jueves, 16 de junio de 2011

Reflexión poco conclusiva acerca de la violencia y el 15M.

Desde hace más de un mes, un numerosísimo grupo de ciudadanos y ciudadanas hemos trasladado la indignación a las calles. Cansados de estar condenados a la minoría de edad, jóvenes y adultos de distintas ideologías nos hemos unido para decir basta. Queremos recuperar el lugar que nos corresponde en una democracia: el centro de la vida política que hoy está ocupado por distintos tronos, templos y mercados. No solo es nuestro derecho, también es nuestro deber: una actitud (como hasta ahora) pasiva ante la política nos condena a todos y todas, nos impide tomar las riendas de nuestro destino, se las regala a quien esté dispuesto a manejarlas en nuestro nombre.

Desde las asambleas planteamos una refundación de la sociedad y la política en la que no se acepta nada como inviolable, ni si quiera los más grandes y sagrados fetiches de liberales y demócratas a la occidental. Puede que en el mes que tiene de vida el movimiento no haya planteado todavía La Solución (quizá si nos dan 30 años como a la casta política...), pero lo que desde luego sí hemos conseguido, con creces, es desbrozar el camino para ella. Las asambleas, comisiones y grupos de trabajo dejan en suspenso las leyes de la representación, acercan el poder a la ciudadanía hasta casi convertirlo en algo palpable. El mensaje es claro: ante la corrupción y decadencia de un sistema político-económico falto de ética, tiránico, propio del siglo XIX, declaramos abiertamente que la voluntad del pueblo (voluntad discutida, voluntad racionalizada y consensuada) tiene que hallar la forma de imponerse. Le hemos robado a las elecciones el protagonismo del proceso político. Es por esto por lo que la casta de "representantes" tiembla: las elecciones no pueden desempeñar un papel secundario que se limite a confirmar lo que piensa la ciudadanía, sino que han de ser, como dicen Aguirre y Zapatero, el medio exclusivo a través del cual se manifiesta la ciudadanía. Si ciudadanos y ciudadanas toman el control de las decisiones colectivas que les afectan, el papel protagónico de lobbys y partidos políticos quedará, evidentemente, desplazado. Están condenados: estamos rescatando la política de la muerte propiciada por la mercantilización. Ni la política ni la ciudadanía somos mercancías que se puedan comprar y vender.

Lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿alguien piensa que existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que esta gente, esas castas que se sitúan por encima de la ley (a nivel político o económico), se dejen arrancar los privilegios sin presentar batalla, sin recurrir a todas las armas de que dispongan? ¿Ha ocurrido alguna vez en la historia de la humanidad? ¿Tenemos algún motivo basado en la experiencia para creer que es posible una revolución sin violencia? No. Hasta el gran mito de la "lucha pacífica", Gandhi, se jugó la vida con una huelga de hambre mientras miles de personas luchaban en las calles de India poniendo muertos sobre la mesa. La violencia es inherente a cualquier sistema de dominación y tratar de derribarlo es declararle la guerra abierta, aunque se pretenda hacer con métodos pacíficos: una revolución auténtica, un verdadero Acontecimiento, implica al menos la violencia necesaria para derribar el sistema anterior y, si sus agentes siguen negándose a aceptar el cambio, la violencia necesaria para que respeten la voluntad ciudadana.

Sin embargo, el movimiento 15-M, los indignados o como queramos llamarlo, se declara todos los días como un movimiento (además de revolucionario) pacífico, y así pretende actuar. La presión mediática y la recentísima experiencia de distintos movimientos vascos ilegalizados por utilizar un lenguaje incorrecto a ojos de los dos grandes partidos puede que nos empuje a realizar estas declaraciones. Tratamos de dar ejemplo de civismo, de convivencia y de respeto por la dignidad humana, probablemente por eso también tratamos de ser pacíficos. Consideramos que la auténtica batalla está en el pensar, quizá por eso nuestra principal arma es el uso de palabras muy afiladas, que hieren el sistema.

¿Cómo casamos, entonces, los dos polos de la cuestión: revolución y violencia? Evidentemente, algo tiene que fallar: o no hay revolución y esto no pasa de ser una creativa renovación del sistema, ahora vigorizado con nueva sangre democrática, o hay revolución y por tanto, en alguna medida, violencia. Veamos que queremos decir con violencia, pues hoy se trata de un concepto absolutamente denostado y susceptible de utilizarse como prueba (por su utilización o su ausencia) para impedir que un movimiento tenga presencia social.

Por violencia, al hilo de Zizek ("Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales"), entendemos tres cosas: por un lado los actos visibles de crimen, terror, disturbios, el navajazo en el callejón, el asesinato en comisaría, el atraco al banco, la quema del cajero automático, etc.; por otro lado encontramos que la violencia puede ser simbólica si nos referimos al ámbito del lenguaje, a la colonización del ser a través del saber, a la imposición de un universo de sentido (a nivel social o individual); finalmente, podemos definir la violencia como sistémica, como aquella que se deriva del funcionamiento de los sistemas político y económico, objetiva y anónima en tanto no se puede atribuir a individuos concretos. De esta forma, mientras que la violencia subjetiva se percibe como una alteración del estado normal de las cosas (un estado pacífico), la violencia objetiva es precisamente la que sostiene esa supuesta normalidad "no violenta", por lo que resulta invisible. Es la violencia inherente a las condiciones sociales impuestas por el capitalismo, aquellas que generan automáticamente individuos desechables (sacrificios necesarios para que el sistema siga funcionando), víctimas invisibles.

En la boca de los medios de comunicación (y demás sicofantes) así como en la de gran parte de la población, la palabra violencia suscita un rechazo inmediato, visceral, irreflexivo. A la hora de señalar responsables, resulta muy sencillo centrarse en el individuo que actúa mal y comete un acto de violencia subjetiva (por ejemplo, el atracador que amenaza a una persona para robarle la cartera), pero no ocurre así con la violencia sistémica: la desigualdad, el hambre, la miseria…, parece que todo ocurriera debido a un proceso natural que nadie planea ni ejecuta, un proceso del que nadie es responsable. Se considera que cobrar menos del salario mínimo, recibir porrazos de la policía por sentarse en una vía pública, no encontrar trabajo (y menos uno con condiciones y salario dignos) o prohibir partidos son hechos (al contrario de lo que ocurre con la violencia subjetiva) normales, inevitables, no violentos.

Por eso, cuando manifestantes se reúnen para tratar de impedir que una serie de políticos corruptos decidan, en nombre de todos y todas, aniquilar los restos de Estado de Bienestar, se les llama "terroristas", "gamberros", "violentos", "antisistema" (que en el argot objetivo periodístico significa "totalitarios", cualquier coincidencia con el discurso de Esperanza Aguirre es pura casualidad) por lanzar agua y pintar un traje, por increpar directamente a sus señorías, diputados y diputadas, por protestar donde se les ve y se les siente. Pero volvamos al tema que nos ocupa: aceptemos que esos actos de Barcelona han sido violentos, aceptemos que ocupar una vía pública sin permiso del gobierno de turno es algo ilegal y entraña cierto grado de violencia, que tirar agua es algo violento, que pintar un traje con spray sin permiso del propietario es violencia. En todos estos casos estaríamos hablando de violencia subjetiva. Pero, ¿por qué un grupo tan numeroso de personas en distintos países ha decidido comportarse así? La respuesta es clara: la violencia objetiva, sistémica, nos ha hecho reaccionar y esa reacción no tiene cabida en las instituciones políticas actuales: pedimos demasiado a una constitución y a unos órganos políticos que nunca fueron pensados para dar el poder al pueblo, sino para aparentar que se lo da mientras obedecen a sus auténticos amos, los mercados capitalistas.

¿Y qué se puede decir de un sistema democrático que teóricamente incluye y regula todos los antagonismos sociales, pero que evidentemente se deja fuera a la mayoría de la población de un modo u otro? ¿Qué podemos decir de un sistema que se refiere a sí mismo como democrático pero que no deja espacio a determinadas ideas? ¿Qué podemos decir de un sistema donde para combatir la violencia objetiva necesitamos practicar la violencia subjetiva?

Al principio planteaba la relación entre violencia y revolución. Ambas parecen darse en el caso del 15M: si bien el hecho de que seamos subjetivamente violentos es discutible, no lo es el hecho de que estamos sufriendo la violencia objetiva (por ejemplo, el desempleo), la simbólica (si estás parado es por tu culpa, eres un fracasado) y la subjetiva (la policía nos apalea, detiene, tortura...). Aunque nos declaremos pacíficos, estamos profundamente inmersos en la violencia... y debemos ser violentos. En este país tenemos un gran problema: existen determinados votantes que por mucho que su partido les robe, les engañe, les manipule, les meta en guerras o les robe derechos conquistados con sangre, siempre seguirán votando a su partido preferido. A efectos prácticos, puesto que el número de este tipo de votantes es inmenso, lo que se produce cada vez que hay elecciones es una especie de golpe de Estado de las mayorías parlamentarias contra la ciudadanía: unos obtienen un cheque en blanco, los otros deben volver a la caverna y conformarse con discutir sobre las sombras que proyecta el televisor. Gracias al sistema electoral y a la ideología hegemónica, se nos imponen unos resultados electorales que conocemos de antemano pase lo que pase (como cuando el PC salía elegido en los países de Europa del Este por abrumadora mayoría, entre otras cosas, gracias al hecho de que los demás partidos estaban prohibidos). Curiosamente, esto nos lleva siempre a lo mismo sea cual sea el color del partido que asume el poder (que bien podríamos decir que es uno solo, las discusiones entre PP y PSOE parecen convertirse cada vez más en una riña interna): aceptar las normas del mercado, regalarle caprichos en forma de derechos que pierde la ciudadanía.

En el movimiento 15M tenemos, por tanto, un serio problema: si queremos cambiar las cosas tenemos que ser violentos. Cuidado: no me refiero a que tengamos que convertirnos en un grupo terrorista o lanzarnos al monte con un fusil, no hablo necesariamente de violencia subjetiva, cuestión que hagamos lo que hagamos vamos a sufrir. Hablo de violencia simbólica y violencia objetiva: si gran parte de la población no está dispuesta a entender por "democracia" otra cosa que vaya más allá del sistema monárquico-representativo que conocemos en la que siempre gana el PPSOE, tendremos que imponer, por lo menos, el debate que nos haga partir de cero, que borre el significado actual del concepto y nos permita discutir racionalmente qué es eso que llamamos "democracia" y qué debería ser. Por otro lado, imaginemos a un conejo que ha (mal)vivido toda su vida encerrado en una jaula. Imaginemos que un buen día llega alguien y abre esa jaula. Es muy posible que el conejo no se atreva a salir: la libertad le parecerá un mundo demasiado grande, inabarcable, peligroso, impredecible. Mutatis mutandis: cuando decidimos tomar las plazas y calles y organizarnos en asambleas abrimos una pequeña puerta de libertad. Entre esos mal llamados ciudadanos y ciudadanas que votan a un dictadorzuelo/a cada cuatro años y se consideran demócratas y participativos inmediatamente afloró el miedo, la apatía, la incredulidad, el rechazo. "Se vive mejor en la apariencia de democracia", piensan, "nadie me tiene que obligar a participar en las decisiones que me incumben". La vida es más sencilla en la tele y en el sofá...

Vivimos en una época bastante rara: hoy se nos dice que podemos conseguir las cosas que queremos conseguir eliminando todo lo que tienen de negativo y conservando lo que consideramos positivo. Por ejemplo, hoy es normal encontrarse en un supermercado con productos como el café sin cafeína. Se nos dice que pese a haber eliminado uno de los elementos principales que definen el producto, este sigue siendo el mismo. Pero, ¿acaso diríamos que un coche es un coche si le quitásemos el motor? De la misma forma, ¿podemos practicar una revolución sin revolución, como se nos pide desde los medios de comunicación y desde gran parte de la sociedad? ¿Podemos protestar donde no se nos vea y no molestemos a nadie? ¿Podemos tolerar a quienes no nos toleran y piden cada día que lancen a la policía contra nosotros y nosotras? ¿Podemos cambiar las cosas que deben ser cambiadas sin violar las reglas que nos impiden cambiarlas?

Evidentemente no. Pero tampoco hay que deprimirse, ni hay por qué salir a la calle a comprar armas. Asumamos la violencia que queremos ejercer y apliquémosla de forma racional. Nuestra violencia no va dirigida contra personas concretas: va dirigida contra ideas, contra formas de proceder, contra la impunidad, contra la tiranía sea cual sea la forma que adquiera o el ámbito social desde la que actúe. Y no debemos caer en el error de admitir que es lo mismo una acción violenta reactiva, como puede ser una carga policial para impedir una protesta, con una acción violenta emancipadora, liberadora, como puede ser desde una manifestación en la que se lance algún objeto contra un escaparate hasta un ráfaga de ametralladora del Che Guevara. Son cosas muy distintas que producen efectos sociales bien distintos, aunque ambas posturas entrañen violencia. La paz no se logra invisibilizando la violencia subjetiva o rechazándola sin más, como tanto gusta a los liberales de hoy en día, sino combatiendo y derrotando la violencia objetiva y simbólica que hoy sirve al capitalismo en tanto sistema de dominación y que provoca gran parte de los estallidos de violencia subjetiva. Si para combatir la violencia (reactiva, opresora) necesitamos ser violentos (liberadores, emancipadores) habrá que asumirlo. La estrategia de poner la otra mejilla, de favorecer la aparición de mártires entre nuestras filas, vale para el nivel de la violencia subjetiva. Pero no conseguiremos nada si no estamos dispuestos a usar nuestras armas (la palabra, la movilización, la solidaridad, la horizontalidad, la igualdad, la justicia) de forma violenta cuando llegue el momento adecuado.

En Sol leí un cartel muy interesante, apenas visible: "Pacífica es la oveja que cree que el lobo es herbívoro". Nosotros y nosotras no somos pacíficos. Utilizamos el pacifismo como ejemplo, como arma para luchar por la paz. Minimizamos la violencia subjetiva para dejar claro que nuestro objetivo es la paz, pero tenemos muy claro que se nos va a atacar por intentar acabar con la violencia objetiva. Y cuando se nos ataca, cuando se nos golpea, no podemos hablar de pacifismo sino de agresión, de agresores y agredidos. ¿Dónde está la paz si uno de los bandos en liza es violento? Armémonos de ideas y de acciones, pongámoslas en práctica sin pedir permiso, demostremos el poder de la ciudadanía, recuperemos el puesto que se nos niega. Esta es nuestra violencia.