domingo, 30 de marzo de 2014

Medio ambiente y Derechos Humanos


¿Existe alguna relación entre el trato que le damos al medio ambiente y el cumplimiento o el incumplimiento de los Derechos Humanos? Para averiguarlo, primero debemos aprender a manejar cuatro o cinco conceptos para, después, ponerlos juntos y ver qué nos ofrecen.

El medio ambiente comprende aquellas condiciones que posibilitan o imposibilitan la existencia y el desarrollo de la vida (agua, temperatura, terreno cultivable, tecnologías de producción, cultura, etc.). En la actualidad sabemos que el ser humano (ese extraño animal social y político) está incidiendo de forma negativa en las condiciones que hacen que este planeta sea habitable. Mediante la contaminación, la deforestación, la explotación de especies hasta su extinción, la manipulación genética, etc., estamos cambiando el medio ambiente hasta el punto de que peligra la existencia de miles de especies, incluida la nuestra.

Ahora bien, ¿cómo podemos medir el impacto que el ser humano ejerce sobre la naturaleza? ¿Cómo podemos medir hasta qué punto lo que estamos haciendo, la forma en la que vivimos, cambia las condiciones bajo las cuales se desarrolla la vida? ¿Cómo podemos comprobar si el estilo de vida que seguimos es válido para todo el mundo?

La huella ecológica es un indicador ambiental que permite visualizar el impacto de una sociedad humana sobre su entorno. Mide el área de tierra y mar biológicamente productivos (cultivos, bosques, ecosistemas acuáticos...) que se requieren para obtener los recursos materiales que consume un individuo, población o actividad, y para absorber los residuos generados por esos grupos o actividades. Se trata de uno de los muchos indicadores que deberíamos manejar para regular nuestras actividades (políticas, económicas, sociales...).

El concepto de la huella ecológica se basa en tres principios básicos:

a) para producir algo, lo que sea, hacen falta materiales y energía

b) durante el ciclo de vida de cualquier producto se van generando residuos, lo que significa que es necesario que exista algún sistema natural capaz de reabsorberlos

c) la especie humana ocupa espacios con sus infraestructuras (casas, carreteras, etc.), lo que hace que disminuya la superficie de los ecosistemas productivos.

El cálculo de la huella ecológica se basa en la determinación de la superficie necesaria para satisfacer las necesidades de consumo asociados a la alimentación, por ejemplo (aunque también se puede calcular en relación necesidades de bienes de consumo, de vivienda, de servicios...). Así, si yo consumo 100 kg de verduras y el rendimiento medio de los cultivos por una hectárea de tierra es de 1000 kg, podemos decir que mi huella ecológica para este caso es de 0,1 hectáreas (100/1000).

Pero en este momento no nos interesa calcular nuestra propia huella ecológica (eso lo podéis hacer en esta web: www.myfootprint.org), sino que vamos a mirar más allá y vamos a tratar de calcular la huella ecológica de distintos países y así poder hacer una estimación de sostenibilidad global.

Para resumir, diremos que un sistema sostenible es aquel que es capaz de satisfacer las necesidades de la actual generación sin sacrificar la capacidad de futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades (por ejemplo: si talamos demasiada madera de un bosque acabaremos por hacer desaparecer el bosque y ya nadie más podrá obtener madera). Luego un sistema será sostenible cuando su huella ecológica no supere la biocapacidad disponible para cada habitante del planeta. El conjunto de los distintos sistemas será sostenible cuando la superficie utilizada para producir los alimentos y absorber los residuos generados en el proceso sea menor que la superficie biológicamente productiva disponible en el planeta. De lo contrario faltarán alimentos y no seríamos capaces de deshacernos adecuadamente de los residuos, que se irían acumulando y ocupando cada vez más tierras productivas hasta sepultarnos.

Ahora bien, cuando hablamos de la necesidad de desarrollar un sistema sostenible estamos hablando, inevitablemente, del deber ser y no del ser. En efecto, el mundo de los hechos nos dice que la norma general no es la sostenibilidad, sino todo lo contrario: cuando nos han faltado hectáreas para satisfacer nuestro nivel de consumo no hemos reducido este, sino que nos hemos lanzado a la búsqueda de otras hectáreas por todo el mundo. Que el 20% de la población mundial consuma el 80% de los recursos no es fruto de la naturaleza o el azar, sino que es el resultado de cómo hemos estructurado el mundo, de cómo hemos respondido ante el hecho de que los recursos son limitados, finitos: colonialismo, imperialismo, saqueos, guerras de conquista, mecanismos de dependencia económica...


Veamos la siguiente gráfica:


El Índice de Desarrollo Humano (IDH, lo que representa el eje vertical) está elaborado por las Naciones Unidas y trata de medir las condiciones generales de vida de la ciudadanía tomando como indicadores la esperanza de vida (acceso a la salud), el grado de alfabetización (acceso a la educación) y el PIB per cápita (riqueza de un país en relación a sus habitantes). El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera que el IDH es “alto” cuando es igual o superior a 0,8 y establece que, en caso contrario, estaríamos hablando de países que no están “suficientemente desarrollados”. Este indicador es muy importante porque nos dice en qué medida el resto de derechos son papel mojado o realidades efectivas: de nada nos sirve la libertad de expresión, por ejemplo, si estamos postrados en la cama porque no hay hospitales, si no sabemos leer ni sumar, o si somos tan pobres que dedicamos toda nuestra vida a buscar comida en contenedores. El eje horizontal, basándose en el cálculo de la huella ecológica, establece la cantidad de planetas Tierra que necesitaríamos si se generalizase el nivel de consumo de un país dado, si todo el mundo viviese de la misma forma.

Por ejemplo: si queremos generalizar (llevar a todos los países del mundo) el estilo de vida y el sistema de Burundi, en términos de sostenibilidad nos sobraría más de la mitad del planeta. Sin embargo, Burundi tiene un IDH muy bajo, por lo que no parece que sea deseable. EE.UU, por otro lado, tiene un IDH muy elevado, pero necesitaríamos más de cinco planetas como el nuestro para que todo el mundo pudiese compartir su estilo de vida y nivel de consumo, por lo que aunque su IDH sea envidiable, no parece generalizable el precio que pagan (y que hacen pagar) por ello.

El área coloreada representa la franja de sostenibilidad, que incluye un IDH alto (0,8 o superior) y una huella ecológica que no implica la existencia de más de un planeta habitable si quisiésemos generalizar su modo de vida. El único país que cumple los requisitos de desarrollo humano y de sostenibilidad medioambiental es Cuba, pero ¿qué significa todo esto? Hay que tener cuidado, porque si nos quedamos aquí, si nos quedamos en lo visual y no reflexionamos, no nos hablará la imagen de la gráfica (las imágenes no hablan, hay que hablarlas), sino que lo harán nuestros prejuicios más irreflexivos, aquellos que hemos interiorizado sin pensar. Es necesario, pues, reflexionar sobre el significado de esta gráfica.

Es evidente que lograr un IDH alto es un objetivo deseable, nadie puede preferir el hambre, la ignorancia y la enfermedad para otra parte del mundo. Ahora bien, en la gráfica podemos comprobar que muchos países han logrado un elevado IDH a costa de consumir tal cantidad de recursos que resulta materialmente imposible que el resto de los países puedan reclamar el mismo derecho (ni mucho menos). ¿Pueden los estadounidenses, los ingleses o los australianos querer realmente que su modelo se convierta en una pauta a imitar? Evidentemente no. EE.UU., por ejemplo, defiende con uñas y dientes “the american way of life”, basada en un consumo desenfrenado, pero de ningún modo pueden pretender que el resto de países consuman al mismo nivel y a la misma velocidad. ¿Podemos, por tanto, reclamar el derecho como europeos, norteamericanos o australianos, a vivir indefinidamente por encima del resto del mundo?

Imaginemos el caso de un asesino. La película “La soga”, de Alfred Hitchcock, nos ofrece un ejemplo maravilloso: una pareja de amigos deciden que, puesto que se consideran intelectualmente superiores, tienen el privilegio de asesinar a las personas inferiores. Podemos decir muchas cosas sobre esto, pero lo que más nos interesa ahora es que por muy inmorales, idiotas y sádicos que sean, esta pareja de asesinos tiene muy clara una cosa: solo ellos deben comportarse de esa forma, es decir, como asesinos. Es absolutamente lógico: ni el peor y más tonto de los asesinos pretende que el resto de la humanidad se comporte de la misma manera. ¿Por qué? Porque ni el más tonto de los asesinos quiere dejar de ser verdugo, basta con dos dedos de frente para, desde el lugar del asesino, comprender que el “privilegio” de ser asesino reside, precisamente, en que nadie más se comporte de la misma manera, porque si todo el mundo pensase y actuase igual que los asesinos, ¿qué garantizaría que al pasar la esquina sigas siendo verdugo y no pases a ser víctima de alguien que piensa igual? Solo el asesino puede comportarse como asesino, su forma de actuar no es generalizable y es el propio asesino el primero que se da cuenta de ello. Ahora bien, gracias al progreso de la razón ya no nos vale con el peso de los hechos, necesitamos justificar de alguna manera que suceda esto o lo otro, por eso los asesinos de “La soga” desarrollan toda una teoría sobre gente superior e inferior que justifica su modo de proceder y les blinda del peligro que supondría que otra gente les imite: el asesinato es el privilegio de unos pocos seres intelectualmente superiores.

Mutatis mutandis, imaginemos a un político europeo diciéndole a políticos africanos algo así como “entienda usted que para que nosotros los blancos podamos ser gordos, ustedes los negros tienen que pasar hambre”. Este tipo de argumentaciones no solo es intolerable desde el punto de vista de los más perjudicados, es intolerable bajo cualquier punto de vista. O, dicho de otra forma, es intolerable desde el punto de vista de cualquiera (de cualquier otro). Porque lo que nos dice que es intolerable es la Razón y no nuestro interés particular como africanos, asiáticos o europeos. Y eso de razonar solo se puede hacer desde un lugar en el que uno se trate a sí mismo no como blanco o como negro, no como hombre o mujer, no como alto o bajo, madrileño o espartano, etc., sino que, por el contrario, se trate a sí mismo como uno cualquiera, es decir, independientemente de nuestras particularidades (color de piel, sexo, lugar de nacimiento, edad...) e intereses personales (quiero este móvil, este maquillaje, esta ropa...). Es el mismo lugar del que habla la Declaración de los Derechos Humanos (Artículo 2):

Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. [...]

Y es desde ese lugar de cualquier otro desde donde podemos decir que el mundo, tal y como está estructurado hoy, resulta intolerable. Por eso, los que se benefician del actual estado de cosas invierten ingentes cantidades de dinero, recursos y personas en ocultar una terrible verdad: que los países pobres están siendo expoliados por los países ricos y que no existe eso que llaman “países en vías de desarrollo”. No pueden existir ya que, como vemos, se trata de un desarrollo que es materialmente imposible de universalizar: para que Burundi se ponga a la misma altura que EE.UU., puesto que contamos con solo un planeta y sus recursos son limitados, sería necesario que EE.UU. se pusiese a la altura de Burundi. El límite material del planeta así lo exige: para que exista un país como EE.UU., es absolutamente imprescindible que existan varios Burundi. Es decir, que el concepto de “país en vías de desarrollo” no es más que una ficción de quien ha alcanzado un posición privilegiada y quiere mantenerla: es como si Europa o EE.UU. le dijese al resto del mundo “vosotros avanzad que ya llegaréis donde estoy yo” sabiendo que es imposible, que es un camino que no tiene final, un sendero por el que no paras de avanzar pero sin llegar nunca a la meta. La única manera de justificar esta situación (que existan una Europa y un EE.UU. con ese nivel de consumo, con ese estilo de vida), es, por tanto, defender que los “países desarrollados” tenemos algún tipo de “derecho” (más bien privilegio) sobre el resto del mundo, ya sea divino, racial o histórico (destino manifiesto, superioridad de la raza aria, elegidos por Dios...).

Por otra parte, resulta muy significativo que el único país del mundo que tiene un desarrollo aceptable en términos humanitarios y medioambientales y, por tanto, universalizable, no sea un país capitalista. No es casualidad: es uno de los pocos lugares del mundo donde las decisiones se toman desde la política, no se regalan al hambre insaciable de la economía. Cuba tiene la capacidad de decidir ser un país con un sistema sostenible y de alto desarrollo humano porque lo común (la política) prima sobre lo privado (la economía), cosa que no ocurre con las sociedades del mal llamado primer mundo, totalmente sometidas a las leyes del mercado, es decir, a las leyes del interés particular y el beneficio a toda costa. Pensemos, por ejemplo, en la necesidad que tiene nuestra economía de producir más coches: cada mañana, en el atasco, envueltos en nubes de dióxido de carbono, escuchamos en la radio que es una buena noticia que se vendan más coches. Es decir, lo que en términos humanos y medioambientales es un problema, para la economía (y la política) de nuestro país es una solución: producir más implica más trabajo y más dinero.

Por tanto, ¿qué lecciones nos aporta el caso cubano? ¿Qué podemos extraer y aprender de la anomalía que representan respecto al normal funcionamiento del mundo? La primera ya la hemos mencionado: si gobierna el interés particular sobre el interés general no hay nada que hacer, siempre habrá alguien interesado en obtener mayores beneficios aunque sea obligando a otras poblaciones a pagar el precio del hambre. La ONU estima que con los recursos, terrenos y técnicas actuales podríamos dar de comer al doble de la población mundial. Sin embargo, mientras, aproximadamente un tercio de la población pasa hambre y muere por inanición o por las enfermedades derivadas de una mala alimentación. Dicho de otra forma: mientras en España lanzamos al mar tomates, lechugas y naranjas para que suban los precios de estos productos, unos pocos kilómetros al sur el hambre adopta la forma de una epidemia.

Pero el caso cubano nos dice más: no se trata de una cuestión de recursos. Ser sostenibles no es más caro (o no debería serlo), ni es una opción que solo los países “desarrollados” pueden elegir. No nos interesa ahora el debate de si Cuba es comunista o socialista, estatalista, estalinista o anti-imperialista, lo que nos interesa es que, sea lo que sea en el fondo, es un país pobre que ha atravesado dos durísimos procesos de colonización: primero el español y luego el estadounidense. Es un país que, al alejarse de las leyes del mercado capitalista, sufre enormes dificultades para obtener recursos del exterior porque su moneda no vale nada fuera, todo les sale muy caro. Si a esto le sumamos el bloqueo ilegal que practica EE.UU. sobre la isla, tendremos que reconocer que Cuba no ha llegado a donde está por disponer de todas las facilidades en lo que a recursos se refiere, al contrario. La lección que tenemos que extraer es que ser sostenible no es el privilegio de los que tienen mucho, sino el deber de todos: no es una cuestión de recursos sino de voluntad política. La clave, nos dice Cuba, está en decidir ser sostenibles y no en si se puede o no. Podemos hacerlo, podemos combinar un elevado IDH con el respeto al medio ambiente y al resto de seres humanos. Cuba está gritando “¡sí se puede!” y, al hacerlo, está descubriendo nuestras vergüenzas. Si ser sostenibles fuese imposible no habría nada más que pensar, pero si podemos hacerlo entones debemos hacerlo. Deja de ser una opción como otra cualquiera y se convierte en un imperativo que hay que cumplir: debemos, tenemos que desarrollar un estilo de vida sostenible.

Aquí conviene quizá abrir un paréntesis para evitar malentendidos: de ninguna manera se está apuntando que el comunismo o el socialismo son, per se, la solución a este problema. Al respecto no hay más que recordar las grandes barbaridades humanitarias y ecológicas que cometió la URSS. La clave, por tanto, no es el comunismo, sino que la política, el reino de lo común, lo que nos afecta a todos y todas, gobierne sobre la economía, el imperio de los intereses particulares. Ahora bien, esto no es suficiente, hace falta algo más...

Hoy en día en Cuba tienen un sistema político en el cual el poder ejecutivo ha absorbido demasiado poder. De una forma o de otra, es capaz de decidir muchas cosas al margen de la voluntad de la mayoría de los cubanos. Por eso podemos decir que el sistema político-económico cubano tiene algo que enseñarnos, pero no estamos hablando de un modelo a imitar: basta que el gobierno cubano decida comenzar a ser insostenible para que Cuba deje de ser sostenible sin que los ciudadanos puedan evitarlo. Por eso resulta de vital importancia no solo poner en sus sitio intereses generales e intereses particulares, sino garantizar que la decisión final sobre estas cuestiones depende de la propia población y no de la voluntad de un gobierno. Es decir, la solución no puede ir al margen de la democracia.

La ONU estima que han muerto entre 6 y 8 millones de personas para extraer el coltán que necesitan nuestros móviles y ordenadores para funcionar. La consecuencia directa de esto es que cada vez que compramos un móvil o un ordenador, nos obligan a participar en un genocidio. Sin embargo, la totalidad de las personas a las que se les pregunta al respecto niegan que tengan ningún interés en participar en una masacre para tener un móvil nuevo. Es más, la respuesta es siempre la opuesta: “si pudiese haría lo contrario, evitar que se produzcan masacres para que yo tenga un móvil”. Por eso es absolutamente necesaria la democracia, no solo a nivel político, también a nivel económico: necesitamos disponer de la capacidad para decir “no” a las empresas y gobiernos que se lucran con la muerte de los seres humanos. La democracia nos hace responsables de nuestros actos y nadie en el mundo quiere ser el responsable de una masacre: si decidimos nosotros y nosotras, la ciudadanía, las probabilidades de que estos casos se repitan son prácticamente nulas.

Pero entonces, ¿qué podemos hacer? Porque aunque consiguiésemos que nuestro país respetase el medio ambiente sin por ello dejar caer el IDH, ¿quién nos garantizaría que los demás harán lo mismo? Si Cuba continúa siendo el único país que cumple con el criterio de sostenibilidad, ¿acaso no sufrirá exactamente las mismas calamidades que si no lo estuviese cumpliendo? Puesto que la naturaleza y las condiciones que permiten la vida son cuestiones globales, resulta evidente que la respuesta debe ser también de carácter global. Es decir, necesitaríamos algún tipo de organización política internacional que sea capaz de imponer (porque algunos no querrán aceptarlo) normas de comportamiento racionales, de obligado cumplimiento para todos los países, y que se encargue de sancionar a los infractores. Porque es evidente que si nosotros consiguiésemos el desarrollo sostenible pero el resto de países se negase a perseguirlo, tarde o temprano tendríamos que enfrentarnos igual al deterioro medioambiental.

Ciertamente, ya existe una organización similar a lo descrito, pero con unas deficiencias importantísimas, fundamentales. La Organización de Naciones Unidas (ONU) pretende ser esa organización política internacional capaz de agrupar a los distintos países del mundo para consensuar decisiones. Sin embargo, la ONU no tiene capacidad para sancionar a ningún país por desobedecer alguno de sus mandatos, mucho menos obligar a hacer nada. Es decir, la ONU no tiene poder coactivo: siempre que alguien desobedece, necesita que algún país concreto se encargue de hacer efectiva su decisión, normalmente alguna de las superpotencias y sus aliados, por lo que depende de la voluntad de estas y no de la ONU que se cumpla el derecho internacional.

La otra cuestión fundamental, el otro motivo por el cual la ONU no está logrando ser parte de la solución, es por su modo de funcionar, por como están estructuradas las instancias donde se toman las decisiones, especialmente dos (las más importantes): la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. La Asamblea General de la ONU es el lugar donde se reúnen los representantes de los distintos países pertenecientes a la organización. Cada país tiene un voto. Ahora bien, las decisiones que toma la Asamblea General no son vinculantes de ninguna manera: para el derecho internacional se trata de meras declaraciones o recomendaciones, ruegos o sugerencias, no tiene capacidad legislativa, ni ejecutiva, ni judicial. El órgano que toma las decisiones en la ONU es el Consejo de Seguridad. Teóricamente, todo lo que decida el Consejo de Seguridad (CS) debe ser aceptado y cumplido por los países que pertenecen a la ONU. De lo contrario, el CS tiene el derecho de tomar medidas para que sus decisiones se cumplan (advertencias, sanciones económicas, incluso autorizar el uso de la fuerza).

Ahora bien, ¿quién forma parte del CS y bajo qué condiciones? Son 15 los países miembros, pero solo 5 de ellos son miembros permanentes, los 10 restantes ocupan un puesto temporalmente (dos años). Los 5 miembros permanentes son China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Hay más: los cinco miembros permanentes, no los demás, tienen derecho de veto, es decir, que si a uno de esos cinco países no le gusta lo que va a decidir la mayoría del CS, puede bloquear unilateralmente la decisión e impedir que salga adelante. Esto significa que estos cinco países pueden decidir si sale adelante una medida o no en función de sus intereses, independientemente de que se trate de decisiones que afectan a todo el globo.

¿Qué podemos esperar, por tanto, si los miembros no permanentes del CS proponen serias medidas (por ejemplo) contra la contaminación? Probablemente alguno de los cinco permanentes (si no todos) usarían su derecho de veto para impedir que esta medida se aprobase. De lo contrario tendrían que replantearse todo su modo de vida y renunciar a sus privilegios materiales.

En consecuencia, si queremos solucionar este problema antes de que sea tarde vamos a tener que cambiar por completo nuestros sistemas económicos y políticos para someterlos al control ciudadano; también tendremos que crear algún tipo de organización internacional con capacidad para ponerle freno a la vorágine destructiva y despilfarradora que es el sistema político-económico de hoy; y tendremos que garantizar de alguna manera que esta nueva organización responda ante la ciudadanía y no ante los gobiernos. Somos testigos de cómo quienes manejan las riendas de la economía del máximo beneficio tienen intereses distintos a los que tiene un ser humano cualquiera, incluso contrarios, y también somos testigos de cómo la clase política baila a su son por miedo a llevarles la contraria. Tomemos, pues, las riendas de nuestro destino.

Podemos, luego debemos.



viernes, 28 de marzo de 2014

Violencias

Tenemos que entender que montar una barricada o lanzar una piedra no se puede comparar, en lo que a violencia se refiere, con la modificación de una ley, por ejemplo, o la introducción de un nuevo artículo en la constitución. Es difícil asumirlo, porque los que van eliminando derechos a golpe de ley no se tapan la cara con un pasamontañas, sino con un cargo de autoridad presuntamente legítimo; no llevan capucha, sino corbata; no visten ropas de calle, sino trajes de Armani; no corren perseguidos por la policía, sino que son recibidos por compañeros de partido que les aplauden; no les disparan ni les detienen, se premian a sí mismos con sueldos desorbitados y privilegios de todo tipo; sus amigos no son pueblo ni ciudadanos, sino que son inversores y lobbys; etcétera. La estética, la costumbre y los prejuicios (“si la policía les dispara es porque algo gordo habrán hecho”) juegan de su parte.

Además ocurre lo siguiente: es imposible no percibir la violencia cuando vemos fuego en mitad del asfalto, o a una persona rompiendo un escaparate, lanzando una piedra o pateando un policía. Es algo intuitivo, entra por los ojos y las orejas, incluso por la nariz si estás lo suficientemente cerca. Es la propia sensibilidad la que nos dice que estamos presenciando un acto violento. Sin embargo, hay otro tipo de violencia que solo puede verse a través de la razón: la violencia estructural. A diferencia de la violencia física, tan llamativa, esta pasa desapercibida porque escapa a los sentidos: uno nunca ve a una ley matando gente, o a un artículo de la constitución lanzando piedras, ni vemos gente atravesada por el logotipo de una empresa de zapatillas. La violencia estructural funciona a priori, antes de que se haga necesario aplicar la violencia física. Por ejemplo: no hará falta pegar y detener universitarios si solo pueden serlo aquellos que sean afines al régimen. Tan solo cambiando la ley de educación, uno puede deshacerse de un plumazo de todos aquellos que pueden tener algo en contra de la plutocracia que nos (mal)gobierna: si la universidad es el hogar de quien pueda pagarla y no de quien quiera estudiar, se multiplican las probabilidades de que se trate de miembros de las clases privilegiadas que tienen gran interés en mantener el actual régimen.

¿Qué pasa con la gente que se queda fuera? Nada, porque nadie les ha apuntado con una pistola para que no estudien. Si no tienen dinero para pagarse la carrera y el máster será porque no han trabajado lo suficiente, porque no se lo merecen. En cualquier caso, según medios de comunicación y gobierno eso no sería violencia, porque nadie obliga a nadie a hacer algo (o no hacerlo) por la fuerza. Sin embargo, eso es exactamente la violencia estructural. Cambiando un punto aquí y una coma allá, miles de personas hoy, millones mañana, se quedan sin estudios, sin trabajo, sin pensión, sin sanidad... y ven reducida su libertad a un chiste de mal gusto.

Si la ciudadanía no hace nada ante estos hechos, para el régimen no hay problema. A eso lo llaman “solución”, “salida de la crisis” o “paz social”. Pero si la ciudadanía se organiza, protesta, exige, suma fuerzas y pone en jaque el escudo de legitimidad bajo el que se ampara un gobierno que no ha dudado en violar al completo su programa electoral, entonces, dicen, tenemos un problema. Es decir, que para ellos el problema es el efecto de las medidas que toman y nunca su quehacer corrupto y antidemocrático.

¿Cómo se soluciona este “problema”? Cambiando de políticas nunca, porque “no hay alternativa”. Así que lo más recomendable es el silencio. Negación y nadificación de la protesta. Si no es suficiente, entonces se pasa a la difamación, ridiculización y a la manipulación a través de sus medios de comunicación, que son prácticamente todos (otra muestra de violencia estructural: la ley dice que todos pueden expresarse libremente, pero gracias a la estructura económica, solo unos pocos pueden). Sí aún así el tozudo vulgo se empeña en mostrar en público su descontento y encima va ganando apoyos, habrá que aplicar la violencia física, pero ojo, la “legítima”. A mayor grado de violencia empleado por las UIP, más justificada parece su carga, ya que el prejuicio popular de las películas (y de la ley) nos inclina a pensar que la policía son los buenos y los que gritan y van mal vestidos son los malos. Golpes, patadas, porrazos, disparos, gases, vejaciones, multas desorbitadas, juicios impagables, palizas en la calle y en comisaría, detenciones arbitrarias... Todo vale para protegernos de los que ejercen la violencia con piedras, todo vale para proteger a quien ejerce la violencia estructural (y a quien se beneficia de ella).

Por todo esto y más, es imperativo, un Deber con mayúsculas, que asumamos que tenemos derecho a ejercer la violencia física contra un cuerpo de salvajes cuya profesión consiste precisamente en aplicar violencia ciega y arbitraria. Si la policía nos ataca cumpliendo unas órdenes que claramente violan los Derechos Humanos, tenemos que defendernos y, si es posible, ganar batallas y aprender tanto de victorias como de derrotas. Este régimen no es legítimo, ninguno lo es cuando destruye derechos para engordar los privilegios de unos pocos. No existe el régimen legítimo que dispara a sus ciudadanos porque estos defienden lo de todos. Tenemos el Deber, por tanto, no de negar lo que esputan las televisiones, radios y periodicuchos que han asumido el rol de espadachín del plutócrata, sino de hacer ver que también esos medios están practicando una forma de violencia que oculta otras formas de violencia y señalan a una muy específica (la que no ejercen ellos mismos) como la fuente de todo mal.

El 22M no acabó violentamente por culpa de una minoría con el rostro cubierto. Empezó violentamente porque el motivo de las marchas era precisamente la violencia estructural que estamos sufriendo, tanto económica como política. El acontecimiento ya estaba envuelto en violencia, fue forjado por la violencia. Si además acabó a pedradas es porque tenemos un gobierno sordo y ciego que prefiere utilizar su ejército pretoriano antes que la razón, un gobierno que entiende que la democracia y el Estado son algo así como un enorme cortijo particular que deben defender por la fuerza. Tenemos que ser capaces de transmitir que la violencia más cruel, que afecta a más personas, que destroza más vidas, es la que lleva a los desahucios, los ERE, la puerta giratoria del Congreso, las privatizaciones, la eliminación del derecho a la salud y a la educación, la derogación de facto de la democracia: las elecciones ya no son ni una alternativa entre dos partidos, solo hay un camino, solo se aprueba (de una manera o de otra) lo que se ha decidido ya de antemano en otros lugares (banco central de turno, FMI, troika, etc.).


Por eso Debemos entender y transmitir que la violencia desplegada por parte los manifestantes del 22M o la huelga educativa es incomparable con la violencia que esos manifestantes están sufriendo diariamente. El paro es violento, el exilio es violento, la precariedad es violencia, el sistema de clases que llaman democracia es violencia. Y no hay nada más hermoso, justo y necesario que oponerse a ello, aunque implique utilizar piedras y vallas como legítima, insisto, legítima defensa. A una tiranía ni se la respeta ni se la obedece, se la destruye. Así nacen las democracias, la paz y la justicia. Que recen para que no nos volvamos tan violentos como ellos, para que sigamos respondiendo a sus agresiones con pedradas y no con despidos, bancos, policías, medios de comunicación, precariedad y gobiernos tiránicos. Que recen, porque si el único lenguaje que entienden es el de la violencia, si para lo demás son sordos y ciegos, más les vale que exista un dios que les proteja: vamos a imponer los Derechos Humanos, por las buenas o por las malas.

domingo, 9 de marzo de 2014

Resaca del 8 de marzo

Mezcla entre protesta y reafirmación, demanda y auto-reconocimiento, lucha y diversión, las manifestaciones y actos convocados para este día por los distintos colectivos feministas fueron, como viene siendo habitual en los últimos años, un éxito rotundo. Cientos de miles de personas, si no millones, salieron a las calles de todo el mundo para encontrarse en el lugar vacío de la razón, la libertad y la dignidad humanas, ese en el que todos cabemos independientemente de nuestra condición de hombres o mujeres, altas o bajas, negras o blancas... El mensaje: el feminismo está aquí para quedarse, los derechos conquistados a base de sangre y lágrimas no pueden ser vendidos ni sometidos a creencias prejuiciosas, no pueden ser más que un fin en sí mismos y nunca un medio para ganar votos mediante su eliminación (o su implantación). Ellas y ellos se dejaron ver ayer, pero los efectos de su lucha se ven cada día tanto en los progresos que han logrado (basta comparar esta misma sociedad con la de hace 50 años), como en el camino que queda por hacer: sin los feminismos, aún concebiríamos como un hecho natural la violencia estructural ejercida por los machismos así como sus efectos individuales y sociales.

Ver a hombres y mujeres de distintas tendencias e ideologías caminando como hermanos y hermanas nos recuerda, además, que el machismo es un problema transversal, que atraviesa todas las clases sociales, todos los colores de piel, todas las ideologías. El problema que revelan los feminismos no es el de lo que algunos llaman “guerra de sexos”, no existe tal confrontación salvo dentro de las coordenadas del machismo, pero precisamente en lo que consisten los feminismos es en romper esas coordenadas, no en asumirlas para, dentro de ellas, intentar mejorar un poquito la vida de las personas. El problema sobre el que arrojan luz es el de la injusticia y la falta de libertad, correlato necesario de la permanencia de ciertos privilegios, asuntos que no se pueden reducir al ámbito masculino o al femenino, sino que tienen un carácter social y encadena a todos y todas. Los feminismos sacan a a la luz, por tanto, un problema social que no es competencia exclusiva de uno de los dos sexos, sino que les atañe por igual, si bien los efectos del machismo no se dejan sentir de la misma forma en hombres que en mujeres, entre otras cosas porque esa injusticia se basa, principalmente, en el privilegio de unos sobre las demás.

Sin embargo, de forma paralela al avance de los feminismos, en la misma medida en que progresamos como sociedad, los machismos van generando una serie de anticuerpos cuyo fin último es, puesto que resulta imposible borrar lo que la razón nos ha hecho ver (no podemos ignorar, por ejemplo, la ley de la gravedad), inventar un relato que ahogue la potencia emancipadora de los feminismos antes de nacer. Las técnicas son variadas: apropiarse de determinados significantes para cambiar su significado, pervirtiéndolos en el proceso, para así crear un enemigo al que oponerse firmemente, gran Otro que no existe más allá de su imaginación pero que presuntamente está detrás de los feminismos; inventar enrevesadas conspiraciones según las cuales los feminismos nacen para amparar los planes de ingeniería social que ha diseñado ese gran Otro, esencia del mal al más puro estilo “hollywoodiense”; esgrimir argumentos como que los feminismos atentan contra la naturaleza, siendo esta, por supuesto, lo que el machismo dicta que es; etc. La lista es larga y nada novedosa en el fondo, aunque a veces lo parezca.

Lo importante de todo esto es tener claro que el debate no ha cambiado desde el siglo XVIII, no en su forma. A la defensa del machismo y el patriarcado se han ido incorporando nuevos contenidos, no puede ser de otro modo si los feminismos van avanzando en la conquista del sentido común, en el establecimiento de la igualdad, la fraternidad y la libertad como prejuicio popular. En la medida en que los estos hacen progresar a las sociedades, los machismos deben apelar a nuevos contenidos: si ayer valía la acusación de bruja para quemar a una mujer incómoda para la iglesia o el príncipe de turno, hoy se tiene que acusar de otra cosa. Dar razón de las diferencias (y desigualdades) entre hombres y mujeres es uno de esos nichos conquistados por la razón feminista. Llegados a este punto, que las cosas sean como son no es suficiente para la humanidad, hace falta dar cuenta de por qué se producen esas diferencias (y desigualdades). Las mujeres incómodas, es decir, las mujeres libres, ya no pueden ser acusadas de brujería para mantener el actual estado de las cosas, para proteger el privilegio masculino sobre las mujeres. Son necesarias, por tanto, nuevas argumentaciones que, si bien han cambiado de contenido (de bruja pasamos a “feminazi”) no han cambiado de forma: si las brujas bailaban con el diablo para controlar a los hombres e imponer el mal en el mundo, las “feminazis” bailan con los banqueros y los "judíos" para dominar a la humanidad. Se ponen distintos elementos en juego en función de los prejuicios más extendidos en una sociedad determinada en un momento dado, pero la forma de argumentar, los saltos de fe que se dan, las incoherencias y contradicciones, las falsas premisas y las conclusiones que ni se derivan de estas (lo que en lenguaje de hoy podríamos llamar “lógica creativa”), son exactamente las mismas.

Entre el siglo XIX y el siglo XX, las mujeres consiguieron por fin incorporarse al mercado laboral. Puede parecer paradójico, pero no pocos sindicatos se opusieron a este hecho: si las mujeres trabajan, significa que el ejército industrial de reserva se doblará, arrojando como consecuencia un empeoramiento de los horarios, las condiciones de trabajo, los salarios... A más trabajadores, más competencia por los mismos puestos de trabajo, por lo tanto más fuerza para el empresario, que es bien consciente de que la gente en paro necesita trabajar y, llegado un punto, el hambre hará que los parados renuncien por si mismos a un salario digno, por ejemplo, lo que a su vez obligará a los trabajadores que no están en el paro a asumir la pérdida de conquistas sociales por miedo a ser despedidos. El argumento, por tanto, no está desprovisto de cierta verdad. El problema es que se achaca la culpa de este hecho a las mujeres, cuando en realidad es el capitalismo, firmemente entrelazado con el machismo, el que aprovecha esta situación en una dirección u otra: si ellas no trabajan en el mercado a cambio de un salario sino en el hogar, realizando tareas de supervivencia necesarias pero no remuneradas, eso que se ahorra el empresario en el salario de los varones que contrata; si ellas se incorporan al mercado laboral, el capitalista puede utilizar el gran número de nuevas trabajadoras para empeorar las condiciones de trabajo generales y obtener así mayor beneficio por un mismo trabajo.

Hoy por hoy, los machistas no se atreven ya a defender que las mujeres deben estar encerradas en el hogar como un mueble más, pero siguen aplicando el mismo razonamiento que en el siglo XIX . Los efectos finales de esta argumentación, si estiramos de esa lógica, son exactamente los mismos. Así, por ejemplo, acusan de que los feminismos solo quieren la incorporación de las mujeres al mecanismo de explotación capitalista, es decir, al mercado laboral, anulando por el camino la importancia que tiene el no depender económicamente del marido, situación de subordinación que se empeñan en ignorar para que su renqueante relato no caiga muerto al suelo antes de dar un paso. La consecuencia de pensar así es que culpamos a las mujeres de haber fortalecido un sistema que han creado especialmente los hombres y que, de hecho, no puede funcionar (al menos hoy) sin utilizar las estructuras del patriarcado. Y es que los machistas no pueden tolerar el concepto de estructura, no al menos aplicado al caso del machismo: para ellos el machismo es siempre cosa del pasado, algo superado, hasta el punto de que niegan que exista la violencia de género; hasta el punto de que sistemáticamente ignoran que no hace falta ser violento para ser machista, que basta con aceptar, sin levantar la mano, las posiciones y los roles que un sistema injusto, patriarcal, asigna a cada uno y a cada una (ellos lo llaman pomposamente “naturaleza” para así evitar toda responsabilidad sobre el hecho machista y, de paso, acusar de un imposible a los feminismos, pues estarían pretendiendo superar el estado de naturaleza, lo que -sin querer- lleva a los machistas a rechazar incluso la idea de la moral, la idea de que hay cosas que suceden en la naturaleza que son intolerables para los humanos, como que el pez grande se coma al pequeño).

Esta es una de las bases del machismo de hoy y no por casualidad: ayer era posible definirse como machista y convencer; gracias al progreso de la razón materializado en los feminismos, esto ya es imposible y la única manera de hacer que siga en pie es negando su propia existencia, lo cual además arroja la siempre interesante posibilidad de convertir a las víctimas en verdugos: si no existe el patriarcado ni el machismo, es evidente que los feminismos solo pueden pretender la superioridad femenina y el enfrentamiento entre sexos (como si el pene o su carencia -porque tener coño es una falta del algo para el machista- pudiese determinar tu identidad política al margen de la sociedad en la que se vive). El negacionismo sirve, como en el caso de los que niegan el holocausto, además de para ocultar la violencia estructural, para, retroactivamente, justificar aquello que precisamente se está negando que ocurre: así, de la misma forma que los filonazis justifican el holocausto precisamente al negar su existencia y considerarlo una conspiración judía (lo cual da una base racional que sirve para, de manera retroactiva, justificar las atrocidades que se cometieron), los machistas justifican retroactivamente desde la sumisión femenina hasta las violaciones y otras muestras de violencia de género al negar que intervenga en la ecuación algo así como el machismo, siempre hay otro motivo último (ella iba provocando, hay que ser inútil para salir sola de casa a esas horas, ella le hizo mucho daño porque le dejó por otro...) y los hombres, al final, solo se están defendiendo del totalitarismo femenino, que es el peor de todos porque actúa desde la sombra del estereotipo del sexo débil (que es, curiosamente, el estereotipo que ellos mismos les asignan a las mujeres). Distintos contenidos, misma forma de argumentar, mismos resultados: si él le dio una paliza a su mujer, será porque algo habría hecho; si él es denunciado por violencia de género, es una mentira de ella para quedarse con la casa. Al final todo se reduce a que las mujeres son esencialmente malas, mezquinas, con una terrible voluntad de poder, capaces de seducir y engañar a los hombres más sensatos y honestos. Todo recuerda al retrato que se hacía de las brujas no ya en el siglo XVIII, sino en el XV.

Sin embargo, gracias a los feminismos, hoy podemos decir, al contrario que hace unos años, que tanto los hechos como la teoría juegan a nuestro favor, a favor de la humanidad. Hace miles de años, un pensador como Aristóteles, tan imponente y fecundo en otros ámbitos, se convertía sorprendentemente en preso de su tiempo y su sociedad al considerar lo que veía, un mundo patriarcal, como un hecho natural y no un hecho social. Hace unos cientos de años, pensadores como Kant seguían el mismo camino y perdían de vista el deber ser a la hora de afrontar el ser de la situación de las mujeres respecto a los hombres. Hoy, una miríada de pseudocientíficos, editores de vídeo de youtube y esclavos de sus prejuicios en general, tratan de hacer lo mismo e incluso ir más allá acusando a los feminismos de problemas que nada tienen que ver con estos. De la misma forma que en Bolivia se acusa a Evo Morales de dividir a la población entre descendientes de indígenas y blancos porque antes los primeros simplemente asumían al subordinación a los segundos, se acusa a los feminismos de dividir a los pueblos por pretender instaurar la justicia, elevando en el proceso la dominación estructural (y violenta cuando es necesario) de una parte de la sociedad sobre otra a la categoría de “paz social” y “buen rollo” entre sexos. Los feminismos, y no la injusticia que los hace necesarios, serían los culpables de que las mujeres se enfrenten en alguna medida a los hombres, cuando en realidad es la injusticia la que provoca que algunos hombres y mujeres se enfrenten a otros hombres y mujeres.

Los machistas de hoy, por tanto, tienen una seria desventaja: ya no pueden apoyarse, como antes, en la ignorancia acerca de qué es la naturaleza o cuáles son sus determinaciones sobre los seres humanos; ya no pueden negar la libertad de los hombres para dejarse seducir o no por las mujeres; ya no pueden exonerar al violador de sus actos por considerar culpables de la violación a las mujeres y sus malas artes. Los hechos ya no juegan a su favor porque la teoría y la experiencia de esa teoría han progresado y lo han hecho no gracias a ellos, sino a las personas, hombres y mujeres, que han construido y construyen los feminismos. Esto obliga a los machistas a negar los hechos en lugar de apoyarse en ellos: Aristóteles no tenía más que mirar a su alrededor, al mundo de la experiencia diaria, para elaborar una teoría machista. Hoy eso ya no es tan sencillo: la idea de igualdad ha atravesado hasta tal punto a la sociedad que, aunque sigan ocurriendo hechos machistas, el propio machismo, su estructura, ya no vale para justificarlo. Un machista ya no puede racionalizar la diferencia de salarios entre hombres y mujeres ante un mismo trabajo, solo le queda construir relatos que apunten a la negación de este hecho o a su justificación por otras vías independientemente de que estas sean, también, falsas (la productividad, por ejemplo).

De la misma forma que el machista ha tenido que abandonar paulatinamente el terreno de la experiencia, también lo ha hecho en lo que se refiere a la teoría. Aristóteles, pese a todos sus defectos, procuraba ser coherente con lo que decía. Si de A se deduce B y nada más, no podemos andar diciendo que Z viene de A. El problema con la coherencia es que cuando una teoría se demuestra falsa, hay que renunciar a ella para incorporar el nuevo conocimiento. Los machistas de hoy, sin embargo, no pueden incorporar nuevos conocimientos porque todos estos apuntan en dirección contraria a lo que pretenden, es decir, que cada vez resulta más complicado elaborar una teoría que respete la razón (o conceptos como el de igualdad) y, a la vez, proteja el machismo. El resultado de esta tensión es que para mantenerse machistas renuncian a la actividad teórica misma, llegan a considerar a la ciencia y el conocimiento como meros productos de una ideología perversa. Elaboran entonces una serie de relatos que mezclan medias verdades con fantasías, pesadillas, cuentos, saltos de fe, peticiones de principio indemostrables, prejuicios con siglos de antigüedad, razonamientos inverosímiles, argumentaciones dignas de menores de edad... En el camino que necesariamente han de tomar para defender sus prejuicios se dejan el conocimiento y la verdad, cuestiones que, por otro lado, nunca les han preocupado.

La impotencia simbólica que sienten los machistas de hoy al discutir con cualquiera de las ramas del feminismo se hace palpable en el nivel de violencia dialéctica e incluso física que despliegan: cuando cambiar radicalmente de tema no es suficiente para olvidar una argumentación contraria a sus planteamientos, arremeten como perros acorralados contra sus interlocutores, insultan, amenazan, nadifican, descalifican con etiquetas... Por eso siguen siendo necesarios los 8 de marzo, porque todavía no hemos ganado y porque sabemos que aunque ganemos batallas, podemos perder la guerra: la verdad no nos hará libres por si misma, nos necesita para cristalizarse y para imponerse. La lucha comprende los 365 días del año y flaquear cualquiera de esos días es regalarle terreno a un paradigma injusto, milenario, contrario al deber y a la razón, irracional, pero no por ello menos peligroso. De hecho, como ocurre con el fascismo, es quizá ese elemento de irracionalidad el que lo hace tan peligroso: el irracionalismo es inmune al progreso de la razón y, al jugar con los prejuicios y las pasiones más bajas, es capaz de aglutinar a mucha gente para orientarla hacia fines espurios.

Contra el machismo, adquiera el nombre que adquiera, razón y fuerza, lucha y conocimiento. La ignorancia juega de su lado.