y los devuelve a la sociedad con la capacidad de denunciar las injusticias que la estructura señala como inevitables y naturales.

Gracias a todas las personas que asisten y participan en las asambleas, sea bajo el sol, bajo la lluvia o bajo las porras: son ellas las que han escrito esto, son ellas las que escribirán el futuro.

Firmado: cualquiera. 

domingo, 6 de mayo de 2012

Despertares


La calle está en silencio. Húmeda, oscura, envuelve a los individuos que transitan por ella. No obstante, una chispa basta: prende la mecha que la atraviesa y al arder se hace visible. ¿Dónde acaba? No lo sabemos. ¿Por qué ha prendido ahora? Sobran los motivos. El presente atrapa nuestros ojos, solo vemos como la mecha se enciende, el fuego avanza, consumiéndola, iluminando las calles, dejando tras de sí humo y ese olor a pólvora quemada característico de los artefactos explosivos. Una tensa calma atenaza las mentes, es la calma antes de la tormenta. Creíamos que el capitalismo estaba aquí para quedarse, que lo había empapado todo, pero hete aquí una sorpresa: aún queda pólvora, aún quedan elementos explosivos que pueden tumbar la más depurada maquinaria de dominación jamás concebida.

 La mecha, una vez prendida, difícilmente se puede detener. Por el centro de la calzada o arrimada a una pared, esta cuerda retorcida arde en una sola dirección, atravesando calles, avenidas y grandes alamedas. Hay quien dice que vio cómo empezó a arder. No está claro, al igual que su fin. Se pierde en la oscuridad, como si nos dijese: “una vez empiezo a arder no hay vuelta atrás, no hay pausa, no acabaré nunca”.




Lenta para algunos, demasiado rápida para otros. Esperanza y amenaza, solución y problema. La mecha es multitud organizada, es la lucha por la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia. La lucha es como un círculo, decía Marcos, “empieza en cualquier punto y nunca termina”. ¿Qué importa quién prendió el fuego? Es mejor saber a dónde vamos aunque no sepamos cómo llegar que no saber a dónde vamos pero tener muy claro el camino hacia ese interrogante. La mecha serpentea por las calles porque busca un lugar. Ese lugar es la utopía.

La multitud se ha liberado del flautista de Hamelin, no sigue sus pasos, no baila a su son, ya no le convencen las elegantes fórmulas matemáticas de los economistas de la élite. La multitud tiene clara una cosa: la utopía no es algo que hayamos imaginado y cuya realización es imposible; tampoco se trata del sueño americano que nunca se alcanza, toda esa serie de deseos hedonistas que estamos obligados a realizar para ser alguien. La utopía debe ser lo que necesariamente hemos pensado, lo que en virtud de la necesidad hemos comprendido, el único camino que nos han dejado. La luz y el calor del fuego permiten imaginar nuevos mundos: la multitud ya no fantasea con el el fin de la historia o el apocalipsis, ahora sueña el fin del capitalismo. El marco de actuación actual impide encontrar una solución a nuestros problemas. Este es el origen de la utopía que ha puesto en marcha el movimiento, el fuego, el cambio: los titiriteros no nos han dado otra opción. No existe otra posibilidad. O capitalismo o democracia. O la ley del más fuerte, la guerra de todos contra todos, o tomar las riendas de nuestro destino.


El cordón arde imparable. Del otro lado, la estructura parece una fuerza inamovible. Tarde o temprano los usurpadores de la calle se defenderán de sus legítimos dueños. Los pueblos, sin embargo, ya no se dejarán vejar más, están cansados de parar y retroceder, seguirán avanzando. La clave está, pues, en que los titiriteros tratarán de cortar la mecha antes de que alcance ese lugar llamado utopía, antes de que se reconozca como único camino posible, antes de que explote. La propia violencia estructural que provocó el fuego será la herramienta predilecta para tratar de apagarlo. La multitud debe tener cuidado: si trata de ponerse al nivel de la estructura habrá perdido la batalla de antemano. La violencia estructural, incluida la física, está mucho más aceptada, se asume como algo normal e inevitable, incluso justo. Es un choque de legitimidades. Cuando la luz de la mecha no nos ilumina somos susceptibles de caer una y otra vez en el abismo del colapso moral que se nos propone: aceptamos el hambre, la pobreza, la impunidad de los ricos, la brutalidad de los poderosos, pero no aceptamos que alguien inutilice un cajero automático.

Sopla el viento, la cuerda inflamable se retuerce, dobla otra esquina, lo cambia todo a su paso, arroja luz, ofrece una perspectiva más transparente de la situación: el cambio no puede ser pacífico porque los titiriteros no son pacíficos. No hace falta que las dos partes enfrentadas sean violentas para que estalle la violencia, basta con que lo sea una de ellas. Ahora bien, la multitud no es una rata asustadiza: si se le aplica la violencia no desaparece, sino que aprende, muta y resuelve. Tendremos que aplicar la violencia revolucionaria para alcanzar la utopía. Tendremos que eliminar empresarios, banqueros y agentes de bolsa para que en su lugar nazcan ciudadanos y ciudadanas. No se trata de aplicar violencia física sino de, violentamente, sin dar opción, eliminar la estructura que convierte a unos pocos en jueces y verdugos y al resto en desposeídos, la parte de ninguna parte.

La multitud ha comprendido que somos responsables del mundo en el que vivimos. Pero ha entendido también que esa responsabilidad no recae solo en el individuo. Nadie quiere participar en un genocidio cuando compra un teléfono móvil, pero el hecho es que para extraer el coltán que necesitan estos aparatos para funcionar han muerto más de ocho millones de personas (cifras de la ONU). La mecha, al consumirse, desprende saber en forma de humo. Si lo respiramos rasca, pero entenderemos que no basta con dar cuatro duros a un pobre, que no basta con rezar o confesarse, que no podemos limpiar nuestra conciencia individual mientras toleramos cualquier cosa siempre que pase lejos, donde no lo veamos y no nos lleguen los gritos, donde otros se encarguen del trabajo sucio. La multitud ha hecho visible con su incandescencia ese mal, ese pecado estructural que nos convierte en asesinos por un lado mientras que por el otro nos limpia la conciencia y nos colma de objetos inútiles bañados en sangre. Y al andar, al avanzar, la multitud nos hace cómplices a todas de la solución: hay que reventar la estructura, desarrollar una nueva que garantice el fin del estado de naturaleza hobbesiano que es la libertad del mercado, que ponga freno a la locomotora antes de que se estrelle contra el muro.




Mechas, fuego, explosivos, violencia... ¿Terroristas? No, la multitud inspira terror, pero solo a quienes temen perder sus privilegios. Vamos por buen camino.