lunes, 4 de febrero de 2013

Avanzar retrocediendo


Últimamente he tenido que desempolvar libros. Entre ellos, uno de historia de Grecia. Entre muchas cosas interesantes, reencuentro a un personaje histórico que tenemos bastante olvidado. Se trata de Clístenes, político ateniense que vivió entre los años 570 y 507 a.C.

A Clístenes se le considera el “padre” de la democracia. Normalmente (y no sin razón) se recuerda que fue bajo su mandato cuando Atenas cambió la distribución señorial del poder por la distribución territorial. Evidentemente, este es un elemento indispensable para poder hablar de un régimen democrático: si el poder depende de familias de nobles o ricos no es posible afirmar que la ciudadanía decide nada, por mucho que legalmente pueda elegir (normalmente entre los propios ricos) quién ocupa un cargo político determinado. De nada sirve democratizar la política si el poder depende de la religión, de la economía o de la tradición. Además, Clístenes decidió que no era razonable que un cargo público terminase su mandato y pudiese, sin más, lavarse las manos. Este extraño aristócrata pensó que, puesto que había cumplido con un servicio público, ese cargo político debería ser juzgado por la ciudadanía una vez acabado su mandato y, si esta lo consideraba adecuado, podía expulsarle de la ciudad, condenarle al exilio por su mala actividad al servicio de la ciudad. Clístenes sabía que es vital para una democracia que la ciudadanía pueda fiscalizar la labor de los representantes de la misma, pero parece que nosotros nos hemos olvidado. O nos han engañado: en nuestras modernas plutocracias han creado un sistema “legal” que ampara, ancla y disfraza de democracia la dictadura de los ricos, la dictadura del capital. No se trata de unos sobres no declarados, sino de una estructura económica perversa en tanto que injusta, antidemocrática e incompatible con el ejercicio de la ciudadanía.

Un tiempo antes, otro personaje llamado Solón (638 – 558 a.C.), había abolido la esclavitud por deudas, esa forma de esclavitud “legal”, aceptada, mediante la cual una persona podía acostarse como ciudadana y despertarse como esclava por obra y gracia de una mala cosecha, un desastre natural, un ladrón, un rico codicioso, etc. Solón quizá estaba loco, pero pensaba que la condición económica no podía ser excusa, en ningún caso, para que el rico acabase con la vida política de una persona (con su ciudadanía) debido a la especulación o a cualquier otra triquiñuela mercantil. Pero Solón no era un soñador ni un utópico. Sabía muy bien que aunque la economía (la deuda) no deba ser causa de esclavitud, la vida se desarrolla bajo determinadas condiciones materiales. Quizá por eso promovió una reforma agraria, para otorgar a los ciudadanos de Atenas la base material para poder ejercer de hecho la ciudadanía: si una persona tiene que ocuparse y preocuparse 16 horas al día por su supervivencia, no tiene tiempo para acudir al ágora, no puede participar en las asambleas, no puede discutir con el resto de la ciudadanía qué es lo correcto y qué es lo incorrecto, qué hacer y qué no hacer. Para ser ciudadano o ciudadana, es necesario disponer de tiempo libre, entendido este como tiempo “liberado”, tiempo para ti, desinteresado, libre de la carga que supone procurarse los medios de supervivencia. Si no tienes tiempo más que para trabajar en la cosecha o por un salario, ¿en qué momento puede alguien pararse a discutir lo que es bueno, lo que es verdadero y lo que es justo? Solón sabía todo esto, pero parece que nosotros lo hemos olvidado. O nos han engañado: tenemos un sistema “legal” que dice que es compatible vivir bajo un puente (o sin comida, sin sanidad, educación, etc.) con el ejercicio de nuestros derechos ciudadanos, entre los que destaca la participación directa en las decisiones de la ciudad, aquellas que afectan al conjunto de la ciudadanía. Prima el derecho del banquero a expulsar de su propiedad sobre el derecho de la ciudadanía a una vivienda digna, es decir, es “legal” que los ricos nieguen las condiciones materiales básicas para poder ser ciudadano o ciudadana a los pobres.

Todo esto significa que, por obra y gracia de un dictadorzuelo, un monarca limitado, media docena de presidentes, tres o cuatro instituciones económicas (antidemocráticas) internacionales y un puñado de “grandes” empresarios, hemos retrocedido al menos 2.500 años. O quizá más. Aristóteles (384 - 322 a.C.), otro gran pensador con cada día menos espacio en las aulas, pensaba que si los hombres conseguían que los molinos se moviesen solos, no harían falta esclavos. Marx (1818 - 1883 d.C.) le llamó la atención varios siglos después, cuando la tecnología hubiese podido hacer realidad el sueño aristotélico: lógicamente Aristóteles no podía prever la irrupción que supone el capitalismo en el devenir de la humanidad, no pudo ver su sueño convertido en pesadilla; al final, cuantos más molinos se mueven solos, nos encontramos jornadas laborales más largas, salarios más precarios, un ejército de parados creciente... No obstante, lo que si vio Aristóteles con claridad cristalina es que las distintas formas de gobierno pueden, fácilmente, corromperse. Ahora bien, para Aristóteles la corrupción no consistía simplemente en coger sobres, en aceptar sobornos de los ricos. La corrupción viene determinada por la confusión entre lo privado y lo público: el sistema político se corrompe cuando los gobernantes no saben, no quieren o no pueden distinguir o diferenciar su interés privado (o el de un grupo concreto) del interés general, del bien común. De la misma forma que Sócrates fue eliminado por poner en jaque el sistema “democrático” ateniense, parece que Aristóteles correría hoy la misma suerte y duraría menos que un elefante borracho ante un Borbón.

Ni las palabras ni los actos pacíficos parece que cuenten para los capitalistas, no es la razón la que les guía, sino el interés (privado) por acumular más capital. En consecuencia, quizá haya que replantearse la situación y retroceder en la historia, también nosotras, quienes luchamos por la emancipación. Avancemos, pues, en dirección contraria, rescatemos del pasado los símbolos, conceptos y herramientas necesarios para acabar con regímenes totalitarios. En realidad no hay que irse muy lejos para recuperar, por ejemplo, la guillotina, cuya afilada hoja marcó el comienzo de una lucha que aún hoy se está librando: al separar el cuerpo de la cabeza de quien usurpaba el lugar de las leyes se abrieron las puertas para la democracia. Si socialmente quieren convertirnos en un país decimonónico, nosotras les convertiremos a ellos en pollos sin cabeza, en malos recuerdos. No se trata simplemente de responder con violencia a la violencia: igual que no es lo mismo una ráfaga de ametralladora de Ernesto Guevara que un disparo de un soldado bajo las órdenes de Pinochet, no es lo mismo matar a alguien privándole de alimento, vivienda o sanidad, que eliminar a quien impide que los derechos (incluido una vida digna) se hagan efectivos, a quien consagra la muerte y la injusticia bajo el disfraz de legalidad y legitimidad. O la ley o sus normas arbitrarias; o el Derecho o sus privilegios; cada porrazo y cada detención lo deja más claro: o la guillotina o el golpe de Estado que supone la revolución neoliberal (barbarie). No se puede juzgar o perdonar a quien impide que esas palabras tengan sentido.