jueves, 22 de diciembre de 2011

Héroes y gilipollas.

Existe una pegatina bastante conocida que pertenece a la simbología anarquista en la que vemos dos viñetas: en la primera observamos como un pez grande persigue con la boca abierta a muchos peces pequeñitos que huyen a la desesperada y de forma caótica; en la viñeta de al lado, por el contrario, es el pez grande el que huye ante un pez mucho mayor. La clave está en que este nuevo pez todavía más grande está formado por los peces pequeñitos que antes huían pero que ahora han decidido actuar conjuntamente en contra de su depredador. El mensaje es claro: si no hacemos nada, si cada uno va por su lado y se preocupa tan sólo de su pellejo, la historia no dejará de repetirse y el pez gordo seguirá comiéndose al pez chico. Sin embargo, si nos organizamos y luchamos hombro con hombro por las causas comunes será el opresor el que huya. Pero más allá de este mensaje hay otro: de nada nos sirve ser libres si no podemos ejercer la libertad.


Continuando con el ejemplo, en la primera viñeta el pez gordo no tiene ninguna barrera más allá de su propio apetito que le impida comerse a los peces que son más débiles. Podemos decir que es libre, igual que los peces pequeños, puesto que ninguna autoridad externa les coacciona para comportarse de una manera u otra. En condiciones de libertad, por tanto, es imprescindible que impere la igualdad o de lo contrario corremos el riesgo de retroceder de nuevo a la ley del más fuerte. Es por eso por lo que los pececillos susceptibles de ser devorados se inventan algo así como el Derecho: se crea una barrera inviolable entre aquellas cosas que, pase lo que pase, no se pueden discutir (no se pueden decidir) y todo aquello que es susceptible de debate. Por ejemplo, tener derecho a la libertad de expresión significa que no es posible que otro decida callarte por capricho, independientemente de quién sea esta persona y de qué legitimidad le ampare (propiedad de un medio de comunicación, cargo electo....). Ser sujeto de derecho implica un cambio de poder: si efectivamente tengo derecho a algo, la capacidad de decidir sobre ese algo deja de ser del Estado o del empresario (al contrario de lo que ocurre con los permisos, en los que el Estado o el empresario consienten algo pero se reservan el derecho de dejar de consentirlo).


Ahora bien, el capitalismo ha encontrado la manera de sortear el Derecho, ese campo de minas que el ser humano ha interpuesto a los que de una forma u otra acumulan el poder en su beneficio y lo ejercen de forma tiránica sobre las demás personas. La fórmula es sencilla: formalmente se otorgan derechos (incluso se reconocen en la constitución) pero por la vía de los hechos se niegan las condiciones para que estos se puedan ejercer. Siguiendo con el ejemplo de la libertad de expresión: en ningún momento podemos decir que está garantizada si para alcanzar a buena parte de la población es necesario contar con una cantidad desmesurada de capital, por lo que solo los que posean esa cantidad pueden hacerlo; en ningún momento está garantizada si es tan fácil ejercer la censura como despedir al periodista que no sigue la línea editorial.


Desde hace más de un mes, un grupo de personas de Galapagar se ha empeñado en navegar firmemente contra la corriente que genera el sistema capitalista. ¿Cómo? Defendiendo lo común frente al hambre insaciable de la lógica del máximo beneficio. De hecho, hay quien no dudaría en llamar a lo ocurrido “milagro”: todas esas buenas palabras sobre la defensa de lo público y lo común, sobre la solidaridad y la democracia, etc., que se manejan en las asambleas de barrios, en las comisiones y grupos de trabajo, se hicieron carne de la noche a la mañana, se convirtieron en hechos contantes y sonantes.


Pero no nos imaginemos nada extravagante, esta gente no multiplica los panes y los peces ni hace desaparecer monedas. Lo que ocurre aquí es que varias personas, cansadas de ejercer el rol que esta sociedad reserva para ellas (el de ovejas consumidoras políticamente pasivas), han decidido convertirse en ciudadanas. Y la forma en que lo han hecho es liberando de las garras de la especulación y el consumismo exacerbado un espacio abandonado, un antiguo centro de salud en perfecto estado que iba a ser demolido para construir un centro comercial. Como si se tratase de la época medieval, el centro de salud parecía un condenado a muerte que esperaba expuesto en la plaza pública el momento de su ejecución. Ahora vuelve a ser libre y es un símbolo de que lo aparentemente imposible (que la ciudadanía tome las riendas de su destino) está mucho más cerca de la realidad que lo aparentemente posible (continuar con la marcha y el ritmo que impone el capitalismo).


De forma consciente o inconsciente esta gente ha librado dos batallas paralelas y lo ha hecho con éxito. Por un lado han dado un sonado toque de atención que nos ha obligado a girarnos y abrir los ojos ante otro caso más de cercamiento de lo común, asalto que tiene lugar a nivel nacional e internacional con absoluta impunidad. Pero es que además han hecho aquello que hasta ayer pensábamos que era imposible y aún nos cuesta digerir: se han proporcionado a sí mismos (y a aquellos ciudadanos que así lo han deseado) las condiciones materiales para ejercer de forma efectiva alguno de los derechos que sistemáticamente se nos niega a la inmensa mayoría de la población.


El centro de salud, rebautizado como Centro Social Liberado (CSL), es ahora un espacio en el que la reflexión y la democracia tienen sentido, es decir, son algo más que papel mojado o palabrería electoral. Cruzar la puerta que este grupo de ciudadanos y ciudadanas ha abierto es como atravesar la frontera entre dos países bien distintos: en uno reina el capital, en otro la razón; en uno se obedece al cálculo interesado-individualista de quien puede imponer sus intereses a los demás, en otro a la voluntad general emanada de la ciudadanía; en uno ata el miedo, en otro libera el entusiasmo; en uno las palabras no significan nada, en otro recuperan su significado. Conceptos como el de democracia no se pronuncian en vano dentro del CSL. Allí democracia significa, llanamente, que la ciudadanía decide. Una asamblea del CSL no es una tertulia donde cada uno manifiesta sus deseos y aspiraciones onanistas o donde se defienden intereses empresariales ajenos al bien común, sino un espacio donde, siguiendo el peligroso ejemplo de gente como el Che Guevara, lo que se piensa, se dice y se decide... se hace.


Quizá es por esto mismo por lo que el ayuntamiento de Galapagar se ha mostrado tan torpe y tan asustado: resulta que por fin ha ocurrido algo en sus “dominios”. Y es que normalmente en Galapagar, como en el resto de España, no ocurre nada. La corriente de sucesos sigue su curso habitual sin que nadie vea perturbada la rutina trabajo-supervivencia-hedonismo. La liberación del espacio que ha supuesto la creación del CSL se ha traducido en una especie de pequeño dique que amenaza con atrapar, poco a poco, otras piedras rodantes que no quieren seguir dejándose llevar por la corriente. Y es que hay un peligro real de que este tipo de acontecimientos aúne tanta gente que empecemos a creernos capaces de construir una presa que frene el despiadado y desenfrenado avance del capital e incluso cambie el sentido de la corriente. Cuando se discutía en el parlamento, durante la II República, si se debía otorgar a las mujeres el derecho a voto, el argumento de Clara Campoamor resultó incontestable: aunque las mujeres voten en contra de la República (lo que de hecho no ocurrió), estas deben votar, no solo porque es su derecho como personas, sino porque el camino de la libertad se aprende caminándolo, no esperando pacientemente a que sea tu turno. Mutatis mutandis, el camino de autogestión y racionalidad que nos ofrece el CSL difícilmente se podrá olvidar y por ello podemos decir que este acontecimiento ha sido y es todo un éxito, independientemente de lo que ocurra en el futuro. Es normal que la clase política tradicional se vea amenazada por algo así: el mero hecho de que el CSL exista nos recuerda cuán prescindibles son, cuánto mejor viviríamos si tuviésemos representantes de verdad o no tuviésemos ninguno (en el caso de que estos no existan).


Por otra parte, el Ayuntamiento de Galapagar, pese a lo retorcido, no es del todo inútil y saben muy bien lo que tienen que hacer para proteger los privilegios que se granjean desde su posición como representantes (formalmente) legítimos de la ciudadanía: rápidamente se ha puesto del lado de los peces gordos, llegando incluso al sabotaje para tratar de controlar y limitar los efectos de algo tan perturbador. La alcaldía llama totalitarios a los ciudadanos y ciudadanas que han decidido creerse que tienen derechos (como el de participar activamente en los asuntos públicos) y que tienen el valor de ejercerlos aunque se los nieguen. Utiliza a la policía y a los jueces para atemorizar y desmoralizar a las personas que quieren hacer uso del CSL y para criminalizarles de cara al resto del país (cuantos más policías, imputados y denuncias, más justificada parecerá la represión: “algo habrán hecho”). También utiliza la ficción jurídica que es el Estado de Derecho actual para seguir cometiendo tropelías: se apoya en el derecho a la propiedad y en las leyes que la protegen para impedir que se ejerzan el resto de derechos.


Sin embargo, en un país donde mandan los mercados de forma tiránica no podemos decir que exista la ley. Al contrario, solo encontraremos normas arbitrarias que sirven al explotador para reproducir el sistema de explotación-dominación. Es, por tanto, deber de toda persona seguir el ejemplo del CSL y desobedecer las normas que nos anulan como ciudadanos y ciudadanas para abrir un espacio en el que sí podamos hablar de ley: aquellas normas que emanan de la voluntad general, esto es, las normas de las que se dotan ciudadanos y ciudadanas reunidos en condiciones de libertad e igualdad para reflexionar y utilizar la razón pública, evitando toda superstición o prejuicio y todo cálculo interesado.


Ahora bien, si el CSL nos aporta muchas cosas positivas sobre las que reflexionar y aprender, también es nuestro deber aprender de los errores y dificultades que se han presentado y se presentarán. El camino de la libertad resulta agotador y abrumador: hay tanto que hacer, tanto que discutir, tanto que improvisar, tanto que aprender y compartir... Y el CSL no aísla del exterior: es muy duro compaginar la vida familiar, el trabajo y las necesidades del CSL. Y es todavía peor cuando, pese a las buenas intenciones, son siempre la misma decena de personas la que se encarga de que todo siga funcionando, de que el símbolo siga en pie y siga aportando cosas a la ciudadanía (incluido el espacio donde ser ciudadanía). Además del hastío, el agotamiento y el mal humor, este tipo de situaciones traen consigo otros peligros. Por ejemplo: se corre el riesgo de privatizar el espacio. No es algo que se haga voluntariamente, pero el hecho de que unas personas se ocupen siempre de determinados asuntos va generando un hábito y las asambleas podrían llegar a convertirse en un cara a cara entre algunas de estas personas por el control del espacio, lo que significaría que se ha perdido el bien común por el camino. El absentismo, la falta recurrente de voluntarios o voluntarias, representan un gran peligro para el correcto funcionamiento del CSL y para el bienestar emocional y psicológico de las personas que lo hacen posible.


Había un cuento en el que se narraba la historia de un bosque incendiado. Los animales huían despavoridos abandonando hasta a sus crías para tratar de escapar de las llamas (como si pudiesen vivir sin el bosque...). Pero un pequeño pájaro, en vez de huir, se dedicaba a tratar de apagar el fuego recogiendo gotitas de agua con el pico y lanzándolas a las llamas. La gente que hace posible el CSL se encuentra en la misma situación que el pajarito: el incendio que tratan de apagar es demasiado grande. No podrán solos. Cuando alguien le preguntó al pajarillo por qué intentaba apagar el fuego aún sabiendo que no podría hacer nada, este respondió que simplemente estaba haciendo su parte. Con un grito silencioso, la ciudadanía activa que ha liberado el centro social nos está demandando, nos exige mediante el ejemplo, que hagamos de una vez por todas nuestra parte. El destino del pájaro, así como el del CSL, está ligado al de los demás, los que observamos desde nuestro cómodo sofá en la distancia, los que huimos ante el avance del capital o los que no nos preocupamos de nada que quede más allá de nuestro ombligo. Si rechazamos nuestro deber y no hacemos nuestra parte (dentro o fuera de los espacios liberados), el CSL y el pajarillo están condenados a quemarse en el incendio.


En el caso de no tener los apoyos suficientes para poder prolongar esta nueva aventura de la ciudadanía, las personas que participan activamente en el CSL están obligadas a recordar algo: el ojo de mucha gente está puesto sobre Galapagar. La forma en que acabe el CSL, si es que acaba, es muy importante, no sólo para aquellas personas que se tendrán que enfrentar, en nombre de todos y todas, a un sistema judicial puesto al servicio del capital; también para el resto de personas que, desde la distancia insalvable o la distancia voluntaria, observan estos acontecimientos esperanzados. Llegado el caso, el CSL nos debe a toda la ciudadanía un buen desenlace que no signifique el fin de nada, sino el principio de otra cosa.


Las personas que de una manera u otra colaboraron en la liberación del espacio del antiguo centro de salud consiguieron una buena difusión del acontecimiento de entrada, ¿por qué no conseguir lo mismo para la salida? La lucha no termina en el CSL: aunque lo desalojen no podemos interpretarlo como una derrota, tenemos que leerlo como una metamorfosis. La lucha sigue, dentro y fuera del centro. Los frentes son múltiples y los recursos de los que disponemos muy limitados. Si se hizo notar la liberación de ese espacio y ahora se decide salir o las fuerzas policiales actúan para expulsar a la ciudadanía de su espacio, que se note más que estamos fuera, que entiendan que es un error ignorar nuestros derechos.


Vivimos tiempos revueltos y oscuros. Desde hace algunos siglos ocurre algo muy peculiar que bien podría haber impulsado a Platón a salir de su tumba: resulta que aquella persona que hace lo que es justo en lugar de lo que le conviene es considerada o bien un héroe (alguien que parece que se ha escapado de las películas o de la Biblia, que está fuera de contexto), o bien un gilipollas (alguien que no ha entendido el contexto, que actúa de forma irracional). Lo normal, se dice, es que cojas el sobre porque si no otra persona lo cogerá. Lo normal es que persigas tus intereses por encima de todo. Lo normal es que no te mojes por nada salvo por obtener un mayor beneficio.


Por eso, pase lo que pase, no debemos olvidar ni dejar de transmitir lo que puede ser la mayor lección de esta experiencia: que en el CSL de Galapagar se ha creado un espacio de igualdad y libertad donde conviven unos extraños seres (ciudadanos y ciudadanas) que se empeñan en recordarnos que hacer lo justo, hacer lo que se debe hacer independientemente de los sacrificios que eso conlleve, no es asunto de héroes ni de gilipollas. Es un deber que concierne a la gente normal y corriente. Lo que no es normal es lo que ocurre fuera del CSL: hambre insaciable, depredación económica, canibalismo mediado por el dinero, alienación. Casi dan ganas de gritar “¡o CSL o barbarie!”.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La gran fiesta de la democracia (ensayito sobre la lucidez).

¡SORPRESA ELECTORAL!

En la jornada de ayer volvimos a rendir homenaje a la libertad celebrando unas nuevas elecciones. Hablamos como pueblo soberano y, contra todo pronóstico, decidimos que el Partido Popular obtuviera una holgada victoria: 186 escaños. El segundo partido más votado, el PSOE, tampoco esperaba recibir semejante apoyo, que le ha colocado (también por primera vez) como principal actor de la oposición. “Debido a las trabas que nos pone el sistema electoral, nuestro resultado final ha sido toda una sorpresa, pero está claro que nos merecemos esto y más por el trabajo que hemos ido desempeñando años anteriores”, dice Paquito, después de conocer que el PSOE ha obtenido 110 escaños..

La ciudadanía ha hablado. Sus nuevos representantes serán los encargados de defender sus intereses a partir de ahora. “Estas elecciones son la esencia de la libertad”, afirma Fulano, del PP. Y continúa visiblemente emocionado: “Nunca un partido como el nuestro, que partía de cero y con todas las desventajas, había logrado semejante mayoría”, “¡Menuda sorpresa, nadie lo esperaba!”. En efecto, todas las encuestas señalaban que los máximos beneficiarios de este sistema democrático, la izquierda totalitaria, iba a obtener una contundente victoria, favorecidos por la situación de desesperación y de crisis. Sin embargo, los dos partidos más votados en estas elecciones son los que mejor encarnan las virtudes de nuestro sistema: fomento de la libertad económica, desarrollo, participación ciudadana, democracia en todos los niveles, esfuerzo sincero por el bien ciudadano... El resto de partidos apenas han obtenido un puñado de votos, probablemente fruto del desconocimiento y del proceder irreflexivo de esa izquierda caníbal. “Es la mejor prueba de madurez democrática en estas difíciles circunstancias”, sentenció Mariano.

Sin embargo, no todos los españoles celebran la victoria de la democracia sobre el terror y el totalitarismo. Un grupo de desharrapados y de violentos ha mantenido protestas y han celebrado distintos actos con la intención (fracasada, inmediatamente abortada con la ayuda del Cuerpo Nacional de Policía, que actuó resuelta y contundentemente contra los enemigos de la libertad) de “reventar” este esplendoroso momento. Durante unos momentos corrió el rumor de un intento de golpe de Estado, que resultó ser falso, pero no deja de ser indicativo de la forma en que estos delincuentes “respetan” la voluntad de la mayoría. “¡Esto es democracia y no lo de Sol!”, exclaman al unísono miles de ciudadanos [Imaginemos una piedra que cae por efecto de la fuerza de la gravedad. Supongamos que esa piedra adquiere conciencia de sí misma en mitad del trayecto y que inmediatamente piensa dos cosas: primero, puesto que la piedra no sabe por qué está cayendo, asume que si está en movimiento es por su propia voluntad; en segundo lugar, asume que ese movimiento de arriba a abajo es indefinido, que no tiene por qué llegar al final y estamparse, sino que puede seguir cayendo eternamente. Es por eso que además de pensar “soy libre porque decido ir hacia abajo”, la piedra también va pensando “por ahora todo va bien” mientras se acerca al suelo.

La sociedad española se ha convertido (si no lo era antes) en esa piedra. Sin embargo, sería un error asumir que esta metamorfosis por la cual pasamos de ser ciudadanas a objetos inertes que caen por la acción de fuerzas que escapan a su control ha sido fruto de una decisión racional. Si analizamos los resultados de las elecciones al congreso podremos comprobar que el bipartidismo en general ha perdido más o menos cinco millones de votos: el PP apenas ha conseguido sumar algo más de medio millón de votantes respecto a las elecciones pasadas, mientras que el PSOE ha perdido aproximadamente seis millones, lo que significa que entre ambos han perdido 27 escaños. Por otro lado, los votos de PP y PSOE sumados apenas agrupan a la mitad del electorado, lo que gracias a nuestro sistema electoral se ha traducido en casi lo contrario, aproximadamente el 84% de los escaños del Congreso de los Diputados. He aquí el gran secreto de nuestra democracia, he aquí una de las mejores formas de convertir el oro en hierro: con tan solo 600.000 votos más, el PP ha obtenido 32 nuevos diputados en la cámara, mientras que partidos como IU, que han logrado un crecimiento en votos similar, apenas ha obtenido 9 diputados más. Esto significa que cada uno sus nuevos diputados le han costado a IU aproximadamente 66.667 votos, mientras que al PP le han costado 18.750, casi cuatro veces menos.

Pero además de tener una ley electoral perversa que castiga a los partidos pequeños y sobrerrepresenta a la derecha, los pueblos del Estado español se han visto sometidos a otro tipo de “condicionamientos” que han hecho de estas elecciones algo especial. Por un lado tenemos la situación de crisis económica o los altísimos niveles de paro, elementos que imprimen carácter de urgencia a todas nuestras decisiones y que funcionan como herramienta de chantaje en manos de los poderosos (“si no votas a mi partido, no tendrás trabajo”). Pero es que además estamos sufriendo un ataque especulativo que ha elevado la prima de riesgo de nuestra deuda por encima de la de Italia. Se trata, por tanto, de unas elecciones celebradas en situación de asedio, la ciudadanía está sitiada por los mercados. Es evidente que empresarios e inversionistas sabían que cualquiera de las opciones del bipartidismo les valía. Estaban tan convencidos de ello que no han recurrido a la vieja técnica de intervenir activamente en los asuntos internos de un país desde plataformas como el BM o el FMI, no ha hecho falta redactar una carta de compromiso con las políticas neoliberales, no ha hecho falta obligar a los candidatos (bajo amenaza de ataque masivo-especulativo-financiero) con opciones a victoria a firmarla...

En Europa acabamos de ser testigos de cómo se debe dar un golpe de Estado hoy en día. Tanto en Grecia como en Italia, se ha excluido a la ciudadanía de toda decisión sobre su presente y su futuro. En ambos países ya tenemos un gobierno de tecnócratas elegidos directamente por los mercados. Y en estas condiciones se nos ha dicho a la ciudadanía: “votad, sois libres, elegid lo que queráis, pero ateneos a las consecuencias: si no gusta a los mercados, vendrán de una forma u otra a por vosotras”. Es la Ley de Hierro del sistema capitalista: o “eliges” lo que los “expertos” (aquellos que ostentan el saber objetivo y desinteresado y que tanto trabajan para Pinochet como para Zapatero) te dicen que debes elegir o te enfrentas a ataques especulativos, bloqueos económicos, golpes de Estado... Por suerte en España hemos evitado todo esto: no hace falta un golpe que venga de fuera ni más ataques, mediante una ley electoral tramposa e injusta, aquellas personas que pase lo que pase votan al bipartidismo han obtenido una grandísima victoria y han instaurado a “tecnócratas” en el poder por sí mismos. Mediante nuestra ley electoral, un tercio de la ciudadanía le ha dado un golpe de Estado al resto. Tanto es así que los próximos cuatro años sus representantes pueden olvidarse de todo y dejarse llevar por la “necesidad”. Pero si, como el PSOE, a la hora de decidir eliminar derechos y mantener privilegios el PP agita la bandera de la necesidad, de la falta de opciones, de la imposibilidad de elegir, entonces, ¿para qué hemos votado? Si gane quien gane tiene que hacer lo que se le dicta desde los centros de poder del capital como si se tratase de algo inevitable, ¿para qué cambiar a la gente que está en el gobierno y en el parlamento? Votando al bipartidismo nos negamos la posibilidad de decidir, es la muerte de la democracia y la muerte de la política. Bienvenida sea la dictadura del capital, la mera administración de los ricos sobre los pobres: por fin reconocemos tanto el derecho del león a comer cordero como el derecho del cordero a ser comido por el león.

A partir de hoy, el PP se basará en una legitimidad que no tiene para continuar la obra del PSOE: legislar en contra de la razón, en contra de la voluntad general y en contra de lo público. Insistirá en que puede hacer lo que se le antoje (traducción: lo que le manden desde Europa y el FMI más los favores que deba a Botín y compañía) porque las españolas les hemos dado la mayoría. Sin embargo, no han sido ni un tercio de las votantes las que le han dado su voto. Lo que significa que dos tercios de las electoras o no han votado o han votado algo distinto. Aún así, el PP cuenta con mayoría absoluta, la fórmula jurídica perfecta para tiempos de crisis: no tendrá que hacer como el PSOE y gobernar a base de decreto, se pueden permitir los debates en el parlamento porque solo sus votos cuentan para algo. Dejémoslo bien claro: el triunfo del PP no ha sido democrático, sino formal. Su triunfo (la mayoría absoluta) se lo da la ley electoral, no la población del Estado español. Esta mayoría no es un reflejo de la confianza, sino un reflejo de lo corruptas y/o mutiladas que están las instituciones “democráticas” en este país. El voto en blanco, la abstención y el voto nulo han crecido. También el voto a los partidos que se escapan del bipartidismo. De hecho, da que pensar que el único lugar donde ha aumentado la participación es en el País Vasco, donde han votado en masa a AMAIUR, un partido marcadamente antisistema.

¿Qué nos queda a las ciudadanas de a pie? ¿Qué nos queda a las personas que tenemos conciencia política? ¿Debemos asumir que lo que Unamuno le dijo al fascismo, “venceréis pero no convenceréis”, es una condena más que una advertencia? ¿Estamos condenados a convencer pero a cambio de perder? O, parafraseando a Savater, ¿estamos condenados a ser el antiácido del sistema digestivo del capitalismo y nada más? Lo cierto es que la campaña electoral, al igual que buena parte de la política del bipartidismo, se ha convertido en una especie de campaña de marketing. Igual que venden la “marca España” fuera, dentro del país los dos grandes partidos venden sus propias marcas, tratando de diferenciarse cuando se acerca la hora de elegir entre uno u otro. Nos tratan como a tontos consumidores: no nos convencen, no hace falta, nos seducen y nos manipulan sin un solo argumento y luego no aceptan la devolución del producto de los miles de consumidores insatisfechos.

Estas elecciones vuelven a dejar claro que la lucha, si no toda buena parte, se debe dar en la calle: las instituciones no nos dejan ni un solo espacio más allá del testimonial, dentro de ellas solo existimos para reconocer nuestra derrota y legitimar su victoria. Desde las plazas hemos dado al gobierno bipartidista muchas y buenas oportunidades para que nos escuche. Es una concesión por nuestra parte el ser tan pacíficos y respetar hasta tal punto las normas, incluidas las arbitrarias y humillantes. Hasta el punto de que muchas veces se nos olvida a nosotras mismas que ser respetuosa y pacífica no es lo mismo que ser obediente. Pero ¿qué nos queda si desde las instancias del poder formal se nos ignora sistemáticamente y se nos apalea cada vez con mayor frecuencia? ¿Fue Kennedy el que dijo algo así como “aquellos que hacen la revolución pacífica imposible, hacen la revolución violenta inevitable”? De hecho, la administración bipartidista ya ha respondido a muchas de estas preguntas: los que estaban en la oposición llevan tiempo pidiendo que nos barran de las calles, mientras que los que estaban en el poder han iniciado un proceso que seguramente se agrave durante esta legislatura: recortes en derechos laborales y sociales (especialmente llamativos son los casos de educación y sanidad) y aumento de la dotación de la policía hasta alcanzar máximos históricos. Así es como se defiende una dictadura frente a la razón y a la voluntad general, no nos engañemos: cuando faltan los argumentos y la manipulación mediática se muestra insuficiente, su única opción es recurrir a la fuerza, no en vano se sientan en el trono del poder.] que se manifiestan en Ferraz y en Génova para celebrar el triunfo de la libertad frente al terror y el autoritarismo. La única pega, dicen algunos, es que “el terrorismo etarra haya conseguido unos escaños aprovechándose de nuestra tolerancia democrática”. En efecto, AMAIUR, partido liderado por ETA, ha conseguido 7 escaños.

Ciudadanos entrevistados a pie de calle no podían contener su emoción ante los resultados y su disgusto ante los manifestantes antidemocráticos: “¡No es justo! Cuando ellos estaban en el poder nosotros lo respetamos, que ahora nos respeten ellos”, de lamenta Miguel. “A nosotros nos han votado millones de personas y por tanto representamos a la nación, que se enteren esos perroflautas...”, decía Manoli, impaciente por empezar a trabajar por la libertad desde su nuevo cargo electo.

Los dos sindicatos mayoritarios también han celebrado este gran acontecimiento: “Aunque el partido al que apoyamos no ha ganado, nos sentimos orgullosos de vivir en un sistema tan democrático. Esos indignados seguramente ni saben lo que es una constitución, no aceptan que la mayoría queramos ser libres”, decía Mengano al salir de la fiesta en la sede de UGT, asomando la cabeza desde su Audi último modelo. Además, muestran su confianza en el futuro del PSOE ya que, aseguran, si trabajan duro por la ciudadanía, aunque sea desde la oposición, puede que gane dentro de cuatro u ocho años.

Pero si las calles parecían un festival en honor a la democracia, la auténtica fiesta se vive en el corazón de cada uno de los españoles de bien, que ha visto como el resto de los ciudadanos ha decidido seguir los cauces establecidos para hacer de nuestro convivir algo atractivo, pacífico y productivo.



miércoles, 12 de octubre de 2011

Ríos, piedras y ciudadanía.

Cuando pensamos en un río normalmente imaginamos una corriente de agua, más o menos caudalosa, que acabará desembocando en otra, en un lago o en el mar.

Las piedras, por su parte, son sustancias minerales más o menos compactas que podemos encontrar, entre otros lugares, en el lecho de los ríos.

El movimiento de traslación continuado de una sustancia líquida, en este caso agua, tiene sus efectos sobre el entorno. Como si se tratase del tiempo, la corriente va erosionando aquello que alcanza a tocar. A veces acumula tanta fuerza que es capaz de desplazar algunas de las piedras que con su cuerpo intentan frenarla, arrastrándolas en su misma dirección. Así es como ruedan las piedras del río al son que impone la corriente.

Un ciudadano o ciudadana es ese sujeto que desde la Ilustración tiene la rara costumbre de querer someter al imperio de la razón todas aquellas decisiones que afectan a la comunidad. Es aquella persona que vive en condiciones de libertad e igualdad, está sometida como cualquier otra a la ley y la justicia y participa en las decisiones de su comunidad, incluida la creación de leyes y la concreción de lo que es justo e injusto. Si esa persona no puede participar libremente o directamente no puede acceder a la vida pública, no es considerado igual al resto de miembros de su comunidad o no considera al resto como iguales, está por encima de la ley o sitúa a alguien por debajo, ejerce el monopolio sobre el concepto de justicia o no puede participar de él, entonces esa persona no puede ser llamada ciudadano o ciudadana: en todo caso será amo o siervo, señor o esclavo, empresario o trabajador, rey o súbdito, político o votante, etc.

La Revolución Francesa fue el pistoletazo de salida para la aventura de la ciudadanía tal y como la entendemos hoy. Sin embargo, junto a las ideas ilustradas, otro proyecto bien distinto pero disfrazado con valores muy parecidos se desarrollaba con la intención de acapararlo todo: el capitalismo. Como ya sabemos, el capitalismo truncó desde un principio el sueño de la Ilustración, pero no lo hizo de cualquier forma, sino que nos convenció a todos y todas de que dicho sistema económico y el proyecto ilustrado, la aventura de la ciudadanía, se trataban de la misma cosa. Es así como se desplazó a la ciudadanía, que se pretendía el centro de la vida política, y se instauró al capital en su lugar como si de un templo o un trono se tratase. Si la Ilustración pretendía poder transformar la realidad mediante el Derecho para adecuarla a las exigencias de la Razón, el capitalismo se encargó de que el Derecho solo reprodujera la realidad, sin alterarla lo más mínimo; así, la realidad aparecía barnizada de una legitimidad y razonabilidad que no merecía, como el resultado de la voluntad general de la ciudadanía expresada mediante la Ley.

Baruch Spinoza, filósofo neerlandés, escribió en 1674 una carta en la que se dice lo siguiente:

"[...] una piedra recibe por la acción de una causa exterior una determinada cantidad de movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el impacto de una causa exterior. [...]

Supongamos ahora que la piedra, mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad que todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo, el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho [...] Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a través del recuerdo de otros que a menudo le surgen”.

Tomando la metáfora de Spinoza, nosotros seríamos las piedras y el capitalismo sería la corriente: aquella fuerza externa que nos impide decidir pero que, a cambio, nos permite elegir movernos hacia donde nos dicta como si se tratase de un impulso que surge en nuestro fuero interno. A nivel político, en el Estado español los máximos representantes de la corriente son el PSOE y el PP, aunque con sutiles diferencias. El PSOE actúa y quiere que actuemos como una piedra a la que le incomoda en cierta manera desplazarse con la corriente, pero lo considera inevitable, necesario y beneficioso, por lo que trata de agilizar el proceso y eliminar alguna de las fricciones que surgen en el transcurso de este movimiento. Su punto de vista es: "Somos libres porque habéis votado esto, porque habéis elegido esto". El PP, por su parte, no oculta su pasión por el cauce y nos asegura que "somos libres porque seguimos la corriente". Para ambos, tratar de decidir (en lugar de elegir lo que se nos ofrece) es "anitdemocrático", "utópico", incluso "totalitario".

Spinoza no llegó a ver la Revolución Francesa. Pero tanto el PSOE como el PP pretenden ser, al menos en parte, los hijos (bastardos) de aquellas ideas. Y sin embargo no tienen en cuenta la lección que la Ilustración y gente como Marx se empeñó una y otra vez en tratar de enseñarnos: que la libertad no consiste en seguir la corriente al ritmo que impone el capital, sino en desviar el cauce, adecuándolo a las exigencias de la Razón y a las necesidades de los seres humanos. Marx y las voces de otros grandes pensadores y pensadoras no se cansan de repetirnos que no tenemos por qué asumir la condición de piedras sumergidas en la corriente, esa vorágine que parece tan imparable como el mismísimo Cronos. Somos seres humanos y, por tanto, capaces de tomar las riendas de nuestro destino, capaces de decidir sobre todo aquello que nos incumbe. Muchas veces nos equivocaremos, sí, pero ¿acaso los capitalistas no se equivocan? ¿No es el "capitalismo real" la peor de las distopías (o una de las peores) que hemos sido capaces de concebir por muy buenas que sean las intenciones de los "capitalistas utópicos"?

Antes de ser ejecutada por pretender realizar las ideas de la Ilustración, Olympe de Gouges hizo un llamamiento a la mujer que hoy es extensible a toda la humanidad: debemos oponer "la fuerza de la razón a sus vanas pretensiones de superioridad, uníos bajo el estandarte de la filosofía, desplegad toda la energía de vuestro carácter [...] Cualesquiera sean las barreras que se os pongan, está en vuestro poder derribarlas, sólo tenéis que querer".

El 15 de octubre nos llama el deber, nos llaman la solidaridad y el internacionalismo, nos llama el sentido común, nos llama la justicia y nos llama la Razón. Nos llama la libertad. Salgamos a la calle todas juntas y abracémonos, toquémonos, cantémonos, luchemos hombro con hombro... Sobran los motivos para obedecer a tan imponente coro.

De norte a sur, de este a oeste, la lucha sigue... cueste lo que cueste. ¡A la calle!

lunes, 26 de septiembre de 2011

El bosque

Hubo una vez un bosque. En él vivían distintos animales, insectos y vegetales.

Pero una buena mañana estalló un incendio. Comenzó en el noroeste del bosque, a plena luz del día. Una botella de vidrio que en su momento contuvo un refresco mundialmente conocido, acumuló sin quererlo los rayos del sol para proyectarlos en un único punto, justo al lado de un hormiguero donde reposaban tranquilamente unas hojas muertas. Más rápido de lo que cabría esperar, el fuego se propagó. Hacía calor. El viento no ayudó: alimentaba las llamaradas y les daba piernas para correr y alas para saltar de un lado a otro.

Los vegetales, inmóviles y mudos, asumieron rápido su fatal destino. Sólo un par de árboles lloraron mientras las llamas se acercaban. Los insectos voladores se echaron al aire pensando que unos cuantos metros más allá estarían a salvo. Muchos dejaron atrás sus larvas. Los animales huían en estampida: los grandes pisoteaban a los pequeños; los lentos quedaban atrás y eran devorados por el incendio; los enfermos y los heridos eran abandonados a su suerte; algún carnívoro aprovechó la ocasión, pero sería la última vez: a veces la autodestrucción acelerada se disfraza de buenas oportunidades .

Ya era de noche. Más de la mitad del bosque era pasto de las llamas y ardía como en un castigo bíblico o era ya tierra quemada y humeante, negra como el carbón, inhabitable. Los supervivientes se iban acumulando. Animales, insectos y vegetales estaban cada vez más desesperados. Mientras trataban de escapar los lobos enseñaban los colmillos, las avispas sus aguijones, las rosas sus espinas... pero el fuego no paraba.

Desde lo alto del árbol más alto que quedaba en el bosque, un solitario búho observaba la escena sobrecogido. El fuego no dejaba nada a su paso. El sonido del pánico era ensordecedor, como las voces de cientos de miles de niños y niñas gritando al unísono.

De repente, algo atrajo la atención del búho. Al principio no sabía qué era exactamente, pero con esos grandes ojos no tardó en definir el objeto de su curiosidad: un pequeño pajarillo, probablemente un colibrí, avanzaba en dirección contraria al resto de animales, directo hacia las llamas. ¿Qué estaría haciendo? El búho se fijó en los movimientos del pajarillo: primero se acercó todo lo que pudo al incendio y una vez allí, tan próximo al fuego que parecía que iba a arder en el aire, abrió su pequeño pico dejando escapar una gotita de agua. Después se alejó. Pero no huía. El colibrí se acercó a toda velocidad a un pequeño arroyo, se lanzó en picado y, volando a ras del agua, agarró otra gotita con su pico.

Y vuelta a empezar: con absoluta determinación el pequeño pájaro encaró de nuevo el incendio. El búho, ahora más intrigado que asustado, decidió interceptar al pajarito en uno de sus vaivenes.

- ¿Estás loco? - le preguntó - ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no huyes como todos los demás?

El pajarillo apenas tenía aliento. Estaba visiblemente agotado y casi no podía dejar de toser por la cantidad de humo que estaba inhalando, pero aún así alcanzó a decirle algo al búho:

- Sólo hago mi parte.

viernes, 23 de septiembre de 2011

La política de función pública y el Sr. Peel: del cercamiento de tierras al cercamiento de administraciones.


Resulta sorprendente que, a estas alturas, todavía haya que recordar que la obra por excelencia de Marx se llama El Capital, no El Comunismo. En ella, Marx se propone analizar cuál es la ley económica que rige la sociedad moderna, a partir de la pregunta metafísica: ¿Qué es...? Esto es suficiente para que la mayor parte de los “economistas” (Marx los califica de espadachines al servicio del capital), abandonen la lectura por farragosa, metafísica y errada ya desde las primeras líneas. En efecto, Marx se pregunta ¿qué es una mercancía?, esto es, ¿cuáles son las determinaciones que le corresponden de suyo a cualquier mercancía, al margen de las determinaciones concretas que se correspondan con una u otra mercancía en la realidad? Esta metafísica de la mercancía permite a Marx incorporar a su razonamiento el elemento central de su pensamiento: la teoría del valor-trabajo (en síntesis: que toda mercancía lo es en tanto que es el resultado de un trabajo humano, y que su valor de cambio está determinado por la cantidad de trabajo socialmente necesario para producirla). A continuación, se embarca en algo así como una metafísica del mercado, para acabar definiéndolo como ese espacio triangulado por los conceptos de propiedad, igualdad y libertad (tal y como los concibió la mejor Ilustración). Es decir, el mercado sería el lugar al que concurren ciudadanos libres e iguales para vender productos de su propiedad. Sin embargo, en este punto Marx se encuentra una aporía aparentemente insalvable: si solo se ponen en juego los conceptos de mercancía y mercado (es decir, las leyes mercantiles), el enriquecimiento capitalista es imposible. Es decir, que solo empleando los adjetivos que la sociedad moderna observa en sí misma cuando se mira al espejo, explicar el capitalismo es imposible. La tradición marxista superó esta contradicción suponiendo que, como Marx fue discípulo de Hegel, debía haber algo de dialéctica hegeliana por algún lado, y qué mejor momento para utilizar a Hegel que este: las leyes mercantiles (tesis), encierran en sí mismas el germen de su propia autodestrucción, dando lugar a una antítesis (el capitalismo), que, a su vez, y por sus propias contradicciones (crisis cíclicas etc.), contiene el virus de su autodestrucción, para dar lugar a una síntesis final (el comunismo). El razonamiento, así, queda ordenado, y está bien, porque en el fondo postula que el buen anticapitalista debe limitarse a esperar a que el capitalismo muera con un diagnóstico clínico de contradicción galopante.
Sin embargo, esta lectura de Marx no aquilata lo suficiente los dos últimos capítulos de la Sección 7ª del Libro I de El Capital (el único Libro que fue íntegramente escrito, revisado y publicado por el propio Marx). Estos capítulos tienen algo de sorprendente: después de todo el esfuerzo teórico realizado, Marx se embarca en un curioso (y exhaustivo) análisis de la descomposición del sistema feudal en la Inglaterra del s. XVI y de la situación en las colonias. Tras las lecciones de Filosofía, dos píldoras de Historia y Geografía. Sin embargo, en la lectura de El Capital que hacen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre, estos dos capítulos son trascendentales porque elucidan “el secreto más profundo del sistema capitalista” (El orden de El Capital, pág. 315 y ss), y resuelven, sin recurrir a procedimientos dialécticos hegelianos, la aparente aporía del razonamiento marxista. Ese secreto tan íntimo del capitalismo, eso que pretende ocultar siempre, eso que debe velarse para que la rueda siga girando, solo puede estar escondido donde ya se ha impuesto el capitalismo como sistema productivo (en Inglaterra). Sin embargo, donde aun se está imponiendo el capital (en las colonias), el secreto queda en evidencia. Para ilustrarlo, Marx relata la trágica historia del Sr. Peel, que tiene bastantes cosas que decirnos. El Sr. Peel era un avezado empresario inglés que, para abaratar costes, decidió llevar su industria al río Swan (Nueva Holanda): se llevó de Inglaterra los medios de producción, y con ellos, también a 3000 personas procedentes de la clase obrera: hombres, mujeres y niños. Cuál es la sorpresa del Sr. Peel cuando, un tiempo después de asentarse, se le notifica... ¡que no queda ni un solo obrero! Marx ironiza: “¡Pobre señor Peel, que todo lo había previsto, menos la exportación de las relaciones de producción inglesas al río Swan!”. El Sr. Peel, que tan bien había hecho el equipaje, olvidó llevarse, sin embargo, el capitalismo... Porque, en efecto, los obreros del Sr. Peel, según desembarcaron, vieron ante sí un continente lo suficientemente vasto como para que existiesen tierras vírgenes donde asentarse libremente. Pudiendo ser un campesino independiente, pudiendo hacerse dueños de medios de producción que les permitiese concurrir al mercado, ahora sí, como propietarios de los productos elaborados con su propio trabajo, ¿quién necesita al Sr. Peel? Colonizaron territorios, se hicieron agricultores o ganaderos, y en algunos casos, hasta compitieron con los colegas del Sr. Peel. ¡Qué atrocidad!
Evidentemente, los capitalistas ingleses elevaron sus quejas al Parlamento inglés. Si el capitalismo era el producto de la Razón y la Libertad, ¿por qué no funcionaba en las colonias? Y el Parlamento inglés, de forma inesperada (e inusitada), se hizo la pregunta adecuada: ¿qué es el capitalismo? ¿Cuáles son las condiciones que lo hacen posible? La respuesta era evidente: el secreto oculto del capitalismo, eso que le permite operar sin tambalearse con arreglo a las leyes mercantiles de libertad, igualdad y propiedad (sobre los productos del trabajo propio), y aun así, obtener el beneficio capitalista, no es más que la existencia de una clase social mayoritaria expropiada de sus condiciones de subsistencia, una clase social que, por carecer de medios de producción propios, solo puedan concurrir al mercado con un producto: su fuerza de trabajo. Y al adquirir la fuerza de trabajo del obrero, lo que realmente adquiere el empresario no es más que el derecho de propiedad sobre los productos que el trabajador elabore con ella. Pero para crear ese ejército de trabajadores expropiados necesario para engrasar las poleas del sistema, no era suficiente con enviar a unos cuantos profesores de economía para que explicasen a los rebeldes que asumir libremente la condición de trabajador era lo mejor para todos, no. Ningún ser humano se convertiría en esclavo pudiendo ser libre. Entonces llegaron los ejércitos. Dice Marx: “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. En efecto, lo que nos enseña la Historia es que el capitalismo solamente se ha podido imponer por la fuerza, y que si, por el contrario, se deja a los seres humanos en libertad, se organizan siempre de otra forma. En efecto, lo que se revelaba en las colonias de forma más evidente, estos es, la expropiación como condición de desarrollo del capital, había ocurrido ya en la Inglaterra del s. XVI, con la descomposición del sistema feudal, el cercamiento de tierras, la expropiación de las tribus celtas en las Highlands... Por eso, un obrero que se negaba a trabajar por un salario en Inglaterra, era un obrero en paro. Pero en las colonias, donde aun no se habían secuestrado los medios de producción, todavía era posible ocupar unas tierras y vivir como un hombre libre.
Esta parábola, y otras tantas que Marx relata, deja en evidencia el mito fundacional del capitalismo: que hay personas ricas porque, en su día, sus antepasados trabajaron más que los del resto. Esa historia, como mucho, da para convertirse en una versión mediocre de la fábula de la cigarra y la hormiga. Lo que de verdad constituye el germen del capitalismo, su estructura o consistencia última, es la existencia de una masa de seres humanos expropiados de sus condiciones de vida, que solo pueden acudir al mercado a vender su propio pellejo, enajenando así tanto su fuerza de trabajo, como el derecho a reclamar la propiedad sobre los productos que elaboren con su esfuerzo. La extensión del capitalismo no se produjo, por lo tanto, utilizando la Razón como vehículo, sino empleando tanques y buques de guerra. Los sucesos históricos posteriores a Marx no hacen sino avalar esta interpretación; solo por poner unos ejemplos de los últimos años: Chile 1973, China 1989, Rusia 1993, Venezuela 2002 (intento fracasado), Haiti 2004, Bolivia 2008 (intento fracasado), Honduras 2010, Ecuador 2010 (intento fracasado)…
Ahora bien, en los tiempos que corren, con el mito fabuloso del origen de las desigualdades sociales elevado a la categoría de prejuicio popular, no siempre es necesario usar la fuerza bruta para imponer las estructuras necesarias para la reproducción del sistema. Además, el capital ha encontrado en los Estados un aliado poderoso, no solo por la capacidad para utilizar la fuerza cuando sea necesario, sino por el carácter irresistible y legítimo de la misma. Recordemos una vez más, a riesgo de ser demasiado insistente, que la condición que permite al capitalismo instituirse en un sistema inspirado por la libertad, igualdad y propiedad, y aun así producir sistémicamente el enriquecimiento de unos pocos, es que exista ese ejército de trabajadores expropiados... y que no haya para ellos otra alternativa que vender su propio pellejo en el mercado laboral. La historia del Sr. Peel se ha revelado, sin duda, de lo más instructiva...
Pues he aquí una paradoja: ese aliado tan importante que es el Estado emplea a varios millones de personas que no temen ser despedidos, que tienen unas condiciones de vida aseguradas al margen de la situación del mercado y de los resultados de los libros de contabilidad de las empresas; personas que no son, en definitiva, trabajadores que solo pueden vender su fuerza de trabajo. ¡Qué fatalidad para el capital, ya no hace falta viajar al Nuevo Mundo para huir del mercado de trabajo! Porque lo que sostenemos aquí no es más que esto: que la función pública es terriblemente incómoda para el buen funcionamiento del capitalismo, ya que permite, aunque sea por la vía individual de la oposición, alcanzar una condición de independencia civil, esto es, unos medios de vida suficientes que no dependan de la coyuntura del mercado, de las necesidades de la economía global o los caprichos del empresario. La misma existencia de la función pública constituye un obstáculo para el mercado de trabajo, pues es la válvula de escape de una parte de la población, pero también, porque constituye una esperanza. Evidentemente, todo el que tenga una familia lo suficientemente rica como para mantenerle durante los años de la oposición suele preferir la tranquilidad y sosiego de un empleo público a someterse a la condición casi esclava del trabajador. Es vital, por ello, la política de desprestigio de la función pública, que los trabajadores no envidien al funcionario, sino que lo odien y le culpen de sus condiciones de trabajo. En definitiva, que pidan laboralizar a los funcionarios, no vaya a ser que se les ocurra pedir que funcionaricen a los trabajadores... La Presidenta de la Comunidad de Madrid es, en estas lides, toda una maestra (qué ironía tan cruel). Solo hace falta repetir machaconamente que los profesores van a trabajar 20 horas a la semana, para generar la sensación de que las protestas educativas tienen que ver solo con la ampliación de dos horas de la jornada laboral, y no con el hecho de que la Comunidad de Madrid destine solo el 3% de su PIB a la educación (podemos dar gracias por no vivir en la República Dominicana, país que destina el… 2,5% de su PIB a la educación), que en el contexto de crisis han optado por reducir 230 millones adicionales de la educación, que se va a despedir a 3000 docentes, que los alumnos abarrotan las aulas, que la última escuela infantil pública en Madrid se acabó de construir en 1995… En definitiva, de lo que se trata es de hacer ver a la mayoría asalariada que el funcionario trabaja demasiado poco, e insinuar que si trabajara un poco más, las cosas irían mejor para todos. Lo cual, a su vez, se contradice con las políticas de recorte del empleo público, porque, o hace falta más trabajo en el Sector Público, y entonces será bueno tanto trabajar más horas, como que sean más productivas y que haya más funcionarios en servicio activo, o no hace falta que se trabaje más en el Sector Público, y entonces ninguna de esas medidas será necesaria. Lo que carece de toda justificación es que se diga que es necesario que los funcionarios trabajen más para levantar el país, pero también que hay demasiados funcionarios como para que haya trabajo suficiente para todos.
También resulta trascendental minimizar el efecto de atracción que ejerce el empleo público. Se estima que, desde 1982 hasta 2007, los funcionarios públicos han perdido un poder adquisitivo del 42%. Este dato no tiene en cuenta la reducción del 5% ni la reciente congelación de salarios. Hay que ser tonto para querer ser funcionario cuando gana más un fontanero o un electricista... en tiempos de bonanza económica. En tiempos de crisis, cuando los que pueden se refugian en las oposiciones, hay que mandar el mensaje adecuado: recorte de la Oferta de Empleo Público. El Gobierno acordó en 2010 la fórmula 10 por 1, es decir, que por cada 10 funcionarios que se jubilen, se incorpore solo un nuevo empleado público. ¿Realmente es posible que la Administración gestione con solo un 10% de su actual volumen? Además, la reciente crisis económica ha destapado las enormes dosis de ingenio de las que son depositarios los que organizan el tinglado, llegando a adoptar medidas tan expeditivas como reducir el número de horas al día en los que los tribunales de oposición corrigen los exámenes. Así, tenemos entretenidos a unos cuantos con un procedimiento que se eterniza, no hay que convocar plazas el año siguiente pero nadie puede decir que no haya empleo público... ¡Ah, dulce libertad! Elegid, ciudadanos, entre susto o muerte.
Evidentemente, la combinación de menos plazas y procesos selectivos más espaciados supone una presión económica inasumible para la mayor parte de las familias. Si hay alguien que deba ingresar en el selecto club de los funcionarios de los Cuerpos más poderosos, que sean los hijos de las clases acomodadas. Hasta en familias tan felices como esa que constituyen el capital y el Estado hay desavenencias, desacuerdos y enfados fraternales, así que no vaya a ser que algún día los mercados tengan que lidiar con un Estado cuyos funcionarios sean anticapitalistas, o peor aun… ¡comunistas!
La política de función pública es, en resumen, la historia de cómo acotar ese espacio que queda al margen del mercado de trabajo, de manera subrepticia y traicionera, con nocturnidad, alevosía y una originalidad que, admitámoslo, es bastante desconcertante. Es importante que no haya esperanza, que no queden ni los restos de cualquier posible alternativa a la condición de trabajador, que no haya dudas de que está todo bien atado. Los mercados, sensibles y agradecidos como son, lo saludarán con una subida en las Bolsas.


Juan

sábado, 10 de septiembre de 2011

Algunos somos comunistas (Carlos Fernández Liria).

Entre los indignados antisistema de la Puerta del Sol, por lo menos algunos, somos comunistas.

Lo de ser antisistema no necesita ya de justificación. En estos días se ha explicado, además, con fórmulas muy afortunadas: “no es que seamos antisistema”, ha dicho alguien, “es que el sistema es antinosotros”. Hubo otro que terminó un discurso incendiario en la manifestación diciendo que “en resumen, lo que pedimos es ¡un poco de sentido común!”. No se podía decir mejor. Esto que estamos viviendo, a nivel mundial y a nivel nacional, es una salvajada, un disparate, un chiste cruel, una broma brutal, un sarcasmo, una tomadura de pelo, un crimen. Desde que en los años ochenta comenzó la revolución de los ricos contra los pobres, el capitalismo rueda sin frenos hacia el abismo a un ritmo acelerado. Y nos arrastra a todos con él. Tiene toda la razón Naomi Klein al diagnosticar nuestro sistema económico como un capitalismo del desastre. Los negocios ya no funcionan bien más que en condiciones sociales de catástrofe. Lo decía hoy Ignacio Escolar: ¿de verdad que alguien necesita que se le expliquen las causas de las protestas? No, lo raro es que no hayan estallado antes.

El sistema es ya tan revolucionario (de extrema derecha, pero revolucionario, al fin y al cabo), que los antisistema nos hemos vuelto conservadores. Los “jóvenes sin futuro” que salieron a la calle el 7 de abril no pedían la Luna. No gritaban “la imaginación al poder” ni nada parecido. La moderación de sus reivindicaciones (casa, salud, trabajo, pensión) contrastaba con la radicalidad de su posible solución: “an-ti-ca-pi-ta-lis-ta” fue el grito que más se oyó. Y de los que más siguen resonando ahora en la Puerta del Sol y en todo el Estado. Para ser moderado, para conservar una pizca de sentido común, actualmente hay que ser antisistema. En cambio, los apologetas del capitalismo se prestan a cualquier locura revolucionaria. Para salvar la economía huyen hacia adelante dispuestos a sacrificar la humanidad e destruir el planeta. Como dijo Walter Benjamin, pero mucho más que cuando él lo dijo, lo que necesitamos es un freno de emergencia. Necesitamos parar esta demencia criminal.

Benjamin pensaba que ese freno de emergencia era el comunismo. Y algunos, bastantes, lo seguimos pensando. Cuando al comienzo de la crisis se dijo que el capitalismo había fracasado y que había que inventar otra cosa, cuando lo decían quienes lo decían, en los telediarios, en la prensa más canalla del país, uno se preguntaba a qué diablos se estaban refiriendo. La receta contra la crisis, al final, ha sido más y más capitalismo. Y en verdad, no es extraño, porque el capitalismo es un sistema económico muy poco flexible, para el que no caben medias tintas. Inventar otra cosa habría sido reinventar lo que ya estaba inventado, el comunismo. Lo que parece cada vez más difícil es empeñarse en ser anticapitalistas esquivando esa palabra maldita.

Bien es verdad que no todos le hacen ascos al término. Hace pocos meses estuvo el filósofo Jacques Rancière en la Universidad Complutense, explicando que asistimos a un imparable resurgir del comunismo. Lo mismo vienen a plantear otras autoridades intelectuales como Badiou, Zizek o Negri. Y bueno, es cierto que sus lectores, entre nosotros, nos entendemos muy bien (aunque unos menos que otros, desde luego). Pero algo de razón tenía el profesor Jose Luis Pardo en una reciente conferencia al quejarse de que, un poco fuera de la parroquia, no hay forma de entender el contenido que tan insignes filósofos le dan a el término “comunismo”, fuera de algunos tópicos en los que se alude a una forma de “vida comunitaria” que remite a Francisco de Asís (como al final de Imperio de Negri), a una “democracia efectiva” o “radical”, a un “poder de las masas”o de la “multitud”, un “sin Estado, ni Ley”, es decir, fórmulas demasiado negativas, vacías y generales, más propias de un programa religioso que político.

Y sin embargo, no estamos ante un misterio insondable. Lo que necesitamos contra el capitalismo es algo muy concreto: una alteración radical en la propiedad de los medios de producción que haga posible a la instancia política ejercer un control democrático sobre la producción en el marco de una economía institucionalizada. El capitalismo actual esta institucionalizado y dirigido políticamente por corporaciones que no obedecen a ningún poder legislativo, al margen de cualquier control democrático. Nuestras democracias son libres de todo en una condiciones en las que no hay nada que hacer. Casi todo lo que afecta sustancialmente a la vida de las personas viene decidido por poderes económicos que negocian en secreto y actúan en la sombra chantajeando a todo el cuerpo social. Un pestañeo de los llamados mercados basta actualmente para anular el trabajo legislativo de generaciones enteras. No hay leyes, ni constituciones que puedan resistirse a la dictadura ciega de los poderes financieros. Es el Cuarto Reich. Los nuevos nazis no son menos totalitarios que los anteriores, pero, además, están mucho más locos. Como ha dicho Naomi Klein, los mercados tienen el carácter de un niño de tres años. Sus rabietas viajan en tiempo real conmocionando el planeta. Ni Nerón, ni Calígula estaban tan locos ni eran tan imprevisibles.

Lo que plantea el comunismo es que la economía no puede institucionalizarse democráticamente, sometiéndose al poder legislativo, sin suprimir la propiedad privada sobre los medios de producción, es decir, sobre las condiciones de existencia de la población. Lo sabemos por experiencia y lo sabemos también en la medida en que la economía marxista explica muy plausiblemente por qué es así.

Así pues, el misterio se puede aclarar. “Comunismo” es, en realidad, exactamente lo que pretenden ser (sin lograrlo en absoluto) nuestras orgullosas democracias constitucionales. Ya es difícil negar -cada vez hay más gente que abre los ojos- que lo que hemos venido llamando “democracias” no son sino dictaduras económicas ataviadas con una fachada parlamentaria. Lo que frente a ello llamamos “comunismo” no es, sin embargo, más que aquello que pretendíamos ser: democracias parlamentarias en las que las leyes pueden someter a los poderes económicos. Es absurdo plantear que el parlamento puede legislar lo que ya siempre se ha decidido de antemano en la Bolsa. La cosa está cada vez más clara: las leyes no pueden hablar por favor a los negocios, tienen que imponerse coactivamente. Pero para eso tienen que tener la sartén por el mango. Y el mango son los medios de producción.

Respecto a qué tenga que ver todo esto con aquello que se llamó “socialismo real”, hay que decir que mucho, siempre y cuando se deshagan algunos espejismos. Por ejemplo: siempre y cuando no llamemos “socialismo real” sólo a lo que se dio en aquellos países que lograron resistir algo de tiempo (entre cinco y setenta años) la agresión imperialista, sino también a todos los proyectos socialistas, comunistas o anarquistas que fueron derrotados mediante golpes de Estado, invasiones militares, bloqueos económicos, etc. El que los países socialistas no hayan sido democráticos puede significar tan solo que no hay ningún país en guerra que pueda permitirse el lujo de la democracia. De hecho, los que lo intentaron, sucumbieron bien pronto. Como ya he dicho muchas veces, el socialismo nunca pudo optar entre Allende o Fidel Castro. Era o Castro vivo, o Allende muerto.

Pensemos en las iniciativas que están proponiendo juzgar a los poderes financieros, especialmente a las agencias de evaluación de deuda. No cabe duda de que estas instituciones están jugando con el destino de la población mundial para hacer sus propios negocios privados. Ahora bien, estas iniciativas, si quieren tomarse en serio, tendrán que enfrentarse tarde o temprano al dilema de exigir algo equivalente al viejo concepto comunista de “dictadura del proletariado”. Es una total ingenuidad creer que los poderes económicos van a doblegarse a la autoridad del poder judicial, cuando no se doblegan ni ante el poder ejecutivo ni ante el poder legislativo. Sin asegurarse el monopolio en el ejercicio de la violencia, la democracia no tienen ninguna posibilidad de hacerse oír. Cómo hacer esto posible, eso sí que es un problema difícil de resolver. Y no qué debamos entender bajo el término “comunismo”.

En todo caso, hay que comenzar por algún sitio. Comenzar por el kilómetro cero de la Puerta del Sol es una excelente idea. No se trata, en efecto, de pedir la Luna, ni siquiera de pedir el comunismo. Eso ya vendrá por sí mismo cuando se entienda lo difícil que es el liso y llano sentido común en un mundo como este. Cuando para tener casa o trabajo hay que ser antisistema, las cartas están echadas.

Por eso conviene que pidamos cosas muy de sentido común. Por ejemplo: permaneceremos en la Puerta del Sol mientras que, en primer lugar, no se cambie la Ley Electoral. No se trata solo de acabar con el bipartidismo. Se trata también de acabar con ese cáncer de la democracia que es la propaganda electoral, de exigir al Estado verdaderos espacios de comunicación para que la ciudadanía pueda hacer oír sus argumentos políticos (que, como cualquiera puede comprobar en los medios alternativos de Internet, son muchos, inteligentes y poderosos). Se trata de acabar con ese espectáculo indigno y grotesco de las actuales campañas electorales, aunque solo sea porque ofenden a la inteligencia y denigran al género humano.

En segundo lugar, es necesario permanecer movilizados mientras no se arbitren las medidas judiciales para juzgar a los culpables de este desastre humano en el que nos vemos sumidos. Muchos banqueros, muchos accionistas, muchos políticos, muchos financieros tienen que acabar en la cárcel. Si no, más nos vale suprimir el Ministerio de Justicia.

Luego, habrá que pasar a otras urgencias. Es preciso parar los deshaucios. Expropiar las viviendas vacías. Socializar los beneficios bancarios y privatizar sus pérdidas. Quizás se podría promover una iniciativa internacional para que los cascos azules ocupen militarmente los paraísos fiscales... Ideas no nos van a faltar. Lo del comunismo ya se entenderá por el camino.


Carlos Fernández Liria.


Extraído de: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=128765