miércoles, 16 de diciembre de 2015

Heridas sin cerrar: la moral en la fosa

¿Es importante la motivación que guía una acción? ¿O es simplemente el resultado lo que determina si una acción es buena o mala?

Hace ya unos años, un filósofo alemán llamado Immanuel Kant se paró a pensar sobre cómo podíamos determinar con seguridad si cuando hacemos algo estamos obrando bien o estamos obrando mal. Le dio muchas vueltas hasta llegar a la conclusión de que lo verdaderamente importante a la hora de juzgar una acción humana no son los resultados, sino la motivación que ha impulsado dicha acción. Lo fundamental es que cuando actúe lo haga con la motivación adecuada. Sólo así mi acción será moral.

Pongamos un ejemplo: vivimos en un país que atravesó cuarenta años de dictadura, tiempo durante el cual el régimen represalió a toda aquella persona que levantase la voz en favor de la democracia. Parte de esa represión iba dirigida no solo contra los que fueron ejecutados, sino también contra sus familiares y amigos, motivo por el cual los cuerpos de las víctimas eran arrojados a cunetas y fosas comunes cuyo emplazamiento quedó en el olvido.

Unas décadas después, libres de la dictadura, los representantes políticos no solo no han rescatado esos cadáveres para restituir la memoria robada y devolvérselos a sus familiares, sino que todavía debaten si deben hacerlo. Es una discusión política y sociológicamente muy interesante, pero lo que quisiera destacar es cómo responden algunos de esos políticos ante el dilema, acepten o no desenterrar represaliados.

La postura del PP y de otros partidos similares es claramente beligerante, amparándose en la idea de “no abrir viejas heridas”. Así es como denominan lo que en realidad es una cuestión de justicia, esto es, de cerrar heridas. Sin embargo, es difícil tratar de mantener a las víctimas supervivientes y no supervivientes en el olvido sin enfrentarse a incómodas preguntas y sin que la sombra del franquismo sobrevuele sobre su imagen de demócratas. Por eso la estrategia del PP podría resumirse así: “hubo una guerra civil y los dos bandos mataron, así que como hay muertos de todos por ahí tirados, mejor no remover las cosas y perdonarnos”.

En lo que se refiere al discurso, cuesta distinguir a PP y C’s. Cada vez que alguien obliga -ellos no quieren- a Rajoy o Rivera a hablar de los muertos del franquismo que aún andan enterrados en las cunetas, adoptan una postura de equidistancia que no sólo sugiere que los republicanos andaban reprimiendo como si hubieran ganado la guerra y establecido una dictadura feroz, lo alarmante es que nos dicen que matar por defender la democracia ante un golpe de Estado fallido es igual que matar para acabar con la democracia y con todo aquel que la defienda. Es decir, Rajoy y Rivera consideran que los defensores de la República eran al menos igual de malos que los fascistas porque se vieron obligados a coger un rifle y disparar contra los lobos que les acechaban. Para ellos atacar la democracia es moralmente lo mismo que defenderla.

Kant tenía una vara de medir, una prueba que consideraba infalible para determinar si una acción es moral o no. Lo expresó de distintas maneras, pero vino a decir algo así: actúa de tal manera que la máxima que guía tu obrar se pueda convertir inmediatamente en ley universal. Es decir, que la máxima que te guíe sea tal que cualquiera pueda compartirla en cualquier momento y en cualquier lugar. Volviendo a nuestro caso ¿es universalizable la máxima según la cual para defender a un país hay que instaurar un “Estado totalitario” en el cual “la única expresión de la voluntad popular sea el mercado” (Franco dixit)? Evidentemente no. Pero, ¿es universalizable la máxima según la cual ante un ataque a las instituciones democráticas la ciudadanía tiene el deber de defenderlas? Esta parece que sí. Si el mundo funcionase de acuerdo a la primera, sería horrible, inmoral, insufrible. Si viviese de acuerdo a la segunda, sin embargo, sería bastante mejor que lo que nos encontramos hoy.

El filósofo alemán, por tanto, estaría horrorizado. No solo por lo sucedido, las guerras a veces las ganan los malos. Estaría escandalizado por la forma retorcida en que nuestros políticos actuales renuncian a la moralidad por un puñado de votos de gente que, reconozcámoslo, no es del todo demócrata. Porque al final, ese es quizá el problema fundamental. Con este tipo de argumentaciones, no solo se renuncia a hacer justicia, se está renunciando a vivir en un mundo moral, en un mundo en el que merezca la pena vivir.

“¡No lo olvidéis!”, gritaría Kant, “Si bien ser morales no significa ser más felices, la dignidad es precisamente aquello que nos hace merecedores de ser felices”.

(Extraído de "El Cartero del Pueblo")

jueves, 10 de diciembre de 2015

William Wallace, Pelayo y Gerard Piqué, una reflexión sobre la nación y la identidad nacional.

El cine nos puede dar una clave para explicar la actual situación de España y Cataluña. Cuando William Wallace, un pacífico campesino, sufre una serie de injusticias, decide tomar partido y luchar contra la fuente de dicho mal. De esto trata Braveheart (Mel Gibson, 1995), película llena de anacronismos y licencias históricas, pero no por ello menos interesante.

Si uno quiere enmendar lo que entiende que es una injusticia, lo primero que tiene que hacer, como Wallace, es encontrar su origen. En la película, el protagonista podría arremeter contra los soldados que apresaron a su mujer, o contra el noble que ordenó su muerte. Sin embargo, aunque los verdugos acaban atravesados por espadas, la muchedumbre que ayuda a Wallace en el ataque no luchaba exactamente contra esas personas en concreto. Entonces, ¿contra quién? Esta es precisamente una de las preguntas fundamentales en política.

Es más, la primera batalla política es la forma en la que se constituyen los grupos contendientes en base a una serie de demandas que el régimen político actual no puede, no sabe o no quiere satisfacer. Lo que en la película comienza como una vendetta personal, en dos minutos se convierte en una revuelta social. ¿Por qué? Porque ya se había celebrado una ‘batalla’ previa que puede determinar de antemano el resultado del encuentro entre dos ejércitos. Cuando Wallace arremete, espada en mano, sediento de sangre, sus vecinos no ven a un hombre matando a otro, ven a uno de los nuestros atacando a uno de los otros.

La venganza de Wallace se convierte en algo más que venganza desde el momento en que la gente de su comunidad interpreta esos actos en base a un marco concreto e históricamente fortísimo: la identidad nacional. Cuando Wallace ataca, el nosotros latente, invisible hasta ese momento, se hace patente, cambiando de inmediato la balanza de fuerzas; de ver individuos aislados enfrentados a un noble cruel pero intocable, pasan a ver escoceses contra ingleses. Un campesino no puede atravesar a la guardia pretoriana para matar al noble, pero todos juntos pueden perfectamente. Y lo único que necesitaban para actuar unidos era esa idea de que hay un nosotros, los escoceses, que no tienen por qué obedecer a los otros, los ingleses.

Por supuesto, existen otras formas de identidad grupal que se entrecruzan en nuestra vida diaria, pero el nosotros que conforma una identidad nacional ha tenido una importancia determinante desde la Revolución Francesa. Somos herederos directos de los y las Wallace reales. Desde 1789, no se puede explicar el mundo sin los conceptos de nación y de identidad nacional. Para entender y poder actuar correctamente en países como España resultan imprescindibles, pero, ¿qué son exactamente? Quizá Sergio Ramos, Iniesta o Piqué nos lo expliquen mejor que Mel Gibson.

Cuando la Selección Española juega una final, ocurre algo políticamente muy interesante. Un conglomerado de gente de distintos lugares -incluso alguno nacido fuera de España- cuyas vidas, formas de pensar y problemas nada tienen que ver con los de la mayoría, son sin embargo capaces de suscitar el apoyo y la simpatía de millones de españoles. Algo ocurre, algo flota en el aire antes de que juegue la selección. Ese “algo” es un marco de interpretación, una serie de ideas que nos dan la pauta de análisis para entender un hecho. Y ese marco no es otra cosa que la identidad nacional, la continua reproducción y reinterpretación de valores, símbolos, recuerdos, mitos y tradiciones, y la identificación de los individuos con ese patrón y el resto de elementos culturales que le son propios. En llano: la identidad nacional es la creación de un nosotros. La selección hace visible el sentimiento de pertenencia a España, un marco por el que interpretamos determinados hechos. ¿Cómo hemos llegado a eso?

Cada uno tenemos distintas identidades, muchas opcionales, y podemos saltar de una a otra en función de dónde nos encontremos (uno puede ser profesor de 8 a 17 y luego ser madridista para acabar como padre de familia). Esto ocurre a nivel individual, pero hay colectividades que crean su propia identidad colectiva. No es el resultado de un mero agregado de individuos porque la propia formación del individuo dependerá de ella. Esta identidad colectiva empieza siendo un rasgo cultural y reclama una expresión pública, por lo que hace surgir un simbolismo político propio (banderas, nombres de calles, héroes y mitos que asume como propios, himnos, fiestas, instituciones…). Es decir, llegado un punto se politiza. Esa identidad colectiva, esa cultura compartida, pasa a ser el molde y la medida de lo político. En ese momento podemos empezar a hablar de una identidad nacional ya constituida.

 La identidad nacional apela directamente a la idea de nación, es decir, a ese conglomerado de actitudes, percepciones, sentimientos… que se ven respaldados por una serie de elementos culturales y políticos compartidos (lengua, costumbres, territorio…). Benedict Anderson decía que la nación es “una comunidad imaginada” (1983). Ojo, imaginada no quiere decir imaginaria, cuando hablamos de nación hablamos de algo muy distinto a los unicornios. Lo que quiere remarcar este concepto es que la nación no es algo que podamos deducir a partir de una serie de elementos objetivos, como pueden ser el idioma, la religión o unas instituciones compartidas. El concepto de “comunidad imaginada” pone el acento en el hecho de que toda nación es una construcción social, es decir, una comunidad que depende del grado de adhesión de las personas, de en qué medida un individuo se siente o no parte de ese grupo. Si España sigue existiendo como nación es porque, de una forma u otra, la gente celebra un plebiscito diario en el que decide continuar adelante con esa idea, con ese grupo.

La lengua, la imaginación geográfica, la religión, las tradiciones, la etnia, la biología… no son nada sin esa voluntad de formar parte del grupo. La identidad nacional está sujeta a procesos de cambio constantes, y no hay esencias ni cantidades fijas de rasgos que sobrevivan en el tiempo; toda nación tiene un origen y tendrá un final. No hay elemento objetivo que sirva para construir una identidad nacional sin el elemento subjetivo. No hay nación sin voluntad política, sin sentimiento de pertenencia.

En España nos encontramos en un momento difícil. Es un hecho innegable que existen diferentes sensibilidades, diferentes identidades nacionales que conviven bajo un mismo aparato institucional. Sin embargo, no todo son abrazos. Gerard Piqué lo sabe muy bien: catalán y español, partidario del referéndum por la independencia, jugador de la selección española. Nunca se ha silbado y pitado tanto a un jugador de la selección cuando jugaba en España. ¿Por qué? ¿Acaso no eran esos jugadores capaces de hacernos sentir parte de un grupo independientemente de lo que pensasen, cobrasen o hiciesen? Hasta cierto punto sí, pero el límite está precisamente en el marco que nos une alrededor de ese equipo de fútbol, es decir, la identidad nacional que Piqué pone en duda. No puede haber convivencia cuando una identidad no reconoce a la otra, ni cuando una rechaza categóricamente a la otra. Díganselo a Wallace o explíquenselo a Piqué, a Pelayo y a Rajoy.

¿Qué podemos hacer? Mucho. Ahora mismo sólo hay un partido político que habla tanto a catalanes como a españoles, a todos y a todas, en condiciones de igualdad, y con la voluntad de reconciliar las posturas en vez de negar una de ellas. Sólo un partido ha puesto sobre la mesa la posibilidad de realizar un referéndum vinculante para que los catalanes decidan sobre la relación jurídica que quieren mantener con el resto de España. Sólo un partido ha tenido la visión y el valor suficientes para practicar la democracia como solución política a un conflicto que amenaza con agravarse cada día. Para mantener la unidad de España es necesario reinventar España, convertirla en una nación de naciones donde quepan distintas identidades. Toda nación tiene el derecho de autogobernarse, de ser autónoma en la medida de lo posible, de buscar y fomentar la unidad en un territorio determinado, de construir una identidad nacional, un nosotros. Nadie tiene derecho a impedir esto, pero sí tenemos todo el derecho del mundo a tratar de convencer a los catalanes de que juntos estamos mejor, de que una España que incluya a Cataluña es más fuerte que cada cual por separado. Y no hay mejor forma de reconocer y respetar la identidad catalana (y la española) que ofrecer, reconociendo su estatus como actor político legítimo, que elijan ser catalanes dentro de otra España.


Podemos, luego debemos. 


(Fuente: El Cartero del Pueblo)