miércoles, 16 de diciembre de 2015

Heridas sin cerrar: la moral en la fosa

¿Es importante la motivación que guía una acción? ¿O es simplemente el resultado lo que determina si una acción es buena o mala?

Hace ya unos años, un filósofo alemán llamado Immanuel Kant se paró a pensar sobre cómo podíamos determinar con seguridad si cuando hacemos algo estamos obrando bien o estamos obrando mal. Le dio muchas vueltas hasta llegar a la conclusión de que lo verdaderamente importante a la hora de juzgar una acción humana no son los resultados, sino la motivación que ha impulsado dicha acción. Lo fundamental es que cuando actúe lo haga con la motivación adecuada. Sólo así mi acción será moral.

Pongamos un ejemplo: vivimos en un país que atravesó cuarenta años de dictadura, tiempo durante el cual el régimen represalió a toda aquella persona que levantase la voz en favor de la democracia. Parte de esa represión iba dirigida no solo contra los que fueron ejecutados, sino también contra sus familiares y amigos, motivo por el cual los cuerpos de las víctimas eran arrojados a cunetas y fosas comunes cuyo emplazamiento quedó en el olvido.

Unas décadas después, libres de la dictadura, los representantes políticos no solo no han rescatado esos cadáveres para restituir la memoria robada y devolvérselos a sus familiares, sino que todavía debaten si deben hacerlo. Es una discusión política y sociológicamente muy interesante, pero lo que quisiera destacar es cómo responden algunos de esos políticos ante el dilema, acepten o no desenterrar represaliados.

La postura del PP y de otros partidos similares es claramente beligerante, amparándose en la idea de “no abrir viejas heridas”. Así es como denominan lo que en realidad es una cuestión de justicia, esto es, de cerrar heridas. Sin embargo, es difícil tratar de mantener a las víctimas supervivientes y no supervivientes en el olvido sin enfrentarse a incómodas preguntas y sin que la sombra del franquismo sobrevuele sobre su imagen de demócratas. Por eso la estrategia del PP podría resumirse así: “hubo una guerra civil y los dos bandos mataron, así que como hay muertos de todos por ahí tirados, mejor no remover las cosas y perdonarnos”.

En lo que se refiere al discurso, cuesta distinguir a PP y C’s. Cada vez que alguien obliga -ellos no quieren- a Rajoy o Rivera a hablar de los muertos del franquismo que aún andan enterrados en las cunetas, adoptan una postura de equidistancia que no sólo sugiere que los republicanos andaban reprimiendo como si hubieran ganado la guerra y establecido una dictadura feroz, lo alarmante es que nos dicen que matar por defender la democracia ante un golpe de Estado fallido es igual que matar para acabar con la democracia y con todo aquel que la defienda. Es decir, Rajoy y Rivera consideran que los defensores de la República eran al menos igual de malos que los fascistas porque se vieron obligados a coger un rifle y disparar contra los lobos que les acechaban. Para ellos atacar la democracia es moralmente lo mismo que defenderla.

Kant tenía una vara de medir, una prueba que consideraba infalible para determinar si una acción es moral o no. Lo expresó de distintas maneras, pero vino a decir algo así: actúa de tal manera que la máxima que guía tu obrar se pueda convertir inmediatamente en ley universal. Es decir, que la máxima que te guíe sea tal que cualquiera pueda compartirla en cualquier momento y en cualquier lugar. Volviendo a nuestro caso ¿es universalizable la máxima según la cual para defender a un país hay que instaurar un “Estado totalitario” en el cual “la única expresión de la voluntad popular sea el mercado” (Franco dixit)? Evidentemente no. Pero, ¿es universalizable la máxima según la cual ante un ataque a las instituciones democráticas la ciudadanía tiene el deber de defenderlas? Esta parece que sí. Si el mundo funcionase de acuerdo a la primera, sería horrible, inmoral, insufrible. Si viviese de acuerdo a la segunda, sin embargo, sería bastante mejor que lo que nos encontramos hoy.

El filósofo alemán, por tanto, estaría horrorizado. No solo por lo sucedido, las guerras a veces las ganan los malos. Estaría escandalizado por la forma retorcida en que nuestros políticos actuales renuncian a la moralidad por un puñado de votos de gente que, reconozcámoslo, no es del todo demócrata. Porque al final, ese es quizá el problema fundamental. Con este tipo de argumentaciones, no solo se renuncia a hacer justicia, se está renunciando a vivir en un mundo moral, en un mundo en el que merezca la pena vivir.

“¡No lo olvidéis!”, gritaría Kant, “Si bien ser morales no significa ser más felices, la dignidad es precisamente aquello que nos hace merecedores de ser felices”.

(Extraído de "El Cartero del Pueblo")

jueves, 10 de diciembre de 2015

William Wallace, Pelayo y Gerard Piqué, una reflexión sobre la nación y la identidad nacional.

El cine nos puede dar una clave para explicar la actual situación de España y Cataluña. Cuando William Wallace, un pacífico campesino, sufre una serie de injusticias, decide tomar partido y luchar contra la fuente de dicho mal. De esto trata Braveheart (Mel Gibson, 1995), película llena de anacronismos y licencias históricas, pero no por ello menos interesante.

Si uno quiere enmendar lo que entiende que es una injusticia, lo primero que tiene que hacer, como Wallace, es encontrar su origen. En la película, el protagonista podría arremeter contra los soldados que apresaron a su mujer, o contra el noble que ordenó su muerte. Sin embargo, aunque los verdugos acaban atravesados por espadas, la muchedumbre que ayuda a Wallace en el ataque no luchaba exactamente contra esas personas en concreto. Entonces, ¿contra quién? Esta es precisamente una de las preguntas fundamentales en política.

Es más, la primera batalla política es la forma en la que se constituyen los grupos contendientes en base a una serie de demandas que el régimen político actual no puede, no sabe o no quiere satisfacer. Lo que en la película comienza como una vendetta personal, en dos minutos se convierte en una revuelta social. ¿Por qué? Porque ya se había celebrado una ‘batalla’ previa que puede determinar de antemano el resultado del encuentro entre dos ejércitos. Cuando Wallace arremete, espada en mano, sediento de sangre, sus vecinos no ven a un hombre matando a otro, ven a uno de los nuestros atacando a uno de los otros.

La venganza de Wallace se convierte en algo más que venganza desde el momento en que la gente de su comunidad interpreta esos actos en base a un marco concreto e históricamente fortísimo: la identidad nacional. Cuando Wallace ataca, el nosotros latente, invisible hasta ese momento, se hace patente, cambiando de inmediato la balanza de fuerzas; de ver individuos aislados enfrentados a un noble cruel pero intocable, pasan a ver escoceses contra ingleses. Un campesino no puede atravesar a la guardia pretoriana para matar al noble, pero todos juntos pueden perfectamente. Y lo único que necesitaban para actuar unidos era esa idea de que hay un nosotros, los escoceses, que no tienen por qué obedecer a los otros, los ingleses.

Por supuesto, existen otras formas de identidad grupal que se entrecruzan en nuestra vida diaria, pero el nosotros que conforma una identidad nacional ha tenido una importancia determinante desde la Revolución Francesa. Somos herederos directos de los y las Wallace reales. Desde 1789, no se puede explicar el mundo sin los conceptos de nación y de identidad nacional. Para entender y poder actuar correctamente en países como España resultan imprescindibles, pero, ¿qué son exactamente? Quizá Sergio Ramos, Iniesta o Piqué nos lo expliquen mejor que Mel Gibson.

Cuando la Selección Española juega una final, ocurre algo políticamente muy interesante. Un conglomerado de gente de distintos lugares -incluso alguno nacido fuera de España- cuyas vidas, formas de pensar y problemas nada tienen que ver con los de la mayoría, son sin embargo capaces de suscitar el apoyo y la simpatía de millones de españoles. Algo ocurre, algo flota en el aire antes de que juegue la selección. Ese “algo” es un marco de interpretación, una serie de ideas que nos dan la pauta de análisis para entender un hecho. Y ese marco no es otra cosa que la identidad nacional, la continua reproducción y reinterpretación de valores, símbolos, recuerdos, mitos y tradiciones, y la identificación de los individuos con ese patrón y el resto de elementos culturales que le son propios. En llano: la identidad nacional es la creación de un nosotros. La selección hace visible el sentimiento de pertenencia a España, un marco por el que interpretamos determinados hechos. ¿Cómo hemos llegado a eso?

Cada uno tenemos distintas identidades, muchas opcionales, y podemos saltar de una a otra en función de dónde nos encontremos (uno puede ser profesor de 8 a 17 y luego ser madridista para acabar como padre de familia). Esto ocurre a nivel individual, pero hay colectividades que crean su propia identidad colectiva. No es el resultado de un mero agregado de individuos porque la propia formación del individuo dependerá de ella. Esta identidad colectiva empieza siendo un rasgo cultural y reclama una expresión pública, por lo que hace surgir un simbolismo político propio (banderas, nombres de calles, héroes y mitos que asume como propios, himnos, fiestas, instituciones…). Es decir, llegado un punto se politiza. Esa identidad colectiva, esa cultura compartida, pasa a ser el molde y la medida de lo político. En ese momento podemos empezar a hablar de una identidad nacional ya constituida.

 La identidad nacional apela directamente a la idea de nación, es decir, a ese conglomerado de actitudes, percepciones, sentimientos… que se ven respaldados por una serie de elementos culturales y políticos compartidos (lengua, costumbres, territorio…). Benedict Anderson decía que la nación es “una comunidad imaginada” (1983). Ojo, imaginada no quiere decir imaginaria, cuando hablamos de nación hablamos de algo muy distinto a los unicornios. Lo que quiere remarcar este concepto es que la nación no es algo que podamos deducir a partir de una serie de elementos objetivos, como pueden ser el idioma, la religión o unas instituciones compartidas. El concepto de “comunidad imaginada” pone el acento en el hecho de que toda nación es una construcción social, es decir, una comunidad que depende del grado de adhesión de las personas, de en qué medida un individuo se siente o no parte de ese grupo. Si España sigue existiendo como nación es porque, de una forma u otra, la gente celebra un plebiscito diario en el que decide continuar adelante con esa idea, con ese grupo.

La lengua, la imaginación geográfica, la religión, las tradiciones, la etnia, la biología… no son nada sin esa voluntad de formar parte del grupo. La identidad nacional está sujeta a procesos de cambio constantes, y no hay esencias ni cantidades fijas de rasgos que sobrevivan en el tiempo; toda nación tiene un origen y tendrá un final. No hay elemento objetivo que sirva para construir una identidad nacional sin el elemento subjetivo. No hay nación sin voluntad política, sin sentimiento de pertenencia.

En España nos encontramos en un momento difícil. Es un hecho innegable que existen diferentes sensibilidades, diferentes identidades nacionales que conviven bajo un mismo aparato institucional. Sin embargo, no todo son abrazos. Gerard Piqué lo sabe muy bien: catalán y español, partidario del referéndum por la independencia, jugador de la selección española. Nunca se ha silbado y pitado tanto a un jugador de la selección cuando jugaba en España. ¿Por qué? ¿Acaso no eran esos jugadores capaces de hacernos sentir parte de un grupo independientemente de lo que pensasen, cobrasen o hiciesen? Hasta cierto punto sí, pero el límite está precisamente en el marco que nos une alrededor de ese equipo de fútbol, es decir, la identidad nacional que Piqué pone en duda. No puede haber convivencia cuando una identidad no reconoce a la otra, ni cuando una rechaza categóricamente a la otra. Díganselo a Wallace o explíquenselo a Piqué, a Pelayo y a Rajoy.

¿Qué podemos hacer? Mucho. Ahora mismo sólo hay un partido político que habla tanto a catalanes como a españoles, a todos y a todas, en condiciones de igualdad, y con la voluntad de reconciliar las posturas en vez de negar una de ellas. Sólo un partido ha puesto sobre la mesa la posibilidad de realizar un referéndum vinculante para que los catalanes decidan sobre la relación jurídica que quieren mantener con el resto de España. Sólo un partido ha tenido la visión y el valor suficientes para practicar la democracia como solución política a un conflicto que amenaza con agravarse cada día. Para mantener la unidad de España es necesario reinventar España, convertirla en una nación de naciones donde quepan distintas identidades. Toda nación tiene el derecho de autogobernarse, de ser autónoma en la medida de lo posible, de buscar y fomentar la unidad en un territorio determinado, de construir una identidad nacional, un nosotros. Nadie tiene derecho a impedir esto, pero sí tenemos todo el derecho del mundo a tratar de convencer a los catalanes de que juntos estamos mejor, de que una España que incluya a Cataluña es más fuerte que cada cual por separado. Y no hay mejor forma de reconocer y respetar la identidad catalana (y la española) que ofrecer, reconociendo su estatus como actor político legítimo, que elijan ser catalanes dentro de otra España.


Podemos, luego debemos. 


(Fuente: El Cartero del Pueblo)

martes, 20 de octubre de 2015

El verdugo acusador

Cuando la "tolerancia" se convierte en el arma del fundamentalista. Observen estas frases pronunciadas en defensa de la obligatoreidad de la asignatura de religión católica apostólica romana en la escuela pública y privada:


"Creo que el hecho religioso es fundamental para la persona, así que no quiero que quiten la asignatura".

“No quiero obligar a nadie a estudiar religión, pero que no me la quiten".


Hay tantas cosas mal en cada una de ellas que no tengo más remedio que hacer un listado:

- La creencia personal como fundamento de la ley. Cuando hablamos de religión, hablamos de fe, es decir, de algo distinto a la certeza absoluta, al conocimiento. Cuando hablamos de fe, hablamos de doxa, esto es, pura opinión no fundamentada en elementos racionales, sino en elementos irracionales o cuanto menos irreflexivos. La opinión, al contrario que el conocimiento, siempre tiene que dar un salto de fe, si uno trata de trazar una línea argumental desde la conclusión que uno recibe como verdad absoluta, hasta los elementos que fundamentan esa conclusión, descubrirá que la línea es discontinua, está llena de agujeritos. Agujeritos que uno solo puede ver cuando se libera de prejuicios tales como sus propias creencias no fundamentadas, pero que un creyente no verá porque sistemáticamente los rellena de fe, de creencia. Sabiendo esto, ¿qué le hace pensar a una persona que su forma de rellenar esos agujeros con un cóctel de prejuicios, miedos, ilusiones y traumas le da derecho no sólo a proclamar que tiene toda la razón, sino a tratar de imponer esa forma de (no) entender el mundo a los y las jóvenes? La creencia de una persona no da derecho a nada, pero los católicos no acaban de entender esto. Miento, sí lo entienden, pero sólo cuando miran desde la distancia a otras religiones: la inmensa mayoría de estos creyentes señalan con el dedo los países donde se utiliza burka, por ejemplo, y dicen que “ser musulmán no te da derecho a decidir sobre la forma de vestir de las mujeres”. La fe no te otorga derechos de la misma forma que no te otorga superpoderes. Pero lo que debe quedar todavía más claro es que por muy convencido que estés de tu creencia concreta, en una democracia no puedes andar arrastrando tu templo para encasquetárselo a los demás, es decir, si democracia significa “gobierno del pueblo” es porque el pueblo es el que debe gobernarse mediante la razón, no someterse a las creencias de nadie, por mucho que un día aparezcan muchos creyentes. O eso, o nos cargamos tanto la idea de democracia como las ideas de la Ilustración: bienvenidos sean los Hitler que nos imponen sus creencias mediante leyes.

- Los intereses personales como fundamento de la ley. Cuando uno cree que su creencia es fundamental para el correcto desarrollo de la vida, ¿qué nos está diciendo realmente? Algo así: “mi vida es superior a la tuya, salvo que recorras el camino de mi propia vida”. Evidentemente, hay formas mucho más bonitas de plantearlo, como “creo que el hecho religioso [concretamente el mío] es fundamental para la persona [porque lo que ha sido fundamental para mí, lo que me ha otorgado identidad de grupo y una forma de entender y vivir el mundo concretas, ¿acaso no es fundamental para todos?]”. Al final, tu fe resulta que no es solo una creencia irracional, es también el nexo que te une a una comunidad imaginada, la comunidad de creyentes, y que te permite trazar líneas de fraternidad, sentimiento de pertenencia, con otros grupos, otros “nosotros”, para sentirte más grande, más fuerte, menos equivocado, con menos dudas. La religión también es, por tanto, una cuestión identitaria... y una forma de construir mayorías políticas. Resulta de lo más útil: la fe en sí misma es como un pastor que guía y presuntamente cuida del rebaño. Es decir, que todo católico tiene un interés personal en seguir ampliando esa comunidad, esa forma de construir un nosotros que siempre va unida a otras cosas: cuanto más creyente (en España), más probabilidades de negar el aborto, votar al PP, ver canales de extrema derecha, defender la asignatura de religión… Y de la misma manera que ocurre con la creencia, en una democracia no hay manera de justificar una ley mediante el interés personal. Igual que uno no debe arrastrar su trono para que los demás lo rellenen por imperativo legal, uno no debe arrastrar sus gónadas y su cartera para que los demás las satisfagan y la rellenen. Porque si este fuese el caso, si la política simplemente consistiese en enfrentar nuestros intereses a ver quién gana y se los impone a los demás, ¿acaso no hablaríamos, en el mejor de los casos, de tiranía de la mayoría, sabiendo además que esa mayoría no es otra cosa que una minoría capaz de convencer a los demás de que sus intereses son los intereses de todos? ¿Eso es gobierno del pueblo?

- Democracia como sistema de competencia de intereses y valores en la que puedo ganar e imponer los míos. En el trasfondo de este discurso hay, por tanto, un terrible concepto de la democracia. Hasta el más fundamentalista de los cristianos tiene muy claro que no quiere que venga otro (un “otro” fuera de lo que considera “nosotros”) a decirle qué religión tienen que estudiar sus hijos en el cole o en el instituto. Pero no opinan lo mismo cuando se trata de su religión, de su creencia, la cual, como todos los demás creyentes, consideran que es la verdadera y necesaria. Es decir, que bajo ese concepto pernicioso de democracia según la cual no existe el bien común, ni la voluntad general, ni el ágora para discutir racionalmente, sino solo el choque de trenes de los intereses contrapuestos y el necesario sofisma para persuadir de que son los intereses de todos, hay, además, una concepción moral brutal: la lógica del asesino. Hasta el más tonto de los asesinos tiene una cosa clara: sólo él debe comportarse como asesino, de lo contrario en vez de ser verdugo se puede convertir en víctima, y nadie quiere eso. Para justificar esa posición de “privilegio” respecto al resto de la humanidad, todo asesino elabora una batería de argumentos que le convierten en el elegido, el único capaz, el más listo y por tanto con derecho a… ¿Acaso no hacen exactamente lo mismo los católicos cuando pretenden que su creencia es superior a las demás y que por tanto debe gozar de una posición diferente, no están utilizando la misma lógica? Comprobemos: “las raíces, la tradición, el número de católicos que dice la Iglesia que hay, los acuerdos con la Santa Sede…”, toda una batería de argumentaciones para justificar que su creencia está por encima, incluso, de la democracia.

- La intolerancia que acusa de intolerancia. Conquistado el privilegio, todo privilegiado construye un relato de agravios cuando se le somete al Derecho. Si por distintas circunstancias históricas (entre las que cabe destacar cosillas como los procesos inquisitoriales, las dictaduras y monarquías absolutas y absolutamente cristianas, las Santas Cruzadas de Liberación Nacional...), una religión impera sobre otras en un país en un momento dado,  eso no significa que, cuando se consigue instaurar cierto Estado de Derecho, poner a la religión en su sitio (el ámbito de lo privado) sea atacar la religión católica ni la religión en general. Es aquella persona o institución que ha adquirido tal posición de privilegio que es capaz de convertir, durante unas horas a la semana, una escuela pública en su templo particular, la que está practicando la intolerancia, y no quien trata de devolver la religión a los templos, ni quien pretende que la Iglesia pague impuestos como todo el mundo. En este caso, son los intolerantes los que acusan de intolerancia para proteger su privilegio, que no su derecho. En otras palabras: en vez de usar las piedras de antaño, los intolerantes utilizan hoy las leyes para lapidar nuestra libertad de conciencia. Y pobre de aquel que levante la voz ante los tocados por la gracia divina, el panorama que se encontrará será el del mundo al revés: el intolerante llamándole intolerante, el extremista llamándole extremista, el fundamentalista llamándole radical…

lunes, 11 de mayo de 2015

Salir de la caverna: Platón ha vuelto (parte II)

Platón se lanza hacia lo desconocido. Ante sí un pasillo, sumido en la oscuridad. A ciegas lo recorre, sube unos escalones y alcanza una nueva puerta. Palpando, encuentra el picaporte y la abre.

- ¡Ay! ¡Amaranta! ¿Qué me sucede? No veo nada, pero es un no ver distinto al de ahí abajo, este es blanco y duele.

- Es la luz, Platón. La primera vez que nos enfrentamos a ella nos ciega, pero ten paciencia, poco a poco te acostumbrarás. Deja que te guíe hasta la sombra de este árbol, te sentirás mejor.

- Llévame… Da vértigo andar por terreno desconocido sin ver nada, incluso siendo guiado por alguien de confianza… ¡Mucho mejor! Aquí duele menos y empiezo a distinguir formas. Esto que hay bajo mis pies, ¿es un árbol?

- Casi, Platón. Ciertamente te parecerá un árbol, pues hasta ahora para ti la realidad no eran más que sombras. Pero me temo que no lo es, tan solo es la sombra de un árbol. Cuando te recuperes un poco más, prueba a mirar hacia allí.

Amaranta orienta a Platón hacia un lago. Poco a poco, Platón comienza a ver y reconocer los reflejos del agua y, finalmente, sus ojos se han acostumbrado lo suficiente como para atreverse a mirar por encima del nivel del suelo.

- No tengo palabras, Amaranta, para describir la belleza de lo que contemplo.

- Lo sé, Platón, yo tampoco las tuve, ni las tengo ahora. Es extraño lo que nos ocurre cuando contemplamos lo sublime, lo Bello. Es como si trascendiéramos el limitado campo de los “me gusta” y nos sumergiéramos en un océano inexplorado. Quiero decir que al contemplar este paisaje una no puede limitarse a decir que le agrada o que le apasiona. Sea cual sea el grado de emoción que nos despierte, todas y cada una de las personas que han subido hasta aquí han coincidido en algo: que sentirían exactamente lo mismo si fuesen otra persona. Que sería de esperar que cualquiera, independientemente de que sea alta o baja, hombre o mujer, rica o pobre, negra o blanca… sentiría algo similar, si no equivalente.

- ¿Y eso qué significa, Amaranta? ¿Qué estamos ante un paisaje único?

- Ciertamente, pero ya veremos por qué es único. Lo importante ahora, Platón, es comprender que ante la contemplación de lo Bello nos sentimos sintiendo lo mismo que todos los demás. La Belleza nos coloca a todos y a todas en un lugar común, un lugar que es de todas las personas y de nadie a la vez. Nos hace sentirnos como hermanos y hermanas.

- Hablas de fraternidad.

- En efecto.

- Y dime Amaranta, ahí abajo, en la sala, pude comprobar que aquello que nos permitía ver las sombras que agotaban nuestro mundo eran unos focos. Aquí no veo foco alguno, y sin embargo hay sombras, ¿se debe a esa bola amarillenta que quema los ojos cuando se la mira?

- Aciertas de nuevo, Platón. Eso es el sol y es lo que hace de este paisaje algo único.

- ¿Se trata de un foco gigante?

- No, de ninguna manera. Esa esfera que proyecta la luz necesaria para que veamos las cosas está compuesta de algo muy distinto. Es, de hecho, la perfecta combinación entre Verdad y Justicia, a la que llamaremos Bien.

- ¿”Verdad, Justicia, Bien”, con mayúsculas? Me temo que vuelvo a perderme, Amaranta.

- Es fácil perderse, pero encontrémonos, que este lugar puede pesar demasiado si se recorre en solitario. ¿Cómo es posible que tú veas, Platón? Ya sé que tienes ojos y funcionan. Sin embargo, esas son condiciones imprescindibles, pero no suficientes.

- Cierto, porque durante la noche, cuando no hay ninguna luz, uno no ve nada, como cuando apagaban la pantalla de las sombras. Entonces todos los gatos son pardos. Luego, para ver, resulta imprescindible la luz.

- Eso es, querido amigo. Sin embargo, ¿los ojos y la luz son suficientes para, por ejemplo, intercambiar con acierto dos ovejas por dos cabras?

- No, ya dijimos que el “saber” que proporcionan los ojos es cualquier cosa menos fiable. Gracias a los ojos podemos apartarnos de un camión que nos va a atropellar, pero estaremos lejísimos de entender qué es un camión. Es más, si no entendemos qué es un camión, aunque lo veamos venir, igual ni nos apartamos, como les sucede a los niños pequeños o a los gatos.

- Muy bien. Pero cuando hablamos de comprender lo que es un camión, ¿de qué estamos hablando si no es de la información que aportan los ojos y los oídos?

- Un camión es mucho más que esos datos confusos y cambiantes, Amaranta. De eso se trata, ¿no? Pongamos un ejemplo más sencillo: un caballo. Un caballo no es lo que vemos, oímos y sentimos al acercarnos a un caballo concreto. Sabemos que es un caballo aquello a lo que nos estamos acercando porque hay algo previo, un conocimiento de lo que es un caballo independientemente de las particularidades del caso concreto que tenemos delante. Vale, lo que intentas decirme, Amaranta, es que el sol es el equivalente, en el pensamiento, de lo que es la luz a la vista.

- Brillante, Platón. La Verdad es siempre algo más complejo que lo que vemos. La Verdad, de hecho, no se puede captar por los sentidos. Imagina que estás en un estadio y ves cómo un trozo esférico de cuero pasa entre tres palos y una raya pintada en el suelo. Si eres un marciano, para ti eso no significará nada, pero si eres un humano que ha sido bombardeado por la cultura de masas, entenderás que eso ha sido un gol y la importancia que tiene para el resultado final. Por tanto, la verdad del gol no está en su realidad visible. Volviendo a lo que nos acontece, lo que ilumina este sol no sólo es la cosa en sí, de tal manera que podamos contemplarla; ilumina también, para que podamos “verla” en su totalidad, aquello que estructura la realidad, aquello que hace que las cosas sean lo que son.

- Entiendo. Es lo que creía: la luz de los focos es a lo visible lo que la luz del sol a lo pensable. Dicho de otra forma, con los ojos apenas vemos una pequeña porción de lo real y, si no están preparados por el intelecto, no harán más que engañarnos; para contemplar la Verdad, para conocer, no nos basta con los sentidos, necesitamos a la razón. Pero no una razón ciega, sino una que se deje iluminar por la verdad, una que busque la verdad. Incluso podríamos ir más allá y decir que un auténtico comportamiento racional es tan solo aquel que parte de esta premisa, que solo sometiéndose a las exigencias de la verdad uno actúa de modo racional.

- Y ahí entramos en la otra parte de nuestro compuesto al que hemos llamado Bien: la Justicia. Dime, Platón, qué opinas del lema de unos conocidos revolucionarios, que rezaba así: “la verdad os hará libres”.

- Sin tiempo para pensarlo demasiado, diría que es cierta. Hoy, pese a que no sé nada, me siento mucho más libre que ayer, puesto que he aprendido que la verdad es algo más que la apariencia, que hay que buscarla con otros ojos. Es más, ayer ni sabía que estaba encadenado a mis pasiones y costumbres, sin embargo ahora puedo retozar por este hermoso campo.

- ¿Y tú dirías que eres parte de la norma o de la excepción, querido Platón?

- Sin duda tendría que reconocer que de la excepción: allí abajo están ocupadas casi todas las butacas y aquí arriba solo te veo a ti. Pero yo no me considero ni más listo ni más apto que los demás para aprender, ¿por qué soy una excepción?

- Precisamente porque hace falta algo más que la verdad para hablar de emancipación, de libertad. Verás, una vez me encontré aquí con otro hombre, Aristófanes se llamaba. Encantada por la posibilidad de compañía, me acerqué a él. Hablamos largo rato y cuando tuvo la suficiente confianza de que yo no haría lo mismo, confesó sus planes: “la Verdad es maravillosa, es hermosa, pero sobre todo es rentable”. Este hombre sube una y otra vez aquí, no para aprender, no para comprender, no para compartir y ayudar, sino para explotar lo que contempla, para obtener beneficio de ello.

- ¿Cómo?

- Muy sencillo: convirtiendo lo que aquí aprende en figuras y sombras, en focos más potentes, en una pantalla más grande, en mejores grilletes.

- ¡Eso es indignante! Deberíamos volver abajo no para convertir lo que nos muestra el Bien en un instrumento para granjearse privilegios, sino para ayudar a las demás personas a subir aquí.

- ¿Ves, Platón, cómo hace falta algo más que la Verdad para liberarnos?

- Tenías razón, Amaranta. Es necesaria, además, una correcta idea de justicia. Si la razón teórica, la que nos permite comprender, debe estar siempre iluminada y orientada por la verdad, la razón práctica, la que nos permite obrar de una forma u otra, debe estar iluminada y orientada por la idea de Justicia.

- Así es. Suprimimos la Verdad si decidimos ignorarla a ella y sus exigencias, o si nos limitamos a aprovecharnos de lo que muestra para lucrarnos a expensas de los demás. Que el pensamiento sea útil y benéfico depende de su orientación. La brújula que nos impide perdernos es la idea de Justicia. De modo que tenemos una aparente paradoja: cuanto más claro ve la gente que no entiende (porque no puede o no quiere) lo que es justo, más perversa es. El pensamiento es una potencia que, a falta de orientación, sirve a tanto a buenos como a malos fines. Aristófanes ha subido hasta aquí, pero si pudiésemos ver a través de sus ojos cuando contempla este paisaje, comprobaríamos que para él todo está cubierto por un manto de niebla que le hace confundir la verdad con la oportunidad de negocio. Él no ve bien, ni le interesa, ve lo que quiere ver. Es otro esclavo más de sus particularidades: cree que será más libre en la medida que consiga más dinero, no se da cuenta de que quiere más dinero porque no es libre, porque está atrapado por él.

- ¿Y qué hay del resto de personas? Porque igual Aristófanes es la excepción y nosotros la norma, solo que aún no hemos podido comprobarlo.

- Respóndeme, Platón, ¿estás mejor aquí que atado a tu butaca?

- Por supuesto.

- ¿Y por qué crees que los demás van a ser distintos? Y si son iguales que tú, ¿por qué motivo no están todos y todas ya aquí, disfrutando del Bien y la Belleza? ¿Olvidas que esas personas han sido educadas precisamente para lo contrario, para desear, en el mejor de los casos, una mejor butaca, sombras de alta definición y un espectacular sonido digital?

- Es cierto, pero si bien es admisible que han sido condicionadas, de ninguna manera podríamos explicar nuestra presencia aquí si asumimos que esas personas han sido definitivamente determinadas. No, es un hecho que se puede salir de allí abajo, de esa caverna. La clave es, por tanto, cómo se hace. A mi modo de ver, se nos presentan dos posibilidades: por la fuerza o convenciendo. Lo primero es imposible, porque no tenemos con qué romper las cadenas y además está la seguridad de la sala, que va fuertemente armada y están muy bien organizada. Es mediante la persuasión, pues, que hay que sacarlos de allí.

- Resultas enternecedor, Platón, pero así solo conseguirás que te maten.

- ¿Que me maten?

- ¿Recuerdas a aquel anciano que creíste haber escuchado alguna vez? Se llamaba Sócrates y fue el que me enseñó a mí, el que me ayudó a liberarme de mis cadenas. Convencido de que debía persuadir a cuantos pudiera para que le acompañasen en su misión de ampliar el conocimiento y desbancar del poder a la opinión, ensayó mil formas distintas de debates, discusiones, exposiciones… Al final, se dio cuenta de que lo más efectivo para romper el ritmo y las rimas de los poetas, de quienes no paraban de hablar de nada haciéndose pasar por sabios de todo, eran las preguntas. El adormecedor hechizo de las palabras que otros ponen en nosotros queda fulminado ante las buenas preguntas: de repente, el que parecía ducho en una materia se demuestra un ignorante. Hasta tal punto entendió Sócrates que ese era el camino, que incluso se paseaba entre la muchedumbre preguntando qué era un zapato, trataba tozudamente de rescatar a la gente de la opinión que todo lo disuelve y mezcla, tratando de sustituir dogmas por conocimientos y voluntad de verdad. El resultado me estrangula el corazón: la propia gente, en asamblea, decidió matar a Sócrates para poder seguir viendo la pantalla con tranquilidad. No es simplemente una cuestión de persuasión y por tanto de voluntad, es también una cuestión de educación. Y resulta mucho más difícil y peligroso tratar de educar a quien cree que sabe que a quien tiene claro que no sabe. Ahí abajo, Platón, apenas encontrarás amigos, pero sí muchos enemigos. Las creencias y las opiniones, desligadas del saber, son todas miserables y, las mejores, son irremediablemente ciegas. Y además son osadas: no hay como la seguridad que da la ignorancia. Recuerda, ignorante no es quien hace preguntas porque todavía no sabe, sino quien no las hace porque cree que sabe. Es mucho más cómodo dejarse llevar por la corriente que nadar contra ella, y allí abajo la corriente es claramente adversa, es el reino de las sombras. Ay de aquel que trate de decirle al súbdito de la apariencia que abandone la tranquilidad de la ignorancia y se aventure, como ser libre, en el terrorífico mundo de lo desconocido. Como el conejo que creció en una jaula durante toda su vida, la multitud tiembla ante la ausencia de barrotes.

- Pero bueno Amaranta, todo esto que me acabas de decir sobre la gente de las butacas y Sócrates, ¿acaso no nos convierte en locos? Quiero decir, ¿qué derecho tenemos a proponer a esa gente un cambio de vida? ¿Acaso no es justo lo que democráticamente decidan que es justo, como matar a Sócrates por andar molestando a la gente?

- Si así fuese, Platón, no podríamos hablar de nada en general. Si lo que es justo, lo que es verdad, lo que es bello o lo que es bueno dependiera de lo que opina la gente, ¿no sería lo mismo que decir que lo bueno, lo justo, lo bello y lo verdadero equivalen a la opinión del que más habla, del que con más soltura lo hace o de quien controla los medios de comunicación? No habría conocimiento entonces, solo opiniones más o menos compartidas, mentiras consensuadas, experiencia práctica y, alguna que otra vez, acierto por obra del azar. No, aquí no se trata de defender un concepto de justicia que nos venga bien porque somos los mandatarios, o que nos reporte beneficios porque somos empresarios ambiciosos, sino una idea de justicia que valga tanto ahora como dentro de cien años. Que le valga a un gallego tanto como a un espartano. La razón nos habla a nosotras de la misma manera que hablará a las personas en el futuro y de la misma manera que hablaba a las del pasado. Nadie tiene derecho a decir que si hubiese nacido dos siglos después no hubiese sido racista, o machista. Respecto al racismo y al machismo, la razón siempre ha dicho lo mismo. Si vemos el mundo con los ojos de la razón, a la luz de la verdad y la justicia, y no con nuestros ojos particulares atravesados de nuestros dogmas y prejuicios, machismo y racismo resultan intolerables. Ayer, hoy y mañana.

- Y sin embargo, mucha gente sigue siendo racista y machista.

- Sin duda, Platón, pero ya no como antes. Antaño uno podía defender públicamente que era racista y machista, pero hoy, gracias al progreso forzado por movimientos antirracistas y feministas, sólo pueden hacerlo contra la razón, a contrapelo. Cuando la razón, la verdad y la justicia se pronuncian y germinan en la historia, esta difícilmente puede mirar para otro lado. Eso no significa que no se pueda restablecer la esclavitud o distintos modelos patriarcales, pero el hecho de que la mayoría sea machista, o de que vuelva a instaurarse la esclavitud con otro nombre, no impugna la idea de que no se puede tolerar, no impugna lo que nos dicta la razón. Hay cosas que son reales pero que son imposibles moralmente, inadmisibles. También cosas no reales (por ahora) que sin embargo son necesarias en términos morales. Y como somos seres libres, es decir, algo más que un mero efecto de nuestro ser hombres o mujeres, altos o bajos, empresarios o trabajadores…, podemos decir que no hay derecho a que las cosas sean como son. Independientemente de que, hasta donde conocemos, siempre hayan sido así.

- Fascinante. Pero no creo que a todo el mundo le guste lo que acabas de señalar. Especialmente a los defensores del relativismo. Ya puedo imaginarlos vituperándote a ti y a cualquiera que comulgue con tus ideas. Cuando vuelva allí abajo, lo más probable es que me encuentre solo. Porque si lo que dices es cierto, Amaranta, nadie puede cambiar con simples lecciones de moral un carácter fijado de antemano por las opiniones dominantes, por ese rumor constante y cotidiano de infinito eco que, pese a aparentar conflictividad, resulta ser del todo consensual. Si lo que estamos haciendo aquí es “filosofía”, amar el saber, lo que se practica en la caverna sin duda es filodoxia, amor por la opinión. Su lema, “soy libre de opinar cualquier cosa”, es el enemigo de la filosofía. Ese “cualquier cosa” destroza la naturaleza filosófica, es un puente que nos permite evitar el procedimiento racional y nos habilita, a su vez, para ser todo lo incoherentes que nos dé la gana, para huir siempre hacia delante sin pararnos a respetar ningún principio de valor universal. Ahí abajo no se puede ni defender que dos más dos suman cuatro sin que alguien te interrumpa diciendo que no está de acuerdo, que su opinión difiere y que exige una votación para definir qué es cierto y qué no. La verdad íntima les importa un rábano, no son más que sofistas y sicofantes.

- Cuidado Platón, porque si bien llevas razón, no debes olvidar nunca que esa gente de ahí abajo es tu gente, y que son iguales a ti. Por el motivo que sea tú estabas más predispuesto a aprender y a cambiar que la mayoría, pero eso no quita que ellos y ellas se merezcan a alguien que les muestre la puerta.

- Y tanto que lo merecen, que estén ahí abajo atados me indigna, pero no me hace considerarlos enemigos. Antes al contrario: en la guerra de la luz de la razón contra la oscuridad de la opinión, la gente es potencialmente tanto aliada como enemiga. Dicho de otra forma: las cualidades que hacen al filósofo, que habitan en todas las personas, se tornan en su contrario desde el momento en que son cautivas de un medio podrido. Nuestro problema, el de toda la humanidad, no es con esa gente, sino con una estructura social y de pensamiento que permite que la opinión haga las veces de verdad. Esa es la batalla fundamental.

- En efecto, Platón. Y es la primera y más esencial de las batallas políticas: la lucha por el significado. Primera y esencial porque aquello que estructura nuestro mundo, la semilla del conocimiento, de las leyes y las instituciones, son los conceptos. Dependiendo de lo que entendamos por verdad, por justicia, por ser humano, democracia, derecho, ley… diseñaremos un sistema u otro, votaremos a unos u a otros, nos posicionaremos en un bando o en el otro. ¿Qué creías, Platón? La filosofía es desinteresada, su única meta es el saber, la verdad por la verdad. Pero hasta la verdad necesita de alguien que la materialice, ella sola no se explica, no se habla, no se da a conocer ni se hace respetar. Por otra parte, la Verdad no suele ser neutral… Sabiendo lo que ahora sabemos, Platón, ¿te parece correcto o virtuoso que gobierne un líder de opinión, es decir, aquel que ha convencido a la mayoría de que es el adecuado?

- De ninguna manera, pero que sepa a quién no quiero como gobernante, no significa que tenga claro quién debe gobernar. ¿Todos y todas, quizá?

- No vas desencaminado. Imagina, Platón, que el Estado es un gran navío. En él encontramos carpinteros, marineros, cocineros, costureros… y un timonel. Imagina ahora que ese timonel alberga, gracias a su experiencia previa, algún débil conocimiento acerca de vientos, de mareas, de caladeros y de estrellas. Más mal que bien, es capaz de llevar la nave a puerto, de la misma manera que quien no sabe es capaz de acertar por casualidad. Pero, lamentablemente, está quedándose cada vez más ciego: cree que ya sabe todo lo que tiene que saber y confunde su opinión, basada en una mezcla de prejuicios y experiencias, con la verdad. Vista su incompetencia, marineros, cocineros, carpinteros y demás tripulantes comienzan a pelear entre sí para deponer al timonel y ocupar su lugar. La opinión general es que no es necesario poseer más conocimientos que los que ya se tienen para dirigir el barco. Es más, todos acordaron que aquel marinero que gritaba y vociferaba más y más alto era el mejor candidato a timonel. Pensaban que tener el consentimiento o el apoyo de la mayoría era más que suficiente, inútil tener ideas y peligroso, motivo de desconfianza, tener conocimientos. Así que una camarilla de marineros, la más resuelta, definitivamente consigue expulsar al anterior timonel y poner a su amigo en su lugar. El resultado no puede ser otro que el esperado, salvo que la fortuna interceda, pero ningún gobernante sensato ha de depender de la fortuna que no nace de sus propias virtudes e instituciones: el barco encalla y se pierde la mercancía y la vida de muchos de los marineros. Ahora imagina que, en medio de todo este caos, aparece un auténtico amante de los saberes, un filósofo, un aspirante a capitán que cuenta con un buen conocimiento teórico y cierta experiencia en la navegación, que sabe de corrientes, vientos y mapas de las estrellas. ¿Cómo crees, Platón, que va a tratarle la camarilla de marineros que se ha hecho con el timón, así como todos sus partidarios y aquellos que se dejan llevar por la aparente mayoría? ¿Acaso no tacharán a nuestro filósofo de dogmático, de populista, de arcaico e incluso de totalitario? ¿Acaso no acabarán eliminándolo, al menos de la vida política?

- Ciertamente lo intentarán, Amaranta. Pero tiene algo de sentido: ¿qué pinta un filósofo dirigiendo una nave?

- Puesto que la nave representa en este relato al Estado, la pregunta más bien debería ser al revés: ¿qué pintan en su gobierno los que no son filósofos? Cuidado: filósofo o filósofa es aquella persona que trata de ofrecer explicaciones racionales, coherentes y ordenadas sobre el mundo y aquello que lo estructura. Y esta pretensión, además, ha de estar guiada siempre por el Bien, esto es, la combinación entre Verdad y Justicia. Dime, Platón, ¿puede haber persona más capacitada para saber qué está bien y qué mal, qué es correcto y qué incorrecto, qué es justo y qué injusto, y para obrar en consecuencia, que un filósofo o una filósofa, según esta definición que hemos dado?

- No, desde luego. Si filósofo o filósofa es quien piensa y obra así, sin duda deberían ser quienes llevasen el timón.

- En efecto. Y ahora respóndeme a esto: si el filósofo debe gobernar porque es quien tiene por guía la verdad y la justicia, porque es el más capacitado para obrar acorde a estas Ideas, ¿al final, quién gobernaría?

- La Justicia, la Verdad, el Bien.

- En efecto, Platón. Sería el gobierno de todos y de nadie, el gobierno de cualquiera, el gobierno de la razón. El único marco en el que ese experimento llamado democracia podría funcionar: vaciaría de tronos y de templos la plaza pública para que fuese la propia ciudadanía la que ocupase ese espacio y así deliberar, en condiciones de igualdad, sobre cómo proceder, qué leyes elaborar, qué instituciones levantar… Para formar lo que algunos llaman la “voluntad general”, esto es, la voluntad que surge del cuerpo social cuando este se reúne en condiciones de igualdad para, mediante la razón, decidir los pasos a seguir.

- Es decir, Amaranta, que la idea final es simplemente poner el mundo a la altura de tres conceptos, tres Ideas: Verdad, Justicia y Belleza. O como les gusta decir a los modernos: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pues para ese proyecto, cuenta conmigo.


- Bienvenido a la revolución, Platón.



Fuente: http://perseomadrid.blogspot.com.es/


Salir de la caverna: Platón ha vuelto (parte I)

Imagina una sala de cine gigantesca donde cabe toda la humanidad. Imagina que la pantalla es titánica y cubre toda la pared del fondo, desde el suelo hasta más allá de donde alcanza la vista. Detrás de la pantalla, unos potentes focos que proyectan, sobre la misma, las sombras de aquello que se les cruce por delante. Imagina las butacas ocupadas en su práctica totalidad, pobladas por personas, eso que llamamos humanidad. La gente está atada a su butaca con cadenas y no puede moverse, su cabeza atrapada entre dos tablas, una a cada lado, impidiéndole ver el entorno, forzando a mirar la pantalla. De fondo, un constante flujo de ruido, lamentos, insultos, risas, conversaciones… que dan voz a las sombras de la pantalla. Imagina que de repente, entra una persona andando. El ambiente es oscuro, como en toda sala de cine una vez ha empezado la película. Esa persona tropieza con un espectador.

- ¿Qué ha ocurrido?- se sobresalta el espectador.

- Disculpe caballero, me he tropezado porque mis ojos aún no se han acostumbrado a la oscuridad.

- ¿Oscuridad? ¡Pero si se ve perfectamente! Siempre se ha visto bien… Lo único que no veo es a la persona que me habla, ¿quién eres, por qué no puedo verte?

- Me llamo Amaranta y si no me ves, es porque algo impide tu visión. Podría tratar de remediarlo, pero de nada servirá si tú no quieres realmente.

- Quiero verte, Amaranta, me gusta tu voz. Haz lo que sea necesario… ¡Ay! ¿Qué has hecho?

- Perdona, he arrancado las tablas que te impedían girar la cabeza, gírala ahora.

- Hola Amaranta, ahora te veo. Pero veo mucho más. ¿Quién es toda esa gente? ¿Qué es este lugar?

- Son tus vecinos, nunca los habías visto así, de hecho nunca los habías visto en términos estrictos. Son esas personas con las que has compartido infinidad de conversaciones sobre lo que ocurre en la pantalla.

- ¡Ssshhh! Un respeto, por favor- interrumpe otro espectador-. Quiero escuchar lo que pasa.

- Quizá deberíamos irnos a otro lugar para hablar, ¿qué te parece?

- ¿A otro lugar? ¿Es que hay otro lugar que no sea este? Dime, Amaranta, ¿por qué iba a querer moverme, con lo cómodo que estoy?

- Es posible que no quieras, pero para no interesarte preguntas demasiado. Una persona con tantas preguntas en la cabeza no puede quedarse quieta, ¿me equivoco?

- Lo cierto es que me intrigas, siento mucha curiosidad, pero también sé que la curiosidad mató al gato, y que la muerte es una mujer seductora. ¿Qué me garantiza que después de irme contigo pueda volver aquí?

- Nada- responde secamente Amaranta-. Si vienes conmigo, volver, volverás seguro, pero quizá ya no seas el que hoy eres. Si no confías en mí, confía en tus preguntas. Ellas son poderosas aliadas cuando les prestas atención, pero te torturarán vivo si tratas de reprimirlas.

- Está bien, Amaranta. Llévame a ese otro “sitio”. Por cierto, me llamo Platón.

- Eso, marchaos de aquí, dejad de molestar a la gente- espeta otro espectador, impaciente, incómodo con la conversación-.

Amaranta hace ademán de marcharse hacia el fondo de la sala. Platón se levanta, da unos pasos, pero se para bruscamente.

- ¿Qué es esto, Amaranta? Quiero seguirte, pero no puedo, algo me tira de los tobillos y las muñecas.

- Es el primer paso, Platón. Si no te mueves, no sientes las cadenas.

- Cadenas… las tengo bien sujetas, pero nunca me había fijado en ellas. Claro que nunca las había tensado… ¿Qué son? ¿Cómo me libro de ellas?

- Es difícil. Si no las veías ni las notabas es porque estabas cómodo con ellas. No te sorprendas, la comodidad que te brindan esas cadenas se debe a su propia naturaleza: están hechas con todos tus prejuicios, rutinas, pensamientos irreflexivos y tradiciones. De hecho, casi podríamos decir que son la comodidad misma en este lugar. Al menos para los demás, porque para ti, Platón, ya es tarde, ya has visto de qué están hechas, ya has visto que además de proporcionar comodidad, son un severo límite. ¿Cómo romperlas? Sencillo de explicar, pero difícil de realizar: solo tienes que desaprender lo que crees que sabes y conoces. Dicho de otra forma, solo tienes que entender que, en realidad, no sabes nada. Vacía tu mente de cualquier otra cosa, repite conmigo: “solo sé que no sé nada”. Que ese sea tu único principio, al menos por ahora.

- Solo sé que no sé nada… Eso ya lo he oído antes, no hace mucho creí escuchar a un viejo murmurar algo parecido, pero enseguida le mandaron callar otros espectadores, creo que yo mismo le chisté. Solo sé que no sé nada…  es duro interiorizar esto. Todo lo que he discutido con mis vecinos y vecinas, todas las conclusiones a las que hemos llegado sobre lo que ocurre en la pantalla, que es donde ocurren las cosas…

- Si notas que tu voluntad flaquea, piensa en las preguntas, Platón. ¿Acaso puedes explicar por qué estoy aquí, sin cadenas, hablándote de cosas que parecen locuras y de sitios que no has visto, con los parámetros de lo ocurrido y lo discutido en torno a las sombras de la pantalla?

- No, sin duda no puedo explicarlo. Pero es duro, tengo tantos datos, tantas fechas, tantos hechos, tantos nombres en la cabeza… Me sentía orgulloso de recordarlos todos. No había quien me superase en las discusiones, porque para cada tema tenía a mi disposición cientos de frases, modelos a seguir y conclusiones que me había proporcionado la pantalla. Es más, ni siquiera podría hablar contigo si no fuese por esta, aquí aprendí a hablar.

- Sombras, discutías sobre sombras, tratabas de ganar charlas de salón con sombras e ideas preconcebidas que no son tuyas. ¿Nunca te has preguntado si lo que dices es correcto?

- Claro, pero mi memoria no suele fallar, así que asumo que lo que digo es de hecho correcto: en la medida en que repita exactamente lo que dice la pantalla, no puedo confundirme, es lo que hay. Retrato la realidad como hace un pintor en un cuadro.

- ¡Largaos de una vez, locos!

- ¡Volved a vuestro sitio! –los espectadores cercanos se ponen cada vez más nerviosos, un rumor empieza a sobreponerse al sonido digital de la sala-.

- Tienen razón, debemos movernos para seguir avanzando. ¿Quieres ver lo que hay detrás de esa pantalla, Platón? Pues aprende, interioriza, asume que no sabes nada, que estás tan perdido como tus vecinos. No, todavía más, puesto que crees que sabes y que tienes razón. No tengas miedo a la incertidumbre, utiliza tus preguntas a modo de cizalla y rompe tus cadenas. ¡Hazlo ya o vuelve a tu sitio!

Platón cae de rodillas, todo su esfuerzo está volcado en la lucha que mantiene consigo mismo. A estas alturas, la razón le dicta que siga a Amaranta, pero el deseo no quiere desprenderse de las cadenas de la comodidad; la voluntad tontea con una y con otro, pero finalmente se alía con la razón.

- ¡Se están deshaciendo, las cadenas se deshacen!

- Otro paso más, Platón, otro paso. Estás empezando a comprender.

- Entiendo, entiendo que no sé nada, que no he parado de emitir opiniones sobre cosas, que he avalado y he criticado otras opiniones, pero que todas ellas estaban basadas en algo equivocado: unas cadenas que te limitan y te dan comodidad a la vez, unas tablas que me impedían mirar y una pantalla que… ¿Qué hay detrás de la pantalla? Cuidado, igual me estás engañando… ¿Por qué he de creerte a ti en lugar de a la pantalla? ¿Qué hace a tu criterio superior? ¿Por qué estás tan convencida de que hay otra cosa que las conclusiones a las que hemos llegado en nuestras butacas y la pantalla que nos ha proporcionado el material para discurrir? ¿Cuál es esa vara de medir que convierte todo lo que yo creía en un gran montón de nada?

- Te lo mostraré, Platón. O al menos lo intentaré. Sígueme.

La multitud de alrededor se debate entre abucheos y aplausos cuando los dos protagonistas comienzan a andar hacia la pantalla. La mayor parte de ellos se alegra de que por fin dejen de interrumpir y se sienten aliviados cuando vuelven a escuchar sin interrupciones el sonido que sale de los altavoces. Mientras se acercan al fondo de la sala, a Amaranta y a Platón les llueven los insultos, primero solo uno o dos, pero a medida que avanzan la actitud de los pocos se contagia a los muchos y Platón empieza a temer por su vida. Finalmente, llegan a la altura de la pantalla y se introducen detrás, por un lateral.

- Contempla, Platón, lo que hasta ahora para ti agotaba la realidad.

- Sombras, solo sombras proyectadas en una pantalla. Dicho de otra forma: hasta ahora me he limitado a discutir sobre sombras de las cosas y no sobre las cosas en sí.

- Vas por buen camino, pero te confundes si crees que lo que estás viendo ahora, las figuras que se cruzan por delante del foco, son el fin del viaje, solo es el principio. Lo que ahora mismo contemplas no es más que una serie de copias. Es decir, los espectadores que siguen atados a sus butacas no hacen otra cosa que ver, oír y discutir sobre sombras de copias.

- Creo que me pierdo, Amaranta.

- Es que lo fácil es perderse, Platón. Rescatemos tu ejemplo: imagina a un pintor que contempla una silla y una ventana. Imagina que decide pintarlas sobre un lienzo, ¿crees que encontrarías la silla y la ventana, tal cual son, en el cuadro? ¿O más bien encontrarías la opinión del pintor, trenzada por una serie de sentimientos y prejuicios, sobre la silla y la ventana?

- La pintura puede ser muy aproximada, incluso ser indistinguible de una fotografía, en cuyo caso, ¿no hablaríamos de “lo que es”, no habría el pintor hallado la forma de que su arte represente las cosas tal y como son?

- Pero, ¿cómo son esas cosas? El lienzo del pintor no es muy distinto de la pantalla de este cine. Es más, podemos afirmar que el pintor está tres veces alejado de la verdad de la silla y la ventana: su pintura es la copia de una silla y una ventana determinadas, que a su vez son la copia imperfecta de una idea de silla y una idea de ventana.

- ¿La copia de una idea? ¿Quieres decir que los objetos que proyectan su sombra sobre la pantalla son, a su vez, copias?

- Efectivamente, Platón. Por seguir con el ejemplo de la silla y la ventana, si tú me preguntas qué es una ventana, ¿te bastaría con que te señalase una y dijese “eso”?

- Antes sí, Amaranta, pero desde que se rompieron las cadenas y pude moverme, una respuesta como esa no me satisface lo más mínimo. Si me señalas la ventana no me estás explicando qué es una ventana, me estás señalando un caso concreto de ventana. Si esa ventana es cuadrada, por ejemplo, cuando vea una ventana redonda creeré que es otra cosa.

- Excelente razonamiento, Platón. Demos otro paso. Tú dices que aunque cambie de tamaño, lugar, forma, color y material, una ventana es una ventana. Llegados a este punto, permíteme que te haga yo a ti las preguntas… ¿Qué es lo que hace que la ventana, o la silla, siga siendo lo que es pese a las infinitas diferencias que podemos encontrar entre dos ejemplos de lo mismo? Dicho de otra forma, ¿cuál es la verdad de esa silla o esa ventana?

- Desde luego no el color, ni la forma, ni las patas que tenga o deje de tener, porque una silla rota sigue siendo una silla… eso sí, rota. Lo que hace que una silla sea una silla no puede ser, por tanto, algo que captemos por los ojos, porque los ojos siempre nos van a decir que si lo que ha pintado el pintor es una silla, lo que tenemos delante no lo es, porque no es igual, no es la misma cosa.

- Fantástico. Los ojos, el tacto, el olfato… solo captan el devenir, lo cambiante. Nos engañan. Nos dicen cosas contradictorias. Por ejemplo, si miramos el cuadro de la silla y la ventana, o la silla y la ventana en las que se fijó el artista, podemos decir de la silla que es grande y pequeña a la vez, porque es pequeña respecto a la cama que hay al lado, pero grande respecto al ventanuco que tiene encima. O podemos decir que es amarilla y verde a la vez, en función de la intensidad de la luz o la perspectiva que adoptemos para mirarla. Hace falta algo más para que podamos llegar, no a un acuerdo entre muchos, sino a lo que es de verdad.

- ¿Y qué es esa cosa, Amaranta? En vez de solucionarme una duda me has dejado con dos: qué es eso que hace que una silla sea una silla independientemente de su tamaño, forma, color, etc., y cuál es el camino para llegar a eso a lo que llamas “verdad”.  Hasta ahora lo tenía muy claro: para mí la materia de lo verdadero eran las sombras de estas figuras y autómatas que no paran de cruzarse ante el foco.

- Muy bien, Platón. La clave del saber no está en tener un montón de imágenes, datos y frases pegadizas en la cabeza, sino un montón de preguntas que ayuden a clarificar lo que hasta ahora estaba oculto tras la pantalla. Me sorprende tu actitud, porque la última vez que intenté explicarle esto a alguien fue dramático: cuando perdió las cadenas se sintió tan atemorizado que me agredió y se sentó corriendo otra vez en la butaca. Normalmente, la libertad da vértigo, da miedo, incluso duele. Perder las cadenas y, más aún, ver lo que está detrás de la pantalla, suele producir un rechazo agresivo. Es comprensible, porque muchas personas no quieren saber, solo quieren vivir tranquilas. La mayor parte de la gente que llega hasta aquí simplemente rechaza lo que le muestro porque la gente, pese a ver el foco y los autómatas que se cruzan por delante, siguen pensando que lo real, lo verdadero, son las sombras. Pero a ti, Platón, te ha traído hasta aquí la pregunta, las preguntas si quieres, aunque todas giran en torno a lo mismo: qué es real y cómo sé que lo es; cómo distinguir verdad de falsedad, pero también verdad de opinión; cómo distinguir la idea de la imagen. Ahora que ves lo que hay detrás de la pantalla empiezas a entender que lo que contemplabas sentado en la butaca era el equivalente visual a la más zafia charlatanería, que ahora estás mucho más cerca de comprender lo que es que antes, que pese a todas las discusiones que mantuviste con tus vecinos, no hacíais más que dar vueltas sobre la nada.

- Las preguntas me desbordan. Y quiero saber más, Amaranta. Dame más.

- Todo a su debido tiempo y en su justo lugar, sígueme de nuevo, nos vamos de aquí.

Amaranta coge a Platón de la mano y le guía detrás de las figuras que bailan delante del foco, más allá del foco, hacia una puerta que no parece tal. Amaranta la abre y se para a un lado. Mira fijamente a Platón.

- Te he traído hasta esta puerta, pero he de advertirte que una vez la cruces, ya nada será igual. Hasta ahora podías volver a tu butaca y, bien o mal, más pronto o más tarde, podrías volver a acostumbrarte a las cadenas y a la pantalla. Pero si cruzas esta puerta y asciendes por las escaleras, pase lo que pase, ya no podrás decirte a ti mismo que esto te lo has imaginado o lo has soñado. Una vez la cruzas, ocurra lo que ocurra, no habrá vuelta atrás.

- ¿Qué intentas decirme, Amaranta? ¿Es peligroso cruzarla?

- Efectivamente, Platón. Toda persona que la ha cruzado, de una forma u otra, ha perdido algo para ganar algo. Y en muchas ocasiones lo que se pierde es la seguridad. Si atraviesas el marco, te juegas tu vida, tal y como la vives ahora, pero también te juegas la vida, lo que te separa de la muerte.

- Es una opción vital. Esto no es como ver otra escena en la pantalla. Si entro ahí, todo va a cambiar, ¿es eso?

- Es eso. No puedes imaginar todavía hasta qué punto es eso. Solo te confundes en una cosa: si atraviesas la puerta no es para entrar, es para salir.

- Salir…

- Y ten en cuenta otra cosa, Platón: yo puedo mostrarte la puerta, pero eres tú quien debe decidir si la cruza o no. Es la razón la que debe comandar la nave a partir de aquí, de lo contrario te hundirás. 




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