sábado, 23 de marzo de 2013

Cómo hacer la revolución en el mágico mundo de Oz.


Los europeos, especialmente los hijos del cristianismo, tenemos una asombrosa capacidad para hacer resucitar, una y otra vez, los mayores despropósitos. Como una mala gripe, muchas de las injusticias que pudieran parecer superadas cambian de aspecto, mutan su forma para encajar en el nuevo contexto social en el que no son bien recibidas (al menos públicamente). Acompañadas de bonitas palabras e intenciones vacías, estas nuevas-viejas creencias asesinan la teoría para robarle la piel, para adoptar su aspecto e introducir el pensamiento mágico como dogma pseudocientífico. Como estas personas pretenden retrotraernos (sabiéndolo o no) a épocas muy remotas, qué mejor que discutir con los pensadores que consolidaron esas tiranías intelectuales, aunque vivieran hace milenios. Discutamos unos textos de Aristóteles, pues, para ver si conseguimos vacunarnos contra esta nueva oleada de insensateces irracionales, al menos de parte de ellas:



El hombre, salvo a algunas excepciones contrarias a la naturaleza, es el llamado a mandar más bien que la mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades es el llamado a mandar al más joven y aún incompleto.”

En este texto hay tres puntos clave: que el hombre debe gobernar sobre la mujer, que las mujeres son como menores de edad y que todo lo dicho responde a un hecho natural. En la sociedad griega (hace 2.500 años) las mujeres no tenían derecho a participar en los asuntos públicos (salvo algunas excepciones): no podían actuar en el teatro, les estaba impedido participar en los juegos atléticos, no podían discutir en las asambleas, no podían votar a favor o en contra de las leyes ni elegir candidatos... Y además no podían tener propiedades. Su situación, tanto política como material, no se diferenciaba mucho de la de un varón menor de edad. Y es así como muchos griegos (y griegas) contemplaban a las mujeres: como seres incapaces de hablar por sí mismas porque están sometidas a pasiones y emociones, porque no saben lo que es bueno y lo que es malo, justo o injusto. No es de extrañar, por tanto, que justificasen que el varón debe gobernar a la hembra, puesto que el varón, al contrario que las mujeres, representa la mayoría de edad, el ideal de vida completa y feliz de la época: la posibilidad de ejercer como un buen ciudadano. Pero aún hay más, porque Aristóteles también nos está diciendo que esto no es algo que ocurra en una sociedad machista y por tanto injusta, sino que se trata de un hecho natural ante el que no cabe discusión alguna: los hechos naturales se dan al margen de concepciones humanas como la justicia, un tornado que arrasa una ciudad no se comporta de forma injusta, simplemente ha ocurrido, ha tenido lugar. De la misma forma, al decir que es la naturaleza la que dictamina la sumisión de un sexo al otro, lo que se está haciendo es construir un muro, una barrera que impida el paso de la razón y por tanto de palabras como dignidad, igualdad o justicia. Ante un hecho natural (como el hecho de nacer con pene o con vagina) no cabe la decisión humana. Al defender que las posiciones sociales que deben respetar hombres y mujeres vienen dictaminadas por la naturaleza, se trata de impedir, además de una consideración ética y filosófica (esa que nos permite convertir el “hecho natural” en un problema social), la voluntad y la posibilidad de cambiar dicha situación: todo lo que vaya en contra de la sumisión de las mujeres a los hombres, dice Aristóteles, va contra la naturaleza y es, por tanto, inútil tratar de cambiarlo y perjudicial para la humanidad ignorarlo. No por casualidad, también las tendencias homofóbicas así como las racistas apelan constantemente a la naturaleza para tratar de justificar su vergonzante comportamiento (y los privilegios que esa minoría obtiene gracias a hacer pasar sus intereses particulares por intereses generales, lo que viene a ser parte esencial de la construcción de hegemonía).



Reconozcamos, pues, que todos los individuos de que acabamos de hablar, tienen su parte de virtud moral, pero que el saber del hombre no es el de la mujer, que el valor y la equidad no son los mismos en ambos, como lo pensaba Sócrates, y que la fuerza del uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión. Otro tanto digo de todas las demás virtudes, pues si nos tomamos el trabajo de examinarlas al por menor, se descubre tanto más esta verdad. […] Y así, en resumen, lo que dice el poeta [Gorgias] de una de las cualidades de la mujer («Un modesto silencio hace honor a la mujer»), es igualmente exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que no sentaría bien en el hombre.”

Ahora empezamos girando en torno a lo mismo que el texto anterior: la naturaleza. Cuando Aristóteles defiende que “el saber del hombre no es el de la mujer” nos está diciendo que por cuestión de sexo, por una cuestión biológica, por nacer hombre o mujer, nuestros conocimientos no versarán sobre lo mismo. Entiéndase bien a Aristóteles: una mujer puede ser sabia, pero no lo será, según él, en los mismos campos que un hombre. Esta idea podría ser aplicable de un individuo a otro, independientemente de que sea hombre o mujer, pero de lo que el autor nos intenta convencer es de que el hecho de nacer macho te habilita, por ejemplo, para ser un sabio de la política, de la participación en la vida pública, un conocedor del bien común; el hecho de nacer hembra, sin embargo, te conduce por otros caminos: cocinar, coser, encargarse de la casa, reproducción y cuidados de los niños y ancianos... Nacer con vagina es, desde esta perspectiva, una tajante limitación ya que, como bien sabemos, la vida mejor a la que puede aspirar un ser humano en su polis es a la vida pública, la participación política (eso que diferencia a seres humanos de otros animales), asunto que no es para las mujeres, en tanto que su fuerza y su saber estriba en “la sumisión” (no les sirve de nada saber cómo mandar bien porque lo que tienen que saber es cómo obedecer bien, ahí reside su virtud). Por otro lado, Aristóteles rescata al poeta Gorgias para añadir lo que presuntamente es una virtud en las mujeres (y nunca en los hombres, porque les convertiría, entre otras cosas, en “idiotas”): el silencio. Las situaciones de injusticia no se ven con los ojos ni se oyen con los oídos, es la razón la que nos permite decir si algo es bueno o malo, justo o injusto. Y la razón se construye con palabras: al negar la palabra a las mujeres, Aristóteles les está condenando a la minoría de edad de nuevo, está asumiendo que ellas no tienen nada que aportar más allá del trabajo que realizan (labores “propias de mujer”), que la maldición de Eco (no tener voz propia) es en realidad una virtud. El problema es que, como le ocurre a Eco, cuando no puedes hablar, otros hablan por ti.



La mujer es mujer en virtud de cierta falta de cualidades, y debemos considerar el carácter de las mujeres como adoleciente de una imperfección natural.”

En este caso, como en la mayor parte de la historia del machismo, se define a las mujeres no en virtud de lo que son, sino a partir de lo que no son. Así, lo que Aristóteles dice es que una mujer se define porque le faltan cosas para llegar a ser un hombre. El hombre, por tanto, además de ser hombre, encarna un universal: es a partir del varón y las cualidades que se consideran propias de él que se define a toda la humanidad. Los hombres representan tanto lo universal como lo particular, mientras que las mujeres solo encarnan el particular, uno muy específico, de hecho, ya que se basa en la natural (de nuevo el tema de la naturaleza) ausencia de una serie de cualidades y virtudes... que el hombre (a la vez sujeto y vara de medir) sí posee.



Vivimos en un mundo mágico, muy similar ya al de "El mago de Oz", donde todo vale, donde los conceptos se han vaciado de significado y la rana puede convertirse en caballo sin dejar de ser rana, donde "el hombre es la medida de todas las cosas". En un mundo que ha decidido ignorar el "pienso, luego existo" que revolucionó los cinco continentes para resucitar el viejo y conocido "creo, luego existo" que lo amordazaba. Bien, pues en un mundo como este el primer y principal acto revolucionario es poner la razón en juego: sólo así caerán brujas y magos y el miedo que provocan, poderes sobrenaturales y destinos inevitables, circos y sociedades del espectáculo.