viernes, 28 de diciembre de 2012

Permisos y derechos


Si bien es cierto que no podemos caracterizar la televisión como el “reflejo de la realidad”, sí que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la televisión refleja la ideología de la clase dominante. Por lo menos así es en los países capitalistas, donde asuntos tan delicados como la libertad de expresión fueron regalados a grandes corporaciones hace ya tiempo. Partiendo de este supuesto, resulta de lo más alarmante comprobar cuáles son los mensajes que nos transmite últimamente este aparato en el Estado español. En concreto me interesa lo que se está diciendo, cada vez más alto y con más descaro, acerca de lo que es el Derecho.

Hace unos días, enciendo la televisión y me ataca una película de acción en la que vemos a un agente de la CIA que tiene problemas de conciencia: está harto de explotar coches en otros países, de ametrallar enemigos, de cometer asesinatos en nombre de su gobierno y de la “seguridad nacional”. Parece estar tan abrumado que comenta su situación con otro colega de la CIA. Y este le responde que tiene razón, que “defender el país es cada día más complejo”. ¿De dónde viene esta complejidad? Del hecho de que “nosotros nos ponemos reglas a nosotros mismos que el enemigo no se pone”, y esto es así hasta tal punto que el comprensivo espía duda: “ya no sé en qué consiste mi trabajo”. Aquí tenemos una primera aproximación a lo que la clase dominante entiende por Derecho: es complejidad innecesaria, perjudicial. Para este agente de la CIA los derechos (humanos, sociales, ciudadanos, políticos, económicos, etc.) son un límite a su trabajo y por tanto un límite a la seguridad nacional. La idea de este sujeto es que “los terroristas” no respetan el Derecho mientras que “los buenos” sí lo hacen. La conclusión que necesariamente obtenemos de estas premisas es que el respeto a los derechos dificulta la esencial labor de la última línea de defensa que separa a los estadounidenses de la pérdida de su libertad (o incluso de una muerte atroz). El Derecho es, por tanto, una lastimosa fuente de complejidad que ata las manos de quienes tienen que tener las manos libres para cumplir la sacrosanta misión de defender la patria de un enemigo invisible que incluso “ataca desde dentro y a traición”. El Derecho es, por tanto, un estorbo, un dinosaurio del pasado que no ha sabido adaptarse a la nueva realidad, un fósil institucional que dificulta la lucha por la “libertad”, por mantener “el estilo de vida americano”. Cuánto más fácil sería capturar terroristas si todo EE.UU. se pudiese convertir en una gigantesca Guantánamo, cuánto más fácil sería proteger el concepto de la “libertad”, mantenerlo puro, si evitamos que los pueblos sean libres, cuánto más fácil sería proteger la “democracia” si los agentes encargados no tuviesen las manos atadas con insensateces como el Habeas Corpus, que obligan a perder el tiempo e incluso a soltar criminales...

Cansado de la retórica del film, agotado de tanto tiro y explosión que vienen a justificar los planteamientos del agente de la CIA preocupado con su trabajo, cambio de canal. Entonces me encuentro un alegre cacareo, una mesa de tertulianos de los que aparecen durante toda la mañana para hablar del tema que sea. Uno de esos programas en que todólogos y sicofantes se unen para esputar sus tristes opiniones a un público bovino. Es en este contexto donde encontramos otra de las puntas de lanza que utiliza la ideología dominante. Entre interrupciones, gritos, risas y palmadas en la espalda, empieza a vislumbrarse una idea que atraviesa el ambiente: el Derecho como algo antieconómico. Los neoliberales, que desde los años 70 vienen ocupando (y desmantelando) cada vez más el sector público, entienden que un derecho, como por ejemplo el derecho a una vivienda digna, no es más que una traba para el correcto desarrollo de los negocios y, consecuentemente, de la “libertad”. El Derecho se trata, por tanto, de una especie de conjunto de normas arbitrarias (“no hay nada en la razón, ni en la naturaleza, ni el el reino de los cielos que nos diga que los seres humanos debemos vivir en una vivienda digna”, dicen), un límite al desarrollo comercial y humano. Los derechos son, por tanto, un elemento antieconómico, algo así como una herencia que ya no podemos mantener. Plantean que son el resultado de haber tratado de vivir “por encima de nuestras posibilidades”: ahora que hay crisis, solo los necios y los comunistas (que vienen a ser lo mismo) se empeñan en mantener algo que no podemos mantener porque “no hay recursos suficientes”. Lo que nos dicen los tertulianos, por tanto, es que el Derecho es fruto de algo así como la bonanza económica y que, cuando falta el capital, hay que renunciar a ello si no queremos arriesgarnos a destruir la economía. Los derechos, por tanto, son algo que concierne a las personas o países pudientes, se trata de un lujo, una recompensa por pertenecer al club de los ricos. Llegados a este punto, apagué la televisión.

Pero los seres humanos somos capaces de tropezar infinitas veces con la misma piedra. Así que pasados unos días vuelvo a encender el dichoso aparato. Esta vez es la cara amable de un presentador de noticias la que me dice cómo son las cosas. Mediante un tratamiento informativo más que dudoso, una noticia en apariencia referida a un choque laboral entre trabajadores y empresarios se acaba convirtiendo en la excusa para darnos una nueva lección sobre lo que es el Derecho: es un regalo. Más bien un préstamo. Asumiendo un argumentario muy parecido al de las tertulias, el telediario nos cuenta el cuento de que si hemos tenido un Estado de Bienestar hasta el momento es por dos motivos: primero porque “los padres de la democracia” así lo decidieron durante la transición, cosa que, por lo visto, debemos agradecer infinitamente porque a nadie más se le habría ocurrido; en segundo lugar, porque hemos pretendido vivir “mejor de lo que en realidad podíamos”. Lo que está flotando de fondo es la idea de que el Derecho no implica un cambio de poder, que en realidad se trata de algo así como un “permiso”. Y así, le dan la vuelta a la tortilla y ponen el mundo patas arriba: no es que tengamos derechos por ser humanos, ciudadanos, racionales, únicos e irrepetibles, dotados de una constitución, con siglos de luchas sociales a nuestras espaldas, etc. Tenemos “derechos” porque determinadas personas, ancladas en las posiciones de poder, han decidido que durante un breve lapso de tiempo podemos disfrutar de un nivel de vida que en realidad, parece ser, no nos corresponde a la inmensa mayoría (digamos, el 90% de la población). Por tanto, el Derecho de un Estado como el nuestro en realidad no es tal, se tendría que hablar más bien de el Permiso, el Permiso que nos da la clase dominante durante el tiempo que decidan para que los “losers” disfrutemos de uno serie de “servicios” aunque no lo merezcamos. Consecuentemente, en un contexto de crisis económica, política y social, no es de extrañar que estos presuntos “derechos” se vean seriamente limitados: “no hay dinero para sanidad”, “no hay dinero para educación”, “no hay recursos para mantener una justicia igual para todos”. El Permiso procede, por tanto, del capital: podemos tener, por ejemplo, una sanidad pública, pero solo hasta el momento en que el capital decida hacerse con ese mercado, es decir, todos tenemos (apariencia de) “derecho” a la sanidad mientras los capitalistas puedan seguir acumulando capital en otros ámbitos de la economía (sí, para el capital la sanidad no es más que una parte de la economía). Pero cuando se da una situación de crisis, cuando se tiene que cambiar el modelo de acumulación de capital porque la anterior burbuja ha explotado definitivamente, eso que llamábamos “Derecho”, eso que creíamos que nos correspondía por el mero hecho de haber nacido tras siglos de luchas y progreso de la razón, no resulta ser otra cosa que una ilusión, un préstamo momentáneo, un Permiso cuya función es hacer creer que todos avanzamos al mismo ritmo, que vamos en el mismo barco.

Esto nos lleva a la siguiente cuestión. En el mismo telediario escucho a distintos representantes políticos vomitar sus discursos electoralistas, donde lo importante no es la verdad sino la cantidad de votos que ganas o pierdes después de la actuación. Y es gracias a estos discursos que podemos comprender otro aspecto fundamental de nuestro presunto Estado de Derecho: existen derechos que valen y derechos que no valen. Dicho de otra forma, vivimos en un Estado donde convive el presunto Derecho con el conocido Permiso. Y no es algo que haya ocurrido debido al azar: la clase dominante quiere procurar, mantener o agrandar el “derecho” a actuar como clase dominante, mientras que para el resto solo quedan los permisos, las migajas, aquello que no supone ninguna amenaza para la reproducción de la clase dominante en tanto que tal. Así, por ejemplo, resulta de lo más esclarecedor ver cómo determinados partidos insisten una y otra vez en el hecho de que “hay que limitar el derecho a la huelga”. Para los poderes fácticos (el capital) y los poderes imaginarios (el poder político tal y como se entiende hoy en las altas esferas), que los trabajadores aspiren y utilicen el Derecho y se declaren en huelga es una especie de abuso que no se puede permitir. La conclusión lógica para estos políticos, por tanto, es que debe limitarse el Derecho, debe reducirse a Permiso, porque no se puede consentir que una panda de trabajadores utilicen un supuesto derecho para reclamar nada, porque “nadie tiene derecho a hacer daño a la economía del país”. Así, cuando el personal sanitario decide ir a la huelga no por sus salarios, no por las horas de trabajo que les han aumentado, no por las condiciones de trabajo generales, sino para defender una sanidad pública, universal y de calidad, los máximos representantes políticos claman al cielo: “¿no ven los médicos que están perjudicando a los pacientes y la economía?”. Privatizan la sanidad, convirtiendo otro pedacito del Derecho en un mercado más (en un Permiso que te permite o no en función de tu renta) y, debido a que la oposición a este proceso es frontal, no se les ocurre otra cosa que limitar el derecho de la ciudadanía a luchar por lo que considera justo. Y esto ocurre porque hay una serie de derechos (la propiedad privada, por ejemplo) que priman, como no podía ser de otra manera, sobre los permisos que “ya no podemos mantener”: el derecho a hacer negocio con la salud de las personas prima sobre el permiso de las personas para disfrutar de una sanidad pública y de calidad para todos y todas. Prima la posibilidad de hacer negocio sobre la dignidad de las personas. Sobre el papel, ambas cosas constituyen derechos, pero en la práctica...

Por último, la televisión, mediante reportajes, documentales y películas, nos transmite la idea de que el Derecho es (o debe ser) un reflejo de la sociedad del momento. Parece lógico, pero este tipo de planteamientos nos oculta una terrible verdad: el Derecho no está para reflejar lo que acontece día a día. El Derecho no está para permitir que el empresario haga lo que quiera, para que el pez grande se coma al chico, que la gacela sea comida por el león, que el asesino siga asesinando o para que el enano pueda ser lanzado contra una pared por los tipos grandes. El Derecho apela al “deber ser”, no al “ser” de la realidad. El Derecho no puede ser simplemente la consagración (en papeles, normas y leyes) de lo que ocurre en la realidad, por muy bonita que esta aparente ser. El sentido del Derecho es, precisamente, transformar la realidad, no elevarla a la categoría de legítima o intocable. Por tanto, cuando un político o una política hablan de adecuar las leyes “a los desafíos del siglo XXI” o a las “demandas de una sociedad cambiante”, de lo que hablan es de ponerlas al servicio de los que mandan en ese momento, de aquellos que tienen la capacidad (y sobre todo los medios) para convencernos de qué es bueno y qué es malo. De esta forma, el Derecho deja de ser una herramienta para transformar la realidad, la palanca para introducir en la vida cotidiana palabras como “justicia”, “fraternidad”, “igualdad”, “libertad” o “verdad”, para aspirar al “deber ser” y la dignidad y no solo conformarnos con la injusticia y la precariedad de lo existente. Al contrario, se transforma en una herramienta al servicio de los peces gordos que se utiliza exclusivamente para legitimar y legalizar el expolio de los peces pequeños. Al final, lo que nos propone el capital y los políticos que lo representan es pasar de una realidad en Estado de Derecho a un Derecho en Estado de realidad, en “Estado de mercado”. Es el fin del principio del reinado de la razón, la verdad, la libertad y la justicia. Se trata de la transición hacia un modelo en el que el interés privado de los peces más gordos define el mundo y, lo que es peor, lo que debe ser el mundo. Que los médicos hagan huelga es un abuso, que los empresarios quieran hacer negocio con la salud de la población es un derecho inalienable, según este esquema.

La izquierda, sin embargo, cometería un grave error regalándoles a neoliberales y demás capitalistas un concepto como el de Derecho. La tarea ciudadana por excelencia es reivindicar que el Derecho no puede ser el fruto de los devenires del mercado capitalista o de la voluntad del tirano de turno, sino el fruto de la deliberación racional sobre el “deber ser” y sobre lo que es justo o injusto; que no puede ser el Permiso que nos regala una camarilla que lucha por defender sus intereses privados, sino la plasmación de la voluntad general de acuerdo a la razón pública; ni un obstáculo para defender la patria, sino el motivo por el cual esta existe y debe ser protegida. El Derecho es y sigue siendo el fruto de la razón, el resultado de las exigencias de la libertad (de tratarse a sí mismo como un “cualquiera”, libre de su condición de, por ejemplo, hombre, blanco, europeo, español, de clase media, etc.), el inevitable destino de pretender alcanzar el “deber ser”, de no conformarse con las injusticias que se dan hoy como si fuesen algo natural y por tanto inevitable. Otra cosa es a qué llamen “Derecho” los tiranos políticos y económicos, que no suele ser otra cosa que su voluntad arbitraria al servicio del interés privado. Pero aunque sea esto último lo que de hecho tiende a ocurrir, debemos tener muy claro que nuestra lucha no es la misma que la de los neoliberales, algo así como “destruyamos el Derecho en nombre de la libertad”, sino todo lo contrario: debemos luchar contra el Estado de Permiso para que esa palabreja, Derecho, no sea la cuerda con la que se nos ahorca sino la llave con la que abrimos las puertas de la emancipación.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Identidades vampíricas.


Algunos varones, al ver peligrar ciertos privilegios sexistas sobre los que han asentado su identidad masculina, sienten la imperiosa necesidad de huir hacia adelante y tratar de racionalizar lo que la razón de ninguna manera puede justificar. En este sentido, los feminismos, si bien todavía no han triunfado definitivamente, sí que han conseguido dar pasos de gigante: lo que ayer era un problema doméstico se ha convertido en un problema político; lo que ayer era normal, el machismo, hoy ya no se puede defender abiertamente. Lo habitual es que la razón no logre imponerse al avance de la historia y el tiempo, pero cada vez que da un paso, es imposible hacerla retroceder: aunque siga existiendo (y de hecho el problema se agrave), es imposible justificar la esclavitud con la razón, hay que buscar otras vías. De la misma manera, para sostener una posición machista es necesario tratar de racionalizar lo irracional mientras se enmascara la realidad y se desconocen las fuentes y los efectos lógicos de lo que se defiende.

La máscara preferida del machismo actual sigue siendo la naturaleza (las “esencias”), lo que desde su punto de vista es “natural”. Cuando un machista señala algo como “natural”, lo que intenta es situar ese algo más allá del debate, como si se tratase de algo previo, anterior, algo indiscutible que todas las personas tenemos que aceptar antes de empezar a dialogar. De esta manera, pretenden orientar el debate, normalmente a partir de premisas falsas (y deducciones descabelladas), de tal forma que se llegue a una conclusión que, invariablemente, acaba reproduciendo ciertos roles, estereotipos, prejuicios y discriminaciones sexistas. Y es que resulta imprescindible sustraer ciertas ideas del debate cuando lo que se pretende es defender cosas irracionales, indignas, injustas, falaces y/o basadas en el interés privado: de la misma forma que es imposible justificar la esclavitud mediante la razón, tampoco es posible defender los privilegios masculinos construidos a lo largo de milenios de patriarcado, por mucho que se limen y presenten como algo positivo o inevitable.

Es necesario, a su vez, enmascarar las fuentes (la tradición, la Iglesia, la extrema derecha, grupos de autoayuda machistas, medios de comunicación conservadores...) de las que parten estas teorías
machistas que, además de robar asuntos al debate público, camuflan su desesperada defensa de la injusticia con todo un repertorio de corrección política, aparentes buenas intenciones y (falsa) voluntad emancipatoria. Un ejemplo muy claro nos lo da ese impulso patriarcal que nos incita a aceptar irreflexivamente frases como “para estar completa, una mujer necesita a un hombre, a su media naranja”. Resulta conmovedor, es bonito... pero no es cierto. Una mujer, como un hombre, puede necesitar o no una pareja (hombre o mujer), no hay nada en la condición de “mujer” (ni de “hombre”) que nos lleve a deducir que necesariamente requiera de una persona de otro sexo que la “complete”. Con frases como esta nos pretenden hacer creer, por un lado, que existe algún motivo (natural, espiritual, etc., cualquier cosa que esté más allá de la razón, en el más acá de la superstición) por el cual las mujeres son algo así como medias-personas hasta que llega un buen varón (¿un macho alfa, como si fuésemos leones, hienas o lobos?) que las rescata del estado incompleto al que les condena su condición de mujeres (nótese que de la misma forma que el machismo las condena a ellas a ser rescatadas, les condena a ellos a ser heroicos y “naturales” protectores-rescatadores de personas que, biológica, espiritualmente o lo que sea, han nacido “incompletas”). Aristóteles, brillante para otras cuestiones, no podría estar más de acuerdo: desde su punto de vista las mujeres son mujeres “en virtud de una carencia”. Son “hombres incompletos”.

¿Por qué se defienden planteamientos como este todavía hoy, casi 2.500 años después? Porque estas identidades masculinas machistas tratan de ocultar, como ayer, sus propias necesidades: se trata de identidades que se construyen a partir de la necesidad que sienten ellos de ser necesarios para ellas. Se construyen impidiendo el completo desarrollo de la identidad femenina, limitando su libertad y dictando el camino de la corrección y la normalidad, de lo que es ser “una auténtica mujer”, que no es otra cosa que obedecer ciegamente a esas necesidades inherentes a su condición femenina y que, como por casualidad (ellos lo llaman “naturaleza” o “esencia”), colocan al varón en una posición privilegiada cuando no abiertamente superior. Y también contradictoria, pues el varón machista de ninguna manera reconocerá que su identidad es absolutamente dependiente de la dependencia que sea capaz de generar en las identidades femeninas, de lo contrario no tendría ningún sentido realizar esta operación. Vivir esta contradicción lleva a no pocos hombres a tratar de controlar la vida, los actos y los desplazamientos de las mujeres, a la violencia simbólica e incluso a la física.

Se trata de identidades que se construyen robando la independencia de otras identidades. El hombre machista se construye así en una identidad “fuerte” que se basa precisamente en las “carencias” de la mujer. Niegan así la autonomía de las mujeres, su capacidad de elaborar juicios independientes, puesto que sus propias carencias las determinan. Hacen enfermar la salud psicológica de las mujeres para después presentarse como la solución, como la medicina liberadora. Ya serán ellos los fuertes, los resueltos, los activos, los independientes, los libres. A ellas les queda la negación: no eres independiente como él, no eres tan fuerte como él, no eres tan capaz, no puedes ser tan libre porque le necesitas.

También resulta básico para estas identidades machistas negar el trasfondo en el que de hecho se desarrollan las identidades masculinas y femeninas. Así, para los machistas, el patriarcado y el machismo son cosas del pasado. Esto no es una cuestión nimia: negando el trasfondo se niegan las condiciones en que se desarrollan las identidades de género. Esto les resulta de lo más práctico: así se puede descartar, de un plumazo, cuestiones fundamentales como la socialización diferenciada (dentro y fuera de las instituciones educativas), las expectativas sociales sexistas, la violencia de género, la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres por un mismo trabajo... No es que nieguen que esto existe, sino que lo convierten en obra y gracia de la naturaleza, de un choque entre individuos iguales, del azar, de la avaricia o de la “esencia” masculina/femenina. La finalidad de todo esto es negar la estructura que permite que se mantengan las condiciones que en la práctica suponen que las mujeres puedan seguir siendo discriminadas impunemente. Mientras, se dicen palabras bonitas como “no es malo necesitar a un hombre” o “todos estamos de acuerdo con la igualdad de derechos”. Pero la cuestión es que de nada sirve igualar en derechos a las mujeres verbal o formalmente si no se combate el motivo por el que no alcanzan esa igualdad. Lo mismo ocurre con el racismo y es también el mismo juego que practican los empresarios con los trabajadores: ignoran la desigualdad y la injusticia que supone el punto de partida (unos tienen capital, otros solo su fuerza de trabajo) mientras se les llena la boca con ideas como “contratos libres entre iguales”. ¿De qué sirve la igualdad formal si no se cumplen las condiciones necesarias para que sea efectiva? Las personas no “empiezan” en condiciones de igualdad en un sistema capitalista o en uno esclavista, ni tienen las mismas oportunidades. Lo mismo ocurre con el sistema patriarcal. Y en todos estos casos la estructura de dominación intenta naturalizar (convertir en indiscutibles) las injusticias que permiten su constante reproducción y renovación.

Al final, resulta prácticamente inevitable encontrar un parecido razonable entre estas identidades machistas que tratan de mantenerse a flote en un mundo crecientemente feminista y esos seres espectrales que se alimentan de humanos: los vampiros. De la misma forma que un vampiro se alimenta de la vida de otras personas, las identidades machistas se alimentan de las identidades femeninas no emancipadas. Un vampiro seduce a una mujer con una especie de hipnosis antes de morderle el cuello para alimentarse de su sangre, una hombre machista seduce el sentido común con buenas palabras para alimentarse de mujeres inseguras (construidas como tales por el propio patriarcado). Estas buenas palabras, como la hipnosis, desarman, convierten a la presa en algo dócil y manipulable, en un animal de ganadería, en alimento al fin y al cabo. La identidad del varón machista necesita acumular autoestima hasta prácticamente convertirlo en un atributo específico de los hombres, de tal forma que su seguridad en sí mismos comienza a depender de la falta de autoestima, seguridad e independencia de las mujeres. De la misma forma que hay todo un sistema que hace pensar al trabajador que necesita a un empresario, hay todo un sistema empeñado en convencer a las mujeres de que necesitan a un hombre que las cuide, las proteja y las salve de su condición de mujer. Igual que un capitalista debe expropiar las condiciones de supervivencia de las personas para obtener a cambio una clase trabajadora, la identidad masculina machista necesita expropiar de su dignidad a las mujeres. En ambos casos hablamos de un robo que consagra una injusticia. En ambos casos hablamos de que unos seres humanos se alimentan de otros.