viernes, 17 de julio de 2009

La batalla de los intelectuales (Alfonso Sastre)

Anexo con segundas conclusiones (algo más conclusivas)

[...]

Mi teoría de la violencia de motivación política parte del supuesto de que no es posible pensar este tema ni ningún otro sobre la base de un revoltijo de los datos de que se disponga. Distinguir es pensar –tal es mi supuesto–, o, por lo menos, comenzar a pensar. Y de ahí que determinados luchadores de la paz o por la paz (entre los que me encuentro) mantengan posiciones particulares según la genealogía de los actos violentos que se trata de dilucidar y entender, con el propósito, claro está, de que tales actos dejen de producirse y se abran caminos –grandes avenidas, como dijo Salvador Allende en trance de morir él, víctima de la violencia terrorista de la sublevación militar– para la paz.

En términos generales, es de considerar la existencia, grosso modo, de dos líneas de violencia en la historia de la humanidad, con especial relieve en los siglos XIX y XX: la violencia de los ricos y la violencia de los pobres, como expresión de la sociedad de clases.

1.– La primera incluye la de los poderosos, los opresores, los explotadores, los capitalistas, los imperialistas, los burgueses, los líderes políticos de los grandes Poderes injustos, sus funcionarios militares, policíacos y administrativos, reaccionarios y represivos, los agentes del terror blanco.

2.– La segunda incluye la de los marginados, la de los oprimidos, la de los explotados, la de los revolucionarios, la de los proletarios en lucha, la de los colonizados, la de los subversivos y sediciosos violadores del sistema capitalista, y, en fin, la de los agentes del terror rojo.

En principio parece que esta división nos invita a estimar con una particular benevolencia o lenidad –y hasta deseables en algunos casos– las violencias reactivas ante las violencias estructurales del Poder, y esto será así siempre que introduzcamos en el sistema un factor que desbarata ipso facto la simplicidad de un binomio que no estimara la totalidad de los datos en presencia: ¿Y si el Orden cuestionado y ante el que adquiriría un grado de legitimación la violencia es el Orden Rojo? Pensemos en la guerra civil en Rusia, una vez instalados los soviets en el Poder, y la resistencia guerrillera contrarrevolucionaria y el uso por parte de esta fuerza militar de un terror blanco; o bien, lo que significaron movimientos obreros e intelectuales anticomunistas o neo-comunistas como los que emergieron,durante el tiempo histórico del “socialismo real”, en la “Alemania Democrática”, en Polonia o en Hungría.

En tales casos, cuando el orden fuera “rojo”, ¿el terror blanco entraría en el campo de la violencia justificable como violencia de los oprimidos ante los opresores? ¿Los “guerrilleros blancos” serían parientes, más o menos lejanos, del Che Guevara? ¿O es por ahí por donde pasaría la línea distintiva –y hasta de fractura– entre las dos violencias, y entonces habría, para la izquierda (hoy “malpensante”, a la que yo pertenezco), los guerrilleros “buenos” –los que actuarían contra los “poderes blancos” o capitalistas– y los guerrilleros “malos”, que ejercerían sus violencias “contra el comunismo”, como hacían los “contras” nicaragüenses? Parecerá una postura maniquea, pero ciertamente es así, y en esta opinión se revela mi “malpensancia”, mi condición de “intelectual no humanista”, y, en fin, “malo”, a la altura de estos tiempos en que la izquierda intelectual se ha colocado definitivamente en la derecha. Pero así es la realidad: en ella no es que haya buenos y malos, pero sí que hay el bien y mal, aunque se presenten en formas muy complejas y enmascaradas. Así es que anoto, como partidario de un pensamiento fuerte, que la línea divisoria entre unas y otras violencias –o entre una y otra violencia– es política, y que lo rojo, esté donde esté, merece al menos el beneficio de los matices en cuanto a la tentación de “condenar” sus comportamientos.

En cuanto a mí, no siento la menor necesidad de condenar antes al grupo Al Quaeda o a Ben Laden o a Saddam Hussein o de decir algo sobre ETA o sobre el IRA para permitirme declarar mi crítica de fondo a la filosofía y las estrategias del Imperio norteamericano en su fase actual; y ello es así, en términos teóricos, porque el imperialismo norteamericano es otra cuestión, está en otro capítulo, y hasta quizás en otro libro del panorama ontológico, a pesar de que en los dos territorios se disparen tiros y estallen bombas.

[...]

Es de anotar que me encuentro entre los pocos autores del área de la lengua española –al menos que yo sepa– que han dedicado una atención muy inquieta y acaso acertada al tema del “terrorismo” como actividad política. Quienes conocen mi obra teatral saben que a mis veintipocos años (años cuarenta), y simultáneamente con Albert Camus (Les justes), abordé este tema (Prólogo patético), sobre la base de un proceso al “terrorismo” que se celebró en la Francia ocupada por los alemanes, y del que yo tuve una casual noticia por el simple hecho de que estudiaba francés y compraba algunos diarios y semanarios franceses para habituarme a la lectura de esa lengua. [...] Aquel grupo, según este recuerdo, lo dirigía un poeta armenio llamado Manouchian, que fue fusilado, lo mismo que otro componente, este español, del comando, de nombre Celestino Alfonso, que durante tres meses fue sometido a torturas, acusado –y probablemente era cierto– de “haber ejecutado al general alemán de las SS Writter”. El comando –dice este testimonio– “lo componían diez hombres”, y las autoridades de Vichy “habían puesto precio a sus cabezas” y se recuerdan los nombres de algunos de aquellos resistentes “terroristas” en el lenguaje de Vichy–, casi todos judíos; así, Crzywacz (polaco), por dos atentados; Elek (húngaro), por ocho descarrilamientos de trenes; Wasjbrot (polaco), por un atentado y tres descarrilamientos; Witchitz (húngaro), por quince atentados; Fingerweig (polaco), por tres atentados y cinco descarrilamientos; Boczov (húngaro), jefe de descarriladores, veinte atentados; Fontanot (comunista italiano), por doce atentados (aquí debo rectificar porque conservo en mi memoria el nombre de este militante, que en realidad se llamaba Spartaco Fontano); el español Celestino Alfonso, que ya hemos nombrado, por siete atentados, entre ellos los de aquel general; Rayman (polaco), por trece atentados; en cuanto a Manouchian, jefe del grupo, se le atribuían nada menos que cincuenta y seis atentados, con ciento cincuenta muertos y seiscientos heridos.

Recuerdo que cuando yo leía entonces las crónicas sobre el proceso, que ya he citado en otras partes, me preguntaba dónde estaban los franceses; y observé cómo un argumento contra ellos por parte de los alemanes y de los colaboracionistas franceses era el de que los disturbios eran ocasionados por asesinos terroristas extranjeros.Luego he podido escuchar testimonios de resistentes franceses, y he sentido, en sus relatos, el escalofrío que ellos mismos sentían cuando disparaban, por ejemplo, a la cabeza de un oficial alemán. Rememorando aquellos hechos, y hablando del tema de las condenas, quiero decir que condeno la ocupación de Francia por los nazis y que siento admiración por los héroes de la Resistencia contra ellos, la mayor parte comunistas, pero también católicos, y todos a las órdenes, en el último tramo, del General De Gaulle. [...]

Mi encuentro con el comunismo y las tragedias de los procesos revolucionarios forma parte de este desgarramiento. Viviendo en un país (la España franquista), en el que los comunistas eran de la piel del diablo y se descargaba sobre ellos toda índole de acusaciones y torturas y, en fin, condenas a muerte y las correspondientes ejecuciones, bajo la acusación de practicar el terrorismo, yo me planteaba reconsiderar las tesis de la propaganda fascista y analizar el terror –indudable– generado por los procesos revolucionarios, para tratar de descubrir, digamos, sus entrañas, su esencia, y ello a través de la práctica de la revolución comunista que se inició en Rusia con la tentativa de 1905. Es un proceso que se puede proponer en sus tres momentos esenciales: desde las ejecuciones populares incontroladas de las primeras horas –que corresponden a los famosos “paseos” de las primeras semanas en el “Madrid rojo”– y la lucha armada (rebelión de los marineros, asalto al Palacio de Invierno...), a la KGB, pasando por la cheka y por los posteriores momentos definibles, a través de sus siglas, de la “policía revolucionaria”: GPU y NKVD, instituciones instaladas en la famosa y “terrorífica” calle Lubianka, sede central del “terror rojo”. ¿Pero qué pensar de todo esto? ¿Todos los Terrores políticos –incluso los más justicieros, y no sólo el de la Gestapo alemana o el de la PIDE salazarista portuguesa o el de la BPS franquista en España– son malos? ¿O habría sido, si no “bueno”, sí explicable y hasta cierto punto justificable, el terror espontáneo de las primeras horas revolucionarias en Rusia, luego “regular” (o menos malo o discutible) el de la cheka, y definitivamente “malo” –¿o no?– el de la GPU (OGPU), el de la NKVD, y, en fin, el del KGB? ¿Y qué pasa, a todo esto? ¿Es que siempre ha de ser necesario el Terror para garantizar el proceso “rojo”? ¿No podrá haber, pues, una revolución –un cambio justiciero del mundo– sin terror?

Regresando en nuestra memoria, no creo que nadie medianamente informado ignore los beneficios históricos de la Revolución Francesa, que es como decir la liquidación (desdichadamente parcial y con mil incidencias de reinstalación del pensamiento monárquico)del Antiguo Régimen y el arranque de las Repúblicas burguesas, con la irrupción contrarrevolucionaria pero a la par revolucionaria (paradojas de la historia), de la empresa militar-imperialista de Napoleón Bonaparte sobre Europa. Pues bien, fue durante ese período revolucionario cuando se estableció en Francia la legalidad del Terror, en los términos que se pueden repasar en cualquier manual de la historia de Francia. Mirando por encima algunas páginas de un libro ya clásico, al menos para la vulgarización de aquel período de la Historia de Francia, la Histoire de la Révolution Française de Albert Soboul, encontramos en él con facilidad algunas notas características de aquel momento en el que el Terror conquistó, en el proceso revolucionario, carta de una naturaleza política que ha resultado evidente para todos, dado el carácter no sólo europeo sino universal de aquella gran revolución burguesa. (Citamos, traduciendo nosotros, del libro de Soboul, publicado en la Colección Idées de Gallimard, París, 1962). El Terror –leemos en esta obra, pero se puede encontrar este dato en cualquier otra–, así escrita la palabra, con mayúscula, “organizado en septiembre de 1793, no fue verdaderamente puesto en marcha hasta octubre del mismo año”, y ello “bajo la presión del movimiento popular. Hasta el mes de septiembre, de las 260 personas conducidas (traduites) al Tribunal revolucionario, 66 habían sido condenadas a muerte, o sea, alrededor de la cuarta parte”. Pero “los grandes procesos políticos empezaron en octubre”, y el pensamiento revolucionario se expresó en términos de alabar y hasta jactarse de “las virtudes de la Santa Guillotina” y “protestar de antemano contra toda clemencia”. “En los tres últimos meses de 1793, de 395 acusados, 177 fueron condenados a muerte, o sea, un 45%. En cuanto al número de detenidos en las prisiones parisienses aumentó desde alrededor de 1.500, hacia finales de agosto, hasta 2.398 el 2 de octubre, y 4.525 el 21 de diciembre de 1793”. Este era, pues, el reinado del Terror, el cual –dice Soboul– era “esencialmente político” y “revistió frecuentemente por la fuerza de las cosas un aspecto social”, dado que “los representantes en misión no podían apoyarse más que sobre la masa de los sans-culottes y los cuadros jacobinos”.

No se trató, pues, de “algunos excesos” lógicos –o ilógicos– que se produjeran en una violenta tempestad espontánea, en una crisis de falta de control, durante unos días, sino de una situación políticamente ordenada en términos parlamentarios. A pesar de lo cual Kant –¿un intelectual sedicioso y “malpensante”?– no se sintió obligado en conciencia a “condenar” el terror jacobino para cubrir así su elogio decidido de la Revolución Francesa. Es seguro que Kant entendió muy bien esta cuestión, que todavía hoy yo me veo obligado a aclarar, de las diferencias que se dan entre las distintas genealogías, formas y significados de las violencias humanas, las cuales no se pueden ocultar o mixtificar poniéndolas todas juntas y revueltas en un saco. La lucha de las clases y de los pueblos colonizados contra sus colonizadores es la clave que, antes de ser teóricamente explicitada por Marx, palpitaba ya en el corazón de cualquier filosofía crítica, a pesar de que los humanismos abstractos hayan tratado siempre de emborronar este pensamiento ciertamente radical –y a mucha honra–, poniéndose así, de hecho, estos humanismos, al servicio de los poderes opresivos y de la perpetuación y la consagración de la injusticia; remitiendo así, en el mejor de los casos, la causa de la justicia a una instancia ultramundana, ultraterrena (religión): ¡Lo que aquí va mal irá bien en otra parte, para lo cual lo único que hay que hacer es morirse!

En el ensayo de Norman Hampson “De la regeneración al terror: la ideología de la Revolución Francesa”, contenido en el libro de Noel O´Sullivan Terrorismo, ideología y revolución (Alianza Editorial, Madrid, 1987), su autor analiza el paso del proceso de la Revolución Francesa al Terror, y luego a la consolidación de esta situación, hasta que el 30 de agosto de 1793 “los jacobinos fueron urgidos a poner el Terror en el orden del día”; y ya el 5 de febrero de 1794 “Robespierre definió el gobierno revolucionario como basado en los pilares gemelos de la vertu y el Terror”. Es cuando “la palabra terror recibió [...] droit de cité de los revolucionarios franceses”; sólo que “terror –dice Hampson– no era lo mismo que terrorismo”. ¿En qué sentido? En el de que “significaba algo más afín a una versión política de la ley marcial, administrada por el Gobierno de acuerdo con reglas que ponían los presuntos intereses de la sociedad por encima de los del individuo”.

Algo semejante se puede decir del terror “rojo”, una vez establecido –de un modo más o menos frágil– el Estado Soviético, situación que es la que nos plantea la espinosa cuestión de si un poco o un mucho de terror –que entonces sí es terrorismo, al menos desde el punto de vista de los agentes del Estado a la sazón imperante y que se trata de desmontar y destruir– se impone o no como necesario si se intenta de verdad cambiar una situación generalmente acorazada por el Poder opresivo, ya fuere el Ancien Régime de la Francia de finales del siglo XVIII, ya el zarismo ruso a finales del siglo XIX y dos primeras décadas del siglo XX. ¿De qué manera venía pertrechado teóricamente el movimiento revolucionario para tales batallas por la conquista del poder para el socialismo?

Ya desde el otoño de 1848, Marx había declarado –cito del libro "La revolución bolchevique" (1917-1923), de E. H. Carr, Alianza Editorial, Madrid, 1973, tomo I– que “después del canibalismo de la contrarrevolución (refiriéndose, pues, al asalto revolucionario al poder que se intentó por aquellas fechas en Francia), no había más que un medio de cercenar, simplificar y localizar la sangrienta agonía de la vieja sociedad y los sangrientos dolores de parto de la nueva, un único medio: el terror revolucionario” (ver la página 172 de la citada edición, y las siguientes, en donde se encontrarán las referencias bibliográficas oportunas); apoyando Marx su punto de
vista mediante su tributo “a Hungría como la primera nación que desde 1793 había osado salir al encuentro de la rabia cobarde de la contrarrevolución con la pasión revolucionaria; al terror blanco con el terror rojo”. Luego vendrían nuevas llamadas a un humanismo desde el que rechazar esas violencias, y así “el programa del partido comunista alemán elaborado por Rosa Luxemburgo en diciembre de 1918 rechaza el terror en forma expresa: En las revoluciones burguesas, el derramamiento de sangre, el terror y el asesinato político eran armas indispensables de las clases que se levantaban, pero la revolución proletaria no necesita del terror para lograr sus propósitos y odia y abomina el asesinato”. ¡Bienaventurada Rosa, cortada en la flor de su vida, asesinada ella misma! A pesar de cuyo humanismo –que le impedía ver, por ejemplo, la importancia de los problemas nacionales, y hasta el hecho de que ella misma fuera polaca–, en Rusia, nos dice Carr (página 173), “la doctrina del terror revolucionario no fue nunca rechazada por ningún partido revolucionario”, hasta el punto de que “la controversia que sostenían encolerizadamente los socialdemócratas rusos y los social-revolucionarios a este respecto, se encauzó, no en cuanto al principio del terror, sino en cuanto a la conveniencia del asesinato de individuos como arma política”.

En cuanto a Lenin, “educado en las escuelas revolucionarias jacobina y marxista, aceptaba el terror en principio, aunque, en común con todos los marxistas, condenaba como inútiles los actos terroristas aislados”. “En principio (escribía en 1901, y yo sigo citando a Carr), no hemos renunciado (Lenin) nunca al terror y no podemos renunciar”, porque “es una de las acciones militares que puede ser totalmente ventajosa e incluso esencial en un cierto momento de la batalla, en una cierta situación del ejército, y en ciertas condiciones; pero el quid de la cuestión es que el terror, en el momento actual, no se utiliza como una de las operaciones de un ejército en el campo de batalla estrictamente coordinada y conectada con todo el plan de la lucha, sino como un método independiente de ataque individual separado de cualquier ejército”. No se estaría, pues, contra el terror (que dentro de una estrategia militar sería aceptable e incluso recomendable), sino contra el terror mal administrado, que entonces sería, efectivamente, no ya Terror político –con la legitimidad que eso comportaría– sino terrorismo individual. La diferencia entre el
terror blanco y el terror rojo estaría, entonces, en que este aceptaría serlo (sería el momento del terror, en el curso de una estrategia militar) mientras que el terror blanco negaría serlo (ser tal terror “militar”), pues a lo más, ya hoy, los estrategas del Imperialismo, “lamentan” ciertos “daños colaterales” de acciones militares “limpias” e incluso “humanitarias”, “en la defensa mundial de los valores democráticos”. Mientras que el terror rojo es –y no se niega, nunca negó que lo fuera– terror.

¿Pero es este un círculo vicioso del que nunca hemos de salir? Proyectos justos y deseables, ¿han de ser acompañados del estallido de “cartas bomba” en un domicilio o de coches explosivos en una calle o de metralla en el retrete de un supermercado? Si miramos hacia un pasado (que, desde luego, hemos de reconsiderar, porque hay que tratar de evitar que lo que ese pasado tiene de erróneo y hasta de muy lamentable y doloroso se reproduzca de algún modo en el futuro), es interesante recordar que fue Trotski y no Lenin quien más rígidamente se expresó al respecto del uso de la violencia –y del terror– por parte de las fuerzas revolucionarias; pero asimismo
Lenin había manifestado, “dos meses antes de la revolución de Octubre” (Carr, página 173), que “cualquier clase de gobierno difícilmente puede prescindir de la pena de muerte aplicada a los explotadores” (es decir, terratenientes y capitalistas), recordando que “los grandes revolucionarios burgueses de Francia realizaron su revolución hace 125 años y la realizaron con grandeza por medio del terror”. Pero, como decimos, es a Trotski a quien se deben advertencias como ésta “pública y feroz” (Carr), después de derrotada una revuelta de cadetes al poco del triunfo revolucionario: “Retenemos prisioneros a los cadetes como rehenes. Si nuestros hombres caen en las manos del enemigo, sepa este que por cada obrero y cada soldado exigimos cinco cadetes. Creen –añade Trotski– que hemos de ser pasivos, pero demostraremos que podemos ser implacables cuando se trata de defender las conquistas de la Revolución”. O en otro momento: “No vamos a entrar en el reino del socialismo con guantes blancos y sobre un suelo encerado”. O en otro: “En tiempos de la Revolución Francesa fueron guillotinados por los jacobinos, por oponerse al pueblo, hombres más honrados que los cadetes; no hemos ajusticiado a nadie y no pensamos hacerlo, pero hay momentos en que la furia del pueblo es difícil de controlar” (recordemos el componente de exigencia popular que tuvo el Terror jacobino).

Completando este recuerdo, oigamos a Trotski expresarse, una semana antes de crearse la cheka: “Protestáis contra el blando y débil terror que estamos aplicando frente a nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”. (No es preciso recordar el destino trágico de Robespierre y Trotski, para completar esta fotografía del terror revolucionario, lo que se ha expresado con la frase que se hizo popular de que las revoluciones devoran a sus propios hijos).

¿Pero quién ha dicho, y por qué, que las cosas tengan que ser así? [...] Las revoluciones, ¿han de tener un componente militar o renunciar a ser? ¿Y no es verdad que todos los medios militares son horripilantes, incluso los más “respetuosos” con los riesgos de que se produzcan “daños colaterales”? El “antimilitarismo” se ha presentado como un ingrediente de la “violencia revolucionaria” (militares sí, se ha dicho, pero no militaristas); pero –dado lo horripilante, como decimos, de todo lo militar (y no sólo de lo militarista)–, ¿no llegará el momento en el que haya que meter en el baúl de los recuerdos la metralleta del Che y los fusiles vietnamitas que
disparaban a las órdenes del general Giap, con gran alegría por mi parte? ¿Llegará ese momento histórico en el que las buenas palabras lleguen a servir para algo y en que todo lo que no sean buenas palabras pueda ser considerado, sin más ni más, y en verdad, vituperable terrorismo? ¿El ghandismo será entonces –por fin y con validez general– el faro del futuro? (¿Por qué se podrá afirmar que en su tiempo Ghandi consiguió la independencia de India por medio de ayunos? ¿No hubo otros factores?).

Desde luego, es bello pensar que los vietnamitas del futuro –los pueblos que entonces se hallen en ese trance– podrán resolver la cuestión de su liberación en términos parecidos a estos: “Miren ustedes, señores militares norteamericanos (o a quien corresponda entonces), no es justo lo que están haciendo con nuestro pueblo. Con todos los respetos, hemos de decirles que sería conveniente que ustedes retiraran sus tropas, y sus bellos aviones de bombardeo y sus poderosos carros de combate, de nuestro país, y que dejaran de regalarnos con su napalm y de quemar a nuestros niños, y que nos permitieran vivir en paz. Por ello les quedaríamos eternamente agradecidos”. Se supone –para justificar esta “vía pacífica”– que entonces los soldados norteamericanos al servicio del Imperialismo se avergüenzan un poco, sus mejillas se colorean y una sombra de mala conciencia les acompaña hasta la salida del país; y que se marchan. ¿No es un bello sueño? “Lástima grande –como escribió el poeta Argensola ante un cielo que parecía azul– que no sea verdad tanta belleza”. ¡En tal caso, habría terminado la prehistoria!; y para que ello suceda ciertamente hay que intentar nuevas vías que yo supongo instaladas en aquella noción anarquista de la “acción directa”, que no se refería a liarse a tiros o a poner bombas, aunque eso les achacaban sus enemigos, sino a la implicación en un sistema democrático ad hoc, participativo, que surgiera sobre las ruinas teóricas actuales de la democracia representativa. En tal dirección creo que se producen las iluminaciones, todavía incipientes, que van en el sentido de reivindicar los fueros de unas democracias asamblearias, que acaben con las urnas de las democracias representativas, y eleven la calle al Poder.

Es así como un lema de esta nueva democracia podría formularse de este modo: “La calle al poder”. Es todavía un sueño, pero ya nos permite pensar en un sentido en que se rechace la línea –quemada por la práctica– de lo que se llamó la dictadura del proletariado y la necesidad de una cobertura de terror. Entonces la violencia pour le 'bon motif' (“buena”, vista desde una izquierda revolucionaria, hoy “malpensante”) acabaría también, junto a la violencia estructural del capitalismo y del imperialismo (la “mala”, desde ese punto de vista), en aquella bolsa en la que los humanistas abstractos (los intelectua les bienpensantes) trataron de recluirla –tratan de recluirla hoy– antes de tiempo; y la línea divisoria entre las dos violencias dejaría de ser un criterio para la acción. En tales momentos –utópicos hoy por hoy– sería legítimo estar contra toda violencia venga de donde venga. Mientras tanto, a mí –en cuanto artista situado en el eje del mal definido por Bush– me parece que no.

El fracaso, en el inmediato pasado, de la dictadura del proletariado, a pesar de –o a causa de– su militarización, por otra parte obligada ante el gran cerco a que la revolución en la URSS fue sometida por el imperialismo desde las mismas fechas de su triunfo en el año 1917, que condujo a una situación análoga a la de las democracias representativas (a una sustitución del pueblo por una clase política), nos pone en el trance de buscar una nueva vía, que, en mi opinión, podrá echar mano de algunos sueños anarquistas de los siglos XIX y XX. Será el reinado, por fin, de la acción directa de los ciudadanos sobre la sociedad en la que viven, por medio de la cual intervendrán en las cuestiones esenciales de la vida humana. Directamente, pues, y no por medio de delegaciones burocráticas. ¿Pero para llegar a eso no habrá que asaltar antes con las armas en la mano los Palacios de Invierno del capitalismo? ¿Habrá otros caminos para ocupar niveles superiores a los municipales por medio de movimientos democráticos participativos? ¿Se puede suponer que las urnas sean esos medios para iniciar procesos que luego se impondrían por la fuerza de la acción directa de los ciudadanos? ¿Podemos pensar ya en Porto Alegre como una esperanza verdadera? ¿O en que el triunfo en las urnas de Brasil de un Presidente (Lula) que asumiría –que dice asumir– las reivindicaciones de los condenados de la tierra es el comienzo de esa nueva vía? ¿De qué manera va a terminar –o a seguir– el movimiento “bolivariano” en Venezuela? ¿Lo mismo que acabó la revolución democrática y pacífica de Salvador Allende en Chile? ¿Cómo se destruyó a Jacobo Arbenz y su gobierno pacífico y democrático en Guatemala? ¿Qué fue de su pacifismo, ante las armas del Coronel Castillo Armas al servicio de los Estados Unidos? ¿No estamos hoy todavía en aquel momento? Entonces, lo que se llamaba “dictadura del proletariado”, tal como la preconizaban sus creadores, ¿no dice algo todavía sobre la necesidad de que las revoluciones se armen, primero para conquistar el poder y luego para defenderlo? “El fetichismo de la mayoría parlamentaria –escribía Trotski (ver el libro 'Terrorismo y comunismo' en colección 10/18 de la Unión General de Ediciones, París, 1963)– no implica sólo renegar brutalmente de la dictadura del proletariado, sino también del marxismo y de la revolución en general”.

De manera que: “Si hay que subordinar en principio la política socialista al rito parlamentario de las mayorías y de las minorías, entonces no queda lugar, en las democracias formales, para la lucha revolucionaria”. ¿Esto es, leído hoy, paleomarxismo? ¿Pero qué está ocurriendo hoy en los parlamentos democráticos? Cada vez está más clara la gran contradicción entre las urnas y la calle, y la tendencia de la calle a constituirse en plataforma de las ideas de una izquierda traicionada en los parlamentos (particularmente por los partidos socialdemócratas, pero también por los partidos comunistas) y a revestirse, en esa “calle”, de un poder que queda legitimado por el mero hecho de existir. [...]

[...]

Terminaremos este pequeño trabajo aventurando unos pronósticos no demasiado aventurados, por otra parte, y hasta casi obvios, porque la cosa es tan sencilla como esta, que tiene todos los aires de una tautología: “El caso es que no habrá ya más violencia subversiva (guerra o terrorismo, según se mire) cuando haya paz”. O sea que no es que habrá paz cuando cese la violencia subversiva. Los procesos (militares o políticos) de “pacificación” –lo he dicho en otros momentos con estas o parecidas palabras– no son generadores de paz sino que abren la ocasión a más fuertes y complejas formas de subversión violenta. Es de temer hoy, en las vísperas de un ataque inmisericorde a Iraq, sobre cuyos pueblos se van a arrojar miles de toneladas de muerte, que florezcan en el futuro las rosas más sangrientas del “terrorismo internacional”, y quienes no vean esto están ciegos o forman parte de la gran empresa (asesina en el sentido fuerte) del imperialismo. Los ejércitos no consiguen la paz; eternizan las guerras. La pacificación con que terminó la primera guerra mundial fue el germen de la segunda; valga como un ejemplo entre otros muchos que los historiadores podrían aportar sin gran esfuerzo. El caso es que habrá paz cuando haya libertad y justicia, y no que habrá libertad y justicia cuando haya orden.

Aclaradas las cosas en sus términos esenciales, quedan como verdades algunas ideas como la de que la diferencia que se admite acríticamente entre una acción militar y una acción terrorista reside en quién sea el sujeto de la acción; y así los bombardeos de Gernika o Hiroshima fueron acciones militares y una botella de gasolina contra una comisaría es terrorismo.

Personalmente me considero algo así como un practicante de las diferencias –acaso ello fue lo que me condujo al campo de la dramaturgia– y eso explicaría fenómenos como el de que yo jamás admití, durante la guerra fría, la doctrina de los dos imperialismos, norteamericano y soviético; pero fui más tardío en el descubrimiento de las virtudes de la “acción directa” de estirpe anarquista, y en reivindicar esa noción –tan lejana, ciertamente, del uso de las bombas, tópico que cultivaron incluso grandes escritores como Conrad o Chesterton, y que es la base de muchas caricaturas de la acracia–, esa noción, decimos, de “acción directa” como supresión metódica de las mediaciones “políticas” profesionales, y afirmación de la efectividad de comisiones no permanentes (como empezaron siendo, durante el franquismo, las “comisiones obreras”, luego transformadas en una burocracia sindical). ¿Se rechaza, pues, la noción de representatividad? [...] No, no; pero afirmamos el carácter fugaz de esa representación. Los consejos obreros surgen, actúan y mueren, regresando sus miembros al trabajo productivo o intelectual (a su trabajo profesional de todos los días). Nuestra Utopía dice, pues: ¡En aquella ciudad del sol no habrá clase política! La llamada “clase política” es una lacra. Y así nos reafirmamos en nuestra idea de que la profesionalización de la representatividad política es una peste (burocrática), y ello es así en la democracia representativa, como también lo fue en los sistemas del “socialismo real” bajo el modelo soviético, donde se reafirmó como fuente de muchos males, que contribuyeron a la caída de todo aquel magno edificio.

Por lo demás, el desprestigio actual de la “clase política” en las democracias neo-liberales es un hecho consumado y seguramente irreversible. Ese desprestigio dibuja el final de una ilusión, a la que los fascismos habían dado una respuesta que fue, sin duda, peor que la enfermedad.

Hondarribia

5 de marzo de 2003