viernes, 26 de octubre de 2012

Agamben en Neptuno: la excepción como norma.


Gorgio Agamben partió de una figura del Derecho Romano, el “homo sacer”, para construir toda una teoría acerca de la centralidad de la vida (o más bien la decisión sobre la misma) en la política moderna. El concepto de “vida”, para Agamben, tiene una doble vertiente. Por un lado nos habla de la nuda supervivencia fisiológica de los cuerpos, la reproducción de la vida, la mera subsistencia, la existencia material. En este caso hablaríamos de “zoe”: un proceso cíclico (nacimiento-vida-muerte-nacimiento...) que es siempre igual independientemente de la generación de seres vivos de la que hablemos. Es algo que compartimos, por tanto, los seres humanos con el resto de animales. Por otro lado, nos encontramos con la vida entendida en un sentido lineal, biográfico: el “bios”. Cada una de las personas tiene una experiencia personal que va constituyendo su individualidad, diferenciando su vida de la de las demás, haciendo de esa individualidad algo único e irrepetible que finalizará con la muerte. Es, por tanto, la vida específicamente humana, la vida política, aquello que nos diferencia de otros animales, incluidos los sociales.

Dentro de este esquema, el “homo sacer” no es otra cosa que un expulsado, un excluido de la comunidad política. Es un ser humano cuya vida no implica “bios”, es tan solo “zoe”. Por tanto, se trata de un individuo que no merece tan si quiera ser juzgado o condenado, no es sujeto de derecho alguno, no tiene valor jurídico como ser humano. Lejos de ser uno de los muchos efectos de un sistema político-económico concreto, Agamben defiende que es precisamente la capacidad de incluir/excluir de la comunidad política, la capacidad de establecer quién es “zoe” y quién es “bios”, el elemento originario del poder político, de la soberanía: un poder soberano no es otro que aquel que tiene el poder ilimitado de decisión sobre la vida. Y la relación que se establece entre el poder soberano y el “homo sacer” conforman la realidad de la política: el establecimiento de “el otro”, el excluido del “bios” social, es parte consustancial del poder, es el elemento que lo constituye.

En un sistema como el nuestro, la soberanía se afirma cuando se decide lo que puede y lo que no puede constituir un campo de excepción, esto es, las ocasiones o lugares en los que el Estado de Derecho queda anulado, sin validez. Pongamos un caso práctico para que se entienda mejor: el Estado español, concretamente su reacción ante las convocatorias de protesta en torno al Congreso. Antes de nada, es importante entender que la clave de la decisión soberana no es que el Estado trate de corregir, mediante la excepción, un exceso que de otra forma no podría corregir (lo que se ha definido como “terrorismo callejero” y “golpe de Estado”, por ejemplo), una especie de “me salto la ley para poder proteger la ley”; la clave se encuentra en la capacidad de crear y definir el espacio en el que el marco político-jurídico tendrá validez o no.

En prácticamente todas las manifestaciones convocadas hasta la fecha ante el Congreso nos hemos encontrado con el siguiente esquema: a) miembros del gobierno caldean el ambiente con el ánimo de justificar, a priori, cualquier tipo de acción policial violenta, por ejemplo advirtiendo de que existen “grupos extremistas y violentos” que se infliltran en las manifestaciones para hacer el mal; b) el gobierno despliega un dispositivo policial abrumador, absolutamente desproporcionado, pero que también ayuda a preparar el ambiente para una futura aceptación acrítica de lo que suceda: el desplegar tantos efectivos señala a los manifestantes, antes de que se manifiesten, como un gran peligro “real”; c) durante las manifestaciones, se producen cargas policiales violentísimas, desmesuradas, que acaban con decenas de heridos y detenidos; d) los agentes encargados de reprimir y disolver las manifestaciones no llevan identificación visible y se niegan a darla aunque se lo exija la ciudadanía; e) al día siguiente, se utilizan determinadas imágenes sacadas de contexto, se falsean los hechos y se legitima, desde el gobierno y los medios de comunicación a su servicio, la violencia aplicada; d) el gobierno suelta globos sonda para comprobar en qué medida se aceptaría (cómo lo recibe la sociedad) una limitación del derecho a manifestarse y, en paralelo, en qué medida estamos dispuestos a tolerar que determinados cuerpos del Estado se sitúen más allá de la ley.

Parece que Agamben se ha estado paseando por el centro de Madrid. En primer lugar, tanto el hecho de convocar una fuerza de antidisturbios desproporcionada como el hecho de hablar de grupos “antisistema” (que en el diccionario político del poder viene a significar “radicales-extremistas-violentos-pseudoterroristas”), de “golpe de Estado”, de “terrorismo callejero”, etc., y al hacerlo pretender arrancar todo el significado político de las acciones de protesta, el gobierno está señalando a los manifestantes como un peligro irracional que actúa más allá de la ley y que atenta contra el Estado de Derecho, representado este, claro está, por el gobierno. Se trata, por tanto, de un primer intento de colocar a los y las manifestantes en la posición de “homo sacer”: son seres manipulados, que actúan sin razón, que son violentos y que pretenden acabar con “nuestro estilo de vida”. Vivimos en la sociedad del espectáculo, en la sociedad en la que una imagen vale más que cualquier realidad. Y ese es precisamente el arma que utilizan: se crea una imagen distorsionada de la ciudadanía que nos induce a aceptar que esas personas que van a Neptuno son algo así como el enemigo interno, seres que en tanto que no respetan las normas del juego no se merecen una respuesta desde el derecho, sino desde las fuerzas del orden del régimen (“leña y punto”, decía uno de los responsables de la SUP).

Las cargas policiales sobre la población son el siguiente paso del guión. Cualquier excusa es válida y siempre se encuentra una: cuando reciben la orden, los antidisturbios bañan sus porras en sangre, abren fuego contra familias, persiguen a ciudadanos y ciudadanas como si estos fuesen animales. Es el momento en el que se puede comprobar con mayor facilidad que en un sistema político-económico como el nuestro existen seres desechables, seres sin vida política, sin “bios” y que son, por tanto, pura “zoe”, nuda vida ante la que no cabe aplicar la ley: la policía pega y dispara indiscriminadamente, practica detenciones arbitrarias, maltrata psicológica y físicamente a quien detiene, retiene durante dos días en situaciones penosas e incluso en aislamiento a quien le parece, inventa atestados policiales para alimentar su ego y cubrirse las espaldas por si llega el extraño día en que se investigan sus acciones... Y, en mitad de esta fiesta macabra, uno se da cuenta de que es imposible identificar a los agentes: no llevan identificación visible y aquellos inocentes que intentan que se la muestren son susceptibles de ser detenidos o heridos. En otras palabras: el Estado viola sus propias leyes, abre un paréntesis en las mismas, para convertir a los profesionales de la violencia “legítima” en seres irresponsables, en personas que no responden por sus actos. El Estado, a través del poder ejecutivo, establece así un campo de excepción dedicado a quienes se oponen a su régimen: los responsables de la violencia estatal, del orden en las calles, son irresponsables ante la ley. Solo quienes sufren esa violencia tienen que responder por sus actos, pero no ante la ley, sino ante una serie de funcionarios que discrecionalmente deciden si se te aplica la ley por actos que no has cometido (el mejor de los casos, como la pareja a la que introdujeron piedras en la mochila para acusarles de atentado contra la autoridad), o si ni si quiera estás en el territorio de la ley: ellos mismos, lejos de las cámaras, se encargan entonces de explicarle al cuerpo de la víctima (el detenido o la detenida) en qué consiste ser “homo sacer”.

Y por último tenemos “el día siguiente”, las horas y los días que transcurren tras la protesta y la consecuente represión policial. Este es el momento de justificar retroactivamente lo que ha ocurrido, de construir la realidad para que esta permita seguir satisfaciendo ciertos privilegios. Basta la imagen de un policía siendo golpeado por algo, independientemente de que sea después de una carga policial, para justificar todos los desmanes que comete este cuerpo contra los manifestantes, como si el cazar ciudadanos fuese un acto de defensa propia. Que lo hagan medios de comunicación “fascistoides” no es de extrañar ni nos dice demasiado. Pero que lo haga el gobierno implica una diferencia sustantiva: el poder ejecutivo trata de erigirse como poder soberano por encima del resto de instituciones del Estado. Y no es la soberanía “tradicional” de un Estado de Derecho la que reclama (basada en la representación y en la legitimidad otorgada por el respeto a la ley), sino una soberanía en el más puro sentido de Agamben (la capacidad de excluir de la comunidad política, de establecer la excepción), agresiva y tendente a abolir la división de poderes, como demuestra la posterior persecución jurídica que sufren los que convocan las manifestaciones, los que han participado y han sido identificados e incluso quien salía del metro en el momento equivocado. Se trata de un asalto del poder ejecutivo, que además del poder judicial, controla también el legislativo no solo gracias a que nuestro propio sistema político entrega el control de ambos (legislativo y ejecutivo) a uno de los dos partidos mayoritarios, sino también en el sentido de que el ejecutivo empieza a guiar, en su propio interés y para su propio beneficio en tanto poder ejecutivo, la dirección y el contenido de las leyes.

Es por esto por lo que intenta, utilizando argumentos económicos como que "molesta a los comerciantes", limitar el derecho a manifestarse, es decir, limitar el derecho a expresar el rechazo a todo un orden social, político y económico que deshumaniza, que convierte a cada vez más personas en “homo sacer”. Y es por eso por lo que busca también garantizar la impunidad, la excepcionalidad de las fuerzas del orden encargadas de reprimir las manifestaciones. Por eso no ha de sorprendernos que tengan intenciones como la de prohibir que los manifestantes graben con sus cámaras o móviles a los policías en acto de servicio. Porque resulta extremadamente peligroso que la ciudadanía contemple cómo se le avasalla, se le rompe, se le nadifica y se le condena: si la soberanía de este ejecutivo se basa en identificar a los movimientos sociales como “zoe”, no conviene que se les vea gritar, llorar, asustarse y resistir dignamente, como humanos, como “bios”. No es conveniente que los “homo sacer” adquieran herramientas para hacer visible la injusticia y, de paso, a sí mismos.

Así es como este ejecutivo, impotente ante los mandatos de la Troika, quiere reafirmar su soberanía y reclamar un espacio de poder político hoy negado desde las instituciones económicas. Si no puede optar por la legitimidad del Estado de Derecho (atrapado en las redes de la economía capitalista), el ejecutivo tiene necesariamente que apuntar a otra soberanía, aquella que funciona al margen del derecho, de las leyes y de la ciudadanía: el ejecutivo produce así leyes que no son leyes, que son normas encaminadas a restablecer el poder soberano, el poder de determinados funcionarios para interpretar y decidir unilateralmente las condiciones, la forma y a quién se aplica la ley. El futuro pinta mal si no intervenimos: un futuro sin leyes, no anárquico sino plagado de normas arbitrarias, abandonado a las decisiones discrecionales de un grupo de funcionarios y empresarios que no responden más que ante sí mismos. Un futuro en el que la policía antidisturbios se comportará como un cuerpo formado por pequeños soberanos instrumentalizados que, si bien desconocen parcialmente el trabajo que hacen y los intereses que guían a los que les dan las órdenes, tomarán aún así decisiones unilaterales que tienen no pocas consecuencias sobre la vida de sus víctimas.

En definitiva, si permitimos que el ejecutivo siga por este camino, no tardaremos mucho en darnos cuenta (y quizá sea demasiado tarde) de que cualquiera puede ser considerado “homo sacer”. Ahora bien, desde ese momento, desde el momento en que nos hacemos conscientes de que todos somos reducibles a la nuda vida, podemos decir que hay cierta universalidad en la condición de excepcionalidad y que el poder, efectivamente, asegura el actual orden político-económico escogiendo quién está dentro y quién fuera de la comunidad política, que ese es su principal ejercicio táctico. Resulta muy ilustrativo lo que se vio el pasado martes, día en que comenzaba la discusión sobre los Presupuestos Generales del Estado: mientras los señores diputados del partido en el gobierno llenaban la cafetería y los pasillos del Congreso para no escuchar a los partidos "minoritarios" plantear sus objeciones, dejando un hemiciclo desierto, la ciudadanía nadificada se reunía en asambleas multitudinarias a menos de 200 metros del edificio para discutir y hacer política. A estas alturas ya es evidente que ambas formas de entender el poder y la política no pueden coexistir: en las asambleas las clases subalternas son el “bios”. En el congreso, son la “zoe”. En la calle son la esperanza del fin de un orden injusto, en el parlamento son el enemigo, una invitación a la excepcionalidad permanente... eso sí, convertida en “ley”.

jueves, 11 de octubre de 2012

La Puerta del Sol y la lucha por el significado


El PP, al cual podemos acusar de muchas cosas relacionadas con la violencia, el descaro y la corrupción, nos ha demostrado de nuevo que cuenta con auténticos estrategas en lo que se refiere a la lucha política. En este caso se trata de la más que probable remodelación de la Puerta del Sol, una plaza en pleno centro de Madrid.

A priori podría parecernos que no tiene nada de político el decidir quitar unos adoquines de una plaza y poner en su lugar terrazas, árboles y un kiosko. Podríamos pensar que una medida como esta no tiene otro motivo que el de hacer más agradable o más aprovechable una de las plazas más turísticas de la ciudad. En las terrazas podrá sentarse cualquiera a la sombra y tomarse algo; en el kiosko podrá comprar sus periódicos favoritos para informarse; los árboles aportarán frescor, aire más limpio y mayor belleza.

¿Nada más que analizar? A muchas personas seguro que les surgen varias preguntas: ¿por qué Sol? ¿Por qué ahora? ¿Qué hay en Sol hoy que disgusta? La medida de levantar adoquines y cambiar el aspecto y la utilidad de la plaza no se debe solo a al color del suelo, al calor que hace en verano o a la falta de distribuidores de prensa en el entorno. Tampoco es una cuestión ecológica: la ciudad seguirá siendo la misma poza contaminante aunque tenga cuatro árboles más. Entonces, ¿por qué en plena época de recortes y ahogo presupuestario un ayuntamiento como el de Madrid decide reformar una plaza como esta?

La respuesta hay que buscarla más allá de adoquines, árboles, kioskos o terrazas, más allá de lo aparente, de lo confesado o explicitado. Desde hace más de un año, la Puerta del Sol se ha convertido en un símbolo político: las movilizaciones ciudadanas que se iniciaron el 15M ven en Sol el punto, lugar y momento, en el que dejaron de estar solas, en que dejaron de ser invisibles. Es el lugar geográfico en el que comenzó un nuevo movimiento informe que trata de unificar las distintas luchas, las distintas demandas, que busca aumentar la conciencia política de la ciudadanía. Fue el epicentro de un clamor social que hoy está haciendo temblar los cimientos más sólidos del sistema político-económico del reino. Es el lugar al que tarde o temprano volvemos para reencontrarnos de nuevo en la calle, en movimiento, en lucha. Es la plaza en la que arrimamos los hombros, en la que nos demostramos las unas a los otros que sí se puede poner en jaque a la oligarquía capitalista, que es nuestro deber.

Es esto lo que el ayuntamiento pretende remodelar. Pretende, entre otras cosas, arrancar un símbolo político a un movimiento que es capaz, al menos en potencia, de construir un discurso contra-hegemónico. El PP pretende obtener una victoria simbólica que la policía no está siendo capaz de propiciarles: si la gente se empeña en reclamar la calle como lugar de reunión para hacer política, si se empeñan en ocuparla con ideas, reivindicaciones, exigencias y, sobre todo, dignidad, habrá que demostrarles que el timón lo tienen otros. Y vaya si lo tienen, el pueblo no tienen nada que decir. La medida significa que la plaza de Sol no puede seguir dedicada a tratar de construir una ciudadanía efectiva. Como ya venía advirtiéndonos el PSOE antes, las calles no son para juntarse, desarmar tiranías o hacer política, están para consumir. Esa es la auténtica remodelación que se está proponiendo: pasar de la dignidad a la hermosa y moderna sumisión a través de nuestros deseos consumistas.

El relato casi les sale redondo: ahora acusan a la izquierda de no ser ecologista, “¿en qué cabeza cabe oponerse a que planten unos árboles?” Así nos han introducido en un juego en el que, hagamos lo que hagamos, parece que no podemos ganar: si aceptamos la reforma de la plaza, perdemos un espacio público. Inmediatamente será privatizada y destinada exclusivamente al consumo ocioso, turístico, hedonista. Eso, de paso, supone una buena imagen de la ciudad ante “los mercados”, porque ya sabemos que las protestas y las vías alternativas al canibalismo los asustan y pueden hundir el barco en el que, nos dicen, vamos todos... Por otro lado, podemos rechazar la medida. Entonces, por la magia del lenguaje característico de los dos partidos mayoritarios, el PP (y sus voceros) nos convertirán en locos incoherentes que ayer querían más árboles y hoy, como lo dice la derecha, ya no. Aprovecharán y se enfundarán el disfraz de demócratas ecologistas, defenderán que el único ecologismo posible es el capitalismo “verde”. Y creerán que su brillante estrategia ha triunfado de nuevo, que pase lo que pase ya es una victoria haberle arrancado al contrincante uno de sus símbolos, el significado de la Puerta del Sol.

Los “pensadores” del PP que han urdido esta estratagema han visto perfectamente en qué consiste la primera lucha política: en la apropiación y utilización de símbolos, significantes y significados. Lamentablemente para ellos, ya no se enfrentan a una sociedad adormecida por los miedos y las esperanzas del postfranquismo, sino a ciudadanos y ciudadanas que han comprendido que sin una auténtica transición todo seguirá teñido de sangre y lejos de nuestro alcance, seguiremos siendo menores de edad, siervos que esperan que su amo no sea muy duro con el látigo y los diezmos. Quitarnos un símbolo, sin embargo, no logrará acabar con nosotras ni ayudará a mejorar la imagen de la ciudad: no vamos a permitir que ganen la batalla por las palabras ni la batalla por las calles. Si no podemos entrar en Sol, iremos a otra plaza a exigir que se vayan. Es muy difícil tratar de estrangular algo que no tiene forma y es soberanamente complicado tratar de borrar la realidad a base de espectáculo e imágenes. Si no es en Sol, puede que nos veamos en Neptuno. ¿Construirán un atractivo foso democrático y ecológico en torno al Congreso para que no molestemos a los comerciantes  de la zona (incluidos los que se hacen llamar políticos), para que los turistas puedan pasar a hacerse fotos y buscar el león capado?

lunes, 8 de octubre de 2012

Los vampiros no existen (respuesta al artículo "Una teoría de la clase política española", de César Molinas)


Lo primero: el artículo tiene algún punto positivo, como cuando César señala la irresponsabilidad de la que han disfrutado y disfrutan la mayor parte de los políticos y políticas de este país. Es cierto que la mayoría de los que han llegado a cargos estatales importantes (y muchos en cargos autonómicos y locales) han diseñado, han repartido y han hecho y deshecho a su antojo, sin luego rendir cuentas ante nadie, al menos no ante la ciudadanía o la justicia. (No puedo dejar de comentar el fatal ejemplo que escoge para hablar de responsabilidad política: al monarca, que le bastó con pedir perdón como un niño pequeño para hacer olvidar los desmanes que entre todos le pagamos). No dimiten nunca porque no aceptan la plena responsabilidad de sus decisiones, solo asumen la parte positiva (real o imaginaria) y niegan la negativa. Por otro lado, también acierta el autor cuando acusa a los partidos de practicar sistemáticamente un aislamiento corporativista que los aleja de la ciudadanía y de la realidad social. Y lo que es peor: la mayor parte de los partidos tienden a practicar esta cerrazón en torno al núcleo dirigente, por lo que algunas familias y/o tendencias tienden a perpetuarse en la dirección de estos. Pero al margen de estos aciertos superficiales el artículo de César Molinas deja mucho que desear.

Resulta muy peligroso a la par que demagógico pensar que cambiando el sistema electoral van a cambiar demasiado las cosas. Esta idea flota a través de todo el artículo, es algo así como “para cambiar las cosas solo hay que cambiar a quienes están ahí arriba”. Se olvida nuestro querido amigo de miles de años de historia: ¿desde cuando dio resultado cambiar un rey por otro? El cambio no debe buscarse en la personalidad de quien maneja el timón, sino en hacer accesible el timón a toda la ciudadanía. Dicho de otra forma: el autor parece empeñado en cambiar de amo porque trata mal a a los siervos de la gleba, insinuando que otros amos nos tratarán mejor. Pero si queremos que esa gente deje de confundir interesada e impunemente lo público con lo privado lo que tendremos que hacer es cambiar esa estructura político-social que convierte a unos en amos y a otros en siervos. Esto es, habrá que hacer efectiva la ciudadanía. Y eso no se consigue simplemente reformando la ley electoral, eso no garantiza nada. Hay que cambiarla, evidentemente, pero habrá que discutir cuál queremos darnos. Y también habrá que discutir quién la cambia, porque si lo hace el PPSOE difícilmente va a mejorar nada sustancialmente, se harán un nuevo traje a medida.

Por otra parte, empieza a resultar bastante cansina la oleada de artículos, reportajes, viñetas, comentarios, titulares y columnillas que señalan con dedo acusador, hacha de verdugo en mano, hacia los políticos y las políticas en conjunto, como si formasen un todo homogéneo, y les sentencian como culpables de todos y cada uno de los males que aquejan el Estado español. En el caso de “El País” es comprensible, están algo enfadados con el PSOE y es su forma de presionarles, lo que por otra parte dice mucho de nuestra democracia y de las verdaderas posibilidades de cambio con una simple reforma electoral. En el caso de los fundamentalistas del capital también se entiende, del Estado solo necesitan el ejército y la policía, el resto que lo dirija la mano invisible del interés privado. Pero estamos hablando en cualquier caso de generalizaciones absurdas. El autor intenta escurrir el bulto y dice que no podemos plantear ante su teoría (que no es suya, solo la ha aplicado al Estado español) ningún comportamiento individual que no siga la pauta, puesto que él habla de algo más bien estructural. Sin embargo es una incongruencia conceptual y teórica llamar “clase” al conjunto de los políticos y políticas de este país. No solo por la heterogeneidad de clases que caracteriza a las personas dedicadas a la política (puede que a nivel nacional se note menos, pero no así a nivel autonómico y local o entre todas ellas), sino porque además, por mucho que nos empeñemos, siguen existiendo partidos de clase, es decir, partidos que abiertamente o sin reconocerlo luchan en favor de una clase social u otra. No existe una clase social formada por políticos que tienen, en bloque, unos intereses propios que salvaguardar y que forman un estrato económico diferenciado de los demás. La clase social es un concepto estructural, no superestructural. Es un discurso muy demagógico amén de una pesadilla conceptual que cualquier politólogo o sociólogo (que no ejerza de mercenario) no puede tolerar. Es, por tanto, o bien incongruente o bien muy interesado, hablar de los políticos y las políticas de este país como si formasen una pasta informe llena de mezquindad. Yo votaría por lo segundo, que se trata de un interés muy particular, ya que la utilización del concepto “clase” apunta a la apropiación de los conceptos contra-hegemónicos por parte del discurso hegemónico con el fin de desactivarlos, de quitarles todo el potencial emancipatorio que contienen. No creo que nuestro amigo César se haya dejado llevar por la moda de “la política apesta”, ni creo que falle de esta manera por no haber leído los programas de distintos partidos: tiene un interés muy concreto en que señalemos a los políticos, en conjunto, como causantes de la crisis. Puede que muchos sean responsables, puede que varios más que eso, pero los auténticos culpables no están en el parlamento... ni les hace falta. El autor pretende que deteniendo a un ladrón deje de haber robos. ¿Se puede acabar con la corrupción política sin acabar con la fuerza de los corruptores o sin dejar de separar a la ciudadanía de la actividad y la representación política? ¿Dejaría de haber ladrones en este campo si les echásemos y pusiésemos a otros con la misma capacidad (y probablemente ganas) de robar?

César también pretende decirnos algo así como que no está habiendo reformas de calado en el Estado español y que no las está habiendo porque los políticos se sienten amenazados por estas. En realidad ocurre todo lo contrario, da la impresión de que este hombre no ha abierto un periódico en un par de años o, lo que es lo mismo (o quizá peor), que no ha sacado la cabeza de la caverna mediática durante una temporada: el PPSOE está practicando unas reformas estructurales de calado que están aquí para quedarse si no revertimos la situación. Ahora bien, lo que no va a hacer ese partido es suicidarse y cambiar lo necesario para dejar de existir o perder su hegemonía. Lo que van a hacer es cambiar todo lo necesario para que nada cambie. ¿Por qué? Porque aunque nos guste mucho verlos así, los políticos y las políticas de este país no forman una casta superior o intocable, la cuestión es quién puede tocarles o doblarles el brazo, quiénes son los auténticos ciudadanos en este país, bajo este sistema. El interés del PPSOE es defender el capital que les ampara y les permite ser así de grandes y ambiciosos. Es una simbiosis: “yo te financio el partido, tú me haces un par de favores y luego te contrato por mucho para nada y puedes así seguir proyectando tu carrera hacia lo más alto; de lo contrario financiaré a otro, hundiré tu carrera política y privada y te atacaré con los medios de comunicación que controlo”. Si alguien quiere hacerse rico puede utilizar la política como trampolín para impulsarse alto en el sector privado, esa es la relación, pero si lo que quieres es un sueldo fijo, un horario más o menos decente y una pensión (lo que César llama “absorber renta pública”), te haces funcionario, no político. ¿Acaso César trata de negar que el PPSOE cree en lo que hace? Los políticos y políticas de este país no son vampiros ni diablos, por mucho que nos disguste lo que digan o hagan. Pero para el autor parece que hombres de Estado destacables y honrados como Don Manuel Fraga tenían toda la buena fe del mundo y son los políticos de ahora, malvados y perversos, los que están traicionando las ideas de ese maravilloso y mágico periodo que fue la transición. Su visión de la historia parece de manual de secundaria. No ve la relación (no quiere verla) entre el continuismo desde el franquismo y la separación entre cargos electos y ciudadanía.

César insiste en la línea de la simplificación estéril. Resulta tan triste como peligroso tratar de medir la política, la función pública, con argumentos economicistas sacados de “demócratas” como Schumpeter, que concebía la democracia no como “el gobierno del pueblo” sino como “competencia entre individuos por alcanzar el poder”. Porque insinuar que los políticos son una “clase” dedicada exclusivamente a “absorber renta sin generar riqueza” no tiene otro nombre que fundamentalismo capitalista. Un político no está ahí para generar riqueza, no se puede medir si esta ley o aquella está bien en función del dinerito que haga ganar a unos pocos señores. La ley y el gobierno deben guiarse por criterios como justicia, igualdad, libertad, fraternidad, etc., nunca por criterios de rentabilidad (¿rentabilidad para quién?). El Estado no está para ganar dinero, sino para proteger derechos cueste lo que cueste, para hacer efectiva la idea de ciudadanía, para que todo ciudadano y ciudadana tengan una vida digna. Un político de hoy es un ser malvado de por sí, dice el autor, porque ni explota a nadie (no genera riqueza robándole a sus trabajadores) ni es explotado (no genera plusvalía para un empresario). Si lo miramos todo con las gafas del capital es fácil dejarse llevar y pensar que sobran las autonomías, por ejemplo, porque no es apuntar hacia el autogobierno, es algo caro (gran argumento franquista) y el único gobierno que debe existir es el mercado (amparado, eso si, por la labor policial del Estado). La mentalidad del autor resulta ser muy centralista, no le gusta nada eso de los nacionalismos (sentirse español no implica nacionalismo, parece ser que es lo normal y natural, todo humano que no sea español tiene algo de anormalidad), lo que le acerca a las posturas españolistas más reaccionarias, aquellas que se disfrazan de progresismo. Qué visión más retorcida: resulta que los nacionalismos no españoles son fruto del caciquismo... Aquí tira más de estómago que de materia gris, prueba inequívoca de que tiene una idea a la que quiere llegar aunque no encuentre los argumentos para justificarla.

Siguiendo esta línea, el autor trata de sacar del ámbito de la política cosas tan sorprendentes como el Tribunal Constitucional o el Banco de España. Supongo que de nuevo es el mercado el que se tiene que ocupar de cosas como la constitución o la economía nacional. Ojo: una cosa es que estas instituciones no estén sujetas a intereses corporativistas de partido, intereses partidistas, pero otra muy distinta es insinuar que deben estar exentos de control político. De hecho, la amplia independencia con la que ha contado el BE la ha utilizado para traernos a esta crisis y encima demandar que apadrinemos a los ricos, pobrecillos. No tiene sentido que instituciones determinantes en la política vayan por su cuenta, es decir, por los cauces del mundo privado capitalista, como si “los mercados” o estas instituciones surgiesen de la nada para ser eternamente neutrales y correctas. Las instituciones, aunque escapen al control político, están habitadas por personas, no lo olvidemos, personas sometidas a una estructura social y a unas jerarquías muy concretas.

La confusión conceptual es terrible: ¿cómo se compatibiliza un Estado de Derecho, como pretende César, con un mercado libre? Mercado libre significa “yo hago esto porque puedo, porque tengo el capital suficiente y en base a ello estoy legitimado para tomar decisiones que afectan a países enteros”. Estado de Derecho significa “existen una serie de barreras que impide que tú, porque puedes por ser el pez grande, me devores a mi, que soy el pez pequeño”. Nadie ha sabido explicar todavía cómo se pueden combinar ambas cosas sin que Estado de Derecho pierda su significado. La deuda privada contraída por entidades privadas, sumado a unos políticos complacientes con las clases dirigentes, nos ha llevado a deshacernos del Estado de Bienestar como si fuese una lacra, un parásito, en un abrir y cerrar de ojos. Todo, como muy bien dice César, con la boca llena de palabras que apuntan a que es inevitable. Y ciertamente lo es si queremos seguir siendo capitalistas. La Constitución, norma suprema, tan intocable para algunas cosas, fue enmendada de lleno con agosticidad y alevosía por un PPSOE pletórico que anunciaba así su intención de adaptar el Estado y a su gente a los caprichos de una economía caníbal. Una economía que para el autor es simplemente “revolución constante”, no existen relaciones de poder que analizar en el mundo capitalista al margen de la que existe entre político y ciudadano. Su análisis es ciego, manco y cojo, y no creo que sea porque el autor es limitado, sino porque el “análisis” ha sido impulsado por intereses que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad, el buen vivir o la democracia. Ha limado piezas del puzle para que encajen, pero claro, la imagen final que nos devuelve es incoherente, amorfa, de ninguna utilidad.

Y con esa ceguera no es de extrañar que confunda causas. Por ejemplo, considera que el PPSOE habla de “reformas inevitables” porque quieren seguir extrayendo renta del conjunto de los ciudadanos sin dar nada a cambio. Sin embargo, el hecho de hablar de recortes inevitables tiene una doble función que nada tiene que ver con acaparar renta pública para sí: liberarse de responsabilidades (“esto lo tendría que hacer cualquiera que estuviese en el poder”) y anular cualquier discurso contra-hegemónico que plantee alternativas. Repito, no se está jugando solo un interés privado de un grupo de políticos supuestamente homogéneo y corporativizado. El autor parece negar que hay aparatos ideológicos funcionando detrás de cada una de nuestras decisiones, que se orienta la vida pública no solo en base al interés privado de unos pocos, sino en base a lo que otros pocos consideran que está bien o está mal: se trata de conseguir convencer consciente o inconscientemente a toda una población de que eso que definen como bueno para sí mismos unos cuantos privilegiados es, en realidad, bueno para todas las personas. César resulta ser tan reduccionista, tan simplista, que todo lo filtra a través de la renta del político. Es algo así como decir que la gente solo vota mirándose el bolsillo, que no intervienen otras variables. Con “teorías” así no se puede analizar la sociedad real, puede que ni las imaginarias. Por ejemplo: es digno de una mentalidad infantil creer que el sistema mayoritario convierte a los políticos en responsables por arte de magia. El contra-ejemplo más claro nos lo da Inglaterra, donde el señor Blair, elegido por sistema mayoritario, metió a su país en la guerra de Irak de la misma forma que lo hicieron aquí con un sistema proporcional, es decir, pasando por encima de la gente (incluidos sus propios votantes).

César practica también una defensa, al principio encubierta, luego más visible, de lo que él llama “políticas para permanecer en el Euro”, es decir, toda esa serie de reformas estructurales que dicta la Troika con la connivencia del PPSOE. Claro, eso para él no son reformas sino “políticas” y no implican recortes criminales, ni reducción de derechos, ni pérdida de legitimidad, ni mayor represión, el único efecto que tienen es el de mantenernos en el Euro, lo cual parece ser que es positivo de por sí, sin tener en cuenta las condiciones en que se haga. Aboga, por supuesto, por una mayor “competitividad”, que es el grito de guerra de las empresas que quieren ver el mundo entero convertido en su China particular: gobierno autoritario, trabajadores y ciudadanía silenciados, empresarios salvajes. Yo no digo que salir del Euro sea la respuesta, pero quizá sí sea algo a tener en cuenta junto con otros países. Para César eso sería retroceder medio siglo de “desarrollo”, pero lo cierto es que las reformas económicas y constitucionales del PPSOE están suponiendo un siglo de retroceso en conquistas sociales y de derechos.

Tampoco es capaz de ver que no todo responde a intereses individuales (pura mentalidad capitalista-hobbesiana) o que hay otros poderes que viven fuera del parlamento y otras instituciones estatales, hasta el punto de negar lo más evidente: que el capitalismo, inevitablemente, tarde o temprano choca con la voluntad popular, con la soberanía de los pueblos. Mejor no hablemos de los baños de sangre a los que se ha tenido que someter a esas poblaciones que deciden ensayar otras maneras de gobernarse, momento en el que el político de turno aplica la pedagogía del terror y la muerte para que McChorizo mantenga su margen de beneficio.

Al final del artículo el autor vuelve a dejarnos ver (sin querer) al príncipe desnudo: confunde el significado de sistema electoral mayoritario/proporcional con el de listas abiertas/cerradas y bloqueadas/desbloqueadas, lo que da una buenísima impresión sobre lo que se ha estado leyendo hasta el momento. Su teoría hace aguas antes de salir de puerto. César reconoce que no le interesa la democracia, que solo pretende cambiar los fusibles del sistema, los políticos y las políticas, para que todo lo demás siga igual. Apoya abiertamente la dictadura, es decir, “gobierno de los técnicos”, como se dice ahora. En otras palabras: defiende la separación radical entre el proceso de toma de decisiones y la ciudadanía, considerada de nuevo como menor de edad, al más puro estilo de las monarquías absolutistas de hace unos siglos. Lo que le importa al autor, por tanto, no son los pueblos, no es la democracia como forma de organizar la voluntad general, sino lo que hay que hacer para seguir como antes de la crisis, es decir, con una ficción de soberanía ciudadana que en realidad es del capital y sus representantes.

Por último añado que es meritorio el intento del autor de impedir que nadie pueda discutirle una idea tan osada como embustera. Alega algo así como: “puesto que hablo de un grupo que no existe, la clase política, nadie puede replicarme la teoría aduciendo el comportamiento de uno o varios individuos”. En fin, otro economista que por no aplicar un análisis politológico se convence a sí mismo de que todo es economía y se pueden aplicar los conceptos de esta rama de lo social a todo. Otro predicador cegado por la idea de que en este mundo no hay más que individuos desesperados por imponer su voluntad a otros individuos y de que no hay alternativa al capitalismo salvaje.

Al final, además, me quedo con varias dudas: si todos los políticos y políticas forman parte de una nueva “clase social” que se va reproduciendo, ¿de qué sirve votar a otros partidos que no sean el PPSOE? ¿De qué sirve votar? ¿Cómo vamos a cambiar la situación? ¿Debemos rechazar de plano la idea de representatividad? ¿Por qué respetar la ley si la diseñan los ladrones? Etc, etc...

miércoles, 3 de octubre de 2012

Y llegó el momento


Desde 1978 nos venían contando un cuento. Un relato que tenía sus partes cómicas, sus partes de terror, pero que pretendía ser sobre todo serio... y definitivo. En esta historieta, la protagonista es una constitución regalada por un régimen dictatorial que, en su último suspiro, decidió reconvertirse y adoptó la forma de monarquía parlamentaria. Según el relato, ese pequeño texto jurídico al que ya no llamamos constitución sino “La Constitución”, esa serie de artículos que forman la norma suprema (el marco al que deben referirse todas las demás normas), era el fruto y el símbolo del definitivo hermanamiento de la sociedad española: a cambio de olvidar 40 años de dictadura se nos ofrecía un abanico más amplio de libertades. Aceptamos el chantaje.

Pero con el paso de los años, ese maravilloso relato sobre paraísos democráticos, el fin de las rencillas y el advenimiento del derecho se ha quedado en un mero canto de cuna que no duerme ni a los más pequeños. Y quizá lo más curioso es que la estocada final no se la dio un poder contra-hegemónico surgido de los nadies, de abajo, sino que fueron los propios cuentacuentos los que, incapaces de seguir manteniendo el relato, se encargaron de destriparlo. Y lo hicieron susurrando, escondiéndose en rincones, hasta que fue imposible ocultarlo más y tuvieron que apelar al lenguaje catastrofista propio de los curas: “es inevitable”, decían, “hay que cambiar la norma suprema, intocable hasta ahora, para satisfacer a los mercados, no se puede hacer otra cosa... ¡hay que generar confianza en los inversores!”. El resultado: mediante la introducción de un par de artículos “La Constitución” fue declarada públicamente inútil, papel mojado, una declaración de intenciones en el mejor de los casos.

Mediante la reforma constitucional que propuso el PPSOE se dio prioridad al pago de la deuda y los intereses que esta genera sobre la dignidad de la ciudadanía, incluso sobre su vida. Las consecuencias de este pacto entre las élites políticas y financieras son los inagotables e impunes recortes que se imponen especialmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad: tijeretazos al presupuesto público y a los derechos, a las conquistas sociales y laborales y a la propia democracia en general. Pero hay consecuencias que van más allá de las inmediatamente apreciables, que parecían alarmistas en un principio, pero que hoy demuestran ser aterradoramente reales. Porque ahora que el capital ha probado el sabor de la sangre quiere más. No se conforma con haber convertido en palabras sin significado todo aquello que concierne a la defensa de la dignidad de la ciudadanía. También quiere, lógicamente, nuestras libertades.

Los representantes del capital han hecho otro de esos análisis sociales que brillan por la ausencia de ética y humanidad pero que guardan un puntito de verdad. Habrán caído en la cuenta de que a buena parte de la población no se le engaña con cuentos de terror o de navidad; habrán entendido que medidas como hacer retroceder la esperanza de vida privatizando y desmantelando la sanidad pública, generalizar el precariado, adaptar la educación a las exigencias del Banco Santander y compañía, etc., generan resistencias. Y que estas resistencias se hacen visibles en el espacio público, pasan de las palabras a los actos en las calles, especialmente si los supuestos representantes (partidos y sindicatos) que deberían defender a la ciudadanía están, en el mejor de los casos, ausentes si no directamente comprados a bajo precio. Habrán entendido, en definitiva, que sin una adecuada aplicación de la fuerza y la barbarie policiales no se podrá continuar tomando y aplicando decisiones de este calado. La obediencia basada en relatos no da más de sí. Y ahora parece que han dado un paso más en su análisis: se empieza a vislumbrar que la escalada de violencia policial provoca, además de miedo, frustración y odio, una escalada en la protesta.

La forma de proceder, por tanto, está clara: si la ciudadanía desobedece cuando no se autoriza una manifestación y ya se ha abusado del uso de la fuerza demasiado, la solución no consiste tanto en perseguir y castigar a quienes salen a la calle como en impedir directamente que salgan a la calle o en garantizar que lo hagan en condiciones humillantes. Es en esta dirección en la que apuntan altos miembros de gobierno mientras buena parte de la oposición mira hacia otro lado. Sin ir más lejos, Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, entiende que las manifestaciones “provocan molestias”, especialmente a los “comerciantes de la zona”, y que hay tantas manifestaciones que “habrá que regularlas”.

Los que se creen dueños (o futuros dueños) del poder pueden carecer de muchas cosas, pero astucia no les falta. Invirtiendo los términos de la realidad, señalan las manifestaciones como un factor espontáneo, caprichoso, apolítico (y por tanto económico), generador de problemas. Mediante estas palabras, a priori tan inocentes y tan respetables como cualquiera, se está convirtiendo en nada, en pura molestia o incapacidad intelectual, los motivos que generan esa respuesta popular consistente en tomar las calles. Así, el problema no es la pérdida de derechos, ni los recortes sociales, ni la represión y el gasto policiales, ni la deuda ilegítima con la que se nos ha cargado al conjunto de la ciudadanía, ni que se valore la política y la ética en términos económicos... “Queremos hacer de la ciudad de Madrid el lugar donde sea más fácil abrir un negocio”. Traducción: los empresarios ya no se sienten seguros y exigen, además de la constitución, el orden en las calles. La calle no puede ser utilizada para protestar a determinadas horas porque esas son horas de consumir. Y ete aquí la cuestión desnudada: las personas sin más “propiedad” que su fuerza de trabajo no son ciudadanas, son consumidoras.

Ha llegado, por tanto, el momento que tanto temíamos: no les basta con manejar el poder, diseñar las normas arbitrarias que hacen pasar por leyes ni reprimir a los que protestan. El capital exige el orden (la paz del imperio) y el espacio: que las manifestaciones, si no pueden evitarse, no se oigan, no se vean y no se sientan; pero sobre todo que no molesten al propietario del McDonalds, el auténtico ciudadano en las democracias capitalistas,la única voz que merece escucharse desde el poder y los medios de comunicación afiliados. Que no salgan las cargas policiales en la televisión porque “dan mala imagen al país”. Utilitarismo y falta de ética en grado extremo: no importa la realidad, solo la imagen que se tiene de ella en los centros económicos, que son los que imparten bendiciones y maldiciones. Esto es especular con un país entero (un país que ya no es un país, sino un producto más). Me pregunto quiénes son los “radicales” o “extremistas”. Pero sobre todo no puedo dejar de hacerme esta pregunta: ¿cómo hemos llegado a la situación en que palabras así no implican un rechazo social masivo y una dimisión inmediata, sino más bien lo contrario (aceptación, comprensión) en buena parte de la sociedad? O despertamos y recuperamos una normalidad razonable o nos acabamos de hundir. Si le quitan el significado a la palabra manifestación, ¿qué nos quedará?