jueves, 22 de diciembre de 2011

Héroes y gilipollas.

Existe una pegatina bastante conocida que pertenece a la simbología anarquista en la que vemos dos viñetas: en la primera observamos como un pez grande persigue con la boca abierta a muchos peces pequeñitos que huyen a la desesperada y de forma caótica; en la viñeta de al lado, por el contrario, es el pez grande el que huye ante un pez mucho mayor. La clave está en que este nuevo pez todavía más grande está formado por los peces pequeñitos que antes huían pero que ahora han decidido actuar conjuntamente en contra de su depredador. El mensaje es claro: si no hacemos nada, si cada uno va por su lado y se preocupa tan sólo de su pellejo, la historia no dejará de repetirse y el pez gordo seguirá comiéndose al pez chico. Sin embargo, si nos organizamos y luchamos hombro con hombro por las causas comunes será el opresor el que huya. Pero más allá de este mensaje hay otro: de nada nos sirve ser libres si no podemos ejercer la libertad.


Continuando con el ejemplo, en la primera viñeta el pez gordo no tiene ninguna barrera más allá de su propio apetito que le impida comerse a los peces que son más débiles. Podemos decir que es libre, igual que los peces pequeños, puesto que ninguna autoridad externa les coacciona para comportarse de una manera u otra. En condiciones de libertad, por tanto, es imprescindible que impere la igualdad o de lo contrario corremos el riesgo de retroceder de nuevo a la ley del más fuerte. Es por eso por lo que los pececillos susceptibles de ser devorados se inventan algo así como el Derecho: se crea una barrera inviolable entre aquellas cosas que, pase lo que pase, no se pueden discutir (no se pueden decidir) y todo aquello que es susceptible de debate. Por ejemplo, tener derecho a la libertad de expresión significa que no es posible que otro decida callarte por capricho, independientemente de quién sea esta persona y de qué legitimidad le ampare (propiedad de un medio de comunicación, cargo electo....). Ser sujeto de derecho implica un cambio de poder: si efectivamente tengo derecho a algo, la capacidad de decidir sobre ese algo deja de ser del Estado o del empresario (al contrario de lo que ocurre con los permisos, en los que el Estado o el empresario consienten algo pero se reservan el derecho de dejar de consentirlo).


Ahora bien, el capitalismo ha encontrado la manera de sortear el Derecho, ese campo de minas que el ser humano ha interpuesto a los que de una forma u otra acumulan el poder en su beneficio y lo ejercen de forma tiránica sobre las demás personas. La fórmula es sencilla: formalmente se otorgan derechos (incluso se reconocen en la constitución) pero por la vía de los hechos se niegan las condiciones para que estos se puedan ejercer. Siguiendo con el ejemplo de la libertad de expresión: en ningún momento podemos decir que está garantizada si para alcanzar a buena parte de la población es necesario contar con una cantidad desmesurada de capital, por lo que solo los que posean esa cantidad pueden hacerlo; en ningún momento está garantizada si es tan fácil ejercer la censura como despedir al periodista que no sigue la línea editorial.


Desde hace más de un mes, un grupo de personas de Galapagar se ha empeñado en navegar firmemente contra la corriente que genera el sistema capitalista. ¿Cómo? Defendiendo lo común frente al hambre insaciable de la lógica del máximo beneficio. De hecho, hay quien no dudaría en llamar a lo ocurrido “milagro”: todas esas buenas palabras sobre la defensa de lo público y lo común, sobre la solidaridad y la democracia, etc., que se manejan en las asambleas de barrios, en las comisiones y grupos de trabajo, se hicieron carne de la noche a la mañana, se convirtieron en hechos contantes y sonantes.


Pero no nos imaginemos nada extravagante, esta gente no multiplica los panes y los peces ni hace desaparecer monedas. Lo que ocurre aquí es que varias personas, cansadas de ejercer el rol que esta sociedad reserva para ellas (el de ovejas consumidoras políticamente pasivas), han decidido convertirse en ciudadanas. Y la forma en que lo han hecho es liberando de las garras de la especulación y el consumismo exacerbado un espacio abandonado, un antiguo centro de salud en perfecto estado que iba a ser demolido para construir un centro comercial. Como si se tratase de la época medieval, el centro de salud parecía un condenado a muerte que esperaba expuesto en la plaza pública el momento de su ejecución. Ahora vuelve a ser libre y es un símbolo de que lo aparentemente imposible (que la ciudadanía tome las riendas de su destino) está mucho más cerca de la realidad que lo aparentemente posible (continuar con la marcha y el ritmo que impone el capitalismo).


De forma consciente o inconsciente esta gente ha librado dos batallas paralelas y lo ha hecho con éxito. Por un lado han dado un sonado toque de atención que nos ha obligado a girarnos y abrir los ojos ante otro caso más de cercamiento de lo común, asalto que tiene lugar a nivel nacional e internacional con absoluta impunidad. Pero es que además han hecho aquello que hasta ayer pensábamos que era imposible y aún nos cuesta digerir: se han proporcionado a sí mismos (y a aquellos ciudadanos que así lo han deseado) las condiciones materiales para ejercer de forma efectiva alguno de los derechos que sistemáticamente se nos niega a la inmensa mayoría de la población.


El centro de salud, rebautizado como Centro Social Liberado (CSL), es ahora un espacio en el que la reflexión y la democracia tienen sentido, es decir, son algo más que papel mojado o palabrería electoral. Cruzar la puerta que este grupo de ciudadanos y ciudadanas ha abierto es como atravesar la frontera entre dos países bien distintos: en uno reina el capital, en otro la razón; en uno se obedece al cálculo interesado-individualista de quien puede imponer sus intereses a los demás, en otro a la voluntad general emanada de la ciudadanía; en uno ata el miedo, en otro libera el entusiasmo; en uno las palabras no significan nada, en otro recuperan su significado. Conceptos como el de democracia no se pronuncian en vano dentro del CSL. Allí democracia significa, llanamente, que la ciudadanía decide. Una asamblea del CSL no es una tertulia donde cada uno manifiesta sus deseos y aspiraciones onanistas o donde se defienden intereses empresariales ajenos al bien común, sino un espacio donde, siguiendo el peligroso ejemplo de gente como el Che Guevara, lo que se piensa, se dice y se decide... se hace.


Quizá es por esto mismo por lo que el ayuntamiento de Galapagar se ha mostrado tan torpe y tan asustado: resulta que por fin ha ocurrido algo en sus “dominios”. Y es que normalmente en Galapagar, como en el resto de España, no ocurre nada. La corriente de sucesos sigue su curso habitual sin que nadie vea perturbada la rutina trabajo-supervivencia-hedonismo. La liberación del espacio que ha supuesto la creación del CSL se ha traducido en una especie de pequeño dique que amenaza con atrapar, poco a poco, otras piedras rodantes que no quieren seguir dejándose llevar por la corriente. Y es que hay un peligro real de que este tipo de acontecimientos aúne tanta gente que empecemos a creernos capaces de construir una presa que frene el despiadado y desenfrenado avance del capital e incluso cambie el sentido de la corriente. Cuando se discutía en el parlamento, durante la II República, si se debía otorgar a las mujeres el derecho a voto, el argumento de Clara Campoamor resultó incontestable: aunque las mujeres voten en contra de la República (lo que de hecho no ocurrió), estas deben votar, no solo porque es su derecho como personas, sino porque el camino de la libertad se aprende caminándolo, no esperando pacientemente a que sea tu turno. Mutatis mutandis, el camino de autogestión y racionalidad que nos ofrece el CSL difícilmente se podrá olvidar y por ello podemos decir que este acontecimiento ha sido y es todo un éxito, independientemente de lo que ocurra en el futuro. Es normal que la clase política tradicional se vea amenazada por algo así: el mero hecho de que el CSL exista nos recuerda cuán prescindibles son, cuánto mejor viviríamos si tuviésemos representantes de verdad o no tuviésemos ninguno (en el caso de que estos no existan).


Por otra parte, el Ayuntamiento de Galapagar, pese a lo retorcido, no es del todo inútil y saben muy bien lo que tienen que hacer para proteger los privilegios que se granjean desde su posición como representantes (formalmente) legítimos de la ciudadanía: rápidamente se ha puesto del lado de los peces gordos, llegando incluso al sabotaje para tratar de controlar y limitar los efectos de algo tan perturbador. La alcaldía llama totalitarios a los ciudadanos y ciudadanas que han decidido creerse que tienen derechos (como el de participar activamente en los asuntos públicos) y que tienen el valor de ejercerlos aunque se los nieguen. Utiliza a la policía y a los jueces para atemorizar y desmoralizar a las personas que quieren hacer uso del CSL y para criminalizarles de cara al resto del país (cuantos más policías, imputados y denuncias, más justificada parecerá la represión: “algo habrán hecho”). También utiliza la ficción jurídica que es el Estado de Derecho actual para seguir cometiendo tropelías: se apoya en el derecho a la propiedad y en las leyes que la protegen para impedir que se ejerzan el resto de derechos.


Sin embargo, en un país donde mandan los mercados de forma tiránica no podemos decir que exista la ley. Al contrario, solo encontraremos normas arbitrarias que sirven al explotador para reproducir el sistema de explotación-dominación. Es, por tanto, deber de toda persona seguir el ejemplo del CSL y desobedecer las normas que nos anulan como ciudadanos y ciudadanas para abrir un espacio en el que sí podamos hablar de ley: aquellas normas que emanan de la voluntad general, esto es, las normas de las que se dotan ciudadanos y ciudadanas reunidos en condiciones de libertad e igualdad para reflexionar y utilizar la razón pública, evitando toda superstición o prejuicio y todo cálculo interesado.


Ahora bien, si el CSL nos aporta muchas cosas positivas sobre las que reflexionar y aprender, también es nuestro deber aprender de los errores y dificultades que se han presentado y se presentarán. El camino de la libertad resulta agotador y abrumador: hay tanto que hacer, tanto que discutir, tanto que improvisar, tanto que aprender y compartir... Y el CSL no aísla del exterior: es muy duro compaginar la vida familiar, el trabajo y las necesidades del CSL. Y es todavía peor cuando, pese a las buenas intenciones, son siempre la misma decena de personas la que se encarga de que todo siga funcionando, de que el símbolo siga en pie y siga aportando cosas a la ciudadanía (incluido el espacio donde ser ciudadanía). Además del hastío, el agotamiento y el mal humor, este tipo de situaciones traen consigo otros peligros. Por ejemplo: se corre el riesgo de privatizar el espacio. No es algo que se haga voluntariamente, pero el hecho de que unas personas se ocupen siempre de determinados asuntos va generando un hábito y las asambleas podrían llegar a convertirse en un cara a cara entre algunas de estas personas por el control del espacio, lo que significaría que se ha perdido el bien común por el camino. El absentismo, la falta recurrente de voluntarios o voluntarias, representan un gran peligro para el correcto funcionamiento del CSL y para el bienestar emocional y psicológico de las personas que lo hacen posible.


Había un cuento en el que se narraba la historia de un bosque incendiado. Los animales huían despavoridos abandonando hasta a sus crías para tratar de escapar de las llamas (como si pudiesen vivir sin el bosque...). Pero un pequeño pájaro, en vez de huir, se dedicaba a tratar de apagar el fuego recogiendo gotitas de agua con el pico y lanzándolas a las llamas. La gente que hace posible el CSL se encuentra en la misma situación que el pajarito: el incendio que tratan de apagar es demasiado grande. No podrán solos. Cuando alguien le preguntó al pajarillo por qué intentaba apagar el fuego aún sabiendo que no podría hacer nada, este respondió que simplemente estaba haciendo su parte. Con un grito silencioso, la ciudadanía activa que ha liberado el centro social nos está demandando, nos exige mediante el ejemplo, que hagamos de una vez por todas nuestra parte. El destino del pájaro, así como el del CSL, está ligado al de los demás, los que observamos desde nuestro cómodo sofá en la distancia, los que huimos ante el avance del capital o los que no nos preocupamos de nada que quede más allá de nuestro ombligo. Si rechazamos nuestro deber y no hacemos nuestra parte (dentro o fuera de los espacios liberados), el CSL y el pajarillo están condenados a quemarse en el incendio.


En el caso de no tener los apoyos suficientes para poder prolongar esta nueva aventura de la ciudadanía, las personas que participan activamente en el CSL están obligadas a recordar algo: el ojo de mucha gente está puesto sobre Galapagar. La forma en que acabe el CSL, si es que acaba, es muy importante, no sólo para aquellas personas que se tendrán que enfrentar, en nombre de todos y todas, a un sistema judicial puesto al servicio del capital; también para el resto de personas que, desde la distancia insalvable o la distancia voluntaria, observan estos acontecimientos esperanzados. Llegado el caso, el CSL nos debe a toda la ciudadanía un buen desenlace que no signifique el fin de nada, sino el principio de otra cosa.


Las personas que de una manera u otra colaboraron en la liberación del espacio del antiguo centro de salud consiguieron una buena difusión del acontecimiento de entrada, ¿por qué no conseguir lo mismo para la salida? La lucha no termina en el CSL: aunque lo desalojen no podemos interpretarlo como una derrota, tenemos que leerlo como una metamorfosis. La lucha sigue, dentro y fuera del centro. Los frentes son múltiples y los recursos de los que disponemos muy limitados. Si se hizo notar la liberación de ese espacio y ahora se decide salir o las fuerzas policiales actúan para expulsar a la ciudadanía de su espacio, que se note más que estamos fuera, que entiendan que es un error ignorar nuestros derechos.


Vivimos tiempos revueltos y oscuros. Desde hace algunos siglos ocurre algo muy peculiar que bien podría haber impulsado a Platón a salir de su tumba: resulta que aquella persona que hace lo que es justo en lugar de lo que le conviene es considerada o bien un héroe (alguien que parece que se ha escapado de las películas o de la Biblia, que está fuera de contexto), o bien un gilipollas (alguien que no ha entendido el contexto, que actúa de forma irracional). Lo normal, se dice, es que cojas el sobre porque si no otra persona lo cogerá. Lo normal es que persigas tus intereses por encima de todo. Lo normal es que no te mojes por nada salvo por obtener un mayor beneficio.


Por eso, pase lo que pase, no debemos olvidar ni dejar de transmitir lo que puede ser la mayor lección de esta experiencia: que en el CSL de Galapagar se ha creado un espacio de igualdad y libertad donde conviven unos extraños seres (ciudadanos y ciudadanas) que se empeñan en recordarnos que hacer lo justo, hacer lo que se debe hacer independientemente de los sacrificios que eso conlleve, no es asunto de héroes ni de gilipollas. Es un deber que concierne a la gente normal y corriente. Lo que no es normal es lo que ocurre fuera del CSL: hambre insaciable, depredación económica, canibalismo mediado por el dinero, alienación. Casi dan ganas de gritar “¡o CSL o barbarie!”.