martes, 27 de agosto de 2013

Música y ciencias sociales (I): hegemonía. The Meas, “Carnaval”.

Aborrecemos la vida normal, 
vamos de cráneo hacia nuestro final, 
solo poniéndolo todo al revés 
conseguiremos ponernos de pie.

¡Maldita normalidad! 


Cuando los que mandan pierden el control, 

aparece la moralidad. 
Obedeceremos una sola ley:
nadie tiene por qué obedecer. 

¿Qué es lo normal y qué es lo anormal?

¿Quién es el listo que lo decidió? 
¿Por mayoría o consenso social? 
Yo nunca estuve en esa reunión. 

Cuando los que mandan pierden el control, 

aparece la moralidad. 
Obedeceremos una sola ley: 
nadie tiene por que obedecer. 

Porompompom, que joda el pueblo, 

siempre jodidos, no queremos seguir, 
porompompompero, de carnaval. 
Porompompom, quiero estar loco, malditas normas, 
puta legalidad, 
porompompompero, de carnaval.

Siempre cabeza abajo, nos puede dar un algo.

Solo poniéndolo todo al revés
 conseguiremos ponernos de pie. 

¡Maldita normalidad!


Porompompom, que joda el pueblo, 

siempre jodidos, no queremos seguir, 
porompompompero, de carnaval. 
Porompompom, quiero estar loco, malditas normas, 
puta legalidad, 
porompompompero, de carnaval.

Me resisto a ser 

una sombra inexistente en esta oscuridad, 
consumista, consumido con sumo placer. 
A quitarse la careta, fin del carnaval


No vivimos tiempos precisamente felices, la situación no está para tirar cohetes pero sí para apuntar bien con ellos. Ahora bien, una pregunta fundamental de las ciencias sociales en general es: ¿eso que llamamos “normal” agota todas las posibilidades? ¿Es la normalidad que conocemos la única normalidad posible? Si respondemos “sí”, solo nos quedará ir a abastecernos de todos los libros de autoayuda que podamos para saber encajar el golpe, para adaptarnos a la terrible normalidad: si hay crisis económica, hay que reducir los salarios de los trabajadores; si se ponen en cuestión los intereses geopolíticos de uno o varios imperios, es lícito destruir un país; si los tribunales van demasiado despacio, se introduce el filtro económico para que solo los pudientes accedan plenamente (o lo que dé de sí el régimen de turno) a la justicia; si falta dinero, se rescata a la banca y se hunde o se deja hundir a los desahuciados, la educación y la sanidad públicas...

Evaristo podría haber escogido de entre esos y muchísimos más motivos de indignación y rebelión para maldecirlos. Sin embargo, en esta canción ha escogido hablar de la normalidad, de lo que hoy consideramos normal. Y lo ha hecho porque si le preguntásemos él respondería con un rotundo “no” a esos dos interrogantes: existen otras formas de “normalidad”, las cosas que hoy parecen extrañas o ajenas pueden rápidamente convertirse en elementos normales y propios de la vida diaria. Y él mismo se pregunta:

¿Qué es lo normal y qué es lo anormal?
¿Quién es el listo que lo decidió? 
¿Por mayoría o consenso social? 
Yo nunca estuve en esa reunión. 

¿Quién decide aquí qué es normal y qué no lo es? ¿Quién ostenta ese poder? Y ¿se trata verdaderamente de una forma de poder, de un ámbito propio de la política, o es simplemente algo que depende, por ejemplo, de rasgos culturales neutrales en términos ideológicos?

El autor de la canción lo tiene claro: sin llegar a hacerlo explícito, nos conduce a un inevitable encuentro con el concepto “hegemonía”, imprescindible para ver el alcance político que tiene una canción que a simple vista (y oído) podría parecer el solitario lloriqueo de un punki de voz cascada.

Me resisto a ser 
una sombra inexistente en esta oscuridad, 
consumista, consumido con sumo placer. 

¿Se trata de un lamento aislado, de un grito en el desierto? ¿O se trata de una protesta o una demanda política, extrapolable a otros sectores de la población totalmente alejados del ideario y la estética de “La Polla Records”?

Una de las preguntas fundamentales que se hace tarde o temprano todo aquel que se interesa por la política es ¿por qué obedecemos? Ante esa pregunta caben multitud de respuestas si nos detenemos a observar caso por caso sin relacionarlos entre sí: porque si no obedezco, la policía me pega, porque si no mis padres me castigan, porque lo dice la ley, porque he votado al que manda... Pero si nos abstraemos un poco para, desde lejos, tratar de encontrar un hilo que una todas las decisiones y motivos individuales por los cuales acabamos obedeciendo, descubriremos que todas las respuestas se pueden agrupar en dos campos: el de la coerción y el del consenso.

Para que una sociedad obedezca es necesario contar con ambos elementos. La coerción, el uso de la fuerza (o la amenaza), el miedo, la capacidad de obligar para que se cumplan las normas, es imprescindible, pero insuficiente: una sociedad que solo obedece por el miedo a sus dirigentes es una sociedad que tiende a la desobediencia. Es inestable y potencialmente violenta, porque acaba por entenderse que la violencia es la única solución que ofrece el régimen para quien no está de acuerdo.

Todo régimen político establece unos límites, unas fronteras, entro lo que se acepta y lo que se prohíbe, entre lo que se puede discutir y lo que no (así como las condiciones en las que se discute), lo que se puede cambiar y lo que es intocable. Y además envuelve su fuerza, su capacidad de obligar a respetar esos límites, su puño de hierro (como decía Gramsci), en un guante de seda. La seda es el consenso: son toda una serie de instituciones estatales y no estatales que a través de dispositivos sociales, culturales, lingüísticos, educacionales, etc., colaboran en la normalización, naturalización y cristalización de las relaciones de poder de una sociedad determinada. Es decir, medios de comunicación, escuelas, diccionarios, tradiciones, iglesias, revistas del corazón... contribuyen a construir la legitimidad de ese orden (uno de los ejercicios fundamentales del poder político), convencen para obedecer estableciendo con su discurso y sus acciones los límites de lo normal, lo aceptable, lo tolerable, lo adecuado, lo bueno y lo contrario.

En otras palabras, la lucha por la hegemonía no se reduce a la disputa directa de dos o más fuerzas opuestas previamente definidas: la lucha es eminentemente política, no bélica, y se da antes de la confrontación directa y física. El momento fundamental de la política ya ha pasado cuando dos bandos se enfrentan en una batalla, porque ese momento es la propia construcción de los bandos: la definición de las lealtades, la ordenación del campo político, la construcción bien delimitada de un “nosotros” frente a un “ellos” (o “nosotras” - “ellas”). De ese momento depende la mayor o menor capacidad de generar mayorías. En la actualidad, un buen ejemplo lo constituye el llamado “chavismo” en Venezuela. La marca que han dejado los gobiernos de Chávez ha sido tan profunda que ha modificado el lenguaje político hasta tal punto que el defensor de la derecha tradicional y los partidos “turnistas” anteriormente en el poder, han tenido que presentarse a sí mismos como “progresistas” y utilizar el lenguaje “chavista” para tratar de construir una mayoría capaz de ganar las elecciones presidenciales. Mientras que el PSUV se ha construido sobre una diferenciación clara entre un “nosotros” (el pueblo, la mayoría, los pobres) y un “ellos” (la 4ª República, los partidos que se turnaban en el poder, la oligarquía económica), la oposición busca difuminar esa diferencia, eliminar ese eje de disputa y trasladar el debate político a ámbitos más controlables y favorables, como la gestión o la corrupción, en un intento de romper la mayoría social que otorga una y otra vez la victoria al partido fundado por Chávez.

Siquiera las condiciones de vida que podemos llamar objetivas (el número y el nivel de pobreza, el nivel de analfabetismo, la situación del mercado laboral, vivir en un país colonizado o uno colonizador, etc.), tienen voz propia: en lo que concierne a la lucha política ningún hecho social o natural habla por sí mismo, hay que darle significado. Pongamos el caso del terremoto de Haití (12 enero de 2010): tras la masacre los habitantes del país bien podrían culpar a los dioses por la fatalidad, a la naturaleza, a los astros, a los blancos, al gobierno, a un sistema político-económico que solo les permite (mal)vivir en trampas que esperan al siguiente temblor para destruir a quien se encuentre dentro... Al final, todo depende de la construcción discursiva (relatos explicativos, discursos políticos, leyes, monumentos, nombres de calles y estadios...) que hagamos sobre lo ocurrido: por eso se dice que los vencedores escriben la historia, porque un auténtico vencedor no solo triunfa en el campo de batalla, sino que además es capaz de relatar la historia, su historia, e imponerla sobre otras visiones de lo ocurrido.

Decía que el momento esencial de la política es la definición de los bandos en liza, así que también lo es, por tanto, el momento de definición de los conceptos y la lucha por el significado de las palabras, los objetos, los hechos, etc. Como en el caso del terremoto de Haití, a menudo la lucha por la hegemonía se disputa en todos aquellos hechos, símbolos y conceptos que parecen neutrales, apolíticos, que aparentan estar en “tierra de nadie”. O qué mejor ejemplo que esa larga lista de conceptos y medidores económicos que intencionalmente tratan de convertir en mera cuestión técnica cada vez más parcelas de la esfera política y que, por supuesto, tratan de ocultar las relaciones de desigualdad, injusticia y antagonismo entre quien posee medios de producción y quien es siervo y víctima de los vaivenes del mercado laboral.

Aborrecemos la vida normal, 
vamos de cráneo hacia nuestro final, 
solo poniéndolo todo al revés 
conseguiremos ponernos de pie.

¡Maldita normalidad! 

Vivimos en un mundo muy poco amable, el mundo del capitalismo, la plutocracia, el gobierno de los ricos para los ricos. El capitalismo es hegemónico, no solo puede obligar mediante porras, tanques o amenazas de despidos, también ha conquistado el sentido común, la percepción de lo que es normal o no. Son los planteamientos capitalistas, especialmente las ramas neoliberales (hoy), las que dictan los límites de lo aceptable y lo inaceptable, de lo bueno y lo malo, lo que merece la pena y lo que no, lo que se debe y no se debe hacer. Su penetración en la sociedad ha sido tan salvaje que aún cuando sus representantes provocan desastres sociales, destruyen instituciones públicas necesarias para el cumplimiento efectivo de los derechos humanos, reprimen con violencia a quien se atreve a protestar, manipulan los medios teóricamente públicos, etc., y aunque todo ello ha supuesto perder algo de legitimidad para el régimen (incumplimiento de programas, casos de corrupción, mentiras, discursos huecos...), en el caso español estamos muy lejos del cambio porque es asumido como algo normal (incluso bueno o “lo menos malo”) por una buena parte de la sociedad, que ha aprendido a vivir en una especie de estado de indefensión aprendida permanente y ve las decisiones políticas como si se tratasen de fatalidades naturales. Es, sin duda, la consecuencia de cuarenta años de dictadura y otros tantos de “democracia” en los que una idea no ha dejado de flotar en el aire: “haga como yo y no se meta en política”.

Quien no coge el sobre y ese mes pasa hambre tiene un problema: hay quien asume que si no lo coge él otro lo hará, que “así somos”, que la corrupción política y la presión de los grandes capitales es lo normal. El problema no es que Evaristo esté loco, sino que la normalidad es una auténtica locura. Lo sano, lo cuerdo, es rechazar esa normalidad. No es Evaristo el que tiene que darse la vuelta, hay que darle la vuelta a esta normalidad para conseguir que la gente digna pueda estar de pie, hay que quitarle la careta, el disfraz de normalidad, a la explotación: imaginarse que caminamos con los pies en el suelo no evitará que se nos suba la sangre a la cabeza cuando colgamos boca abajo. Démosle la vuelta a la tortilla, pues, asaltemos el sentido común y convirtamos en anormal al que coja el sobre y normalicemos el rechazarlo y denunciar a quien lo ofrece y los motivos por los que lo hace (no hay corruptos sin corruptores). El problema es que si avanzamos en esa dirección y finalmente nos convertimos en algo que amenace a quienes defienden la normalidad plutocrática, nos vamos a encontrar con que se defienden:

Cuando los que mandan pierden el control, 
aparece la moralidad. 

En el momento en que los defensores del régimen se dan cuenta de que la percepción social cambia, de que ya no son ellos los que definen qué es bueno y qué es malo y ya no son capaces de elevar sus intereses particulares y convertirlos en universales, en los intereses de toda la sociedad, en ese momento utilizan todas sus armas disponibles. Una es, por supuesto la fuerza y la amenaza, las comisarías, el miedo. Pero otra es ese especial sentido de la moralidad que adquieren los gobernantes, los mismos que han roto el pacto social y con ello han deslegitimado todo el régimen, esos que ante la desesperación popular piden cosas como el respeto a las leyes. Leyes que benefician a unos pocos y suponen un yugo para la mayoría, leyes que no son leyes en tanto que en lugar de garantizar la justicia están directamente pensadas para sostener y reproducir las injusticias, especialmente las económicas, por lo que más bien se trata de mandatos arbitrarios, órdenes que imparten quienes tienen capacidad para usar la fuerza si no los obedecemos.

Obedeceremos una sola ley: 
nadie tiene por que obedecer. 

Porompompom, quiero estar loco, malditas normas, 
puta legalidad, 
porompompompero, de carnaval.

Evaristo propone la desobediencia: la única ley vigente es que no tenemos que obedecer sus normas, que debemos revolucionar el sentido común hasta hacerlo nuestro y subvertir sus mandatos, hacernos ingobernables para el régimen, desbordarlo. Esa “legalidad de carnaval” no es otra cosa que los intereses particulares de unos pocos convertidos, por obra y gracia de una casta política al servicio de los grandes centros de poder económico, en mandatos generales. Es apariencia de legalidad, es un disfraz de legalidad: su “ley” no atrapa a las moscas grandes y sí a las pequeñas, banqueros que han estafado millones de euros a particulares y a sociedades enteras, que han engordado las arcas de los paraísos fiscales para estafar a hacienda, que ahora hacen recaer el peso del riesgo, del fraude y de la burbuja especulativa en los hombros de los económicamente más débiles, campan a sus anchas y tienen la osadía de poner el grito en el cielo cuando una de las personas a las que le han hundido la vida quema un cajero. “Cumplid la ley” exigen quienes han diseñado las reglas de juego pensando en su beneficio y no dudan en ignorarlas o violarlas cada vez que pueden, que resulta ser casi siempre.


A quitarse la careta, fin del carnaval.