domingo, 17 de junio de 2012

Sobre los cuentos (I)


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan solo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre se la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

Sé todos los cuentos, León Felipe, en "Parábolas y poesía" (1944).


Es una pena que tan buen poema se olvide de la mitad de la humanidad. No obstante, transmite un mensaje más que válido: cuando la realidad necesita no parecer lo que es, vienen los cuentos a sustituirla. Y vienen tanto desde arriba (como cuando varios ayuntamientos encendieron las luces de la calle durante la huelga general para elevar el consumo eléctrico), como desde abajo (aquellos que repiten los cuentos del poder así como los que aportan nuevos basándose en conspiraciones). Centrémonos en los segundos, los cuentos que vienen del propio pueblo al que condenan.

En realidad este arte de la “cuentología” es un resultado inevitable de esta corriente de pensamiento bautizada como postmodernidad: cojamos un zumo de naranja, sustituyamos la naranja por sus propiedades (color naranja, olor a naranja, sabor a naranja...) y sigamos llamándolo “zumo de naranja”. De la misma forma, postmodernidad significa que vamos sustituyendo las cosas, el acontecer social y político, por construcciones de relatos, por discursos que no buscan comprender la realidad sino amoldarla, maquillarla para conseguir unos objetivos concretos o ganar adeptos. Es el colmo de la locura: nos hemos creído que construyendo buenos relatos podemos olvidarnos de la realidad, pero esta vuelve una y otra vez a golpearnos, no podemos librarnos de ella: por mucho que lo intente, esta especie de “postpolítica” (el correlato de la postpolítica en la que nos pretende meter desde arriba el neoliberalismo entregando los asuntos públicos a los técnicos) sigue tratándose de una cuestión política, no es el fin de la historia (ni por el advenimiento del dios capital ni por la llegada del 2012 y las profecías mayas).

Señalaba Gramsci que en los países occidentales (de tradición cultural occidental) el asalto al poder no se puede producir como se produjo en Rusia en 1917 principalmente por un motivo: los Estados modernos no solo recurren a la fuerza para generar obediencia, sino que antes recurren a la creación de consensos, a la integración y articulación de la sociedad civil y sus instituciones a favor del régimen. Es por eso que, antes de tomar el poder del Estado, todo movimiento de subalternos debe asaltar paulatina y pacientemente el “sentido común”, entendiendo este como una concepción del mundo difundida en una época histórica en la masa popular. Es decir: el campo de batalla es todo ese terreno aparentemente apolítico, que se vive espontáneamente como tal, pero que en realidad tiende a naturalizar y legitimar el régimen existente, pues se desarrolla amparado por la visión del mundo de los grupos en el poder. Desde este punto de vista, podemos afirmar dos cosas acerca de las teorías de la conspiración: por un lado contribuyen (si no directamente al menos mediante la confusión) a legitimar y naturalizar las desigualdades y las injusticias del régimen actual; por otro lado, nunca van a conseguir tener éxito en la competencia con otros relatos que traten de explicar la realidad, pues se trata ciertamente de un discurso muy pobre. Sin embargo, sí que parecen capaces de introducir el grado de confusión y de ignorancia racionalizada necesarios para impedir la correcta formación de un discurso contrahegemónico coherente y capaz de desbancar al actual. Ahí reside su peligro, por eso no podemos simplemente ignorar que existen.

Resulta hasta comprensible que en una situación de crisis como la actual en la que el pozo parece no tener fondo, determinada gente busque una salida apoyándose un gurús, en chamanes o en tertulianos para no tener que pensar. Se trata de personas que están dispuestas a que un relato de dragones y mazmorras rellene los huecos que surgen cuando nos damos cuenta de que nos falta la gramática de la libertad, de que nos han enseñado las palabras para encerrarnos, para constituir un policía en cada una de nuestras conciencias, pero no nos han enseñado las palabras para liberarnos. Los adeptos de los relatos esotéricos, paranoicos y/o conspirativos se convierten poco a poco en idiotas (gente desinteresada de la cosa pública, apolítica) y lo que es peor, tratan de convertirnos al resto (y a veces lo consiguen). Se han desviado tanto de la realidad que no hacen otra cosa que masturbarse con acusaciones, secretos desvelados, odios soterrados a los que pueden dar salida bajo nuevas formas... lo que inevitablemente repercute en los antagonismos reales (capitalismo/anticapitalismo, empresario/trabajador, machismo/feminismo, injusticia/justicia, etc.), tapándolos, relegándolos a meras teorías “sionistas” fruto de la conspiración del “judaísmo internacional” (cualquier parecido con el Mein Kampf...). Resultado: corremos el riesgo de preocuparnos más de seres imaginarios como Bob Esponja que de las cuestiones políticas que hoy nos afectan.

Al final, por mucho que intentemos negarlo, sabemos a dónde conduce el camino más allá de la razón: al más acá de la entronización de la superchería, las profecías, los videntes y los horóscopos. Es el paso previo al integrismo religioso o al fanatismo sectario: su argumento principal contra quienes tenemos la paciencia de discutir con ellos es que, o bien no tenemos ni idea, somos unos absolutos ignorantes (y el corolario de esta tesis es que ellos no tienen tiempo para explicarnos), o bien somos directamente agentes del enemigo, sea este las personas feministas pagadas por la CIA, el Mosad, los Illuminati, los homosexuales, el contubernio judeo-masónico, etc. Evidentemente, esto no se puede considerar un argumento, se trata más bien un intento de descalificación de cualquiera que se atreva a llevarles la contraria (algo a lo que ya deberían estar acostumbrados), lo que les acerca mucho a la derecha más rancia de este país. Es comprensible: ninguno de sus argumentos puede aguantar mucho tiempo la prueba de la publicidad, de la discusión y el debate públicos. Por eso han de enrocarse, olvidar el mensaje (incluida la defensa del suyo propio) y proceder a atacar al mensajero que les ataca con dudas. También se arriman mucho a la derecha tradicional cuando hablan de los judíos (ese gran Otro indomesticable, perverso, que mancha todo lo que toca, que nunca podrá estar incluido en el “nosotros” y en el que además se confunden interesadamente conceptos como “israelí”, “judío” o “sionista”), cuando hablan del género (lo niegan para tratar de naturalizar las desigualdades -que no diferencias- entre sexos) o cuando hablan de la homosexualidad (lo llaman "atentado contra la naturaleza", dibujan un poder en la sombra que nos quiere “obligar a homosexualizarnos”, etc.). Misoginia, antisemitismo, homofobia... no han necesitado forzar sus planteamientos para estrechar lazos con la derecha arcaica.

La represión solo es necesaria si falla la presión. Es decir, solo cuando han fallado las palabras que constituyen la arquitectura de la prisión es necesario el recurso a la violencia. En este sentido, todas estas teorías conforman juntas una maravillosa herramienta sistémica destinada a confundir, a desviar la atención, a hacer de válvula de escape a la par que de fractura entre los pueblos (odio a judíos, a mujeres sin miedo a los hombres, a homosexuales, a comunistas...). Además, prestan una inestimable ayuda a medios de comunicación conservadores, deseosos de representar toda protesta con un mínimo grado de anticapitalismo como si se tratase de una payasada de la juventud o de los que viven en el siglo pasado. No hay más que verlos: en la asamblea de cierre de las jornadas de movilización entre el 12 y el 15 de mayo, mientras una chica narraba las torturas y vejaciones a las que le sometió la policía, después de cuatro horas de debate político intenso, aparece una señora que odia a no se qué familias (aparentemente responsables de todos los males), otro que acusa de ser agente del judaísmo a todo el que le replique y, en el fondo, por encima de la cabeza de la gente, bien grande y visible, aparece un cartel en el que hay un fotomontaje de un ovni con las palabras “I want to believe”. No deja de ser una mentalidad infantil y egocéntrica: como quiero que ocurra, si me concentro mucho y lo visualizo en mi mente, acabará pasando. Quiero creer en esto, así que esto debe ser verdad. Es el retorno a la minoría de edad, nunca hubo Revolución Francesa, nunca se pretendió el gobierno de la razón, los Reyes Magos siempre han existido. No tienen ningún interés en entender que por mucho que creas en hadas, unicornios, machos alfa, trolls y dioses eternos, una asamblea en la que se habla de política y economía no es lugar para cuentos. Una asamblea es hoy por hoy un lugar donde se desmontan los cuentos que nos lanza el poder, no puede ser una fuente de nuevos cuentos que ayuden a mantener el statu quo, sea mediante la colaboración directa, sea mediante la despolitización.

Por otra parte, en cuanto a sus recursos lingüísticos, en los discursos de este “abismo del siglo XXI” es constante la utilización de una retórica cuyo objetivo final es evitar dar explicaciones: pensamiento por estereotipos, sentencias calumniosas, conclusiones disparatadas aunque las premisas sean más o menos ciertas, etc. También son comunes las cadenas de frases con poco o ningún sentido (aunque por lo visto hay a quien le suena bien) utilizando un vocabulario que evidentemente desconocen. Abundan las peticiones de principio, los puntos de partida que debemos aceptar antes de empezar la discusión, absolutamente inadmisibles: hay que temblar cada vez que utilizan expresiones como “todo el mundo sabe...” o “como ya se ha demostrado...”. También son habituales los intentos de hacer algo parecido a utilizar un argumento de autoridad, llegando en muchas ocasiones al infantilismo, como cuando asumen que algo es cierto porque lo han leído en un libro que les gusta. Al final, su técnica no es distinta a la de otros movimientos irracionales del pasado: se repiten los mismos mensajes una y otra vez con el objetivo de dar un golpe al sentido común, pues no son capaces de convencer por la falta o la debilidad de sus argumentos (cuando los utilizan).

Es apreciable (en no pocas ocasiones) que han decidido ignorar una de las lecciones más valiosas que nos dio Marx, al cual, por cierto, rechazan categóricamente porque es judío y promotor de una de las mayores conspiraciones del judaísmo internacional y porque por lo visto no comía fruta: no debemos confundir las propiedades naturales de las cosas con las propiedades sociales que los humanos les damos. Por ejemplo: un negro tiene la piel de color negro, nada más; solo bajo determinadas condiciones, solo inserto en determinadas estructuras sociales, el negro se convierte en esclavo. Que los “guardianes de las estrellas” tengan una oportuna amnesia en torno a esta cuestión es otro síntoma del pésimo bagaje teórico que arrastran estas personas, así como del poco rigor conceptual con el que articulan su discurso. Y no les importa porque su objetivo no es acercarse o comprender la realidad, sino fabricarla y generar grupos identitarios en torno a esa ficción. Para ello recurren una y otra vez a lo que se conoce como “significantes vacíos”, es decir, palabras que no están claramente definidas y que sirven para que cada cual les ponga el significado que quiera y se establezca así una red identitaria solidaria. A partir de ahí son ellos mismos los que se retroalimentan dándose palmaditas en la espalda y jugando al “teléfono escacharrado” con sus propios relatos.

Son tan numerosas que diría que sienten auténtica pasión por las contradicciones y la falta de coherencia; por los neologismos baratos creados en laboratorios de marketing o de periodismo y cuya función es atraer la atención, no explicar nada; por el fotomontaje que pretenden hacer pasar como una realidad indiscutible (“¿no lo ves con tus ojos? Los sentidos no engañan...”: asesinan a Galileo y compañía cada vez que lo necesitan). De nuevo, ante la falta de argumentos no tienen más que recurrir a otro tipo de lenguaje, confiar en que lo icónico llegue allí donde lo verbal tiene la batalla perdida. Asimismo, sienten debilidad por la evasión de la realidad, lo cual logran con la eficacia de una droga dura; por la imprecisión terminológica, la confusión de conceptos, de leyes, de teorías... El registro es prácticamente ilimitado: de todo menos argumentaciones sólidas y serias. Sus manuales de conspiraciones son en realidad manuales para dejar de pensar, para contribuir de manera inconsciente al aumento caudal de la corriente.

Por otro lado, cada vez es más frecuente toparse con gurús, chamanes, magos y demás agentes del esoterismo y el ocultismo que tratan de traer la filosofía o la espiritualidad orientales al presente de nuestra sociedad. Esto, que en sí no tendría por qué tener nada de malo, es, en manos de esta gente, otra peligrosa arma de alienación y sumisión: de la misma forma que los cristianos violaron a Aristóteles en la Edad Media para adaptarlo a sus intereses, ahora son los neogurús los que violan a quien haga falta para ganar prosélitos. Y cuanto más lejana sea la tradición que se pretende asimilar y transformar, mejor, no vaya a ser que alguien discuta tamaña barbaridad, no vaya a ser que alguien no se deje llevar lo suficiente. Al final, su orientalismo no es más que el fruto de una fórmula: si a la impotencia que se siente ante la contemplación de injusticias le sumamos prejuicios caducos y a todo ello le añadimos la falta de conciencia política, el resultado no puede ser otro que la irracionalidad desesperada, nuevos dioses pero la misma terquedad, obcecación y arbitrariedad de siempre. Un maravilloso relato sobre la nada que contribuye a que el discurso hegemónico de hoy siga siéndolo.

Su pensamiento mágico bebe del descontento tanto como de la ignorancia. Se alimenta también de las emociones, de las reacciones viscerales, de la inseguridad y del miedo. Nunca antes tuvo tanto sentido la canción “Fin de siglo” de Def Con Dos: la abducción es un problema de todos. Esta gente ha sido abducida por palabras que construyen cárceles dentro y fuera de ellos, han descubierto una nueva arquitectura de la opresión que nos lleva a una especie de budismo político en el que se confunden enemigos y amigos (acaban luchando contra su propia imaginación y contra sí mismos). Confunden también medidas individuales de autoayuda (tan de moda) con acciones de lucha colectiva y se organizan en torno a nuevos antagonismos que nunca debieron salir de las novelas “best-seller” (perversa construcción del nosotros/ellos, como hacen con mujeres y hombres, con judíos y homosexuales, etc.). Alimentarse con revistas que sirven para envolver el pescado en vez de alimentarse con pescado debe ser un síntoma más de esta sociedad postmoderna. El resultado es trágico: todo aquello que plantean como nuevo no lleva consigo la superación de lo anterior, sino su enmascaramiento. Se trata de una superación “antidialéctica” que no nos ayuda a liberarnos, sino a enterrar las palabras de la emancipación. Contribuyen directamente a aumentar el número del desconcertado rebaño.

Son tan arrogantes como aquellos que anhelan o anhelaban el imperio colonial: observándoles uno no puede evitar ver a occidentales jugando a definir al Otro a su antojo y voluntad, en función de lo que más les convenga (pecan de un utilitarismo atroz que podría acabar engulléndoles), como hacen especialmente con las mujeres y los judíos, por señalar dos grupos de personas que efectivamente existen. No deja de ser curioso cómo son eminentemente los hombres los que definen, por ejemplo, lo que es ser mujer, lo que es natural en ellas, tratando de combinar argumentos biológicos mal entendidos y nada novedosos con palabras bien sonantes que no hacen otra cosa que condenar de nuevo a la mitad de la humanidad para privilegiar a la otra. Han aprendido el lenguaje de lo políticamente correcto, pero sus prácticas discursivas hacen de ese lenguaje puro humo: “yo amo a las mujeres, pero son irracionales”. Tratan de despolitizar sus sentencias arbitrarias (“no es que lo piense yo, es la naturaleza”) y caen lógicamente en comportamientos sociales en vías de extinción o ya superados así como en generalizaciones tan arbitrarias como injustas. Acusan a quien señale esto de fomentar el odio: aquel que verbalice sus miserias, las tensiones que crean o el conflicto latente, es un agente del odio pagado probablemente por los “poderes ocultos que gobiernan el mundo”.

La causalidad tampoco es su fuerte: no hay elemento discursivo de esta gente que, cuando incluye una relación de causalidad, pueda evitar confundirse interesadamente (definir algo que no tiene nada que ver como la causa para un efecto determinado) y caer una y otra vez en causalidades irracionales que implican un salto de fe (esto es la causa de aquello porque hay extraterrestres, porque esa enfermedad no existe o porque no se qué Papa en realidad era mujer).

Al final, confiemos en que estas corrientes no sean más que un síntoma del analfabetismo político que impera en nuestra sociedad, que sea un toque de atención para que la izquierda se ponga las pilas de nuevo en su labor pedagógica, porque la aparición de este tipo de corrientes no es más que el triste resultado del fracaso de la gente con cultura política y conciencia crítica a la hora de construir un discurso que pueda explicar la realidad (y el fracaso a la hora de transmitir esa explicación). Confiemos, por tanto, en que sea un síntoma llamado a la desaparición y no acaben por convertirse en una enfermedad (aspiraciones, desde luego, tienen). Esperemos que estos “iluminados” que quieren cazar otros "iluminados" no sean capaces de transmitir sus ganas de perder el tiempo y sirvan de estímulo para aquellos que de verdad quieren cambiar las cosas, aquellos que no se contentan con palabras vacías que no llevan a ninguna parte más que al odio contra quien se tenga a tiro: si observamos la realidad por la mirilla de un rifle, todos nos parecerán enemigos.

Que dejen de contarnos cuentos, hay mucho por hacer y ya hemos dormido suficiente. Expulsemos el culto a la ignorancia y al miedo de las plazas públicas, evitemos sustituir la tiranía del mercado por la tiranía del “profeta iluminado”: ya sabemos todos los cuentos.