jueves, 19 de noviembre de 2009

Repetir Lenin (Slavoj Zizek)

La primera reacción pública ante la idea de reactualizar Lenin es, claro, un ataque de risa sarcástica: Marx vale; hoy en día incluso en Wall Street hay gente que le adora - Marx, el poeta de las mercancías; Marx, el que proporcionó perfectas descripciones de la dinámica capitalista; Marx, el que retrató la alienación y reificación de nuestras vidas cotidianas -, pero Lenin, no, ¡no puedes ir en serio! ¿No representa Lenin precisamente el FRACASO a la hora de poner en práctica el marxismo, la gran catástrofe que dejó huella en la política mundial de todo el siglo XX, el experimento de socialismo real que culminó en una dictadura económicamente ineficaz?

[...]

¿En qué punto estamos entonces hoy , de acuerdo con los criterios de Lenin? En la era de lo que Habermas designó como "die neue Undurchsichtlichkeit" ["la nueva opacidad"], nuestra experiencia cotidiana es más mistificadora que nunca: la propia modernización genera nuevos oscurantismos, la reducción de libertad se nos presenta como la llegada de nuevas libertades. La percepción de que vivimos en una sociedad de elecciones libres,en la que tenemos que elegir hasta nuestros rasgos más "naturales" (la identidad étnica o sexual), es la forma de aparición de su exacto contrario, de la AUSENCIA de verdaderas opciones. [...]

En estas circunstancias, habría que poner especial cuidado en no confundir la ideología dominante con la ideología que PARECE imperar. Más que nunca habría que tener en cuenta la advertencia de Walter Benjamin de que no basta con preguntar cómo una teoría (o arte) declara situarse respecto a las luchas sociales; habría que preguntar también cómo funciona efectivamente EN estas propias luchas. En el sexo, la actitud de hecho hegemónica no es la represión patriarcal, sino la promiscuidad libre; [...]

En la actualidad, si uno sigue una llamada directa a actuar, esta acción no se realizará en un espacio vacío, será una acción INSCRITA en las coordenadas ideológicas hegemónicas: los que "realmente quieren hacer algo para ayudar a la gente" se meten en aventuras (sin duda honorables) como Médicas sin Fronteras, Greenpeace, campañas feministas y antirracistas, que no sólo se toleran sin excepción, sino que incluso reciben el apoyo de los medios de comunicación de masas, aun cuando entren aparentemente en territorio económico (por ejemplo, denunciando y boicoteando empresas que no respetan las condiciones ecológicas o que utilizan mano de obra infantil): se las tolera y apoya siempre que no se acerquen demasiado a determinado límite. Este tipo de actividad proporciona el ejemplo perfecto de interpasividad: de las cosas que se hacen no para conseguir algo, sino para IMPEDIR que suceda realmente algo, que cambie realmente algo. Toda la actividad humanitaria frenética, políticamente correcta, etc., encaja con la fórmula de "¡sigamos cambiando algo todo el tiempo para que, globalmente, las cosas permanezcan igual!". Si los Estudios Culturales predominantes critican el capitalismo, lo hacen de la forma codificada ejemplar de la paranoia liberal de Hollywood: el enemigo es "el sistema", "la organización" oculta, la "conspiración" antidemocrática, NO simplemente el capitalismo y los aparatos estatales. [...] Lo que habría que aceptar es que no hace falta ninguna "organización (secreta) dentro de la organización": la "conspiración" está ya en la organización "visible" como tal, en el sistema capitalista, en el modo en que funcionan el espacio político y los aparatos del Estado.

[...]

Desde luego que aquí hay que establecer una diferencia tajante entre el auténtico compromiso social en beneficio de las minorías explotadas (pongamos, organizar a los trabajadores de campo chicanos empleados ilegalmente en California) y los planteles multiculturalistas/poscoloniales de rebelión intachable, sin riesgos y despachada en seguida que prosperan en los ámbitos universitarios "radicales" estadounidenses. Sin embargo, si, a diferencia de lo que hace el "multiculturalismo corporativo", definimos el "multiculturalismo crítico" como una estrategia que señala que "hay fuerzas comunes de opresión, estrategias comunes de exclusión, estereotipación y estigmatización de los grupos oprimidos y, por consiguiente, enemigos comunes y objetivos comunes de ataque", no veo lo apropiado de seguir usando el término "multiculturalismo", cuando el acento en este caso se desplaza hacia la lucha COMÚN. En su significado habitual, el multiculturalismo se adecua perfectamente a la lógica del mercado global.

Recientemente, los hindúes organizaron en India manifestacones multitudinarias contra la empresa McDonald's, después de que se supiera que, antes de congelar las patatas fritas, McDonald's las freía en aceite extraído de grasa animal (de vacuno); una vez que la empresa hubo cedido en este punto, garantizando que todas las patatas fritas que se vendieran en India no se freirían más que en aceite vegetal, los hindúes, satisfechos, volvieron alegremente a atiborrarse de patatas fritas. Lejos de socavar la globalización, esta protesta cntra McDonald's y la rápida respuesta de la empresa señalaron la perfecta integración de los hindúes en el orden global diversificado.

El respeto "liberal" por los indios resulta, por consiguiente, condescendiente sin remedio, al igual que nuestra actitud habitual hacia los niños pequeños: aunque no les tomamos en serio, "respetamos" sus costumbres inofensivas para no hacer añicos su mundo ilusorio. Cuando un visitante llega a un pueblo local con costumbres propias, ¿hay algo más racista que sus torpes intentos de demostrar hasta que punto "entiende" las costumbres locales y es capaz de seguirlas?

[...]

Además, ¿qué pasa con prácticas como la quema de mujeres después de la muerte de su marido, que forma parte de la MISMA tradición hindú que las vacas sagradas? ¿Deberíamos (nosotros, los multiculturalistas occidentales tolerantes) respetar también estas prácticas? En este caso, el multiculturalismo tolerante se ve obligado a recurrir a una distinción profundamente eurocéntrica, una distinción por completo ajena al hinduismo: toleramos al otro con respecto a las costumbres que no dañan a nadie y en cuanto tocamos alguna dimensión (para nosotros) traumática, la tolerancia se acaba. En suma, la tolerancia es tolerancia al Otro en la medida que este Otro no sea un "fundamentalista intolerante", lo cual no quiere decir más que en la mediad en que no sea el verdadero Otro. La tolerancia es "tolerancia cero" para los verdaderos Otros [...]. Podemos ver cómo esta tolerancia liberal reproduce la operación "posmoderna" elemental de un acceso al objeto desprovisto de sus sustancia: podemos disfrutar café sin cafeína, cerveza sin alcohol, sexo sin contacto corporal directo [...]

La intolerancia es intolerancia hacia lo Real de una creencia. De hecho, el liberal multiculturalista se comporta como el marido proverbial que en principio admite que su mujer tenga un amante, sólo que no ESE tío, es decir, al final, cualquier amante particular resulta inaceptable: el liberal tolerante en principio admite el hecho a creer, al mismo tiempo que rechaza cualquier creencia determinada por "fundamentalista". [...]

Esto nos conduce a otra pregunta más radical: ¿constituye realmente el respeto por la creencia del otro (pongamos, por la creencia en el carácter sagrado de las vacas) el máximo horizonte ético? ¿No es más bien el horizonte máximo de la ética posmoderna, en la que, dado que la referencia a cualquier forma de verdad universal está descalificada como una forma de violencia cultural, lo único que importa en última instancia es el respeto por la fantasía del otro? O por expresarlo de un modo más directo si cabe: VALE, se puede sostener que mentir a los hindúes sobre la grasa de vacuno es algo cuestionable desde un punto de vista ético; sin embargo, ¿significa esto que no cabe argumentar públicamente que su creencia (en el carácter sagrado de las vacas) es ya de por sí una mentira, una flasa creencia?

[...]

por consiguiente, el primer elemento del legado de Lenin que habría que reinventar en la actualidad es la política de la verdad, hipotecada tanto por la democracia política liberal como por el "totalitarismo". La democracia, por supuesto, es el reino de los sofistas: sólo hay opiniones, cualquier referencia por parte de un agente político a alguna verdad definitiva se denuncia como "totalitaria". Sin embargo, lo que imponen los regímenes del "totalitarismo" es también una mera apariencia de verdad: una Enseñanza arbitraria cuya función no es más que la de legitimar las decisiones pragmáticas de los Gobernantes. [...] En lugar de la verdad universal, tenemos una multitud de perspectivas o, como está en boga decir hoy en día, de "narrativas"; [...]

Lo que se pierde en este narrativismo es sencillamente la dimensión de verdad: NO la "verdad objetiva", como idea de la realidad construida desde un punto de vista que de algún modo flota por encima de la multitud de narrativas particulares. Sin la referencia a esta dimensión universal de la verdad, ninguno de nosotros dejamos de ser "monos de un frío Dios" (tal y como lo expresara Marx en un poema en 1841) [...]. El envite de Lenin -hoy en día, en nuestra época de relativismo posmoderno, más actal que nunca- consiste en decir que la verdad universal y el partidismo, el gesto de tomar partido, no sólo so son mutuamente excluyentes, sino que se condicionan de manera recíproca: la verdad UNIVERSAL de una situación concreta sólo se puede articular desde una postura por completo PARTIDISTA: la verdad es, por definición, unilateral. [...] La respuesta leninista al "derecho a narrar" multiculturalista posmoderno debería ser, por lo tanto, una afirmación sin tapujos del derecho a la verdad.




Extraído de "Repetir Lenin", de Slavoj Zizek.

viernes, 13 de noviembre de 2009

20 años... ¿sin muro?

En los años 20/30 del siglo XX implosionaron los modelos liberales en Europa. El comunismo y el fascismo se postularon como herederos y se enfrentaron en una guerra total: la Segunda Guerra Mundial.

La victoria en este conflicto correspondió a la URSS que (no sin pagar un elevadísimo precio en vidas humanas y destrucción de las infraestructuras del país) antes del desembarco de Normandía ya había dado la vuelta al sentido de la guerra al derrotar al ejército alemán en Stalingrado, obligándole a retroceder hasta la frontera rusa. El horror esencial comenzó a sacudir las mentes de los Aliados (nótese que por "Aliados" me refiero a las potencias occidentales aliadas contra los nazis, pese a que en teoría la URSS formaba parte de esos aliados): "¿y si la URSS no solo no es destruida por el régimen nazi, sino que además gana la guerra sin la ayuda de otros ejércitos? ¿Y si resulta que la URSS libera toda Europa y comienza a promover los movimientos antifascistas y comunistas?" Cabe recordar que Hitler nunca hubiese podido invadir la URSS sin el petróleo proporcionado desde Estados Unidos, sobre todo a través de la Standard Oil; que la clasificación de enemigos políticos, judíos, homosexuales, gitanos y demás personas torturadas y salvajemente reprimidas jamás habría podido realizarse con semejante eficacia y eficiencia sin el aporte de IBM; que muchos de los vehículos que utilizaba el ejército alemán estaban producidos por la compañía Ford o la General Motors; que gracias a la represión contra sindicatos y comunistas y a la utilización de mano de obra esclava (prisioneros forzados a trabajar), estas empresas y también Coca-Cola aumentaron vertiginosamente sus ingresos en Alemania durante el régimen fascista; que también la ITT, cuyo fundador y presidente mostraba abiertamente simpatías por Hitler, apoyó a los nazis como luego haría con Pinochet, entre otros...

La sensación de las élites capitalistas, sobre todo las estadounidenses, era la de que los Aliados se estaban enfrentando al enemigo equivocado. Después de todo, Hitler hacía en Alemania lo que sus dirigentes no acababan de atreverse en sus propias casas: reprimía todo el movimiento obrero y protegía las industrias y a sus propietarios. Cuando el Ejército Rojo demostró la capacidad de aquellos que (como diría Primo Levi) aunque con menos recursos, "saben que tienen razón" al luchar, los dirigentes occidentales tuvieron que claudicar de su proyecto antisoviético (que Alemania arrasase ese nefasto experimento y restableciese la normalidad capitalista) y escuchar la petición, ya innecesaria, que Stalin haría unos años antes: la apertura de un segundo frente en Europa que aliviase la presión nazi sobre la URSS.

De esta manera se decidió la invasión de Normandía. El objetivo era "liberar" tanto territorio como fuese posible antes de que llegasen los soviéticos, tratar de evitar una victoria prácticamente unilateral. Acciones como el bombardeo de Dresde (es importante advertir que dicho bombardeo tuvo lugar cuando el Ejército Rojo se acercaba a la ciudad), uno de los mayores crímenes contra la humanidad que se han cometido en la historia, pretendían mandar un mensaje claro a Stalin: cuidado con el poder de los Aliados.

Pero cuando los Aliados "liberaron" Italia, Francia y Grecia no respetaron los pactos alcanzados con la URSS: la élite dominante pronto advirtió que en muchos de los territorios ocupados por el fascismo, los movimientos antifascistas habían adquirido una relevancia política muy importante, y dentro de estos, las tendencias comunistas destacaban como las de mayor peso, especialmente en Italia y Grecia. El horror esencial: si, cumpliendo los pactos firmados durante la guerra (firmados en el momento en que se creía posible que la URSS liberase sola estos países) los Estados capitalistas permitiesen que una delegación soviética discutiese de igual a igual con Estados Unidos e Inglaterra el sistema de postguerra que se iba a implantar en los países liberados por cualquiera de los bandos, corrían el riesgo de alentar o permitir un levantamieto comunista generalizado, al menos en varios lugares de Europa. Acobardados, optaron por desentenderse de los acuerdos internacionales signados y Estados Unidos e Inglaterra decidieron el futuro de los países que ellos liberaban por su cuenta, sin contar con Stalin, lo que un tiempo después significaría que Stalin haría lo propio en Hungría, Rumanía, Polonia...

Aunque los Aliados lo intentaron con tesón y enfrentándose a unidades mucho más reducidas y menos experimentadas que las de frente soviético, fue la URSS la que llegó primero a Berlín. Al contrario de lo que plantea la propaganda oficial, la contribución de norteamericanos, británicos y algunos franceses (recordemos que la mayor parte de Francia fue colaboracionista del régimen nazi a través del gobierno de Vichy) no fue heroica ni desinteresada, ni se trataba de la lucha contra el fascismo, como efectivamente ocurría en el frente del Este. La última baza de la Alemania nazi fue presentarse como el tapón ante los occidentales del verdadero monstruo, el comunismo, y llegó a proponer una alianza que pretendía darle la vuelta al sentido de la guerra para atacar conjuntamente con los Aliados a la URSS. Aunque la historia oficial observa este hecho con desdén, como algo inconcebible que ni se plantearon las élites norteamericanas y británicas, lo cierto es que se lo tomaron en serio. Si bien no llegaron a aceptar tan generosa oferta, los Aliados, sobre todo el ejército de los Estados Unidos, comenzaron a llegar a acuerdos de rendición con unidades del ejército alemán según los cuales dichas unidades permanecerían armadas, comandadas por sus oficiales, esperando tras las líneas norteamericanas por si llegaba el caso. Miles de criminales de guerra se libraron así de ser juzgados. La situación llegó a ser tan dantesca que los norteamericanos también sufrieron bajas por la artillería soviética, que ya cerca del final de la guerra se percató de esta fuga de criminales nada casual y decidió bombardear las rutas de escape que protegían los estadounidenses.

Todo esto viene a confirmar que el final de la Segunda Guerra Mundial estaba marcada por el comienzo de otra: la Guerra Fría. Y esto va a ser un hecho determinante en la construcción de la República Federal Alemana y la República Democrática Alemana. En los países liberados por la URSS se van a construir "democracias populares" en base a un discurso antifascista, el mismo que fue eliminado por la fuerza en países como Italia (donde tras la "liberación" por parte de los norteamericanos hablaban de "fascismo sin Mussolini") o Grecia, por poner dos ejemplos de los más crueles. Europa se encontraba en guerra civil, en plena efervescencia de la lucha de clases, el modelo capitalista y el modelo soviético comunista se enfrentaban ahora sin ambigüedades, cara a cara. Y el conflicto se veía avivado por el reparto imperial de las influencias que determinaron los pactos alcanzados durante la Segunda Guerra Mundial: países donde el Partido Comunista era muy fuerte pero que debido al reparto quedaban bajo la "influencia" imperial occidental, como puede ser el caso de Grecia, sufrieron una gran represión, así como los países de tendencia liberal-capitalista como Hungría que quedaron en la órbita soviética.

El resultado práctico en Alemania es que se divide en tres zonas, cada una sometida al control de una de las potencias victoriosas en el conflicto: Estados Unidos, Inglaterra y la URSS, si bien más adelante se añadiría la zona francesa, a los que se les perdonaba la contribución que realizó el régimen de Vichy, para lo cual utilizaron la figura de De Gaulle (exiliado en Inglaterra, rescatado para la liberación de París, donde los movimientos antifascistas y comunistas tenían gran peso y se corría el riesgo de que liberasen la ciudad por sí mismos) como parte de la construcción de la imagen de victoria de los Aliados. Posteriormente las zonas aliadas se fusionarán dando lugar a la República Federal Alemana (RFA), mientras que en la zona oriental se constituía la República Democrática Alemana (RDA). Berlín quedaba igualmente partido en dos.

En el año 1953 se produce el primer levantamiento antisoviético en Berlín, auspiciado por los aliados. En el año 1961 se levanta el muro, pero no se hizo ni por sorpresa ni porque los comunistas son gente malvada (pertenecientes a lo que Reagan llamará "imperio del mal"): en este año un marco alemán occidental valía cuatro orientales, la RFA tenía en sus manos la economía de Berlín Este y de toda la RDA, lo que a partir de los años 70 se hará evidente. Por otro lado, los productos básicos y de primera necesidad estaban altamente subvencionados en la RDA, por lo que muchos occidentales cruzaban la frontera para hacer sus "compras". Además se comienza a producir el efecto llamada del capitalismo: amparado y potenciado por Estados Unidos, que pretendía hacer del sector occidental de Berlín un escaparate del capitalismo que atrajese a la población oriental, la propaganda se traduce en constantes fugas y huidas, potenciadas y provocadas también por la represión que se desata desde que Truman decide pasar a la diplomacia nuclear. Los ciudadanos de la RDA veían la televisión proveniente de la RFA, escuchaban su radio, recibían los mismos anuncios... de tal forma que acabaron por medir su nivel de consumo con lo que veían que eran capaces de adquirir los ciudadanos de la RFA. Pese a que el nivel de vida en Alemania Oriental era sensiblemente superior al de Polonia o Hungría, la propaganda capitalista supo introducirse como baremo "objetivo" de consumo (y de nivel de vida como medida asociada al consumo), provocando un fuerte sentimiento de privación relativa en la sociedad de la RDA. Así comenzó el sueño de poder viajar, acceder a películas porno y coches de lujo, lo que tras la caída del muro no sigue siendo más que una quimera para la mayor parte de la población de lo que fue el sector oriental.

Con la llegada de Gorbachov al poder en la URSS se da comienzo a los procesos de reestructuración y transparencia ("perestroika" y "glasnost"). En el ámbito internacional, el keynesianismo está en plena crisis y los gobiernos conservadores de Reagan y Tatcher parecen haberse hecho con las riendas del mundo capitalista, desmontando e incitando (u obligando a través de organizaciones internacionales, planes de ajuste, golpes de Estado...) a desmontar el Estado de bienestar por todo el globo. El capitalismo estaba, pues, adaptándose a otra de las crisis que sus propias contradicciones generan. Sin embargo, la URSS no va a ser capaz de adaptarse a su propia crisis: la introducción de planteamientos empresariales y el reconocimiento de sucesos como el de Chernobyl o los crímenes de Stalin destruyen la moral ciudadana, deshaciendo los vínculos sociales que unían a los ciudadanos de distintas nacionalidades, lo que a su vez provoca un mayor desencanto y rechazo. No en vano Gorbachov es repudiado en su propio país mientras es amado y venerado en occidente.

La caída del bloque soviético implicaba necesariamente el fin de las dos Alemanias, en teoría ya no había un choque entre dos visiones del mundo. La propaganda capitalista no tardó en apuntarse el tanto: Friedman aseguraba que la caída del muro era la demostración de que era necesario menos gobierno en la economía y en la sociedad, Fukuyama comenzó a hablar del fin de la historia, Tatcher comienza a decir que no hay alternativa al capitalismo... El capitalismo se proclamaba vencedor a sí mismo, pero no fue el capitalismo el que tumbó el muro de Berlín. Ese muro lo destruyeron los ciudadanos de la RDA que se quedaron allí, que no huyeron para granjearse un futuro envuelto en lujos, sino que se quedaron en Berlín y se la jugaron una última vez a ser brutalmente reprimidos por las autoridades locales. Gritaban "¡nosotros somos el pueblo!" mientras avanzaban con mazas y taladradoras a romper el muro. Fue esta ciudadanía labrada en la RDA la que, con valores de izquierda y no capitalistas como hoy se repite una y otra vez desde los grandes medios de comunicación, destruyeron el muro de Berlín.

El principal error de los gobiernos del Este fue no confiar en sus pueblos y en la participación política, lo que acabó por significar la estatización de la vida pública y la economía. El partido sustituyó a la sociedad, el comité central al partido y el secretario general al comité central. Esto fue lo que derribaron aquellos ciudadanos. Pero es algo que los capitalistas, vencedores de la Guerra Fría, no van a reconocer hasta que a su vez sean derrotados.

Cayó un muro, se levantaron cientos. No hablo solamente de muros físicos, como pueden ser el de Estados Unidos en la frontera con México o el Israelí en Palestina, mucho más grandes y sangrientos que el soviético (se estima que murieron alrededor de 130 o 160 personas tratando de cruzar el muro de Berlín), o el de España en Ceuta y Melilla, expresión de la voluntad de seguir subyugando al resto del mundo a las demandas de nuestro consumo privado. El capitalismo ha construido muros invisibles, etéreos, no palpables, entre los individuos, las clases y los países. Ahora todo el globo trabaja para la acumulación del capital de las clases más pudientes. Si la URSS trataba de impedir la huida de sus ciudadanos del bloque soviético al capitalista, el capitalismo ha encontrado un sistema mejor para impedir que sus ciudadanos huyan: han construido su muro alrededor del globo, han conquistado el planeta entero, por lo que el enemigo necesariamente está dentro de su territorio. Por eso es necesario aislar a los individuos críticos y anticapitalistas, a grupos enteros si es necesario, o a países enteros si las élites regionales no han sido capaces de controlar el brote. Mientras que la ciudadanía de la RDA fue capaz de tumbar su barrera, el Talón de Hierro no ofrece salidas, ha cerrado bien sus espacios vacíos, despolitizando el mundo y convirtiendo todo en mercancía nos ha convencido de que o te conviertes en un ladrillo del muro, o te estrellas contra él. ¿Podremos, algún día, derribarlo?

miércoles, 28 de octubre de 2009

La libertad de ser nihilista.

Nihilismo. Por la mañana contribuyo con mi trabajo a destruir el mundo, a extender el hambre, aplaudo a la policía que ayer disolvió a porrazos otra manifestación donde había más antidisturbios que manifestantes. Por la tarde compro, consumo productos manchados de sangre sin dedicarle si quiera un segundo a pensar en el niño que cosía la etiqueta que dice "Esto no ha sido fabricado por niños".

Nihilismo. A la hora de votar, lo hago por el partido único (PSOE-PP) porque todo lo demás es tirar el voto. Cuando pongo la televisión al volver a casa, las bombas que explotan en Irak y Afganistán me parecen algo lejano, que nada tiene que ver conmigo. Me alivio al comprobar que Batasuna es prohibida y sus miembros perseguidos como si se trataran de animales peligrosos, así me hacen sentir más seguro.

Nihilismo. Un muerto de hambre convertido en atracador callejero es un peligroso criminal, el que fuma porros es un drogadicto, los extranjeros (salvo los futbolistas y alguno más) sólo vienen a robar. Un empresario nunca roba, cuanto más dinero tengan los ricos más trabajo darán a los pobres, el que tiene mucho dinero es porque se lo ha ganado.

Nihilismo. No creáis en nada, no escuchéis a nadie, nada es real si ocurre fuera de la televisión. Nada vale más que un gol de Cristiano Ronaldo, no puedes vivir sin un móvil Vodafone y si gustas a alguna chica es por el desodorante Axe.

Nihilismo. Somos libres: puedo elegir entre ir al cine o comer una hamburguesa, puedo elegir entre diez centros comerciales que a su vez me ofrecen elegir entre infinitos productos. Hay libertad de expresión: si consigues unos 200 millones de euros puedes montar tu medio de comunicación y, efectivamente, expresarte libremente entre anuncio y anuncio.

Si algo nos une a todos los españoles es el nihilismo. Pero no nos equivoquemos, no se trata de una característica nacional, algo de lo que se percate un europeo nada más pisar la tierra patria. De hecho compartimos esta lacra con el resto de sociedades "desarrolladas". Sin embargo en nuestras comunidades el nihilismo adopta una forma muy curiosa que no sé hasta que punto tiene su correspondencia en otras sociedades: los españoles acabamos malviviendo durante la semana para poder divertirnos el fin de semana. Hemos alcanzado la cúspide del nihilismo.

La sociedad española ha sido inducida o ha decidido por su propia voluntad, arrastrada por las masas ignorantes, que la única libertad que merece la pena es la de divertirse. La libertad de dedicar el poco tiempo de ocio del que uno dispone (y del que no dispone también) al consumo y por tanto a la socialización en al cultura del consumo masivo: desde Rambo al alcohol, pasando por Paris Hilton y el fútbol. Nihilismo. Desde el botellón hasta la discoteca donde además de drogarte no puedes hablar con el de al lado. Que millones de personas mueran al año por falta de alimentos o agua potable no es algo que preocupe en exceso, no junta más que a unos miles en las manifestaciones y nuestros políticos no hacen nada por cambiar la situación, en todo caso merece un rezo cada domingo. Pero es impresionante comprobar la capacidad de movilización popular que tienen el viernes y el sábado: la diversión por la diversión, la borrachera por la borrachera. Son millones de personas, de todas las edades, las que se desplazan, se juntan, aguantan horas de pie, hacen colas infernales, se pegan con otros borrachos, se someten a la arbitrariedad de cenutrios simiescos que protegen las entradas de los locales de moda...

"El Estado español es el Estado de un país alegre", decía Gramsci en un artículo (censurado casi en su totalidad) escrito en 1918, si bien he cambiado el país al que se refiere en el texto original (Italia) por España. "Los ciudadanos españoles hasta ignoran que el Estado existe: de hecho no saben cómo funciona, no saben cómo debería funcionar conforme a las leyes fundamentales del reino y, ante un acto de poder, no saben decir si es justo o injusto, si se ajusta o no a la Constitución y, por tanto, si respeta o no los derechos adquiridos de los ciudadanos, ese mínimo de libertad que el Estado garantiza. La libertad se concibe de manera grotesca y pueril: no se consigue entenderla como garantía para todos, impersonalmente tutelada por las leyes, que las autoridades deben ser las primeras en respetar. El pueblo español no es un pueblo de hombres libres, o de ciudadanos que quieren ser libres: España es, en verdad y desgraciadamente, la nación del carnaval, y la libertad es la libertad de divertirse y de rascarse al sol".

Nihilismo. "Hakuna matata, vive y sé feliz, ningún problema debe hacerte sufrir, lo más fácil es saber decir Hakuna matata". Individualismo, egoísmo, onanismo. Seamos felices mientras el niño de la maquiladora de México o Guatemala pierde un brazo para que podamos vestir el polo de Nike última moda el viernes. "Hakuna matata", sonriamos en la cara de las familias que se mueren de hambre porque nuestra economía-mundo ha devorado su comida, sus recursos y sus fuerzas para que el sábado nos emborrachemos y vomitemos divertidos.

domingo, 11 de octubre de 2009

La guerra es la paz

No es coincidencia ni casualidad que la mayor parte del ejército de EE.UU. esté formado por las capas más bajas, más desfavorecidas de la sociedad. Son los más perjudicados del sistema los que definitivamente han de morir por él en guerras que nunca traerán una victoria. El sistema de reclutamiento del Imperio da verdaderos escalofríos: si uno se sitúa en un centro comercial o en un instituto público de un barrio marginal cualquier día laborable, no tardará en reconocer a una pareja de uniformados. Se trata de reclutadores impecablemente vestidos, relucientes entre tantos tonos apagados y oscuros. Su imagen es parte del juego: asaltan a chicos y chicas, preferiblemente negros o latinos, y les bombardean con propaganda y preguntas sobre el futuro. La víctima abre el folleto y contempla maravillosas fotos de amaneceres y tanques, choques de mano y rifles, licenciados y granadas... Paralelamente los reclutadores vierten una verborrea incesante en el oído de la víctima acerca de las enormes posibilidades que ofrece el ejército. La víctima, que no tiene ninguna expectativa de futuro por haber nacido donde ha nacido y no contar con el dinero suficiente, ve en el ejército una posible salida, algo que rompa el ciclo y corte las cadenas que le atan a la pobreza. Al menos el ejército le podría pagar los estudios... Por otro lado, EE.UU. está denunciado por la ONU por ser uno de los países que reclutan a menores para el ejército.

"La guerra es la paz" es una de esas frases monstruosas que utiliza el gobierno del Gran Hermano en "1984", la famosa distopía de Orwell. Es una de las formas en que el grupo dirigente mantiene el férreo control del destino de los pueblos que domina: "No se trata de si la guerra es real o no. La victoria no es posible. No se trata de ganar la guerra, sino de que esta sea constante. Una sociedad jerarquizada sólo es posible si se basa en la pobreza y la ignorancia [...]. En principio, el fin de la guerra es mantener a la sociedad al borde de la hambruna. La guerra la hace el grupo dirigente contra sus propios sujetos. Y su objetivo no es la victoria [ya sea contra un enemigo u otro], sino mantener la propia estructura social intacta".

Cuando cayó el Muro de Berlín la élite dirigente de EE.UU se preocupó: el gran enemigo, su excusa más habitual para cometer todo tipo de atrocidades, había caído dejando paso libre al Imperio, pero sin el principal motivo mediante el que justificaba su imperialismo a los ojos de la opinión pública y de la historia. La búsqueda de un nuevo enemigo, si no tan grande, más difícil aun de derrotar se convirtió en prioridad para los halcones de la Casa Blanca. Al final, escogieron a Bin Laden para desempeñar ese papel: un siniestro tipejo (¡de otra religión!) que comanda un ejército secreto, tercermundista, pero que opera a nivel global de tal forma que si no lo vemos es porque se han escondido bien. Creadas las condiciones tras el 11-S, EE.UU se embarcó en una nueva lucha que no pretende tener fin y con la ventaja de tener un enemigo difuso y recluido en los países tercermundistas geoestratégicamente importantes y/o con recursos petrolíferos. Dio comienzo, pues, la Guerra Contra el Terror dentro y fuera de las fronteras del Imperio.

Pero estos días hemos dado un paso más en el camino hacia la distopía de Orwell. Obama, el mayor show político-mediático de todos los tiempos (hasta el punto de que podemos empezar a plantearnos si existe fuera de la televisión o el cómic), ha sido galardonado con el Nobel de la Paz. Este tipo, esta marionetilla de los lobbys norteamericanos, en especial el que conforma el sector militar-industrial, sin haber hecho nada más que continuar con los calendarios y planes de Bush, ha sido nombrado como el mayor valedor por la paz. Mientras sus tropas matan hombres mujeres y niños día a día en Iraq y Afganistán, eliminan infraestructuras, economías y culturas mediante las armas o los bloqueos económicos, reparten generosamente uranio empobrecido en forma de proyectiles radiactivos, utilizan bombas racimo sobre población civil, cazan personas en la frontera con México, secuestran y torturan en cualquier país, mantienen la industria del terror de Guantánamo abierta y en funcionamiento... La lista es tremenda. Y el responsable último de que estas "políticas", sea porque las inicia o porque las continúa, es Obama, Premio Nobel de la Paz.

Es el último paso de la propaganda de la Casa Blanca: ya no hay Guerra contra el Terror. Ahora la Guerra es por la Paz, la Guerra es la Paz. Por la paz se aplasta Iraq, por la paz se ocupa Afganistán, por la paz se crean nuevas bases militares en Colombia, por la paz...

Es absolutamente falso, ingenuo, digno de un mentecato, creer lo que dicen esos periodistas disfrazados de "progres". Aseguran que no entienden por qué le han dado semejante premio a Obama si "todavía no ha hecho nada". Una barbaridad, como digo. Obama ha hecho muchas cosas, pero en cuanto a lo que se refiere a la paz, ha continuado con la política de Bush, ha recurrido a muchas de sus asesores militares, descartó cerrar los tribunales militares (aunque ha prometido ocultar mejor lo que se hace con los secuestrados), mantiene el bloqueo sobre Cuba y siguen detenidos los 5 contraterroristas cubanos mientras siguen libres (y protegidos) seres repugnantes como Posada Carriles. Otra vez he de resistir la tentación de hacer una gran lista de los horrores.

Obama ha hecho, hace, esto y más. Y precisamente por ello le dan el Nobel de la Paz, no hay contradicción: el concepto de la Paz ha sido violado, conquistado también por las hordas de todólogos imperialistas y no nos hemos dado cuenta. Paz ya no es sinónimo de ausencia de lucha, de hermandad y solidaridad. Paz es la victoria de un bando sobre otro, de una clase sobre las demás, el sometimiento al Imperio con independencia del hambre, la pobreza, las crecientes desigualdades, las guerras, los golpes de Estado que se apoyen y alienten... Digno de la "neolengua" de 1984: paz ya es "pax americana".

jueves, 24 de septiembre de 2009

La indiferencia (Antonio Gramsci).

La indiferencia es en realidad el más poderoso resorte de la historia. Pero al revés. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto de valor general puede engendrar, no se debe enteramente a la iniciativa de los pocos que actúan, sino también a la indiferencia, al absentismo de muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos quieren que se produzca, cuanto porque la masa de los ciudadanos abdica de su voluntad y deja hacer, deja que se agrupen los nudos que luego solamente la espada podrá cortar; deja que lleguen al poder unos hombres que luego sólo un levantamiento podrá derribar.

La fatalidad que parece dominar la historia es precisamente la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Hay hechos que maduran en la sombra porque unas manos no vigiladas por ningún control tejen la tela de la vida colectiva y la masa permanece en la ignorancia. Los destinos de una época son manipulados según visiones limitadas y según los fines inmediatos de pequeños grupos activos, y la masa de los ciudadanos lo ignora. Pero los hechos que han madurado salen a la luz, la tela tejida en la sombra llega a término, y entonces parece que la fatalidad lo domine todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción volcánica, un terremoto del que todos son víctimas: el que ha querido y el que no ha querido, el que sabía y el que no sabía, el que se había mostrado activo y el que había permanecido indiferente. Y este último se irrita; quisiera sustraerse a las consecuencias, que se viera claramente que él no ha querido, que es irresponsable. Algunos lloriquean piadosamente; otros blsfeman obscenamente, pero ninguno, o pocos, se pregunta: si hubiera cumplido yo tambien con mi deber de hombre, si hubiera tratado de hacer oír mi voz, mi opinión, mi voluntad, ¿no habría pasado lo que ha pasado?

Nadie, o muy pocos, se atribuyen la culpa de su indiferencia, de su escepticismo, de no haber dado su apoyo material y moral a los grupos políticos y económicos a los que combatían precisamente para evitar aquel mal, por no procurar el bien que se proponían. Otros prefieren, en cambio, hablar de fracaso de las ideas, de programas hundidos definitivamente y de otras amenidades parecidas. Continúan en su indiferencia, en su escepticismo. Mañana reanudarán su vida de absentismo de toda responsabilidad directa o indirecta. Y no puede decirse que no vean claras las cosas, que no sean capaces de dibujar hermosísimas soluciones para los problemas más inmediatamente urgentes, o para los que requieren mayor preparación, más tiempo, pero que son igualmente urgentes. Pero estas soluciones permanecen hermosamente infecundas, y esta aportación a la vida colectiva no está animada por luz moral aguna; es consecuencia de cierta curiosidad intelectual, no de un agudo sentido de la responsabilidad histórica que exige atodos que sean activos en la vida, en la acción, y que no admite agnosticismos ni indiferencias de ninguna clase. Por esto es necesario educar esta nueva sensibilidad: hay que acabar con los lloriqueos inconcluyentes de los eternos inocentes. Hay que pedir cuentas a todo el mundo de cómo ha cumplido la tarea que la vida le ha señalado y le señala cotidianamente, de lo que ha hecho y especialmente de lo que no ha hecho. Es preciso que la cadena social no pese solamente sobre unos pocos, que todo lo que sucede no parezca debido al azar, a la fatalidad, sino que sea obra inteligente de los hombres. Y por esto es necesario que desaparezcan los indiferentes, los escépticos, los que usufructúan el escaso bien que procura la actividad de unos pocos, y que no quieren cargar con la responsabilidad del mucho mal que su ausencia de la lucha deja que se prepare y se produzca.



Antonio Gramsci, 26 de agosto de 1916. Extraído del libro "Bajo la mole. Fragmentos de civilización".

domingo, 20 de septiembre de 2009

La corrupción de la política.

El otro día volvía a utilizar la cabeza para pensar, corriendo el riesgo de convertirme en un ciudadano "políticamente incorrecto". Estaba leyendo con interés "Bajo la mole", una recopilación de artículos escritos por Antonio Gramsci entre 1916 y 1920 en (y sobre) Turín. A las pocas páginas me percaté de que muchas de las críticas más incisivas se dirigen hacia la gestión de las distintas autoridades locales. Sin embargo, la inmensa mayoría de estas reprobaciones resultan perfectamente extrapolables a otras ciudades, países e incluso momentos históricos. Una de las conclusiones que podemos extraer inmediatamente de sus artículos es que los capitalistas no han sabido gestionar la economía... y mucho menos la política. Pero esta idea realmente no es nueva.

Con siglos de antelación, Aristóteles definió tres formas de gobierno básicas en función de quién gobierna: la monarquía (el gobierno de uno), la aristocracia (el gobierno de pocos, de los mejores) y la politeia (el gobierno de los ciudadanos). Sin embargo, para Aristóteles la clave del gobierno no residía exclusivamente en el número de personas que ejerciesen el poder. Además de la cuestión de quién gobierna se plantea cómo, y esta es la base para diferenciar el buen gobierno, las formas puras de gobernar, de las formas impuras, las malas formas de gobierno. Y el elemento esencial para distinguir entre un buen gobierno y un mal gobierno es si se toma en cuenta el interés común o el individual. De esta forma, a las tres formas buenas de gobierno, les corrresponden tras formas malas, corruptas: la opuesta a la monarquía sería la tiranía (el gobierno de uno al servicio de sus intereses), la opuesta a la aristocracia sería la oligarquía (el gobierno de unos pocos al servicio de sus intereses) y la opuesta a la politeia sería la democracia (el desgobierno de muchos porque todos buscan su propio interés).

El problema fundamental para cualquier gobierno no es el número de gobernantes, según Aristóteles, sino al servicio de qué intereses actúa ese gobierno. Si trabaja para conseguir el bien común será un buen gobierno, si se convierte en un instrumento para alcanzar metas individuales o de grupos concretos será un mal gobierno. Por tanto, el mayor peligro al que se enfrenta cualquier forma de gobierno será que sus propios dirigentes confundan el interés privado con el interés común. Esta es la principal fuente de corrupción. Hoy podríamos añadir que el capitalismo (un sistema en el que prima el beneficio y el interés privado sobre todo lo demás) y las formas de gobierno puras en el sentido aristotélico son por tanto incompatibles.

Por otro lado, también es cierto que en la época de Aristóteles ni las mujeres, ni los extranjeros, ni los esclavos... eran considerados ciudadanos. Las decisiones las tomaba la Asamblea, pero el quórum (el porcentaje de ciudadanos que necesariamente han de estar presentes en el proceso deliberativo para que se pueda tomar una decisión) apenas abarcaba al 10% de la población de Atenas. Hoy se dice que son el liberalismo y el capitalismo los que han traído consigo la extensión de la ciudadanía. Sin embargo la realidad es más bien la contraria.

Siglos después de la caída de las polis griegas, sería la Revolución Francesa la que diese el pistoletazo de salida a la lucha por la universalización de la ciudadanía. Sin embargo, cuando parecía que estábamos más cerca de conquistar ese espacio público que Carlos Fernández Liria describe como "vacío" en contraposición a los espacios públicos ocupados por un trono o un templo, aparece el capitalismo. El capitalismo impone el mercado allí donde antes se colocaban los templos y los tronos, con lo que el ciudadano queda impedido para ocupar ese espacio y ya no participa en lo público de forma independiente. En lugar de decidir libremente, en lugar de participar activamente, el ciudadano se ve sometido a la dictadura del mercado de trabajo, que en último término obliga a decidir (si es que se tiene tiempo y acceso al espacio público) no como ciudadano, sino como asalariado, como empresario, como sindicalista... El espacio público deja de ser el espacio común, el lugar de encuentro y deliberación, para transformarse en un lugar de desencuentro, el escenario donde tienen lugar las pugnas de intereses entre distintos grupos o individuos. Ya no aparece vacío y dispuesto a ser utilizado por los ciudadanos, sino parcelado en función del peso de los distintos intereses en liza.

Casi un siglo después, Marx trató de rescatar el proyecto ilustrado. Comprobó y demostró cómo el capitalismo, al basarse en la propiedad privada de los medios de producción, ha conseguido imponer su ideología y dominar la esfera política de forma que ambas sirvan a sus intereses. Pero también supo ver una salida, una vía de acceso al sueño de "libertad, igualdad y fraternidad" rescatando la política del yugo de los economistas capitalistas: en el Manifiesto Comunista concibe el poder político como "el poder organizado de una clase para someter a otra" y la historia como una constante lucha entre el explotador y el explotado que cobra distintas formas. Por tanto, si el proletariado (la clase explotada resultante de las relaciones de producción capitalistas), "en su lucha con la burguesía, se une necesariamente como clase, se hace clase dominante por medio de la revolución y suprime por la fuerza, como clase dominante, las viejas relaciones de producción, suprime, con esas relaciones de producción, las condiciones de existencia de esos antagonismos de clase, suprime las clases como tales y, con ello, su propio dominio en cuanto a clase. En lugar de la vieja sociedad burguesa, con sus clases y oposición de las mismas, aparece una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición de libre desarrollo de todos".

Lo que Marx viene a plantear es la definitiva expulsión del mercado del espacio público para que vuelva a ser un lugar de encuentro donde los ciudadanos (esta vez toda la población en condiciones de efectiva igualdad, sin explotadores ni explotados) puedan discutir, no como empresarios, asalariados, mineros, barrenderos o médicos... que luchan por sus propios intereses y en base a sus necesidades, sino como personas libres, que tratan de satisfacer el interés general por encima de su situación personal. Es decir, Marx pretende sustituir al eterno adolscente que es hoy un ciudadano en el sistema capitalista por uno capaz de autodeterminarse junto con su comunidad política, libre del miedo al desempleo o a que baje la tasa de beneficios.

Sin embargo, del mismo modo que los templos y tronos que ocupaban la plaza púbica lucharon hasta su muerte por conservar su posición privilegiada, las clases capitalistas no van a abandonar el poder por pura filantropía. Mediante la pedagogía del voto (véase "La pedagogía del millón de muertos" de Santiago Alba Rico), la hegemonía de su discurso, la manipulación mediática, utilizando mercenarios del Talón de Hierro que trabajan en ejércitos, universidades, gobiernos e instituciones públicas, etc, los grandes capitalistas reproducen las condiciones que les mantienen donde están y exterminan cualquier intento serio de cambio. Como parte de la batalla por la opinión pública, actúan como si estuviesen sorprendidos cada vez que un arrebato de cólera e impotencia lleva a unos manifestantes a voltear un coche o prender fuego a una papelera o un cajero.

Nos hacen creer que violar una propiedad privada capitalista es igual o peor que violar a una persona. Cada vez que (por ejemplo) hay una manifestación antiglobalización o que un gobierno se atreve a alzar la voz contra el capitalismo, nos llaman "perros rabiosos", "populistas" y "dictadores" desde los medios de la derecha y "extremistas radicales", "terroristas callejeros" o "fascistas abertzales" desde esa supuesta izquierda que se alinea con el pensamiento único; por contra, son héroes los hombres y mujeres que matan con aviones y tanques, los que matan con salarios bajos, los que destruyen el planeta mediante la contaminación..., en definitiva los que asesinan mediante o en nombre del libre mercado.

En la esfera política del mundo capitalista "cualquier matón puede pasar por un gran hombre, cualquier hedor de vertedero se convierte en un hecho político de primer orden. No existe contención, no existe la crítica. Existe el bombo, la adulación más llana y empalagosa [...]", decía Gramsci en 1916. "Nosotros, los perros rabiosos, nos hallamos dentro de este corral de pavos hinchados y altaneros y, como los humanos apenas nos respetan y no nos dejamos deslumbrar por el brillo de las plumas, ahuyentamos a no poca gente y nos ganamos un montón de improperios y maldiciones. ¡Vaya! ¡Cuanto cacareo por unas personas que no importarían y que sólo hablan para los proletarios! Evidentemente, entienden que nuestras dentelladas no son casuales y que nuestra rabia tiene un propósito claro. [...] Nos llaman 'perros rabiosos': ¡muy bien! Son los perros rabiosos los que, recorriendo las calles de la ciudad bajo el flagelo de la canícula, obligan a las señoritas de las aceras a correr, a levantar sus falditas y a mostrar sus repugnantes calzones."

viernes, 11 de septiembre de 2009

El fin de la información.

Resulta tan repulsivo como previsible: Hugo Chávez, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, realiza una visita oficial al Reino de España y ya todos los mal llamados "medios de comunicación" capitalistas se lanzan como una jauría de perros contra su presa. Otra vez, y antes de que ponga un pie en nuestro reino, escuchamos en Radio Nacional de España a Juan Ramón Lucas, todólogo matutino, perder los papeles. Pero esta vez no son solo los tertulianos aduladores los que se dejan arrastrar hacia la ignominia, la mentira y la falta de sentido común. Esta vez son distintos corresponsales, desde América Latina, Moscú y Roma, los que se constituyen como soporte de las calumnias en las que se revuelca con gran alegría nuestro querido Juan Ramón.

Hombres como Fran Sevilla, que incluso han merecido aparecer en algún cuento mágico de Eduardo Galeano, se reducen hasta el nivel de putas de la oligarquía mediático-capitalista. Pagado con los impuestos de todos los españoles, el esclavo Fran Sevilla nos informa como corresponsal de América Latina sobre la visión que se tiene allí de Chávez. Como un auténtico profesional del periodismo de hoy que es, pasa a comportarse como vocero de la oposición venezolana, es decir, comienza a proferir barbaridades con un agradable tono de voz escudándose en que no es él quien lo dice, claro, él solo lo transmite. Aquellos que defendemos un mundo mejor quedamos reducidos a lo mismo que los agentes, conscientes o inconscientes, del capital (o reducidos a menos, porque mientras que a la oposición se la tilda de "democrática" y se pone el argumento de la democracia en sus bocas constantemente, a los partidarios de Chávez nos corresponde no ser demócratas según ese lenguaje dicotómico que tan bien son capaces de usar): "son tantos los que odian a Chávez como los que le aman, lo cierto es que no deja a nadie indiferente". Es decir, desde la visión superior, objetiva, neutral del periodista aquí lo que pasa es similar a lo que ocurre en un campo de fútbol: a unos les gusta un equipo y a otros otro, no hay un debate profundo detrás, no hay un complejo proceso revolucionario protagonizado por el pueblo pobre enfrentado a una oligarquía que disfruta de todas las ventajas y lujos pero no está dispuesta a compartir nada, según Fran Sevilla se trata de una discusión estéril entre iguales. El objetivo, entre otros, de frases como esta es confundir a Chávez con el movimiento social revolucionario que le ha empujado y le mantiene donde está, de tal forma que desvirtuando, ensuciando y machacando la imagen de Chávez se trata de acabar con el movimiento entero, con la Revolución Bolivariana, con el Socialismo del siglo XXI.

Los periodistas, tertulianos, corresponsales, todólogos y demás sicofantes y muñidores, sabiéndolo o sin saberlo, participan en la elaboración de la propaganda al manejar nuestras memorias a su antojo de tal forma que lo que recuerdan es más importante que la noticia en sí. De esta forma, la Cumbre Iberoamericana celebrada en Chile en 2007, donde los líderes latinoamericanos, entre otras cosas, recordaron al presidente español (y a su rey) el nefasto y criminal comportamiento de las grandes empresas españolas en sus respectivos países, se convierte en "la famosa reunion donde el Rey mandó callar a Chávez", lo que viene seguido de la grabación del momento, repetida en todos los medios hasta la saciedad. Los comentarios que siguen este "flashback" son tan científicos, objetivos, neutrales e informativos como "pero Chávez no se calla nunca", "no para de hablar", "da discursos interminables, de varias horas". Y se atreven a llamarlo culto a la personalidad, mientras que cuando el esclavo Cristiano Ronaldo junta a 10.000 histéricas para decir nada y hacer nada se trata de un momento histórico. Claro que por otra parte, toda conversación de más de un minuto que no de un titular aceptable es tiempo perdido para un siervo de la oligarquía. Y esta actitud es comprensible en parte, porque no hay quien escuche dos horas seguidas a Zapatero, Aznar, Zaplana, Rubalcaba o Pepe Blanco, gente acostumbrada a no decir nada durante el rato que haga falta, arañando un voto aquí o allá. No estamos acostumbrados a que un político tenga cosas que decir y por eso cuando Chávez o Fidel dan un discurso de varias horas ante el pueblo, haciéndo política en directo, razonando, argumentando, explicando, nosotros los europeos creemos que es culto a la personalidad. De hecho a la poca gente que dice cosas interesantes en España se les nadifica o se les criminaliza, como el reciente caso de Alfonso Sastre, que decidió combinar el uso de la pluma con la participación en la política, lo que le valió una renovada condena del pensamiento único y sus secuaces, por supuesto acomapañada de todo tipo de ataques que quedarán impunes.

La voluntad de manejar nuestras memorias también se refleja desde Moscú: el corresponsal allí enviado nos recuerda que Chávez ha comprado armas a Rusia y trata de rescatar los fantasmas de la guerra fría, quitándole importancia al acuerdo energético al que han llegado ambos países. Por otra parte, se nos dice que Venezuela es la mayor potencia militar en América Latina, olvidándose no se si por descuido o por arte de dólar de lo que representa el ejército brasileño o el colombiano, este último armado y entrenado en gran medida por Estados Unidos, quien a su vez ha reactivado la flota dedicada a América Latina y se encuentra actualmente instalando más bases militares en Colombia. Además Venezuela resulta ser uno de los países de la zona que menos porcentaje de su PIB dedica a defensa y armamento.

Sigamos con Juan Ramón y las demás marionetas de Radio Nacional: no contentos con manipular (lo más habitual), mienten descaradamente (también habitual pero menos) al señalar que "Chávez ha cerrado 30 canales de television y unas 60 emisoras de radio", insinuando además que todas eran opositoras, con lo cual no parece que se esté obligando a respetar una ley que nada tiene de excepcional, sino que se insinúa que Chávez en persona (y no el órgano competente en base a la ley) es el que ha ordenado, arbitrariamente, el cierre de esos medios. La libertad de expresión viene garantizada por ley, no por derecho divino, y es en virtud de esa ley que el Estado está obligado a protegerla. Pero si los propios medios son los que no respetan la ley, el error sería dejar que ese dogmatismo pro libertad de expresión a la capitalista se impusiese sobre la ley misma, porque eso constituiría el fin definitivo de la libertad de expresión.

No nos engañemos, el Talón de Hierro ha sabido camuflarse muy bien, pero si cuesta respirar no es porque falte el aire, es porque nos oprime el pecho. El objetivo fianal de toda esta campaña manipuladora, falseadora y lobotomizante que ya dura años no es, como creía, manipular a la población para que odie a Chávez y así acabar con esa demostración tan horrible y contagiosa de que otro mundo es posible. El objetivo final somos toda la población de todos los países. Y el mensaje es claro: a quien se le ocurra moverse, le destruimos. Es de vital importancia para todo el planeta, para todos los pueblos que anhelan la verdadera realización del proyecto ilustrado hoy secuestrado por el capitalismo, que la República Bolivariana de Venezuela sobreviva al asedio del Imperio. No, es necesario todavía más: Venezuela necesita seguir profundizando, junto a Cuba, en su proyecto socialista sin dejarse mutilar ni corromper por las hordas y los ataques imperialistas. Porque Venezuela hoy es uno de los campos de batalla de una nueva guerra mundial, quizá la última, en la que todos los pueblos se ven implicados. Es la guerra del capital contra el ciudadano, de los grandes capitalistas, las grandes empresas trasnacionales y sus clientes contra los que no aceptan ser engranajes de esta máquina destructora.

Solo quedan dos caminos: la sumisión o la resistencia. Los principales agentes de la globalización, las grandes empresas trasnacionales y sus Estados clientes/siervos, lo saben muy bien y están dispuestos a acabar con la República Bolivariana. Han tomado posiciones y se han quitado la máscara: lo intentarán desde dentro y si fracasan como en 2002, lo intentarán desde fuera utilizando sus mejores armas: sociólogos, economistas, politólogos y creadores de opinión fieles al Talón de Hierro. La información y la comunicación han dejado de ser neutrales (si es que alguna vez lo fueron), se han convertido en armas peligrosas. Mientras tanto, Venezuela debe estar preparada y dispuesta a sufrir quizá tanto como Cuba, porque no hay proyecto socialista que pueda evitar el asedio del Imperio y sus agentes, menos en un mundo globalizado donde globalización significa en realidad "recolonización unipolar".

miércoles, 19 de agosto de 2009

El mito de la guerra buena (Jacques R. Pauwels).

Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en Estados Unidos una intensa lucha de clases entre los trabajadores y el capital y esta es una parte importante de la historia de América en el conflicto. Esta lucha de clases se desarrolló en el frente interno americano y sus escaramuzas y batallas consistieron en mil y una huelgas, pequeñas y grandes. Pero en esta guerra no se enfrentaban americanos "buenos" contra alemanes y japoneses "malos", sino que adquirió la forma de una guerra civil social entre los propios americanos. De este conflicto no saldrían claros vencedores o vencidos, ni terminó con ningún armisticio. Extraña un poco que Hollywood nunca haya dedicado una película o que el país no haya erigido alún monumento a la memoria de este dramático e importante conflicto, que fue doloroso y que aún pervive. Igualmente es común y frecuente que la mayoría de los textos de historia de la guerra prefieran limitarse a contar las batallas que se libraron en lejanos lugares [...].

La Élite de Poder de América aprendió dos lecciones importantes durante la guerra. La primera, que la explosión económica de los años cuarenta podía suponer elevados beneficios, pero también un virtual pleno empleo, y esto daba al mundo laboral ventaja en sus relaciones con el capital, elevaba las demandas de los trabajadores, reforzaba la posición de los sindicatos durante la negociación colectiva y convertía la huelga en un arma extremadamente efectiva en manos de los empleados. Desde entonces, los patronos de América y del resto del mundo habían descubierto una fórmula infinitamente más ventajosa para ellos, que era mantener una casi permanente crisis económica que, bien manejada, combinara los elevados beneficios con los altos niveles de desempleo, o con contratos a tiempo parcial y/o de corto plazo, pobremente remunerados. En tales situaciones el poder de negociación está solamente del lado de los patronos, los sindicatos pierden influencia, la huelga no se contempla y los trabajadores pueden considerarse afortunados si son capaces de encontrar durante unos meses un trabajo a tiempo parcial, volteando hamburguesas, por suspuesto con un salario mínimo y sin ningún beneficio social. [...]

A causa de su experiencia durante la guerra, las élites económicas no son partidarias de los elevados niveles de empleo. Esto se refleja en el comportamiento de los inversores americanos (y del resto del mundo) de hoy: cuando el nivel de desempleo decrece se ponen nerviosos y en Wall Street las cotizaciones bajan; por el contrario, el termómetro del Dow Jones tiende a subir cuando el nivel de desempleo aumenta, porque esto último es más ventajoso para los negocios. (Un razonamiento que se cita con frecuencia es que el empleo creciente crea presión para elevar los salarios. Algo que se supone que es perjudicial para "la economía" porque es "inflacionario"; por otro lado los elevados beneficios nunca se perciben como "inflacionarios"). A la vista de esto puede comprenderse que el gobierno americano, cuya primera razón de ser es defender los intereses de los empresarios, haga que apoya el pleno empleo como un ideal teórico, pero nunca apoye este ideal como práctica política.

En esta generalmente ignorada lucha de clases que sacudió el frente interno norteamericano en los años cuarenta, la Élite de Poder aprendió otra lección trascendental: que la huelga y otras acciones colectivas constituían el arma más efectiva disponible para los trabajadores. Precisamente por esto las películas de Hollywood sugieren una y otra vez que los problemas se resuelven mejor mediante heroicas acciones individuales, en contraste con la supuesta apatía e ineficacia de las masas; en las llamadas "películas de acción" todo se centra siempre en acciones individuales, nunca en accines colectivas. De esta forma se busca ir minando, entre los que podrían beneficiarse de ello, el interés y la confianza en las acciones colectivas, que causaron fuertes dolores de cabeza a la Elite del Poder durante la guerra.

También se lanzó una ofensiva contra la acción colectiva a nivel intelectual. En un influyente libro publicado por la prestigiosa editorial de la Universidad de Harvard en 1965, el economista Mancur Olson asocia la acción colectiva de los sindicatos con la coacción y la violencia, refiriéndose especialmente al crecimiento de los sindicatos y al éxito de las huelgas y otras formas de acción colectiva durante la Segunda Guerra Mundial. El libro de Olson continúa estudiándose hoy día en las universidades americanas y es un texto recomendado en os cursos de administración de empresas, de ciencias políticas y de teorías de la organización. [...]




Extraído de "El mito de la guerra buena. EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial", de Jacques R. Pauwels.

viernes, 17 de julio de 2009

La batalla de los intelectuales (Alfonso Sastre)

Anexo con segundas conclusiones (algo más conclusivas)

[...]

Mi teoría de la violencia de motivación política parte del supuesto de que no es posible pensar este tema ni ningún otro sobre la base de un revoltijo de los datos de que se disponga. Distinguir es pensar –tal es mi supuesto–, o, por lo menos, comenzar a pensar. Y de ahí que determinados luchadores de la paz o por la paz (entre los que me encuentro) mantengan posiciones particulares según la genealogía de los actos violentos que se trata de dilucidar y entender, con el propósito, claro está, de que tales actos dejen de producirse y se abran caminos –grandes avenidas, como dijo Salvador Allende en trance de morir él, víctima de la violencia terrorista de la sublevación militar– para la paz.

En términos generales, es de considerar la existencia, grosso modo, de dos líneas de violencia en la historia de la humanidad, con especial relieve en los siglos XIX y XX: la violencia de los ricos y la violencia de los pobres, como expresión de la sociedad de clases.

1.– La primera incluye la de los poderosos, los opresores, los explotadores, los capitalistas, los imperialistas, los burgueses, los líderes políticos de los grandes Poderes injustos, sus funcionarios militares, policíacos y administrativos, reaccionarios y represivos, los agentes del terror blanco.

2.– La segunda incluye la de los marginados, la de los oprimidos, la de los explotados, la de los revolucionarios, la de los proletarios en lucha, la de los colonizados, la de los subversivos y sediciosos violadores del sistema capitalista, y, en fin, la de los agentes del terror rojo.

En principio parece que esta división nos invita a estimar con una particular benevolencia o lenidad –y hasta deseables en algunos casos– las violencias reactivas ante las violencias estructurales del Poder, y esto será así siempre que introduzcamos en el sistema un factor que desbarata ipso facto la simplicidad de un binomio que no estimara la totalidad de los datos en presencia: ¿Y si el Orden cuestionado y ante el que adquiriría un grado de legitimación la violencia es el Orden Rojo? Pensemos en la guerra civil en Rusia, una vez instalados los soviets en el Poder, y la resistencia guerrillera contrarrevolucionaria y el uso por parte de esta fuerza militar de un terror blanco; o bien, lo que significaron movimientos obreros e intelectuales anticomunistas o neo-comunistas como los que emergieron,durante el tiempo histórico del “socialismo real”, en la “Alemania Democrática”, en Polonia o en Hungría.

En tales casos, cuando el orden fuera “rojo”, ¿el terror blanco entraría en el campo de la violencia justificable como violencia de los oprimidos ante los opresores? ¿Los “guerrilleros blancos” serían parientes, más o menos lejanos, del Che Guevara? ¿O es por ahí por donde pasaría la línea distintiva –y hasta de fractura– entre las dos violencias, y entonces habría, para la izquierda (hoy “malpensante”, a la que yo pertenezco), los guerrilleros “buenos” –los que actuarían contra los “poderes blancos” o capitalistas– y los guerrilleros “malos”, que ejercerían sus violencias “contra el comunismo”, como hacían los “contras” nicaragüenses? Parecerá una postura maniquea, pero ciertamente es así, y en esta opinión se revela mi “malpensancia”, mi condición de “intelectual no humanista”, y, en fin, “malo”, a la altura de estos tiempos en que la izquierda intelectual se ha colocado definitivamente en la derecha. Pero así es la realidad: en ella no es que haya buenos y malos, pero sí que hay el bien y mal, aunque se presenten en formas muy complejas y enmascaradas. Así es que anoto, como partidario de un pensamiento fuerte, que la línea divisoria entre unas y otras violencias –o entre una y otra violencia– es política, y que lo rojo, esté donde esté, merece al menos el beneficio de los matices en cuanto a la tentación de “condenar” sus comportamientos.

En cuanto a mí, no siento la menor necesidad de condenar antes al grupo Al Quaeda o a Ben Laden o a Saddam Hussein o de decir algo sobre ETA o sobre el IRA para permitirme declarar mi crítica de fondo a la filosofía y las estrategias del Imperio norteamericano en su fase actual; y ello es así, en términos teóricos, porque el imperialismo norteamericano es otra cuestión, está en otro capítulo, y hasta quizás en otro libro del panorama ontológico, a pesar de que en los dos territorios se disparen tiros y estallen bombas.

[...]

Es de anotar que me encuentro entre los pocos autores del área de la lengua española –al menos que yo sepa– que han dedicado una atención muy inquieta y acaso acertada al tema del “terrorismo” como actividad política. Quienes conocen mi obra teatral saben que a mis veintipocos años (años cuarenta), y simultáneamente con Albert Camus (Les justes), abordé este tema (Prólogo patético), sobre la base de un proceso al “terrorismo” que se celebró en la Francia ocupada por los alemanes, y del que yo tuve una casual noticia por el simple hecho de que estudiaba francés y compraba algunos diarios y semanarios franceses para habituarme a la lectura de esa lengua. [...] Aquel grupo, según este recuerdo, lo dirigía un poeta armenio llamado Manouchian, que fue fusilado, lo mismo que otro componente, este español, del comando, de nombre Celestino Alfonso, que durante tres meses fue sometido a torturas, acusado –y probablemente era cierto– de “haber ejecutado al general alemán de las SS Writter”. El comando –dice este testimonio– “lo componían diez hombres”, y las autoridades de Vichy “habían puesto precio a sus cabezas” y se recuerdan los nombres de algunos de aquellos resistentes “terroristas” en el lenguaje de Vichy–, casi todos judíos; así, Crzywacz (polaco), por dos atentados; Elek (húngaro), por ocho descarrilamientos de trenes; Wasjbrot (polaco), por un atentado y tres descarrilamientos; Witchitz (húngaro), por quince atentados; Fingerweig (polaco), por tres atentados y cinco descarrilamientos; Boczov (húngaro), jefe de descarriladores, veinte atentados; Fontanot (comunista italiano), por doce atentados (aquí debo rectificar porque conservo en mi memoria el nombre de este militante, que en realidad se llamaba Spartaco Fontano); el español Celestino Alfonso, que ya hemos nombrado, por siete atentados, entre ellos los de aquel general; Rayman (polaco), por trece atentados; en cuanto a Manouchian, jefe del grupo, se le atribuían nada menos que cincuenta y seis atentados, con ciento cincuenta muertos y seiscientos heridos.

Recuerdo que cuando yo leía entonces las crónicas sobre el proceso, que ya he citado en otras partes, me preguntaba dónde estaban los franceses; y observé cómo un argumento contra ellos por parte de los alemanes y de los colaboracionistas franceses era el de que los disturbios eran ocasionados por asesinos terroristas extranjeros.Luego he podido escuchar testimonios de resistentes franceses, y he sentido, en sus relatos, el escalofrío que ellos mismos sentían cuando disparaban, por ejemplo, a la cabeza de un oficial alemán. Rememorando aquellos hechos, y hablando del tema de las condenas, quiero decir que condeno la ocupación de Francia por los nazis y que siento admiración por los héroes de la Resistencia contra ellos, la mayor parte comunistas, pero también católicos, y todos a las órdenes, en el último tramo, del General De Gaulle. [...]

Mi encuentro con el comunismo y las tragedias de los procesos revolucionarios forma parte de este desgarramiento. Viviendo en un país (la España franquista), en el que los comunistas eran de la piel del diablo y se descargaba sobre ellos toda índole de acusaciones y torturas y, en fin, condenas a muerte y las correspondientes ejecuciones, bajo la acusación de practicar el terrorismo, yo me planteaba reconsiderar las tesis de la propaganda fascista y analizar el terror –indudable– generado por los procesos revolucionarios, para tratar de descubrir, digamos, sus entrañas, su esencia, y ello a través de la práctica de la revolución comunista que se inició en Rusia con la tentativa de 1905. Es un proceso que se puede proponer en sus tres momentos esenciales: desde las ejecuciones populares incontroladas de las primeras horas –que corresponden a los famosos “paseos” de las primeras semanas en el “Madrid rojo”– y la lucha armada (rebelión de los marineros, asalto al Palacio de Invierno...), a la KGB, pasando por la cheka y por los posteriores momentos definibles, a través de sus siglas, de la “policía revolucionaria”: GPU y NKVD, instituciones instaladas en la famosa y “terrorífica” calle Lubianka, sede central del “terror rojo”. ¿Pero qué pensar de todo esto? ¿Todos los Terrores políticos –incluso los más justicieros, y no sólo el de la Gestapo alemana o el de la PIDE salazarista portuguesa o el de la BPS franquista en España– son malos? ¿O habría sido, si no “bueno”, sí explicable y hasta cierto punto justificable, el terror espontáneo de las primeras horas revolucionarias en Rusia, luego “regular” (o menos malo o discutible) el de la cheka, y definitivamente “malo” –¿o no?– el de la GPU (OGPU), el de la NKVD, y, en fin, el del KGB? ¿Y qué pasa, a todo esto? ¿Es que siempre ha de ser necesario el Terror para garantizar el proceso “rojo”? ¿No podrá haber, pues, una revolución –un cambio justiciero del mundo– sin terror?

Regresando en nuestra memoria, no creo que nadie medianamente informado ignore los beneficios históricos de la Revolución Francesa, que es como decir la liquidación (desdichadamente parcial y con mil incidencias de reinstalación del pensamiento monárquico)del Antiguo Régimen y el arranque de las Repúblicas burguesas, con la irrupción contrarrevolucionaria pero a la par revolucionaria (paradojas de la historia), de la empresa militar-imperialista de Napoleón Bonaparte sobre Europa. Pues bien, fue durante ese período revolucionario cuando se estableció en Francia la legalidad del Terror, en los términos que se pueden repasar en cualquier manual de la historia de Francia. Mirando por encima algunas páginas de un libro ya clásico, al menos para la vulgarización de aquel período de la Historia de Francia, la Histoire de la Révolution Française de Albert Soboul, encontramos en él con facilidad algunas notas características de aquel momento en el que el Terror conquistó, en el proceso revolucionario, carta de una naturaleza política que ha resultado evidente para todos, dado el carácter no sólo europeo sino universal de aquella gran revolución burguesa. (Citamos, traduciendo nosotros, del libro de Soboul, publicado en la Colección Idées de Gallimard, París, 1962). El Terror –leemos en esta obra, pero se puede encontrar este dato en cualquier otra–, así escrita la palabra, con mayúscula, “organizado en septiembre de 1793, no fue verdaderamente puesto en marcha hasta octubre del mismo año”, y ello “bajo la presión del movimiento popular. Hasta el mes de septiembre, de las 260 personas conducidas (traduites) al Tribunal revolucionario, 66 habían sido condenadas a muerte, o sea, alrededor de la cuarta parte”. Pero “los grandes procesos políticos empezaron en octubre”, y el pensamiento revolucionario se expresó en términos de alabar y hasta jactarse de “las virtudes de la Santa Guillotina” y “protestar de antemano contra toda clemencia”. “En los tres últimos meses de 1793, de 395 acusados, 177 fueron condenados a muerte, o sea, un 45%. En cuanto al número de detenidos en las prisiones parisienses aumentó desde alrededor de 1.500, hacia finales de agosto, hasta 2.398 el 2 de octubre, y 4.525 el 21 de diciembre de 1793”. Este era, pues, el reinado del Terror, el cual –dice Soboul– era “esencialmente político” y “revistió frecuentemente por la fuerza de las cosas un aspecto social”, dado que “los representantes en misión no podían apoyarse más que sobre la masa de los sans-culottes y los cuadros jacobinos”.

No se trató, pues, de “algunos excesos” lógicos –o ilógicos– que se produjeran en una violenta tempestad espontánea, en una crisis de falta de control, durante unos días, sino de una situación políticamente ordenada en términos parlamentarios. A pesar de lo cual Kant –¿un intelectual sedicioso y “malpensante”?– no se sintió obligado en conciencia a “condenar” el terror jacobino para cubrir así su elogio decidido de la Revolución Francesa. Es seguro que Kant entendió muy bien esta cuestión, que todavía hoy yo me veo obligado a aclarar, de las diferencias que se dan entre las distintas genealogías, formas y significados de las violencias humanas, las cuales no se pueden ocultar o mixtificar poniéndolas todas juntas y revueltas en un saco. La lucha de las clases y de los pueblos colonizados contra sus colonizadores es la clave que, antes de ser teóricamente explicitada por Marx, palpitaba ya en el corazón de cualquier filosofía crítica, a pesar de que los humanismos abstractos hayan tratado siempre de emborronar este pensamiento ciertamente radical –y a mucha honra–, poniéndose así, de hecho, estos humanismos, al servicio de los poderes opresivos y de la perpetuación y la consagración de la injusticia; remitiendo así, en el mejor de los casos, la causa de la justicia a una instancia ultramundana, ultraterrena (religión): ¡Lo que aquí va mal irá bien en otra parte, para lo cual lo único que hay que hacer es morirse!

En el ensayo de Norman Hampson “De la regeneración al terror: la ideología de la Revolución Francesa”, contenido en el libro de Noel O´Sullivan Terrorismo, ideología y revolución (Alianza Editorial, Madrid, 1987), su autor analiza el paso del proceso de la Revolución Francesa al Terror, y luego a la consolidación de esta situación, hasta que el 30 de agosto de 1793 “los jacobinos fueron urgidos a poner el Terror en el orden del día”; y ya el 5 de febrero de 1794 “Robespierre definió el gobierno revolucionario como basado en los pilares gemelos de la vertu y el Terror”. Es cuando “la palabra terror recibió [...] droit de cité de los revolucionarios franceses”; sólo que “terror –dice Hampson– no era lo mismo que terrorismo”. ¿En qué sentido? En el de que “significaba algo más afín a una versión política de la ley marcial, administrada por el Gobierno de acuerdo con reglas que ponían los presuntos intereses de la sociedad por encima de los del individuo”.

Algo semejante se puede decir del terror “rojo”, una vez establecido –de un modo más o menos frágil– el Estado Soviético, situación que es la que nos plantea la espinosa cuestión de si un poco o un mucho de terror –que entonces sí es terrorismo, al menos desde el punto de vista de los agentes del Estado a la sazón imperante y que se trata de desmontar y destruir– se impone o no como necesario si se intenta de verdad cambiar una situación generalmente acorazada por el Poder opresivo, ya fuere el Ancien Régime de la Francia de finales del siglo XVIII, ya el zarismo ruso a finales del siglo XIX y dos primeras décadas del siglo XX. ¿De qué manera venía pertrechado teóricamente el movimiento revolucionario para tales batallas por la conquista del poder para el socialismo?

Ya desde el otoño de 1848, Marx había declarado –cito del libro "La revolución bolchevique" (1917-1923), de E. H. Carr, Alianza Editorial, Madrid, 1973, tomo I– que “después del canibalismo de la contrarrevolución (refiriéndose, pues, al asalto revolucionario al poder que se intentó por aquellas fechas en Francia), no había más que un medio de cercenar, simplificar y localizar la sangrienta agonía de la vieja sociedad y los sangrientos dolores de parto de la nueva, un único medio: el terror revolucionario” (ver la página 172 de la citada edición, y las siguientes, en donde se encontrarán las referencias bibliográficas oportunas); apoyando Marx su punto de
vista mediante su tributo “a Hungría como la primera nación que desde 1793 había osado salir al encuentro de la rabia cobarde de la contrarrevolución con la pasión revolucionaria; al terror blanco con el terror rojo”. Luego vendrían nuevas llamadas a un humanismo desde el que rechazar esas violencias, y así “el programa del partido comunista alemán elaborado por Rosa Luxemburgo en diciembre de 1918 rechaza el terror en forma expresa: En las revoluciones burguesas, el derramamiento de sangre, el terror y el asesinato político eran armas indispensables de las clases que se levantaban, pero la revolución proletaria no necesita del terror para lograr sus propósitos y odia y abomina el asesinato”. ¡Bienaventurada Rosa, cortada en la flor de su vida, asesinada ella misma! A pesar de cuyo humanismo –que le impedía ver, por ejemplo, la importancia de los problemas nacionales, y hasta el hecho de que ella misma fuera polaca–, en Rusia, nos dice Carr (página 173), “la doctrina del terror revolucionario no fue nunca rechazada por ningún partido revolucionario”, hasta el punto de que “la controversia que sostenían encolerizadamente los socialdemócratas rusos y los social-revolucionarios a este respecto, se encauzó, no en cuanto al principio del terror, sino en cuanto a la conveniencia del asesinato de individuos como arma política”.

En cuanto a Lenin, “educado en las escuelas revolucionarias jacobina y marxista, aceptaba el terror en principio, aunque, en común con todos los marxistas, condenaba como inútiles los actos terroristas aislados”. “En principio (escribía en 1901, y yo sigo citando a Carr), no hemos renunciado (Lenin) nunca al terror y no podemos renunciar”, porque “es una de las acciones militares que puede ser totalmente ventajosa e incluso esencial en un cierto momento de la batalla, en una cierta situación del ejército, y en ciertas condiciones; pero el quid de la cuestión es que el terror, en el momento actual, no se utiliza como una de las operaciones de un ejército en el campo de batalla estrictamente coordinada y conectada con todo el plan de la lucha, sino como un método independiente de ataque individual separado de cualquier ejército”. No se estaría, pues, contra el terror (que dentro de una estrategia militar sería aceptable e incluso recomendable), sino contra el terror mal administrado, que entonces sería, efectivamente, no ya Terror político –con la legitimidad que eso comportaría– sino terrorismo individual. La diferencia entre el
terror blanco y el terror rojo estaría, entonces, en que este aceptaría serlo (sería el momento del terror, en el curso de una estrategia militar) mientras que el terror blanco negaría serlo (ser tal terror “militar”), pues a lo más, ya hoy, los estrategas del Imperialismo, “lamentan” ciertos “daños colaterales” de acciones militares “limpias” e incluso “humanitarias”, “en la defensa mundial de los valores democráticos”. Mientras que el terror rojo es –y no se niega, nunca negó que lo fuera– terror.

¿Pero es este un círculo vicioso del que nunca hemos de salir? Proyectos justos y deseables, ¿han de ser acompañados del estallido de “cartas bomba” en un domicilio o de coches explosivos en una calle o de metralla en el retrete de un supermercado? Si miramos hacia un pasado (que, desde luego, hemos de reconsiderar, porque hay que tratar de evitar que lo que ese pasado tiene de erróneo y hasta de muy lamentable y doloroso se reproduzca de algún modo en el futuro), es interesante recordar que fue Trotski y no Lenin quien más rígidamente se expresó al respecto del uso de la violencia –y del terror– por parte de las fuerzas revolucionarias; pero asimismo
Lenin había manifestado, “dos meses antes de la revolución de Octubre” (Carr, página 173), que “cualquier clase de gobierno difícilmente puede prescindir de la pena de muerte aplicada a los explotadores” (es decir, terratenientes y capitalistas), recordando que “los grandes revolucionarios burgueses de Francia realizaron su revolución hace 125 años y la realizaron con grandeza por medio del terror”. Pero, como decimos, es a Trotski a quien se deben advertencias como ésta “pública y feroz” (Carr), después de derrotada una revuelta de cadetes al poco del triunfo revolucionario: “Retenemos prisioneros a los cadetes como rehenes. Si nuestros hombres caen en las manos del enemigo, sepa este que por cada obrero y cada soldado exigimos cinco cadetes. Creen –añade Trotski– que hemos de ser pasivos, pero demostraremos que podemos ser implacables cuando se trata de defender las conquistas de la Revolución”. O en otro momento: “No vamos a entrar en el reino del socialismo con guantes blancos y sobre un suelo encerado”. O en otro: “En tiempos de la Revolución Francesa fueron guillotinados por los jacobinos, por oponerse al pueblo, hombres más honrados que los cadetes; no hemos ajusticiado a nadie y no pensamos hacerlo, pero hay momentos en que la furia del pueblo es difícil de controlar” (recordemos el componente de exigencia popular que tuvo el Terror jacobino).

Completando este recuerdo, oigamos a Trotski expresarse, una semana antes de crearse la cheka: “Protestáis contra el blando y débil terror que estamos aplicando frente a nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”. (No es preciso recordar el destino trágico de Robespierre y Trotski, para completar esta fotografía del terror revolucionario, lo que se ha expresado con la frase que se hizo popular de que las revoluciones devoran a sus propios hijos).

¿Pero quién ha dicho, y por qué, que las cosas tengan que ser así? [...] Las revoluciones, ¿han de tener un componente militar o renunciar a ser? ¿Y no es verdad que todos los medios militares son horripilantes, incluso los más “respetuosos” con los riesgos de que se produzcan “daños colaterales”? El “antimilitarismo” se ha presentado como un ingrediente de la “violencia revolucionaria” (militares sí, se ha dicho, pero no militaristas); pero –dado lo horripilante, como decimos, de todo lo militar (y no sólo de lo militarista)–, ¿no llegará el momento en el que haya que meter en el baúl de los recuerdos la metralleta del Che y los fusiles vietnamitas que
disparaban a las órdenes del general Giap, con gran alegría por mi parte? ¿Llegará ese momento histórico en el que las buenas palabras lleguen a servir para algo y en que todo lo que no sean buenas palabras pueda ser considerado, sin más ni más, y en verdad, vituperable terrorismo? ¿El ghandismo será entonces –por fin y con validez general– el faro del futuro? (¿Por qué se podrá afirmar que en su tiempo Ghandi consiguió la independencia de India por medio de ayunos? ¿No hubo otros factores?).

Desde luego, es bello pensar que los vietnamitas del futuro –los pueblos que entonces se hallen en ese trance– podrán resolver la cuestión de su liberación en términos parecidos a estos: “Miren ustedes, señores militares norteamericanos (o a quien corresponda entonces), no es justo lo que están haciendo con nuestro pueblo. Con todos los respetos, hemos de decirles que sería conveniente que ustedes retiraran sus tropas, y sus bellos aviones de bombardeo y sus poderosos carros de combate, de nuestro país, y que dejaran de regalarnos con su napalm y de quemar a nuestros niños, y que nos permitieran vivir en paz. Por ello les quedaríamos eternamente agradecidos”. Se supone –para justificar esta “vía pacífica”– que entonces los soldados norteamericanos al servicio del Imperialismo se avergüenzan un poco, sus mejillas se colorean y una sombra de mala conciencia les acompaña hasta la salida del país; y que se marchan. ¿No es un bello sueño? “Lástima grande –como escribió el poeta Argensola ante un cielo que parecía azul– que no sea verdad tanta belleza”. ¡En tal caso, habría terminado la prehistoria!; y para que ello suceda ciertamente hay que intentar nuevas vías que yo supongo instaladas en aquella noción anarquista de la “acción directa”, que no se refería a liarse a tiros o a poner bombas, aunque eso les achacaban sus enemigos, sino a la implicación en un sistema democrático ad hoc, participativo, que surgiera sobre las ruinas teóricas actuales de la democracia representativa. En tal dirección creo que se producen las iluminaciones, todavía incipientes, que van en el sentido de reivindicar los fueros de unas democracias asamblearias, que acaben con las urnas de las democracias representativas, y eleven la calle al Poder.

Es así como un lema de esta nueva democracia podría formularse de este modo: “La calle al poder”. Es todavía un sueño, pero ya nos permite pensar en un sentido en que se rechace la línea –quemada por la práctica– de lo que se llamó la dictadura del proletariado y la necesidad de una cobertura de terror. Entonces la violencia pour le 'bon motif' (“buena”, vista desde una izquierda revolucionaria, hoy “malpensante”) acabaría también, junto a la violencia estructural del capitalismo y del imperialismo (la “mala”, desde ese punto de vista), en aquella bolsa en la que los humanistas abstractos (los intelectua les bienpensantes) trataron de recluirla –tratan de recluirla hoy– antes de tiempo; y la línea divisoria entre las dos violencias dejaría de ser un criterio para la acción. En tales momentos –utópicos hoy por hoy– sería legítimo estar contra toda violencia venga de donde venga. Mientras tanto, a mí –en cuanto artista situado en el eje del mal definido por Bush– me parece que no.

El fracaso, en el inmediato pasado, de la dictadura del proletariado, a pesar de –o a causa de– su militarización, por otra parte obligada ante el gran cerco a que la revolución en la URSS fue sometida por el imperialismo desde las mismas fechas de su triunfo en el año 1917, que condujo a una situación análoga a la de las democracias representativas (a una sustitución del pueblo por una clase política), nos pone en el trance de buscar una nueva vía, que, en mi opinión, podrá echar mano de algunos sueños anarquistas de los siglos XIX y XX. Será el reinado, por fin, de la acción directa de los ciudadanos sobre la sociedad en la que viven, por medio de la cual intervendrán en las cuestiones esenciales de la vida humana. Directamente, pues, y no por medio de delegaciones burocráticas. ¿Pero para llegar a eso no habrá que asaltar antes con las armas en la mano los Palacios de Invierno del capitalismo? ¿Habrá otros caminos para ocupar niveles superiores a los municipales por medio de movimientos democráticos participativos? ¿Se puede suponer que las urnas sean esos medios para iniciar procesos que luego se impondrían por la fuerza de la acción directa de los ciudadanos? ¿Podemos pensar ya en Porto Alegre como una esperanza verdadera? ¿O en que el triunfo en las urnas de Brasil de un Presidente (Lula) que asumiría –que dice asumir– las reivindicaciones de los condenados de la tierra es el comienzo de esa nueva vía? ¿De qué manera va a terminar –o a seguir– el movimiento “bolivariano” en Venezuela? ¿Lo mismo que acabó la revolución democrática y pacífica de Salvador Allende en Chile? ¿Cómo se destruyó a Jacobo Arbenz y su gobierno pacífico y democrático en Guatemala? ¿Qué fue de su pacifismo, ante las armas del Coronel Castillo Armas al servicio de los Estados Unidos? ¿No estamos hoy todavía en aquel momento? Entonces, lo que se llamaba “dictadura del proletariado”, tal como la preconizaban sus creadores, ¿no dice algo todavía sobre la necesidad de que las revoluciones se armen, primero para conquistar el poder y luego para defenderlo? “El fetichismo de la mayoría parlamentaria –escribía Trotski (ver el libro 'Terrorismo y comunismo' en colección 10/18 de la Unión General de Ediciones, París, 1963)– no implica sólo renegar brutalmente de la dictadura del proletariado, sino también del marxismo y de la revolución en general”.

De manera que: “Si hay que subordinar en principio la política socialista al rito parlamentario de las mayorías y de las minorías, entonces no queda lugar, en las democracias formales, para la lucha revolucionaria”. ¿Esto es, leído hoy, paleomarxismo? ¿Pero qué está ocurriendo hoy en los parlamentos democráticos? Cada vez está más clara la gran contradicción entre las urnas y la calle, y la tendencia de la calle a constituirse en plataforma de las ideas de una izquierda traicionada en los parlamentos (particularmente por los partidos socialdemócratas, pero también por los partidos comunistas) y a revestirse, en esa “calle”, de un poder que queda legitimado por el mero hecho de existir. [...]

[...]

Terminaremos este pequeño trabajo aventurando unos pronósticos no demasiado aventurados, por otra parte, y hasta casi obvios, porque la cosa es tan sencilla como esta, que tiene todos los aires de una tautología: “El caso es que no habrá ya más violencia subversiva (guerra o terrorismo, según se mire) cuando haya paz”. O sea que no es que habrá paz cuando cese la violencia subversiva. Los procesos (militares o políticos) de “pacificación” –lo he dicho en otros momentos con estas o parecidas palabras– no son generadores de paz sino que abren la ocasión a más fuertes y complejas formas de subversión violenta. Es de temer hoy, en las vísperas de un ataque inmisericorde a Iraq, sobre cuyos pueblos se van a arrojar miles de toneladas de muerte, que florezcan en el futuro las rosas más sangrientas del “terrorismo internacional”, y quienes no vean esto están ciegos o forman parte de la gran empresa (asesina en el sentido fuerte) del imperialismo. Los ejércitos no consiguen la paz; eternizan las guerras. La pacificación con que terminó la primera guerra mundial fue el germen de la segunda; valga como un ejemplo entre otros muchos que los historiadores podrían aportar sin gran esfuerzo. El caso es que habrá paz cuando haya libertad y justicia, y no que habrá libertad y justicia cuando haya orden.

Aclaradas las cosas en sus términos esenciales, quedan como verdades algunas ideas como la de que la diferencia que se admite acríticamente entre una acción militar y una acción terrorista reside en quién sea el sujeto de la acción; y así los bombardeos de Gernika o Hiroshima fueron acciones militares y una botella de gasolina contra una comisaría es terrorismo.

Personalmente me considero algo así como un practicante de las diferencias –acaso ello fue lo que me condujo al campo de la dramaturgia– y eso explicaría fenómenos como el de que yo jamás admití, durante la guerra fría, la doctrina de los dos imperialismos, norteamericano y soviético; pero fui más tardío en el descubrimiento de las virtudes de la “acción directa” de estirpe anarquista, y en reivindicar esa noción –tan lejana, ciertamente, del uso de las bombas, tópico que cultivaron incluso grandes escritores como Conrad o Chesterton, y que es la base de muchas caricaturas de la acracia–, esa noción, decimos, de “acción directa” como supresión metódica de las mediaciones “políticas” profesionales, y afirmación de la efectividad de comisiones no permanentes (como empezaron siendo, durante el franquismo, las “comisiones obreras”, luego transformadas en una burocracia sindical). ¿Se rechaza, pues, la noción de representatividad? [...] No, no; pero afirmamos el carácter fugaz de esa representación. Los consejos obreros surgen, actúan y mueren, regresando sus miembros al trabajo productivo o intelectual (a su trabajo profesional de todos los días). Nuestra Utopía dice, pues: ¡En aquella ciudad del sol no habrá clase política! La llamada “clase política” es una lacra. Y así nos reafirmamos en nuestra idea de que la profesionalización de la representatividad política es una peste (burocrática), y ello es así en la democracia representativa, como también lo fue en los sistemas del “socialismo real” bajo el modelo soviético, donde se reafirmó como fuente de muchos males, que contribuyeron a la caída de todo aquel magno edificio.

Por lo demás, el desprestigio actual de la “clase política” en las democracias neo-liberales es un hecho consumado y seguramente irreversible. Ese desprestigio dibuja el final de una ilusión, a la que los fascismos habían dado una respuesta que fue, sin duda, peor que la enfermedad.

Hondarribia

5 de marzo de 2003

martes, 30 de junio de 2009

Golpe de Estado en Honduras.

Pese a que durante varios días los medios de comunicación al servicio del capital han negado la existencia de un golpe de Estado en Honduras, desde ayer por la tarde (día 29 de junio) les ha resultado imposible mantener la farsa. Distintos movimientos sociales han conseguido traspasar el bloqueo informativo que ha impuesto de inmediato el nuevo régimen y denuncian la situación, gracias a lo cual tenemos constancia de lo que ocurre realmente. La muerte de un pederasta-racista (y cantante) famoso no ha conseguido ocultar ante la opinión internacional un hecho tan vergonzante como ignorado. Al final, los sicofantes y mercenarios de la desinformación como Juan Ramón Lucas, que ocupa las mañanas de RNE, no han tenido otra opción que reconocer que existe un golpe de Estado, puesto que hasta Obama lo ha condenado (aunque su discurso al respecto no ha sido tan difundido como cuando heroicamente mató a una mosca sin levantarse de la silla).

Sin embargo, este personaje prepotente y patético (Juan Ramón Lucas), no puede evitar que su deficitaria cultura política le juegue malas pasadas en directo. Así, el usurpador golpista Micheletti es calificado como "nuevo presidente", nombrado por el congreso. Eso si, "después de un golpe de Estado" en el cual un grupo de militares secuestró y sacó del país al presidente constitucional (Zelaya) a punta de pistola, lo que resulta ser ¡un proceso distinto! De esta forma se trata de dotar de legitimidad democrática a un golpe de Estado que tiene todas las papeletas para fracasar: "un nuevo gobierno que cuenta con el respaldo del legislativo pero no de la comunidad internacional", como si la injerencia viniese de condenar el golpe de Estado (un "asunto interno") y no del propio golpe, donde poco a poco se irán descubriendo las redes vinculadas a la oligarquía, los medios de comunicación y organizaciones estadounidenses como USAID, encargadas de apoyar y financiar el golpe.

La campaña mediática contra el presidente depuesto se ha encontrado, pues, con un muro que difícilmente van a poder superar: hasta el presidente de los Estados Unidos ha condenado el golpe. El primero en hacerlo fue, no obstante, Hugo Chávez, lo que dio lugar a una campaña desinformativa (muy corta pues pronto se sumaron muchos otros presidentes y organismos internacionales) donde se llegó a decir que el "nuevo presidente" aceptaba la vuelta de Zelaya siempre y cuando "volviera sin Chávez", insinuando que Zelaya sólo contaba con el apoyo de esos "dictadores" de la calaña de Chávez. Los medios de desinformación no tienen vergüenza. Y saben que nadie les va a exigir responsabilidades.

Pero ¿por qué ahora un golpe de Estado? Es bastante evidente: el presidente Zelaya había convocado un referéndum nacional (no vinculante) en el que se preguntaba a la población si en las próximas elecciones debería habilitarse una urna más para elegir a una asamblea constituyente (que se encargaría de elaborar una nueva constitución). No será la única causa, desde luego, pero sí la gota que colmó el vaso. ¿Y por qué un referéndum no vinculante es capaz de provocar un golpe de Estado? Sencillamente porque Honduras, mediante un referéndum de ese tipo, amenazaba con cambiar la ley desde la propia ley, lo que bajo condiciones de producción capitalistas es, sencillamente, imposible.

Me explico: la historia ha demostrado hasta el día de hoy que, como diría Carlos Fernández Liria, bajo el yugo del capitalismo la democracia se trata del periodo que transcurre entre dos golpes de Estado. Este periodo de aparente democracia dura el tiempo que tarde la izquierda anticapitalista en organizarse y ganar unas elecciones. No existen ejemplos de un país donde la izquierda anticapitalista haya conseguido transformar las leyes "burguesas" en leyes auténticas, justas, porque siempre que lo ha intentado por vías democráticas ha tenido lugar un bloqueo económico, una invasión, una guerra económica, un golpe de Estado, una guerra sucia-terrorista... o una combinación de varias de estas estrategias. Ni una sola vez se ha permitido ensayar el socialismo democrático: cada vez que se ha intentado, el gran capital y sus siervos y clientes han apoyado las más sanguinarias dictaduras para evitar tal posibilidad.

El golpe de Estado de Honduras no hace más que demostrar la incapacidad de las supuestas democracias y Estados de Derecho (que no son más que apariencia) de cambiar las reglas del juego. El juego parlamentario se respeta siempre que no procure corregir las malas leyes que posibilitan el capitalismo. El Estado de Derecho resulta ser un privilegio de aquellas poblaciones que de todas formas optan por el estado de cosas existente, luego no es un Estado de Derecho. Es solo apariencia: el derecho solo puede obrar con entera libertad mientras sea superfluo, mientras no pretenda cambiar la realidad, mientras no afecte a cuestiones "económicas" relevantes. Cuando en los países "civilizados" hablamos de Estado de Derecho, en realidad no hablamos del fruto de la razón, de una sociedad sometida a las leyes donde el marco legal permite corregir las malas leyes desde la propia ley, sino que estamos hablando de un pedazo de historia lo suficientemente privilegiado como para que no sea necesario entrar en conflicto con el derecho. Vivimos en una sociedad hasta tal punto secuestrada y chantajeada por sus estructuras económicas que el margen de actuación de la política es probablemente el más irrisorio en toda la historia de la humanidad, lo cual no deja de resultar curioso y paradójico: la sociedad moderna es la única que se ha querido a sí misma constituida por medios políticos.

El golpe de Estado en Honduras nos obliga a replantearnos otra vez cual es el papel de los medios de desinformación, de los imperios de opinión, y cual es su grado de responsabilidad. Resulta estremecedor comprobar como valientes ciudadanos consiguen hacer llegar su voz a foros como aporrea.org, pidiendo auxilio y solidaridad, informando de lo que ocurre, jugándose la vida o la libertad o ambas cosas, mientras los grandes medios de comunicación discuten sobre si efectivamente ha existido un golpe de Estado (entre anuncios y noticias de nacimientos de focas en un zoo). La situación en Honduras nos obliga a replantearnos si es cierto que todo anticapitalista ha de escoger entre un Salvador Allende muerto o un Fidel Castro vivo.