lunes, 23 de septiembre de 2013

Música y ciencias sociales (III): pensamiento positivo. La Polla Records, "Día positivo".

Voy a encarar el día con actitud positiva:
luce el sol y cantan los pajarillos. 
Los hombres salen hacia el trabajo 
modernos esclavos de un mal salario. 
Unas chavalas van para el mismo sitio 
a cobrar menos para que otros hagan turismo.

En fin, no jodo yo por nada mi día positivo, 
problemas sociales de raíces muy profundas, bla, bla, bla... 

En el cielo un avión de la OTAN, 
a saber donde irá a echar ese las bombas. 
Después algún locutor idiota 
dirá a los muertos que todo ha sido una broma, ja, ja, ja.

En fin, no jodo yo por nada mi día positivo, 
razones políticas y causas muy complejas.....yo qué se. 

¡Hombre! Un carro de los maderos, 
mira tú en qué se gasta el dinero.
¿Para qué pagar los putos impuestos?
¿Para que algún día nos hostien los vagos estos?

En fin, por nada jodo...
(vaya puta mierda 
pues menuda mierda)
mi día positivo 
(vaya puta mierda 
pues menuda mierda 
una puta mierda 
cuatro veces mierda 
vaya puta mierda 
pues menuda mierda 
una puta mierda 
ocho veces mierda). 


Pensamiento positivo. Todo está en tu mente. Querer es poder, sólo hay que desearlo. Imagina el camino, visualízalo. Para que te pasen cosas buenas, hay que ser optimista. Los pensamientos negativos atraen la mala suerte. Todo funciona mejor con una sonrisa. El secreto está dentro de ti, no culpes a los demás. Eres poderoso, puedes recorrer el camino tú solo, no necesitas a nadie. Deshazte del lastre que te impide alcanzar el éxito. Ser feliz depende exclusivamente de ti. Y un largo etcétera.

A estas alturas todas nos hemos encontrado con este tipo de planteamientos. De hecho, desde que el ser humano es ser humano hemos utilizado el pensamiento mágico para aliviar la incertidumbre sobre el futuro, para animarnos, para tratar de mantener vínculos con los muertos, para crear lazos comunitarios, para ir más confiados a la entrevista de trabajo... Ahora bien, ninguno de nuestros antepasados tuvo que enfrentarse a una cultura hegemónica como la nuestra. Poco a poco se ha construido un mito en torno a la figura del individuo que nos permite entenderlo como algo separado de su entorno, como un Robinson en su isla. Individuo es, según este punto de vista, un todo separado de la realidad social. La sociedad o bien no existe porque solo existen los contactos entre Robinsones, o bien es el escenario de batalla por la supervivencia porque el hombre es un lobo para el hombre. Es una forma de fundamentalismo: el individuo se ha convertido en una persona “liberada” de todo deber con la comunidad, es una persona que se hace a sí misma. Es ante todo, un ser egoísta para el cual el resto de seres humanos son siempre un medio y nunca un fin.

Ante la ruptura de los vínculos sociales tradicionales (el capitalismo disuelve hasta lo que es sólido: familias, iglesias, partidos, sindicatos, comunidades políticas....),  ante la concepción de lo social como el ámbito de la competencia despiadada y ante la dificultad de construir un contra-poder capaz de disputar la hegemonía, muchísimas personas se han creído abandonadas en el desierto del individualismo y han actuado en consecuencia: se han armado de vídeos y panfletos de autoayuda; han roto amistades y familias para perseguir sus sueños; han cogido el sobre antes de que lo hiciese otro. ¿Cómo no dejarse llevar por la imponente fuerza de la corriente? Hagámoslo pues, afrontemos la vida con actitud positiva, sonriendo, dispuestos a que nada ni nadie nos haga infelices pase lo que pase, porque podemos, tenemos la fuerza dentro:


Voy a encarar el día con actitud positiva:
luce el sol y cantan los pajarillos. 
Los hombres salen hacia el trabajo 
modernos esclavos de un mal salario. 
Unas chavalas van para el mismo sitio 
a cobrar menos para que otros hagan turismo.

En el cielo un avión de la OTAN, 
a saber donde irá a echar ese las bombas. 
Después algún locutor idiota 
dirá a los muertos que todo ha sido una broma, ja, ja, ja.

Eso es, hace un día estupendo, hermoso, el sol nos acaricia y las aves canoras nos deleitan con sus dulces melodías. Paseemos por la calle o miremos por la ventana contentos de estar felices, de ser capaces de disfrutar de lo que hay. Todos y todas podemos hacerlo. Ahora bien, las personas no ven lo mismo cuando miran hacia el mismo lugar: Evaristo no ve gente maravillosa andando felizmente sin más, sino que ve trabajadores y trabajadoras sometidas a un sistema productivo indecente en el que además se van superponiendo las injusticias y las estructuras de explotación (capitalismo y machismo en este caso). No ve solo el cielo azul de una mañana de verano, sino que también se fija en el avión de la OTAN. Uno puede alegrarse mucho de escuchar a los pajaritos o puede entristecerse porque recuerda que hace unos años había el doble de aves cantarinas, puede asumir lo que hay como inevitable o sentirse responsable (en tanto que miembro de una comunidad política) porque no hay otra cosa. Es decir, cuando uno mira puede acabar viendo hechos (es hermoso cómo cantan los pájaros), pero si se esfuerza además puede ver problemas, conflictos, política (si esto sigue así, ¿habrá pájaros dentro de unos años?). Pero no hay problema, esas personas, nos dice el dogma individualista, solo tienen que esforzarse más para ser felices, la ignorancia es tan solo la vía rápida y sencilla. Aunque veamos los problemas, todos podemos hacer como Evaristo e intentar olvidarnos del nosotros y convertirlo en un solitario yo-mi-me-conmigo:

En fin, no jodo yo por nada mi día positivo, 
problemas sociales de raíces muy profundas, bla, bla, bla... 

En fin, no jodo yo por nada mi día positivo, 
razones políticas y causas muy complejas.....yo qué se. 

Al no haber sociedad, al ser el análisis y la búsqueda de alternativas tan complejos, se adopta el desconocimiento como escudo para no tener que reflexionar, no digamos ya posicionarse ante un problema dado. Se racionaliza el atroz egoísmo. Entonces la huida se produce hacia adelante: los vínculos sociales se sustituyen con altas dosis de individualismo “yomismista” en el que el yo y el entusiasmo son la clave. Si proyecto una imagen de éxito y lo hago con entusiasmo, tendré una vida exitosa. Si proyecto una imagen de felicidad seré feliz porque me ocurrirán cosas felices. Tengo que convencerme a mi mismo de que soy feliz para serlo. Para ello aparece la industria de la autoayuda, dispuesta a brindarnos todo tipo de terapia “fast food” para que sigamos adelante, para que asumamos que el problema es nuestro, que nosotros provocamos el llanto de los niños y también los huracanes (acumulación de pensamientos negativos). Podemos incluso llegar más allá y, dependiendo de lo que consumamos, empezar a creer que nuestros deseos son realidades tangibles: decir que el SIDA no existe o que se cura comiendo maní, que podemos sustituir la comida por meditación y luz solar... El individualismo y el pensamiento positivo se entroncan con el postmodernismo más aberrante y arrojan como resultado una herramienta de control social nada desdeñable: un mecanismo autodisciplinario que nos lleva a soportar con una sonrisa el proceso productivo, a implicarnos emocionalmente en nuestra propia explotación.

Ya lo dijo Mario Monti, modelo de político para el régimen: un trabajo estable y fijo es “aburrido”, lo bueno es trabajar un mes acá, estar dos en paro y luego viajar aracullá para trabajar dos días por un sueldo miserable. Monti no hace más que verbalizar las necesidades de los mercados, seas quienes sean, pero lo importante de esta frase es la forma que ha elegido para “convencer” a las víctimas del terror mercantil. La clave es que la escasa estabilidad y seguridad lograda por décadas de luchas populares es aburrida y por tanto negativa. Eso no se puede consentir -piensa Monti- porque el trabajador no busca un puesto de trabajo para obtener un salario que le permita cubrir sus necesidades básicas, sino que lo busca para ser feliz: la autorrealización solo puede darse en el puesto de trabajo. La felicidad solo te la puede dar un empresario y ese empresario hoy nos dice que hay que adaptarse a las exigencias de la competitividad. Y lo dice preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad... No puedo evitar acordarme de aquel anuncio de una multinacional de calzado deportivo en el que aparecía Bruce Lee con una flamante sonrisa advirtiéndonos: “be water my friend”. Si metes agua en una jarra, se convierte en jarra, si la metes en una taza de té, se convierte en una taza de té. Sé agua. Adáptate a lo que demanda una institución injusta y totalitaria, cubre las necesidades del más fuerte y hazlo con una sonrisa.

¡Hombre! Un carro de los maderos, 
mira tú en qué se gasta el dinero.
¿Para qué pagar los putos impuestos?
¿Para que algún día nos hostien los vagos estos?

Es posible que si les hubiésemos puesto juntos en ese momento, el Bruce Lee de la marca deportiva  y Evaristo nos hubiesen proporcionado una batalla épica. Porque Evaristo no está conforme, por mucho que lo intente no puede olvidarse del hecho de que no hay individuo sin sociedad, de que vivir en una comunidad política y por tanto como algo más que animales implica una serie de relaciones y una serie de derechos y deberes. Cuando en una manifestación nos topamos con la policía, poco importa la cantidad de flores y de sonrisas que llevemos con nosotros. Poco importa que la violada sonría al violador o que el negro salude efusivamente al nazi: no hay secreto para “liberarse” de la sociedad, de las relaciones de poder, del deber y la responsabilidad. Evaristo no se engaña y no culpa a la falta de positividad ni a quienes han traído el conflicto donde antes solo había aparente paz: él mismo es responsable, en tanto miembro de la sociedad, de que los policías agredan a quienes teóricamente defienden, pero no por las emociones que siente y que desprende, sino porque contribuye a pagar el salario de los agresores. Y ante este hecho, se pregunta qué puede hacer, completando así la gran transformación: con los ojos de la cara ha visto el hecho, el furgón de policía, con los de la razón, con la conciencia política, ha visto una maraña de relaciones sociales cuyo efecto es la violencia impune de unas personas sobre otras, la institucionalización de la banalidad del mal (“solo cumplía órdenes”), la defensa de un régimen injusto, la forma de Estado de excepción permanente que necesita la oligarquía para obtener mayores tasas de beneficio. La felicidad, piensa Evaristo, no depende de mi como individuo, sino de mi como miembro de la comunidad. No es síntoma de buena salud el ser feliz en una sociedad enferma, injusta, explotadora.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Música y ciencias sociales (II): ¿debemos obedecer? La Polla Records, "Delincuencia".

Cargaos la delincuencia 
es una plaga social.
Una raza despreciable 
una raza a exterminar. 
Banqueros: unos ladrones sin palancas y de día.
Políticos estafadores juegan a vivir de ti. 

Fabricantes de armamento, eso es jeta de cemento, 
las religiones calmantes y las pandas de uniforme.
La droga publicitaria 
delito premeditado 
y la estafa inmobiliaria 

Delincuencia, delincuencia es la vuestra, 
¡asquerosos!
Delincuencia,  
vosotros hacéis la ley. 

Explotadores profesionales, 
delincuencia es todo aquello 
que os puede quitar el chollo. 




http://www.youtube.com/watch?v=TYt4RGMlq4w 

En el anterior artículo giramos en torno a la pregunta ¿por qué obedecemos? Hoy trataremos de reflexionar con acierto y virtud sobre otra importantísima pregunta para la ciencia política: ¿debemos obedecer? Para tratar de responder, recordemos a Sócrates. Gran pensador, vivió en la zona de Atenas en el siglo V a.C. Autor de la conocida frase “solo sé que no sé nada”, vivió alrededor de 70 años. Sin embargo, su muerte no se produjo de forma natural: Sócrates fue ejecutado. Así lo decidió la asamblea ateniense, máximo órgano de decisión en la Atenas de aquella época. Oficialmente se le ejecutó por introducir dioses falsos y pervertir a la juventud, aunque, como de costumbre, la realidad es algo más complicada y oscura. Por lo visto muchos ciudadanos atenienses se habían hartado del viejo Sócrates, personaje molesto donde los haya, porque no paraba de hacer preguntas molestas cuyo efecto final era demostrar ante el público que la mayoría de las personas hablan sin saber de lo que hablan. Cuando preguntaba insistentemente qué es un zapato a un zapatero, le llamaban loco. Pero cuando preguntaba qué era la virtud o la justicia a las eminencias públicas que se llenaban la boca con esas palabras, le consideraban un peligro. Especialmente la escuela de los sofistas, cuya máxima era “el hombre es la medida de todas las cosas”, es decir, que consideraban que no existe ninguna verdad absoluta y que todo depende de la óptica con que se mire... y de lo capacitado que estés para convencer de tu perspectiva a los demás. Fueron estos los que acusaron Sócrates y convencieron a la asamblea de ciudadanos para declararle culpable y condenarle a muerte.

No obstante, Sócrates tenía amigos dentro de Atenas y, al parecer, consiguieron urdir un plan de fuga, pero él lo rechazó. Pensaba que huir era otra forma más dura de morir: escapar de Atenas era adentrarse en el mundo sin ley, en territorio bárbaro, en el reinado de la fuerza, la violencia, los prejuicios, escapar de la polis significaba someterse a la ley del más fuerte. ¿Qué posibilidades tiene un viejo allí fuera? Pero había otra cuestión y no de menor relevancia: Sócrates consideraba que si había una ley, tenía que obedecerla. Era algo ante lo que no cabe elección alguna, las leyes están para respetarlas, no podemos empezar a violarlas solo porque consideremos que no nos favorecen o que están confundidas. Desobedecer las leyes cuando nos conviene, pensaba Sócrates, es el principio del reinado del caos: nada nos protegerá, por ejemplo, de los que pueden hacernos daño porque son más grandes o más fuertes, necesariamente acabaremos obedeciendo las órdenes de quien es capaz de imponérnoslas, lo que no tiene otro nombre que tiranía. Así que Sócrates, en lugar de huir para salvar la vida, decidió cumplir las leyes atenienses y murió ejecutado.

La actitud de Sócrates nos podría parecer hoy día una cuestión de demencia senil o de brutal depresión, pero debemos tratar de medir sus acciones teniendo en cuenta el contexto político-sociológico de la época. En Atenas, a diferencia de nuestros sistemas actuales, quien debía tomar las decisiones políticas, las decisiones que afectan al conjunto de la polis, era la ciudadanía. Cierto es que la ciudadanía la formaba un pequeño porcentaje de los habitantes de Atenas, porque mujeres, esclavos, extranjeros y la mayor parte de comerciantes y trabajadores manuales estaban excluidos de esa categoría, es decir, no eran ciudadanos, por lo que no tenían ni voz ni voto en la asamblea, no podían ocupar cargos públicos, no tenían derechos propiamente políticos. De hecho, tendremos que esperar hasta la Revolución Francesa (cuya máxima expresión, además de Robespierre, fueron Haití y las mujeres como De Gouges) para que el concepto de ciudadanía se entienda como algo universal, es decir, como algo que existe con independencia del color de piel, estatura, sexo, credo... pero eso es otro tema. Volviendo al caso en cuestión: Sócrates era ciudadano de Atenas. Esto significa que podía tomar parte en las discusiones de la asamblea y, por tanto, tenía la misma capacidad legal que los demás para discutir sobre las leyes.

Sócrates entendía que si se le condenaba a muerte en base a una mala ley (al margen de que las acusaciones fuesen falsas o de que en el juicio la protagonista fue la demagogia hasta el punto que personas que le consideraban inocente votaron luego a favor de castigarle con la muerte), su deber como ciudadano era, en caso de no estar de acuerdo, intentar cambiarla. Sócrates decía que la batalla era previa, que huir no tenía sentido porque lo que tendría que haber hecho era eliminar o cambiar esa ley en la asamblea, asunto del que no se preocupó en su momento.

Hoy, sin embargo, no ocurre exactamente lo mismo: la ciudadanía no toma directamente las decisiones, sino que lo hacen sus representantes. Y estos, en el caso del Estado español, no responden ante la ciudadanía salvo cada cuatro años y envueltos en redes de mentiras, contubernios clientelares y campañas de marketing. Entre elección y elección, diputados, senadores y miembros del gobierno responden ante una idea que no hay quien defina, al menos en este país: la nación. En otras palabras, cuando un partido obtiene escaños en el parlamento, deja de estar (si alguna vez lo estuvo) atado a las decisiones de sus votantes y, legalmente, puede incumplir todo su programa y dedicarse a hacer lo contrario de lo que prometía cuando trataba de captar votos. Nuestra situación, por tanto, parece diferir bastante de la de Sócrates en tanto no son los ciudadanos quienes toman directamente las decisiones, pero siguen existiendo similitudes.

Cargaos la delincuencia 
es una plaga social.
Una raza despreciable 
una raza a exterminar.

Evaristo odia la delincuencia, como Sócrates. No le gusta nada que haya determinadas personas que, por los motivos que sean, se crean con derecho a pisotear las normas que tenemos que obedecer el común de los mortales. Ahora bien, nótese que Evaristo no ha dicho “carguémonos” la delincuencia, sino que ha utilizado la segunda persona del plural: “cargaos [vosotros] la delincuencia”. Tiene muy claro que no es él (ni cualquier otro ciudadano) el que tiene la capacidad de decidir. Evaristo les habla a los y las representantes, les pide que acaben con la delincuencia, pero lo hace utilizando un lenguaje muy particular: “plaga”, “raza”, “exterminar”. Es el lenguaje del fascismo, el lenguaje que deshumaniza y convierte en animal (plaga), que cristaliza prejuicios sociales adscribiéndolos a una categoría social supuestamente natural (raza) y que considera que todo aquello que se sitúa fuera de los límites es imposible de asimilar y por tanto solo cabe su desaparición (exterminio). Lo que está haciendo Evaristo es utilizar el lenguaje de los que mandaban y, en buena medida, mandan. Está dándoles la razón, hablando como si fuese uno más de la selecta casta de mandatarios. Ahora bien, ¿entienden lo mismo al decir “delincuencia” la casta política y La Polla?

Banqueros: unos ladrones sin palancas y de día.
Políticos estafadores juegan a vivir de ti. 

Fabricantes de armamento, eso es jeta de cemento, 
las religiones calmantes y las pandas de uniforme.

Como seres humanos, todos somos capaces de entender que si nos damos unas normas de convivencia y lo hacemos de común acuerdo, todo acto que atente contra esas normas atenta también contra la convivencia, por no hablar de justicia, de derecho... Es normal, por tanto, que tanto comunistas como fascistas, liberales y socialistas, neoliberales y socialdemócratas, todos, estén de acuerdo en condenar todo acto que transgreda las leyes. Sin embargo, la lucha política es en un principio la lucha por el significado: todos estos grupos que en principio coinciden en algo, van a luchar necesaria y encarnizadamente por definir a nivel social qué es eso de “delincuencia”.  Evaristo por un lado y PSOE, PP, PNV, CIU, ERC, UpyD, etc. por otro, no coinciden a la hora de señalar quién es el delincuente. Para la casta política y sus oligarcas económicos delincuente es, por ejemplo, el que roba a punta de navaja lo que no es suyo. Sin embargo, si nos paramos a ver quién puebla las cárceles y por qué, nos daremos cuenta de que es infinitamente más probable ver a un pobre entre rejas que a un rico, de que el propio término “robar” implica un posicionamiento político. No es una cuestión de que los pobres roben por necesidad mientras que el rico no lo necesita. Cuando Evaristo se refiere a los banquero como ladrones “sin palancas” y que roban de día, está señalando algo que a estas alturas es más que evidente: una persona puede acabar en la cárcel por robar una gallina, pero si el robo es de cientos de millones y en lugar de a una persona se roba a la sociedad entera, basta con pedir perdón públicamente de vez en cuando, cuando te pillan. Llegado el caso, se sacrifica a uno de los peones para escudarse en la teoría de la manzana podrida (véase Bárcenas, Roldán, Vera y Barrionuevo...), pero el hecho innegable es que existe un sesgo de clase, tanto en las apreciaciones subjetivas como en las leyes, que convierten el tejido de la justicia en una tela de araña que solo atrapa a los bichos pequeñitos, a los que no tienen suficiente fuerza (capital) para defenderse, mientras que los moscardones, los grandes ladrones, los que visten con traje y corbata, campan a sus anchas.

La droga publicitaria 
delito premeditado 
y la estafa inmobiliaria.

Visto así, no podemos negar que tenemos un problema serio. Pero me temo que es peor de lo que parece: la cuestión no es solo que la ley falle, esto es, que hay agujeros que permiten a los que la violan desde arriba escapar impunemente; la cuestión principal es, para Evaristo, que los que violan las leyes son, además, los que hacen las leyes. Los que han hecho las leyes publicitarias y las leyes que convierten un derecho como la vivienda en un mercado más, son los delincuentes. La estafa inmobiliaria no es el triste resultado de los cabos sueltos que han dejado una panda de incompetentes que se hacen llamar gobernantes, la estafa inmobiliaria es un diseño, una construcción dedicada al expolio que se ha hecho posible gracias al marco legal que promovieron los principales interesados (banca, grandes constructoras, sector financiero y partidos que les representan) a través de sus lobbys y chantajes económicos. Se trata por tanto, no de un error, lo que nos situaría en el plano borbónico en el que se mueve la casta política cuando ya es inevitable reconocer el daño (la cara más amable de la impunidad: “no lo volveré a hacer, lo siento”), sino que se trata de algo premeditado. Que los banqueros y empresas especuladoras que se dedicaban a extraer grandes beneficios de la deuda y de la vivienda se hagan los sorprendidos y, con los millones a salvo en paraísos fiscales, hagan recaer todo el peso de la crisis sobre las clases subalternas, solo tiene un nombre: delincuencia organizada.

Delincuencia, delincuencia es la vuestra, 
¡asquerosos!
Delincuencia,  
vosotros hacéis la ley. 

El problema, por tanto, es muy grave. Vivimos en un sistema que legaliza y por tanto legitima ciertos tipos de delincuencia (desde la explotación, pasando por el desahucio -oda al derecho a la propiedad sobre todos los demás derechos- al cambio de la constitución y al apoyo a guerras imperiales en contra de la voluntad ciudadana) mientras que criminaliza y castiga severamente otros (robar una gallina para comer, por ejemplo). Mientras cada día miles de personas se tienen que enfrentar a la falta de recursos para comprar material escolar, a desahucios, paro prolongado y sin prestaciones sociales, sueldos miserables, horarios insoportables, etc., para que unos pocos disfruten del sueño americano, los medios de comunicación, la casta política y todo aquel que siente sus privilegios capitalistas amenazados, señalan y fomentan el linchamiento social de los miembros del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) que se han atrevido a violar la legalidad vigente para expropiar y repartir material escolar y bienes de primera necesidad. Intentan que los grandes centros comerciales que roban cada día a (entre otros) trabajadores, campesinos, ganaderos, autónomos, pequeños comerciantes y transportistas, aparezcan como víctimas, mientras que el “delincuente” es siempre el que pasa hambre precisamente porque hay quien posee centros comerciales y “necesita” obtener cierta tasa de beneficio.

Explotadores profesionales, 
delincuencia es todo aquello 
que os puede quitar el chollo. 

¿Qué haría Sócrates en esta situación? No lo sabemos, pero podemos aventurar alguna respuesta: si estuviese vivo haría como Evaristo y, fuese a base de preguntas en la plaza pública o fuese agarrado a un micrófono, Sócrates, máximo defensor de la legalidad y el respeto a las leyes, sería hoy uno de los máximos promotores de la desobediencia civil. El por qué ya lo ha sugerido el propio Evaristo: ¿podemos llamar ley a las normas que emanan de un gobierno corrupto, esto es, un gobierno que confunde interesadamente (o por presiones externas) lo público con lo privado? No, Sócrates se quedaría atónito al comprobar en qué medida hemos permitido que sean los delincuentes los que hagan las “leyes” a su medida, se quedaría boquiabierto al comprobar que le hemos puesto el mismo nombre a dos sistemas antagónicos: mediante la democracia formal la tiranía ha conseguido disfrazar sus normas arbitrarias, normas cuya única legitimidad es la fuerza, el privilegio, la tradición o el miedo, y las ha vestido de legalidad, dotándoles así, al menos en apariencia, de una legitimidad de la que nunca dispusieron. Y tanto Evaristo como Sócrates vienen a decirnos lo mismo: debemos obediencia a las leyes, a las normas que emanan del pueblo y que constituyen, en tanto límites a los poderosos, la gramática de la libertad; no debemos nada a los mandatos de una casta privilegiada que simplemente gobierna porque es capaz de convertir sus intereses particulares o los de quienes les llenan el bolsillo en los intereses públicos de toda la sociedad. Nuestro deber hoy, por tanto, no es la obediencia, sino la desobediencia... en nombre de la ley.