viernes, 13 de abril de 2012

La gran ofensiva


Cuando el gobierno del PSOE, de la mano del PP, reformó la constitución el año pasado, la mayor parte de las personas que tenemos una mínima conciencia política no pudimos evitar hacer reflexiones como “Si les regalamos la constitución a los bancos y especuladores, si establecemos en la norma suprema que tiene prioridad pagar a la banca sobre la educación, la sanidad, el trabajo o el derecho a una vivienda digna, ¿qué nos hace suponer que se conformarán con ello? ¿Cómo nos pueden decir que se acabarán todos los problemas con la reforma de la constitución, que los mercados dejarán de especular con nuestra deuda y se atendrán a razones?”


Evidentemente, la reforma constitucional fue solo una parte del principio, la forma en que nos han depositado al comienzo de una pendiente resbaladiza al grito de “¡quien caiga es que lo merece!” Cuando aquellos que representan a los mercados, aquellos que tienen el suficiente capital para influir de forma determinante en las condiciones de vida de las demás personas, consiguen algo tan importante como poner determinados intereses privados por encima del interés público (lo que incluye: Derechos Humanos, Estado de Derecho, justicia, igualdad, fraternidad, libertad, etc.) y lo hacen con sencillez, sin que la sociedad responda como es debido para impedirlo, parece lógico esperar nuevas ofensivas en esta dirección. De hecho, es claro y evidente: si todo gira en torno al cálculo, en torno a la cantidad de beneficios que se pueda extraer de una determinada actividad, no hay nada bueno ni malo, solo nos queda el criterio de la rentabilidad. Las cosas (actividades, empresas, personas, naturaleza) son rentables o no lo son y nada más. Si la sociedad acepta perder todo lo que ha costado siglos construir sin plantar cara, en nombre de la rentabilidad, la competitividad o el crecimiento económico, ¿por qué no iban a dar más pasos aquellos que quieren reconquistar los privilegios?


Obedientes ante sus inversores, el PSOE y el PP han aceptado esta lógica hasta las últimas consecuencias: ayer les regalamos a los tiburones nuestra constitución. Fue tan sencillo, que los tiburones, que no son tontos, han olido una nueva oportunidad. Si resultó tan fácil hacer algo tan grave como supeditar todos los derechos a la banca y demás especuladores, si además es la presunta izquierda quien inicia ese camino, ¿cómo no iban a exigir más y más? Recortes en educación, en sanidad, en ayudas, en becas, aumento de la edad de jubilación, eliminación del convenio colectivo... Como no somos capaces de defender lo que es nuestro por derecho, otras personas, mucho más poderosas que cualquier ciudadano o ciudadana, lo convierten en suyo por apropiación mediante el chantaje: si no me das esto despediré a gente, o me llevaré mi dinero a otro país que me ponga menos pegas, o deslocalizaré la empresa allá donde no existan derechos laborales, etc. Con los argumentos de la libertad (del empresario) y la competitividad, someten nuestros derechos al dictado del capital, es decir, a la lógica mercantil, a perseguir el máximo beneficio por encima de cualquier interés puramente humano.


Cuando se aprobó la reforma de la constitución, muchas personas nos preguntamos qué sería lo siguiente, no nos ha sorprendido lo más mínimo que luego se prohíba el aborto, se asocie a las mujeres de nuevo a la naturaleza y a la función reproductiva, hagan una reforma laboral digna del siglo XIX o de la etapa del fundamentalismo neoliberal a la Pinochet en Latinoamérica, se privatice todo aquello que se considere rentable y esté en manos del Estado, se ahogue poco a poco los campos de la sanidad y la educación pública, etc. Cuando a alguien que tiene un hambre insaciable le das la mano te cogerá el brazo; si no planteas resistencia, te cogerá también el torso, y la tripa y los brazos y las piernas. Esto es una prueba más de que no vivimos realmente en un Estado de Derecho, sino en un Estado de Permiso: resulta que todos y cada uno de nuestros derechos dependen de que Estado y grandes empresas los permitan. Es decir, no estamos hablando de derechos desde el momento en que no se aprecia un cambio de poder: si el Estado o las empresas tienen el poder de decidir si las sociedades tienen derecho o no a una sanidad pública, de lo que estamos hablando es de que durante un tiempo, hasta que se cansen, tanto los grandes capitales como el Estado que está a su servicio nos permiten disfrutar de algo público. Es esta capacidad de decidir cualquier cosa lo que impugna la idea de que vivimos en un Estado de Derecho, porque si así fuera, no solo se trataría de cumplir con los derechos ya reconocidos, sino que estos serían intocables, algo que está decidido de antemano, algo que se tiene que respetar en cualquier situación y sea quién sea el que gobierne. Esto no es baladí: la legitimidad del Estado y de cualquier partido con pretensión de gobernar depende enteramente del cumplimiento, protección y fomento de estos derechos. El Estado no tiene razón de ser, no es legítima su existencia si no es para hacer que se cumplan, lo que incluye garantizar las condiciones materiales para que sean efectivos, es decir que además de hospitales públicos debe existir una dotación presupuestaria adecuada para que puedan ejercer su función. Por mucho que al señor Montoro le parezca que 7.000 millones de euros menos no van a repercutir en la calidad de la sanidad, es cuestión de tiempo comprobar los efectos de estrangular económicamente un servicio público: mañana lo señalarán como ineficaz e ineficiente, lo privatizarán y con ello venderán (o regalarán) la poca legitimidad que le queda al Estado y a sus dos posibles gobiernos.


El Estado de hoy no es otra cosa que un agente privado al servicio de los grandes capitales. Mediante la extorsión, la especulación, el chantaje, la desinformación y la fuerza bruta, se ha conseguido privatizar el Estado de forma definitiva. Ahora la policía en una huelga no está para evitar conflictos o detener a quién ejerza la violencia, sino para garantizar que el Carrefour y el Corte Inglés se abran, no les veremos perseguir porra en mano a los empresarios que amenazan a sus trabajadores con no renovarles su precario contrato de tres meses si hacen la huelga. La justicia también es sustituida por el criterio de la competitividad y el crecimiento económico, es decir, por la lógica mercantil.


Pero la ofensiva de los tiburones y los vampiros no acaba aquí. Como si del “Talón de Hierro” se tratase, el Estado se ha quitado la máscara y se ha posicionado definitivamente: ya no basta con sustituir las leyes por normas arbitrarias dictadas, no por la voluntad general, sino por aquellos que el sistema socio-económico convierte en poderosos, sino que también se ha comenzado a desmontar activamente toda aquella institucionalidad paralela de la que la sociedad ha sido capaz de dotarse a sí misma al margen de los poderes públicos y privados. Así, la reforma laboral limita la ya paupérrima situación de los sindicatos y la negociación colectiva. Los sindicatos mayoritarios, ya absolutamente desprestigiados por su negativa a la lucha política, ven como aquellos que les dan de comer reducen todavía más su papel en la sociedad.


Esto, claro, tiene sus riesgos: a medida que la vieja institucionalidad obrera es derribada, basta que exista un mínimo de conciencia política para que surja otra cosa. Así surgió la “spanish revolution”: fue fruto (entre otras cosas) de la toma de conciencia de que pese a que vivimos en un sistema representativo, por mucho que votemos, por mucho que nos afiliemos a sindicatos, no encontramos a nadie que nos represente. Por eso, miles, incluso millones de ciudadanos y ciudadanas, tomaron las calles y decidieron representarse a sí mismos. Esta nueva forma de institucionalidad asamblearia, que se deja ver e invita a los y las demás a tomar las riendas de nuestro destino desde las plazas públicas, también debe ser despedazada, si no por lo que es, por lo que en potencia puede llegar a ser. En esta dirección apuntan medidas como la de considerar la resistencia pacífica (por ejemplo, sentarse en el suelo para cortar el tráfico unos minutos) un atentado contra la autoridad (el equivalente a coger un adoquín del suelo y partirle la cabeza a un mercenario antidisturbios).


Celebrar una asamblea en Sol (¿o debería decir la Plaza Galaxy Note? Ahora las empresas también pondrán nombre a los lugares públicos, por lo que parece; no andaban nada desencaminados en “El club de la lucha” cuando aseguraban que serían las multinacionales las que pondrían nombre a los objetos del universo: “la galaxia Microsoft, el planeta Starbucks”...), podrá ser considerado como pegar a un policía. El mensaje y la intención son claros: escondeos como antaño los cristianos en las catacumbas, porque la calle no es vuestra, ciudadanos y ciudadanas, es del capital. Y guardaos muy mucho de que vuestra institucionalidad paralela, no dependiente del Estado ni de alguna empresa, adquiera mayores proporciones, porque si pasa del puro espectáculo os aplicaremos... la ley antiterrorista. Otra de las medidas estrella que prepara este gobierno es la de poder aplicar las leyes antiterroristas que ya se aplican a determinadas movilizaciones en el País Vasco a cualquier manifestación “antisistema” (anti-su-sistema) en cualquier lugar del Estado español. Esto significa que por hacer una pintada inconveniente o por inutilizar un cajero automático, las personas que escoja la policía de entre los manifestantes pueden acabar siendo tratados casi como si hubiesen intentado de colocar una bomba. El criterio de proporcionalidad por los suelos, pero así se genera confianza en los mercados: si ya exigieron nuestra constitución, ¿por qué no exigir ahora la paz romana, el orden en las calles, la silenciación y criminalización de la protesta? Ya que no pueden atacar el mensaje porque hasta los beneficiados de esta crisis saben que es algo injusto, algo intolerable, lo que hacen es atacar al mensajero: criminal, terrorista, violento, antisistema, descerebrado manipulado por los rusos o lo que sea.


Resulta de lo más sorprendente: un movimiento tan pacífico como el del 15M, que ha demostrado su civismo incluso en las situaciones más complicadas, que ha condenado la violencia en todos los sentidos (desde la patronal hasta la física), ha provocado que el gobierno cambie la ley para “proteger” a la sociedad (entiéndase los negocios) de la violencia. Es otra muestra de totalitarismo: como cuando mantuvieron el alumbrado público encendido durante la huelga para que no descendiese el consumo eléctrico (no olvidemos el gasto que supone en tiempos de crisis, para eso sí hay dinero, por no mentar los problemas que plantea desde el punto de vista del impacto en el medio ambiente), mediante la creación de leyes que limitan derechos el gobierno actual pretende construir la realidad, algo muy distinto a simplemente mentir. Cuando el día de mañana una lata vacía de cerveza golpee un escaparate en una manifestación, nos llamarán terroristas y toda reacción de la policía estará justificada de antemano (incluida la desaparición durante 72 horas). Cabe decir, por otra parte, que se trata de una actitud muy coherente, como el aumento de la dotación policial. Ante actitudes totalitarias, lo que cabe esperar son reacciones desesperadas. Y ante la previsión de medidas desesperadas, lo que cabe hacer es aumentar la dotación policial y garantizar su efectividad a la hora de reprimir. La hipocresía está a la orden del día: en el País Vasco, acaba de morir una persona por el impacto de una pelota de goma disparada por la policía, lo que se conoce como “munición no letal”. La culpa, por supuesto, es del azar y del joven, porque la trayectoria de la bala “es errática” y el joven no tenía por qué estar allí agrediendo a la policía. Como en Valencia: la culpa de la violación la tiene la violada, que andaba provocando.


Aún hay más: también se pretende inculpar de delito a aquellas personas que, a través de la red, convoquen una manifestación violenta. Parece lógico, salvo porque no lo es. Cuando alguien convoca una manifestación en las redes de Internet no lo hace incitando a la violencia, la violencia surge durante la manifestación, normalmente gracias a la actividad de la policía, que se dedica profesionalmente a la violencia “liberados” de la ética (solo cumplen órdenes). Esto significa que, si la policía carga en una manifestación y en respuesta les cae alguna piedra, alguna botella, se podrá detener también a los convocantes de esa manifestación, aunque no tengan nada que ver con el estallido de la violencia. Objetivo: cubrirse legalmente cuando sea necesario detener a determinadas personas que, bien por su notoriedad, bien por su capacidad de movilización, supongan un estorbo para el avance del capital.


Por otra parte, creo que hoy por hoy todo el mundo tiene claro que una empresa es una institución privada, es decir, es una institución que persigue los intereses de quienes la poseen y cuyos beneficios son para sus propietarios. Ahora bien, en un sistema corrupto en el sentido aristotélico, donde no se distingue entre lo público y lo privado, lo que nos deja a merced de los tiranos (uno o varios), se nos dicen cosas como que el hecho de que en Argentina se haga cumplir la ley y, si así lo deciden los órganos competentes, se re-nacionalice la petrolera YPF, hoy filial de Repsol, es como un acto hostil contra España. Que Repsol viole sistemáticamente las leyes argentinas no parece motivo suficiente para aceptar algo así como que la sociedad argentina quiera controlar sus propios recursos. De repente, nuestro gobierno, también filial de Repsol, aparece no para apoyar al gobierno argentino, por ejemplo, presionando a Repsol para que respete los acuerdos a los que llegó cuando se privatizó YPF, sino que aparece para, con lenguaje pre-bélico, amenazar al gobierno argentino en nombre de toda España. Se nos está diciendo que los intereses de Repsol (por ejemplo, echar a miles de indígenas de determinadas tierras para poder contaminarlas a placer mientras extraen petróleo que venden fuera del país), son los intereses de España. Se nos dice que los intereses de un grupúsculo de accionistas y ejecutivos son nuestros intereses, el de la ciudadanía en general. Como pese a que se privatice, el Estado sigue teniendo una función pública, lo que significa todo esto es que el gobierno nos hace cómplices de las barrabasadas que comete Repsol en Argentina, nos hace cómplices a todos y todas de la presión y el chantaje al que se quiere someter al gobierno y a la ciudadanía de allá para beneficiar a los peces gordos de acá. Vivimos en un sistema en el que la corrupción no solo está generalizada, sino que se pretende ley, simula que tiene forma de ley, simula que tiene que ver con la voluntad general y no con la decisión arbitraria de unos pocos presionados por otros pocos.


Mientras, nos encontramos con otra situación curiosa: a la par que el gobierno nos trata de convencer que los intereses de los tiburones más gordos son los intereses de los peces pequeñitos, una serie de “disidentes” cubanos que el gobierno anterior acogió encantado, han sufrido en un corto periodo de tiempo un cambio bastante interesante: de odiar con estómago e imaginación al gobierno cubano, culpable de todos sus males, pasan a pedir auxilio en España. Con la crisis, les quitaron las ayudas y de repente, se tienen que enfrentar a la cruda realidad: aquí no hay un Estado que te garantice vivienda, alimentación y trabajo (pronto tampoco educación ni sanidad), lo que sí encontramos es un Estado que construye muros y leyes de extranjería, que pone trabas para convalidar los títulos que legítimamente adquirieron en Cuba, que mira para otro sitio si nadie les quiere dar trabajo y se quedan en la calle, sin dinero ni para comer. Estas personas, que creían escapar del infierno, se han metido de lleno en él y ya no hay marcha atrás: después de todo lo que organizaron, ¿cómo van a volver a Cuba? Han sido proletarizados... bienvenidos al capitalismo: ese sistema que genera empresarios y capitales “libres” (pueden hacer lo que quieran si tienen los recursos suficientes) y ciudadanas y ciudadanos “liberados” (liberados de toda propiedad, de todo derecho, de dignidad...).


lunes, 9 de abril de 2012

El zorro y el vampiro cuidan del gallinero.

Uno de los pocos productos televisivos que atraen mi atención en un sentido positivo es, desde hace varios años, una serie llamada “Futurama”. Centrada en un mundo futuro, a veces tan absurdo, a veces tan realista (o quizá precisamente realista en tanto que absurdo), narra la historia de un grupo de compañeros y compañeras de trabajo que se dedican a la mensajería intergaláctica. De las formas más sorprendentes e inverosímiles, esta serie practica sagaces y sangrantes críticas sobre nuestra sociedad presente, especialmente la norteamericana.


En uno de los capítulos más memorables, nos encontramos con que los protagonistas celebran lo que ha dado en llamarse “el día de la Libertad”. Entre varios personajes nos explican en qué consiste exactamente: se trata de un día festivo a nivel global en el que, en nombre de la libertad se puede hacer, aparentemente, lo que se quiera, como si no hubiese repercusiones por sus actos.


Esto es lo que ocurre, como digo, en apariencia. Porque en realidad, aunque se dice que todo el mundo disfruta de la misma manera y por igual el día de la libertad, es decir, haciendo lo que cada cual quiera, no es exactamente así. Dos sucesos que tienen lugar más bien al principio del episodio llaman especialmente mi atención en este sentido. El primero tiene lugar cuando los protagonistas acuden a una especie de desfile conmemorativo del día de la libertad. Para poder situarse en primera fila y ver bien el desfile, como ya hay mucha gente aglomerada, hacen uso de uno de sus compañeros, Bender, un robot, al cual vemos con un parachoques de los que utilizaban los trenes a vapor. Todos se sitúan detrás de él y este, gracias a su fuerza y peso, ayudado además por el parachoques del tren, solo tiene que andar en línea recta entre o sobre los ciudadanos y ciudadanas que ya se encuentran allí para ir desplazándolos o incluso arrollándolos y poder acceder así a la primera fila del espectáculo. Pero justo con el último obstáculo con el que se encuentra el robot (una mujer nada prevenida de lo que se le viene por la espalda) ocurre lo inevitable: ella cae a un lado exclamando “¡Ay, me has roto el tobillo!”, ante lo que Bender responde en un tono de absoluto desdén: “Libertad”.


El segundo suceso tiene lugar poco después, cuando el presidente del planeta (la cabeza de Nixon) se dirige a miles de personas para realizar lo que parece ser el clásico discurso presidencial del día de la libertad. Entonces dice algo muy interesante: “[...] gozamos tanto de la libertad que hasta es vomitivo. Podemos elegir dónde implantarnos el chip de monitorización sexual y si no pagamos los impuestos, ¡leñe!, somos libres de pasar dos días con el monstruo del dolor”. Y más adelante, mientras lanzan fuegos artificiales, sigue: “Por cierto, los festejos del día de la libertad son cortesía de Ceras Restauradoras Shankman, para restaurar lo que sea piensen en Shankman”. El público grita al unísono “¡Bien!”. Nixon retoma la palabra: “Nuestro planeta ha sufrido mucho el año pasado: guerras, sequías, escándalos políticos. Sin embargo no olvidamos las cosas realmente importantes... ¡las chocolatinas Charleston!”. (Por cierto, no estaría mal destacar que Fry, ese personaje que nació en el siglo XX pero que ahora se encuentra, por motivos que no vienen al caso, viviendo en el futuro, en el momento más patriótico-bochornoso del discurso de la cabeza de Nixon, se gira al público y señalando advierte: “¡Comunista el primero que se ría!”).


De estos dos fragmentos podemos extraer varias reflexiones muy fructíferas y reveladoras. Lo que se puede apreciar desde el principio es que no todo el mundo puede disfrutar de la misma manera de la libertad. En principio parece lógico: si la libertad es que cada cual haga lo que quiera sin limitaciones más allá de sus propias capacidades, sin interferencias externas de ningún tipo, cabe suponer que ese día el fuerte podrá pegar al débil, el grande podrá pisar al pequeño, el gordo podrá comerse al flaco, el robot podrá arrollar la masa. Que no lo hagan es simplemente una cuestión de voluntad, porque ese día nadie les va a impedir que hagan lo que se les antoje. Por eso Bender, que es un robot pero aún así autónomo, pues cuenta con una avanzada inteligencia artificial que le permite elaborar juicios independientes y tomar sus propias decisiones, que es capaz de aplastar masas de gente sin abollarse, ese día simplemente tiene que decidir arrollar para hacerlo. Y si alguien le dice algo porque (inevitablemente) una de sus acciones ha repercutido en otras personas, no hay más que recordarle a esa persona afectada en qué mundo vive: el de la libertad (así entendida). El derecho de Bender a arrollar si así lo decide prima sobre el tobillo roto de la ciudadana herida, porque ella era absolutamente libre de apartarse igual que era libre de quedarse y sufrir las consecuencias, nadie le ha obligado a intentar frenar unas cuantas toneladas de metal empeñadas en avanzar sobre ella.


El discurso del presidente Nixon nos lleva a otro plano, porque su discurso está absolutamente atravesado del día antes y del día después del día de la libertad, es decir, de la normalidad, lo que pasaba antes y pasará después de ese día. Al principio del capítulo se nos dice que la humanidad es fantástica porque a nadie le importa lo que haga o le pase al prójimo, lo que permite una libertad amplísima. Nixon no puede estar más de acuerdo y nos desvela en muy pocas palabras que esa libertad del día a día no es muy diferente a la que se está practicando el propio día de la libertad (al menos en el sentido de abstraerse de las consecuencias de los actos “libres”), el razonamiento es sencillo: alguien ha decidido que debemos llevar un chip de monitorización sexual, alguien más fuerte, o más gordo, o más alto que los individuos que componen la ciudadanía. Puesto que somos incapaces de oponernos a esa fuerza porque no somos más que individuos libres (y hay que aceptar que los gordos, grandes, altos y fuertes ejerzan su libertad), la libertad, que nunca queda eliminada del todo, queda limitada a elegir dónde nos implantamos ese chip. Como al fin y al cabo sigue existiendo la capacidad de decidir, podemos afirmar que somos libres y gozamos tanto de ello que resulta hasta “vomitivo”.


El discurso de Nixon, si bien es breve, aún es capaz de desvelarnos más cosas sobre ese mundo futuro, aparentemente tan absurdo, pero sospechosamente parecido al nuestro. El presidente, después de una pausa publicitaria para recordarnos qué entidad privada ha invertido más en los festejos, hace un pequeño balance del año y revela qué le espera a la población al día siguiente: ha habido guerras, sequías y hambrunas, pero nadie debe olvidar lo verdaderamente importante, las “chocolatinas Charleston”. Al día siguiente, lo que le espera a esa población, es el mismo principio de libertad, pero institucionalizado. Los grandes capitales vertebran hasta tal punto el discurso del presidente, suponemos que la figura principal del gobierno mundial, que no tiene ningún reparo en desvelar públicamente qué es más importante: la libertad de los grandes, fuertes, altos y gordos para pisar, pegar, comer o forzar a los pequeños, delgados, débiles y bajitos prima sobre todo lo demás. En otras palabras: entre fervor patriotero y apología de esta forma de entender la libertad, Nixon recuerda al globo entero que mañana no serán más individuos libres que actúan en función de sus capacidades (lo que parece ser la nota distintiva del día de la libertad, además de ser festivo), sino que volverán a ser consumidores, trabajadores y empresarios, dueños y desposeídos, unidos únicamente por el nacionalismo y el concepto de la libertad. Al día siguiente, cada cual dejará de tener la libertad que le brindan sus propias capacidades y volverá a tener la libertad que le impone un sistema social concreto, el capitalista, en función de la posición que ocupe dentro del mismo, del rol que juegue en él. Al día siguiente, cuando acabe el día de la libertad, el más fuerte, alto, grande y gordo no será el que tenga más músculo, tripa, altura o fuerza, sino el que tenga más capital. Sin embargo, lo que desde luego no habrá cambiado en ningún momento es el concepto de libertad. Este sigue siendo el mismo: que cada cual haga lo que le parezca, que firme los contratos que se le antojen, que el que pueda ofrezca las condiciones de trabajo que le resulten más rentables. Si el único valor que se tiene que defender es el de la libertad, si excluimos otros valores como la igualdad y la fraternidad, si estos no tienen cabida en un mundo donde resulta esencial y necesario que los trabajadores no se organicen como fuerza colectiva sino que respondan como individuos aislados, empezaremos a ver claramente que no hacemos otra cosa que reproducir la ley del más fuerte.


Dicho de otra forma: por mucha democracia que tengamos a nivel político, de nada nos sirve si a nivel civil seguimos estando dominados por monarcas absolutos, sean estos empresarios, accionistas, consejos de dirección o encargados o delegados del jefe. De nada nos sirve sentirnos iguales ante la ley si el día a día imposibilita material y socialmente esa igualdad. De nada nos sirve democratizar un ámbito de la vida social, el político, y dejar el ámbito económico y el familiar a su libre albedrío, es decir, a merced del más fuerte, del más grande o del más gordo. De nada nos sirve la política si esta es incapaz de actuar allí donde es necesaria, de nada nos sirve la democracia si hay personas o grupos de personas que pueden decidir al margen de esta o incluso orientarla, dirigirla y secuestrarla para mantener o ampliar los márgenes de beneficio y sus privilegios.


La libertad que defiende la cabeza de Nixon, así como la que defiende el capitalismo hoy, es la libertad del capital. La capacidad para quien lo controle de dictar las reglas del juego, no ya para si, sino para todos los demás. Pero esto no es otra cosa que defender la libertad del patriarca, el cabeza de familia, para decidir el destino de su mujer, hijos e hijas. El patrono (adquiera la forma que adquiera y sea un solo individuo o varios) queda convertido así en el patriarca de la empresa, es investido del poder de un monarca absoluto cuya pretensión es, desde su posición de seguridad y superioridad, negociar “en libertad e igualdad” uno a uno con sus trabajadores. Se crea la ficción jurídica de que quienes solo tienen su fuerza de trabajo son propietarios de algo, como el que posee la empresa, por lo que, en condiciones de igualdad y libertad, uno como demandante y otro como ofertante, negocian un contrato que si no satisface a una de las partes no se firmará. Así, parece que cuando el hambre aprieta y el gran número de parados ayuda al empresario a reducir salarios y derechos conquistados durante décadas de luchas, puesto que nadie obliga a nadie a trabajar y no morirse de hambre, se puede decir que un contrato de explotación cuyo origen está en la diferencia de posiciones que se ocupa en la jerarquía social, es libre y se ha hecho entre iguales.


Si la cabeza de Nixon y los tecnócratas que hoy nos gobiernan tienen razón y eso es la libertad, si solo una cuarta parte (siendo muy generoso) de la humanidad está destinada a gozar de la libertad y al resto nos queda la ficción jurídica de la libertad (o a sufrir la libertad del cuarto que puede permitírselo), no tardaremos en enfrentarnos a decisiones como la de dónde implantarnos el chip de monitorización sexual o monitorización de consumo, por si no compramos nada durante más de cuatro horas. Alguien más fuerte, más grande y más gordo que el resto de la ciudadanía dictará estas órdenes al poder político que, como viene ocurriendo desde hace más de un siglo con contadas y normalmente trágicas excepciones, se ha convertido en uno de los máximos representantes de los intereses empresariales, que no de la voluntad general de los ciudadanos y ciudadanas. El proceso hace tiempo que ha comenzado: tanto PSOE como PP nos están acostumbrando a una serie continuada de pequeños auto-golpes de Estado en función de qué dicen necesitar banqueros y especuladores por un lado, la UE, el FMI y el BM por otro. En nombre de la libertad y libremente, los representantes españoles deciden otorgar más libertad todavía a quienes nos han puesto, una vez más, la soga al cuello: los zorros cuidan del gallinero en nombre de los tiburones. Si al comienzo de la crisis nos decían que teníamos un problema con determinados bancos “demasiado grandes para caer” sin incurrir en un grave riesgo sistémico, la solución que se practica es la privatización de las cajas de ahorro y la fusión de distintas entidades bancarias: para destruir un golem creamos uno más grande. Esto y no otra cosa es el totalitarismo: si la medicina falla, si la medicina se ha convertido en enfermedad, la única salida es aplicar más de la misma medicina. No hay alternativa, nos dicen.


Pero, si la ideología hegemónica de hoy, que parece que inevitablemente nos lleva hacia el mundo de Futurama (uno, grande y libre), está tan empeñada en desmontar el Estado, ¿qué pinta la cabeza de Nixon? ¿Por qué sigue existiendo un poder político dentro de mil años? Muy sencillo: porque no se pretende desmontar todo el Estado, solo la rama social, solo aquellas partes que obstaculicen la ley del patriarca en la economía. De donde no se pueda obtener beneficios o no merezcan la pena, allí debe estar el Estado. Pero aún más importante: desmontar el Estado de Bienestar no se hace sin más, a golpe de tinta y discursos parlamentarios. Para desmontar los logros sociales que han costado sangre y fuego arrancar a los poderosos es necesario aumentar el poder del Estado en determinados campos, como es el policial. No hay más que verlo: en España, ante los mayores recortes sociales y de derechos de la historia democrática, paralelamente hemos alcanzado una cifra récord en personal policial, nunca tuvimos tanta policía ni tantos antidisturbios. En Estados Unidos, el gasto penitenciario es superior al gasto en educación en cada vez más Estados. Y es que resulta extremadamente difícil “convencer” a cualquier población de que deben aceptar la injusticia como algo inevitable. Por eso no deja de resultar paradójico que el día de la libertad en Futurama sea como un día sin normas, sin leyes: es como celebrar la ausencia de lo que genera las condiciones para que el capitalismo funcione, es decir, un Estado que obligue mediante sus leyes y el uso legítimo de la fuerza a defender antes la propiedad que a las personas (lo que, por otra parte, fue fácil de comprobar en las cargas policiales durante la última huelga general: no dejará de sorprender cómo un Carrefour ha de blindarse de policías armados hasta los dientes ansiosos por darle a la porra para que, con cuentagotas, pasen algunos clientes). Es como si las leyes fuesen un estorbo para la libertad, cuando lo que se supone que se celebra es que se cuenta con un sistema normativo que la garantiza. La misma paradoja se da entre aquellos neoliberales que, cegados por su ideología, pretenden algo así como la desaparición del Estado o su reducción hasta la absoluta incapacidad, la eliminación toda interferencia pública en la vida económica, ignorando que lo primero que van a necesitar para llevar a cabo sus experimentos es más policía, más bayonetas, más leyes que protejan las antiguas y las nuevas formas de propiedad.


La amnistía fiscal que el gobierno pretende aprobar para atraer fondos es otra clara señal: la ley definitivamente se ha convertido en una tela de araña donde solo caen las moscas pequeñas, mientras que las grandes y fuertes pueden atravesarla. Sale rentable violar la ley para el que tiene capital, porque en nuestro mundo, cada vez más parecido al de Futurama, no son la ley y la razón las que gobiernan, sino la tiranía y las decisiones arbitrarias de unos pocos patriarcas que han adquirido tanto poder que son capaces de secuestrar, atacar y desangrar sociedades enteras de un día para otro en nombre de la libertad. En nombre de su concepto de libertad, la injusticia se convierte en ley por un módico precio, eso sí, porque como en Futurama, si alguien tiene dinero es porque se lo merece, porque es un “winner”. Y viceversa, quién no lo tiene, es porque no se lo merece, porque es un “loser”.


Ya lo dijo Renan (“Diálogos filosóficos”): "Lo esencial no es tanto producir masas ilustradas, cuanto producir grandes genios y un público capaz de comprenderlos. Si la ignorancia de las masas es una condición necesaria de esto, tanto peor. La naturaleza no se detiene ante tales escrúpulos; sacrifica especies enteras para que otras hallen las condiciones esenciales de su vida […] La muchedumbre debe pensar y gozar por procuración [...] La masa trabaja; algunos cumplen por ella las superiores funciones de la vida; ¡eso es la humanidad! [...] Unos pocos viven por todos. Si quisiera cambiarse eso, nadie viviría". La democracia y el capitalismo están reñidos, la democracia de verdad es antieconómica, es imposible, es anitnatural. Boissy d'Anglas, en 1795, también lo vio claro: “Tenemos que ser gobernados por los mejores; los mejores son los más instruidos y los más interesados en el mantenimiento de las leyes. Ahora bien; descontadas algunas excepciones, no hallaréis hombres así sino entre quienes gozan de alguna propiedad, los cuales se adhieren al país en la que ésta se halla, a las leyes que la protegen, a la tranquilidad que la conserva, y deben a esa propiedad y a esa holgura que ella proporciona la educación que los ha hecho capaces de discutir, con sagacidad y precisión, sobre las ventajas y los inconvenientes de las leyes que determinan la suerte de la patria […] Un país gobernado por los propietarios está en el orden social; uno gobernado por los no propietarios [la democracia] es el Estado de naturaleza.”


El mundo de Futurama, así como el nuestro, es el mundo en el que no solo los gordos tienen derecho a comerse a los pequeños o el grande a tirar por los aires a los enanos. Es el mundo donde, en base un concepto totalmente interesado de la libertad se dice que los pequeños tienen derecho a ser comidos por los gordos, que los enanos tienen derecho a ser lanzados por los grandes. Eso no es Libertad, evidentemente, aunque sí que es la libertad de unos pocos. Pero se trata de una libertad vampírica, una libertad que consiste precisamente en en impedir que la tengan las demás personas. Es importante, pues, tener claro que si hablamos de libertad, definamos como la definamos, necesariamente tenemos que hablar de igualdad, de hermandad (en un sentido opuesto al mundo patriarcal, dentro y fuera de la familia) y de justicia. Es importante combatir esa línea de la ideología hegemónica que se empeña en negarnos la mayoría de edad, en impedirnos ser libres y tomar las riendas de nuestro destino, por miedo a perder sus privilegios, por miedo a que democraticemos no ya seriamente el mundo de la política, sino también el de la economía, el mundo privado. Si no queremos encontrarnos mañana definitivamente en el absurdo mundo de Futurama, lanzando cubos de hielo cada vez más grandes al océano para evitar el calentamiento global, tendremos que acabar con todos los tiranos, no solo los que se dejan ver en el campo de la política. Es la ciudadanía la que debe escoger el camino utilizando la razón, no los inversores privados que utilizan el cálculo.


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