viernes, 28 de diciembre de 2012

Permisos y derechos


Si bien es cierto que no podemos caracterizar la televisión como el “reflejo de la realidad”, sí que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la televisión refleja la ideología de la clase dominante. Por lo menos así es en los países capitalistas, donde asuntos tan delicados como la libertad de expresión fueron regalados a grandes corporaciones hace ya tiempo. Partiendo de este supuesto, resulta de lo más alarmante comprobar cuáles son los mensajes que nos transmite últimamente este aparato en el Estado español. En concreto me interesa lo que se está diciendo, cada vez más alto y con más descaro, acerca de lo que es el Derecho.

Hace unos días, enciendo la televisión y me ataca una película de acción en la que vemos a un agente de la CIA que tiene problemas de conciencia: está harto de explotar coches en otros países, de ametrallar enemigos, de cometer asesinatos en nombre de su gobierno y de la “seguridad nacional”. Parece estar tan abrumado que comenta su situación con otro colega de la CIA. Y este le responde que tiene razón, que “defender el país es cada día más complejo”. ¿De dónde viene esta complejidad? Del hecho de que “nosotros nos ponemos reglas a nosotros mismos que el enemigo no se pone”, y esto es así hasta tal punto que el comprensivo espía duda: “ya no sé en qué consiste mi trabajo”. Aquí tenemos una primera aproximación a lo que la clase dominante entiende por Derecho: es complejidad innecesaria, perjudicial. Para este agente de la CIA los derechos (humanos, sociales, ciudadanos, políticos, económicos, etc.) son un límite a su trabajo y por tanto un límite a la seguridad nacional. La idea de este sujeto es que “los terroristas” no respetan el Derecho mientras que “los buenos” sí lo hacen. La conclusión que necesariamente obtenemos de estas premisas es que el respeto a los derechos dificulta la esencial labor de la última línea de defensa que separa a los estadounidenses de la pérdida de su libertad (o incluso de una muerte atroz). El Derecho es, por tanto, una lastimosa fuente de complejidad que ata las manos de quienes tienen que tener las manos libres para cumplir la sacrosanta misión de defender la patria de un enemigo invisible que incluso “ataca desde dentro y a traición”. El Derecho es, por tanto, un estorbo, un dinosaurio del pasado que no ha sabido adaptarse a la nueva realidad, un fósil institucional que dificulta la lucha por la “libertad”, por mantener “el estilo de vida americano”. Cuánto más fácil sería capturar terroristas si todo EE.UU. se pudiese convertir en una gigantesca Guantánamo, cuánto más fácil sería proteger el concepto de la “libertad”, mantenerlo puro, si evitamos que los pueblos sean libres, cuánto más fácil sería proteger la “democracia” si los agentes encargados no tuviesen las manos atadas con insensateces como el Habeas Corpus, que obligan a perder el tiempo e incluso a soltar criminales...

Cansado de la retórica del film, agotado de tanto tiro y explosión que vienen a justificar los planteamientos del agente de la CIA preocupado con su trabajo, cambio de canal. Entonces me encuentro un alegre cacareo, una mesa de tertulianos de los que aparecen durante toda la mañana para hablar del tema que sea. Uno de esos programas en que todólogos y sicofantes se unen para esputar sus tristes opiniones a un público bovino. Es en este contexto donde encontramos otra de las puntas de lanza que utiliza la ideología dominante. Entre interrupciones, gritos, risas y palmadas en la espalda, empieza a vislumbrarse una idea que atraviesa el ambiente: el Derecho como algo antieconómico. Los neoliberales, que desde los años 70 vienen ocupando (y desmantelando) cada vez más el sector público, entienden que un derecho, como por ejemplo el derecho a una vivienda digna, no es más que una traba para el correcto desarrollo de los negocios y, consecuentemente, de la “libertad”. El Derecho se trata, por tanto, de una especie de conjunto de normas arbitrarias (“no hay nada en la razón, ni en la naturaleza, ni el el reino de los cielos que nos diga que los seres humanos debemos vivir en una vivienda digna”, dicen), un límite al desarrollo comercial y humano. Los derechos son, por tanto, un elemento antieconómico, algo así como una herencia que ya no podemos mantener. Plantean que son el resultado de haber tratado de vivir “por encima de nuestras posibilidades”: ahora que hay crisis, solo los necios y los comunistas (que vienen a ser lo mismo) se empeñan en mantener algo que no podemos mantener porque “no hay recursos suficientes”. Lo que nos dicen los tertulianos, por tanto, es que el Derecho es fruto de algo así como la bonanza económica y que, cuando falta el capital, hay que renunciar a ello si no queremos arriesgarnos a destruir la economía. Los derechos, por tanto, son algo que concierne a las personas o países pudientes, se trata de un lujo, una recompensa por pertenecer al club de los ricos. Llegados a este punto, apagué la televisión.

Pero los seres humanos somos capaces de tropezar infinitas veces con la misma piedra. Así que pasados unos días vuelvo a encender el dichoso aparato. Esta vez es la cara amable de un presentador de noticias la que me dice cómo son las cosas. Mediante un tratamiento informativo más que dudoso, una noticia en apariencia referida a un choque laboral entre trabajadores y empresarios se acaba convirtiendo en la excusa para darnos una nueva lección sobre lo que es el Derecho: es un regalo. Más bien un préstamo. Asumiendo un argumentario muy parecido al de las tertulias, el telediario nos cuenta el cuento de que si hemos tenido un Estado de Bienestar hasta el momento es por dos motivos: primero porque “los padres de la democracia” así lo decidieron durante la transición, cosa que, por lo visto, debemos agradecer infinitamente porque a nadie más se le habría ocurrido; en segundo lugar, porque hemos pretendido vivir “mejor de lo que en realidad podíamos”. Lo que está flotando de fondo es la idea de que el Derecho no implica un cambio de poder, que en realidad se trata de algo así como un “permiso”. Y así, le dan la vuelta a la tortilla y ponen el mundo patas arriba: no es que tengamos derechos por ser humanos, ciudadanos, racionales, únicos e irrepetibles, dotados de una constitución, con siglos de luchas sociales a nuestras espaldas, etc. Tenemos “derechos” porque determinadas personas, ancladas en las posiciones de poder, han decidido que durante un breve lapso de tiempo podemos disfrutar de un nivel de vida que en realidad, parece ser, no nos corresponde a la inmensa mayoría (digamos, el 90% de la población). Por tanto, el Derecho de un Estado como el nuestro en realidad no es tal, se tendría que hablar más bien de el Permiso, el Permiso que nos da la clase dominante durante el tiempo que decidan para que los “losers” disfrutemos de uno serie de “servicios” aunque no lo merezcamos. Consecuentemente, en un contexto de crisis económica, política y social, no es de extrañar que estos presuntos “derechos” se vean seriamente limitados: “no hay dinero para sanidad”, “no hay dinero para educación”, “no hay recursos para mantener una justicia igual para todos”. El Permiso procede, por tanto, del capital: podemos tener, por ejemplo, una sanidad pública, pero solo hasta el momento en que el capital decida hacerse con ese mercado, es decir, todos tenemos (apariencia de) “derecho” a la sanidad mientras los capitalistas puedan seguir acumulando capital en otros ámbitos de la economía (sí, para el capital la sanidad no es más que una parte de la economía). Pero cuando se da una situación de crisis, cuando se tiene que cambiar el modelo de acumulación de capital porque la anterior burbuja ha explotado definitivamente, eso que llamábamos “Derecho”, eso que creíamos que nos correspondía por el mero hecho de haber nacido tras siglos de luchas y progreso de la razón, no resulta ser otra cosa que una ilusión, un préstamo momentáneo, un Permiso cuya función es hacer creer que todos avanzamos al mismo ritmo, que vamos en el mismo barco.

Esto nos lleva a la siguiente cuestión. En el mismo telediario escucho a distintos representantes políticos vomitar sus discursos electoralistas, donde lo importante no es la verdad sino la cantidad de votos que ganas o pierdes después de la actuación. Y es gracias a estos discursos que podemos comprender otro aspecto fundamental de nuestro presunto Estado de Derecho: existen derechos que valen y derechos que no valen. Dicho de otra forma, vivimos en un Estado donde convive el presunto Derecho con el conocido Permiso. Y no es algo que haya ocurrido debido al azar: la clase dominante quiere procurar, mantener o agrandar el “derecho” a actuar como clase dominante, mientras que para el resto solo quedan los permisos, las migajas, aquello que no supone ninguna amenaza para la reproducción de la clase dominante en tanto que tal. Así, por ejemplo, resulta de lo más esclarecedor ver cómo determinados partidos insisten una y otra vez en el hecho de que “hay que limitar el derecho a la huelga”. Para los poderes fácticos (el capital) y los poderes imaginarios (el poder político tal y como se entiende hoy en las altas esferas), que los trabajadores aspiren y utilicen el Derecho y se declaren en huelga es una especie de abuso que no se puede permitir. La conclusión lógica para estos políticos, por tanto, es que debe limitarse el Derecho, debe reducirse a Permiso, porque no se puede consentir que una panda de trabajadores utilicen un supuesto derecho para reclamar nada, porque “nadie tiene derecho a hacer daño a la economía del país”. Así, cuando el personal sanitario decide ir a la huelga no por sus salarios, no por las horas de trabajo que les han aumentado, no por las condiciones de trabajo generales, sino para defender una sanidad pública, universal y de calidad, los máximos representantes políticos claman al cielo: “¿no ven los médicos que están perjudicando a los pacientes y la economía?”. Privatizan la sanidad, convirtiendo otro pedacito del Derecho en un mercado más (en un Permiso que te permite o no en función de tu renta) y, debido a que la oposición a este proceso es frontal, no se les ocurre otra cosa que limitar el derecho de la ciudadanía a luchar por lo que considera justo. Y esto ocurre porque hay una serie de derechos (la propiedad privada, por ejemplo) que priman, como no podía ser de otra manera, sobre los permisos que “ya no podemos mantener”: el derecho a hacer negocio con la salud de las personas prima sobre el permiso de las personas para disfrutar de una sanidad pública y de calidad para todos y todas. Prima la posibilidad de hacer negocio sobre la dignidad de las personas. Sobre el papel, ambas cosas constituyen derechos, pero en la práctica...

Por último, la televisión, mediante reportajes, documentales y películas, nos transmite la idea de que el Derecho es (o debe ser) un reflejo de la sociedad del momento. Parece lógico, pero este tipo de planteamientos nos oculta una terrible verdad: el Derecho no está para reflejar lo que acontece día a día. El Derecho no está para permitir que el empresario haga lo que quiera, para que el pez grande se coma al chico, que la gacela sea comida por el león, que el asesino siga asesinando o para que el enano pueda ser lanzado contra una pared por los tipos grandes. El Derecho apela al “deber ser”, no al “ser” de la realidad. El Derecho no puede ser simplemente la consagración (en papeles, normas y leyes) de lo que ocurre en la realidad, por muy bonita que esta aparente ser. El sentido del Derecho es, precisamente, transformar la realidad, no elevarla a la categoría de legítima o intocable. Por tanto, cuando un político o una política hablan de adecuar las leyes “a los desafíos del siglo XXI” o a las “demandas de una sociedad cambiante”, de lo que hablan es de ponerlas al servicio de los que mandan en ese momento, de aquellos que tienen la capacidad (y sobre todo los medios) para convencernos de qué es bueno y qué es malo. De esta forma, el Derecho deja de ser una herramienta para transformar la realidad, la palanca para introducir en la vida cotidiana palabras como “justicia”, “fraternidad”, “igualdad”, “libertad” o “verdad”, para aspirar al “deber ser” y la dignidad y no solo conformarnos con la injusticia y la precariedad de lo existente. Al contrario, se transforma en una herramienta al servicio de los peces gordos que se utiliza exclusivamente para legitimar y legalizar el expolio de los peces pequeños. Al final, lo que nos propone el capital y los políticos que lo representan es pasar de una realidad en Estado de Derecho a un Derecho en Estado de realidad, en “Estado de mercado”. Es el fin del principio del reinado de la razón, la verdad, la libertad y la justicia. Se trata de la transición hacia un modelo en el que el interés privado de los peces más gordos define el mundo y, lo que es peor, lo que debe ser el mundo. Que los médicos hagan huelga es un abuso, que los empresarios quieran hacer negocio con la salud de la población es un derecho inalienable, según este esquema.

La izquierda, sin embargo, cometería un grave error regalándoles a neoliberales y demás capitalistas un concepto como el de Derecho. La tarea ciudadana por excelencia es reivindicar que el Derecho no puede ser el fruto de los devenires del mercado capitalista o de la voluntad del tirano de turno, sino el fruto de la deliberación racional sobre el “deber ser” y sobre lo que es justo o injusto; que no puede ser el Permiso que nos regala una camarilla que lucha por defender sus intereses privados, sino la plasmación de la voluntad general de acuerdo a la razón pública; ni un obstáculo para defender la patria, sino el motivo por el cual esta existe y debe ser protegida. El Derecho es y sigue siendo el fruto de la razón, el resultado de las exigencias de la libertad (de tratarse a sí mismo como un “cualquiera”, libre de su condición de, por ejemplo, hombre, blanco, europeo, español, de clase media, etc.), el inevitable destino de pretender alcanzar el “deber ser”, de no conformarse con las injusticias que se dan hoy como si fuesen algo natural y por tanto inevitable. Otra cosa es a qué llamen “Derecho” los tiranos políticos y económicos, que no suele ser otra cosa que su voluntad arbitraria al servicio del interés privado. Pero aunque sea esto último lo que de hecho tiende a ocurrir, debemos tener muy claro que nuestra lucha no es la misma que la de los neoliberales, algo así como “destruyamos el Derecho en nombre de la libertad”, sino todo lo contrario: debemos luchar contra el Estado de Permiso para que esa palabreja, Derecho, no sea la cuerda con la que se nos ahorca sino la llave con la que abrimos las puertas de la emancipación.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Identidades vampíricas.


Algunos varones, al ver peligrar ciertos privilegios sexistas sobre los que han asentado su identidad masculina, sienten la imperiosa necesidad de huir hacia adelante y tratar de racionalizar lo que la razón de ninguna manera puede justificar. En este sentido, los feminismos, si bien todavía no han triunfado definitivamente, sí que han conseguido dar pasos de gigante: lo que ayer era un problema doméstico se ha convertido en un problema político; lo que ayer era normal, el machismo, hoy ya no se puede defender abiertamente. Lo habitual es que la razón no logre imponerse al avance de la historia y el tiempo, pero cada vez que da un paso, es imposible hacerla retroceder: aunque siga existiendo (y de hecho el problema se agrave), es imposible justificar la esclavitud con la razón, hay que buscar otras vías. De la misma manera, para sostener una posición machista es necesario tratar de racionalizar lo irracional mientras se enmascara la realidad y se desconocen las fuentes y los efectos lógicos de lo que se defiende.

La máscara preferida del machismo actual sigue siendo la naturaleza (las “esencias”), lo que desde su punto de vista es “natural”. Cuando un machista señala algo como “natural”, lo que intenta es situar ese algo más allá del debate, como si se tratase de algo previo, anterior, algo indiscutible que todas las personas tenemos que aceptar antes de empezar a dialogar. De esta manera, pretenden orientar el debate, normalmente a partir de premisas falsas (y deducciones descabelladas), de tal forma que se llegue a una conclusión que, invariablemente, acaba reproduciendo ciertos roles, estereotipos, prejuicios y discriminaciones sexistas. Y es que resulta imprescindible sustraer ciertas ideas del debate cuando lo que se pretende es defender cosas irracionales, indignas, injustas, falaces y/o basadas en el interés privado: de la misma forma que es imposible justificar la esclavitud mediante la razón, tampoco es posible defender los privilegios masculinos construidos a lo largo de milenios de patriarcado, por mucho que se limen y presenten como algo positivo o inevitable.

Es necesario, a su vez, enmascarar las fuentes (la tradición, la Iglesia, la extrema derecha, grupos de autoayuda machistas, medios de comunicación conservadores...) de las que parten estas teorías
machistas que, además de robar asuntos al debate público, camuflan su desesperada defensa de la injusticia con todo un repertorio de corrección política, aparentes buenas intenciones y (falsa) voluntad emancipatoria. Un ejemplo muy claro nos lo da ese impulso patriarcal que nos incita a aceptar irreflexivamente frases como “para estar completa, una mujer necesita a un hombre, a su media naranja”. Resulta conmovedor, es bonito... pero no es cierto. Una mujer, como un hombre, puede necesitar o no una pareja (hombre o mujer), no hay nada en la condición de “mujer” (ni de “hombre”) que nos lleve a deducir que necesariamente requiera de una persona de otro sexo que la “complete”. Con frases como esta nos pretenden hacer creer, por un lado, que existe algún motivo (natural, espiritual, etc., cualquier cosa que esté más allá de la razón, en el más acá de la superstición) por el cual las mujeres son algo así como medias-personas hasta que llega un buen varón (¿un macho alfa, como si fuésemos leones, hienas o lobos?) que las rescata del estado incompleto al que les condena su condición de mujeres (nótese que de la misma forma que el machismo las condena a ellas a ser rescatadas, les condena a ellos a ser heroicos y “naturales” protectores-rescatadores de personas que, biológica, espiritualmente o lo que sea, han nacido “incompletas”). Aristóteles, brillante para otras cuestiones, no podría estar más de acuerdo: desde su punto de vista las mujeres son mujeres “en virtud de una carencia”. Son “hombres incompletos”.

¿Por qué se defienden planteamientos como este todavía hoy, casi 2.500 años después? Porque estas identidades masculinas machistas tratan de ocultar, como ayer, sus propias necesidades: se trata de identidades que se construyen a partir de la necesidad que sienten ellos de ser necesarios para ellas. Se construyen impidiendo el completo desarrollo de la identidad femenina, limitando su libertad y dictando el camino de la corrección y la normalidad, de lo que es ser “una auténtica mujer”, que no es otra cosa que obedecer ciegamente a esas necesidades inherentes a su condición femenina y que, como por casualidad (ellos lo llaman “naturaleza” o “esencia”), colocan al varón en una posición privilegiada cuando no abiertamente superior. Y también contradictoria, pues el varón machista de ninguna manera reconocerá que su identidad es absolutamente dependiente de la dependencia que sea capaz de generar en las identidades femeninas, de lo contrario no tendría ningún sentido realizar esta operación. Vivir esta contradicción lleva a no pocos hombres a tratar de controlar la vida, los actos y los desplazamientos de las mujeres, a la violencia simbólica e incluso a la física.

Se trata de identidades que se construyen robando la independencia de otras identidades. El hombre machista se construye así en una identidad “fuerte” que se basa precisamente en las “carencias” de la mujer. Niegan así la autonomía de las mujeres, su capacidad de elaborar juicios independientes, puesto que sus propias carencias las determinan. Hacen enfermar la salud psicológica de las mujeres para después presentarse como la solución, como la medicina liberadora. Ya serán ellos los fuertes, los resueltos, los activos, los independientes, los libres. A ellas les queda la negación: no eres independiente como él, no eres tan fuerte como él, no eres tan capaz, no puedes ser tan libre porque le necesitas.

También resulta básico para estas identidades machistas negar el trasfondo en el que de hecho se desarrollan las identidades masculinas y femeninas. Así, para los machistas, el patriarcado y el machismo son cosas del pasado. Esto no es una cuestión nimia: negando el trasfondo se niegan las condiciones en que se desarrollan las identidades de género. Esto les resulta de lo más práctico: así se puede descartar, de un plumazo, cuestiones fundamentales como la socialización diferenciada (dentro y fuera de las instituciones educativas), las expectativas sociales sexistas, la violencia de género, la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres por un mismo trabajo... No es que nieguen que esto existe, sino que lo convierten en obra y gracia de la naturaleza, de un choque entre individuos iguales, del azar, de la avaricia o de la “esencia” masculina/femenina. La finalidad de todo esto es negar la estructura que permite que se mantengan las condiciones que en la práctica suponen que las mujeres puedan seguir siendo discriminadas impunemente. Mientras, se dicen palabras bonitas como “no es malo necesitar a un hombre” o “todos estamos de acuerdo con la igualdad de derechos”. Pero la cuestión es que de nada sirve igualar en derechos a las mujeres verbal o formalmente si no se combate el motivo por el que no alcanzan esa igualdad. Lo mismo ocurre con el racismo y es también el mismo juego que practican los empresarios con los trabajadores: ignoran la desigualdad y la injusticia que supone el punto de partida (unos tienen capital, otros solo su fuerza de trabajo) mientras se les llena la boca con ideas como “contratos libres entre iguales”. ¿De qué sirve la igualdad formal si no se cumplen las condiciones necesarias para que sea efectiva? Las personas no “empiezan” en condiciones de igualdad en un sistema capitalista o en uno esclavista, ni tienen las mismas oportunidades. Lo mismo ocurre con el sistema patriarcal. Y en todos estos casos la estructura de dominación intenta naturalizar (convertir en indiscutibles) las injusticias que permiten su constante reproducción y renovación.

Al final, resulta prácticamente inevitable encontrar un parecido razonable entre estas identidades machistas que tratan de mantenerse a flote en un mundo crecientemente feminista y esos seres espectrales que se alimentan de humanos: los vampiros. De la misma forma que un vampiro se alimenta de la vida de otras personas, las identidades machistas se alimentan de las identidades femeninas no emancipadas. Un vampiro seduce a una mujer con una especie de hipnosis antes de morderle el cuello para alimentarse de su sangre, una hombre machista seduce el sentido común con buenas palabras para alimentarse de mujeres inseguras (construidas como tales por el propio patriarcado). Estas buenas palabras, como la hipnosis, desarman, convierten a la presa en algo dócil y manipulable, en un animal de ganadería, en alimento al fin y al cabo. La identidad del varón machista necesita acumular autoestima hasta prácticamente convertirlo en un atributo específico de los hombres, de tal forma que su seguridad en sí mismos comienza a depender de la falta de autoestima, seguridad e independencia de las mujeres. De la misma forma que hay todo un sistema que hace pensar al trabajador que necesita a un empresario, hay todo un sistema empeñado en convencer a las mujeres de que necesitan a un hombre que las cuide, las proteja y las salve de su condición de mujer. Igual que un capitalista debe expropiar las condiciones de supervivencia de las personas para obtener a cambio una clase trabajadora, la identidad masculina machista necesita expropiar de su dignidad a las mujeres. En ambos casos hablamos de un robo que consagra una injusticia. En ambos casos hablamos de que unos seres humanos se alimentan de otros.

viernes, 26 de octubre de 2012

Agamben en Neptuno: la excepción como norma.


Gorgio Agamben partió de una figura del Derecho Romano, el “homo sacer”, para construir toda una teoría acerca de la centralidad de la vida (o más bien la decisión sobre la misma) en la política moderna. El concepto de “vida”, para Agamben, tiene una doble vertiente. Por un lado nos habla de la nuda supervivencia fisiológica de los cuerpos, la reproducción de la vida, la mera subsistencia, la existencia material. En este caso hablaríamos de “zoe”: un proceso cíclico (nacimiento-vida-muerte-nacimiento...) que es siempre igual independientemente de la generación de seres vivos de la que hablemos. Es algo que compartimos, por tanto, los seres humanos con el resto de animales. Por otro lado, nos encontramos con la vida entendida en un sentido lineal, biográfico: el “bios”. Cada una de las personas tiene una experiencia personal que va constituyendo su individualidad, diferenciando su vida de la de las demás, haciendo de esa individualidad algo único e irrepetible que finalizará con la muerte. Es, por tanto, la vida específicamente humana, la vida política, aquello que nos diferencia de otros animales, incluidos los sociales.

Dentro de este esquema, el “homo sacer” no es otra cosa que un expulsado, un excluido de la comunidad política. Es un ser humano cuya vida no implica “bios”, es tan solo “zoe”. Por tanto, se trata de un individuo que no merece tan si quiera ser juzgado o condenado, no es sujeto de derecho alguno, no tiene valor jurídico como ser humano. Lejos de ser uno de los muchos efectos de un sistema político-económico concreto, Agamben defiende que es precisamente la capacidad de incluir/excluir de la comunidad política, la capacidad de establecer quién es “zoe” y quién es “bios”, el elemento originario del poder político, de la soberanía: un poder soberano no es otro que aquel que tiene el poder ilimitado de decisión sobre la vida. Y la relación que se establece entre el poder soberano y el “homo sacer” conforman la realidad de la política: el establecimiento de “el otro”, el excluido del “bios” social, es parte consustancial del poder, es el elemento que lo constituye.

En un sistema como el nuestro, la soberanía se afirma cuando se decide lo que puede y lo que no puede constituir un campo de excepción, esto es, las ocasiones o lugares en los que el Estado de Derecho queda anulado, sin validez. Pongamos un caso práctico para que se entienda mejor: el Estado español, concretamente su reacción ante las convocatorias de protesta en torno al Congreso. Antes de nada, es importante entender que la clave de la decisión soberana no es que el Estado trate de corregir, mediante la excepción, un exceso que de otra forma no podría corregir (lo que se ha definido como “terrorismo callejero” y “golpe de Estado”, por ejemplo), una especie de “me salto la ley para poder proteger la ley”; la clave se encuentra en la capacidad de crear y definir el espacio en el que el marco político-jurídico tendrá validez o no.

En prácticamente todas las manifestaciones convocadas hasta la fecha ante el Congreso nos hemos encontrado con el siguiente esquema: a) miembros del gobierno caldean el ambiente con el ánimo de justificar, a priori, cualquier tipo de acción policial violenta, por ejemplo advirtiendo de que existen “grupos extremistas y violentos” que se infliltran en las manifestaciones para hacer el mal; b) el gobierno despliega un dispositivo policial abrumador, absolutamente desproporcionado, pero que también ayuda a preparar el ambiente para una futura aceptación acrítica de lo que suceda: el desplegar tantos efectivos señala a los manifestantes, antes de que se manifiesten, como un gran peligro “real”; c) durante las manifestaciones, se producen cargas policiales violentísimas, desmesuradas, que acaban con decenas de heridos y detenidos; d) los agentes encargados de reprimir y disolver las manifestaciones no llevan identificación visible y se niegan a darla aunque se lo exija la ciudadanía; e) al día siguiente, se utilizan determinadas imágenes sacadas de contexto, se falsean los hechos y se legitima, desde el gobierno y los medios de comunicación a su servicio, la violencia aplicada; d) el gobierno suelta globos sonda para comprobar en qué medida se aceptaría (cómo lo recibe la sociedad) una limitación del derecho a manifestarse y, en paralelo, en qué medida estamos dispuestos a tolerar que determinados cuerpos del Estado se sitúen más allá de la ley.

Parece que Agamben se ha estado paseando por el centro de Madrid. En primer lugar, tanto el hecho de convocar una fuerza de antidisturbios desproporcionada como el hecho de hablar de grupos “antisistema” (que en el diccionario político del poder viene a significar “radicales-extremistas-violentos-pseudoterroristas”), de “golpe de Estado”, de “terrorismo callejero”, etc., y al hacerlo pretender arrancar todo el significado político de las acciones de protesta, el gobierno está señalando a los manifestantes como un peligro irracional que actúa más allá de la ley y que atenta contra el Estado de Derecho, representado este, claro está, por el gobierno. Se trata, por tanto, de un primer intento de colocar a los y las manifestantes en la posición de “homo sacer”: son seres manipulados, que actúan sin razón, que son violentos y que pretenden acabar con “nuestro estilo de vida”. Vivimos en la sociedad del espectáculo, en la sociedad en la que una imagen vale más que cualquier realidad. Y ese es precisamente el arma que utilizan: se crea una imagen distorsionada de la ciudadanía que nos induce a aceptar que esas personas que van a Neptuno son algo así como el enemigo interno, seres que en tanto que no respetan las normas del juego no se merecen una respuesta desde el derecho, sino desde las fuerzas del orden del régimen (“leña y punto”, decía uno de los responsables de la SUP).

Las cargas policiales sobre la población son el siguiente paso del guión. Cualquier excusa es válida y siempre se encuentra una: cuando reciben la orden, los antidisturbios bañan sus porras en sangre, abren fuego contra familias, persiguen a ciudadanos y ciudadanas como si estos fuesen animales. Es el momento en el que se puede comprobar con mayor facilidad que en un sistema político-económico como el nuestro existen seres desechables, seres sin vida política, sin “bios” y que son, por tanto, pura “zoe”, nuda vida ante la que no cabe aplicar la ley: la policía pega y dispara indiscriminadamente, practica detenciones arbitrarias, maltrata psicológica y físicamente a quien detiene, retiene durante dos días en situaciones penosas e incluso en aislamiento a quien le parece, inventa atestados policiales para alimentar su ego y cubrirse las espaldas por si llega el extraño día en que se investigan sus acciones... Y, en mitad de esta fiesta macabra, uno se da cuenta de que es imposible identificar a los agentes: no llevan identificación visible y aquellos inocentes que intentan que se la muestren son susceptibles de ser detenidos o heridos. En otras palabras: el Estado viola sus propias leyes, abre un paréntesis en las mismas, para convertir a los profesionales de la violencia “legítima” en seres irresponsables, en personas que no responden por sus actos. El Estado, a través del poder ejecutivo, establece así un campo de excepción dedicado a quienes se oponen a su régimen: los responsables de la violencia estatal, del orden en las calles, son irresponsables ante la ley. Solo quienes sufren esa violencia tienen que responder por sus actos, pero no ante la ley, sino ante una serie de funcionarios que discrecionalmente deciden si se te aplica la ley por actos que no has cometido (el mejor de los casos, como la pareja a la que introdujeron piedras en la mochila para acusarles de atentado contra la autoridad), o si ni si quiera estás en el territorio de la ley: ellos mismos, lejos de las cámaras, se encargan entonces de explicarle al cuerpo de la víctima (el detenido o la detenida) en qué consiste ser “homo sacer”.

Y por último tenemos “el día siguiente”, las horas y los días que transcurren tras la protesta y la consecuente represión policial. Este es el momento de justificar retroactivamente lo que ha ocurrido, de construir la realidad para que esta permita seguir satisfaciendo ciertos privilegios. Basta la imagen de un policía siendo golpeado por algo, independientemente de que sea después de una carga policial, para justificar todos los desmanes que comete este cuerpo contra los manifestantes, como si el cazar ciudadanos fuese un acto de defensa propia. Que lo hagan medios de comunicación “fascistoides” no es de extrañar ni nos dice demasiado. Pero que lo haga el gobierno implica una diferencia sustantiva: el poder ejecutivo trata de erigirse como poder soberano por encima del resto de instituciones del Estado. Y no es la soberanía “tradicional” de un Estado de Derecho la que reclama (basada en la representación y en la legitimidad otorgada por el respeto a la ley), sino una soberanía en el más puro sentido de Agamben (la capacidad de excluir de la comunidad política, de establecer la excepción), agresiva y tendente a abolir la división de poderes, como demuestra la posterior persecución jurídica que sufren los que convocan las manifestaciones, los que han participado y han sido identificados e incluso quien salía del metro en el momento equivocado. Se trata de un asalto del poder ejecutivo, que además del poder judicial, controla también el legislativo no solo gracias a que nuestro propio sistema político entrega el control de ambos (legislativo y ejecutivo) a uno de los dos partidos mayoritarios, sino también en el sentido de que el ejecutivo empieza a guiar, en su propio interés y para su propio beneficio en tanto poder ejecutivo, la dirección y el contenido de las leyes.

Es por esto por lo que intenta, utilizando argumentos económicos como que "molesta a los comerciantes", limitar el derecho a manifestarse, es decir, limitar el derecho a expresar el rechazo a todo un orden social, político y económico que deshumaniza, que convierte a cada vez más personas en “homo sacer”. Y es por eso por lo que busca también garantizar la impunidad, la excepcionalidad de las fuerzas del orden encargadas de reprimir las manifestaciones. Por eso no ha de sorprendernos que tengan intenciones como la de prohibir que los manifestantes graben con sus cámaras o móviles a los policías en acto de servicio. Porque resulta extremadamente peligroso que la ciudadanía contemple cómo se le avasalla, se le rompe, se le nadifica y se le condena: si la soberanía de este ejecutivo se basa en identificar a los movimientos sociales como “zoe”, no conviene que se les vea gritar, llorar, asustarse y resistir dignamente, como humanos, como “bios”. No es conveniente que los “homo sacer” adquieran herramientas para hacer visible la injusticia y, de paso, a sí mismos.

Así es como este ejecutivo, impotente ante los mandatos de la Troika, quiere reafirmar su soberanía y reclamar un espacio de poder político hoy negado desde las instituciones económicas. Si no puede optar por la legitimidad del Estado de Derecho (atrapado en las redes de la economía capitalista), el ejecutivo tiene necesariamente que apuntar a otra soberanía, aquella que funciona al margen del derecho, de las leyes y de la ciudadanía: el ejecutivo produce así leyes que no son leyes, que son normas encaminadas a restablecer el poder soberano, el poder de determinados funcionarios para interpretar y decidir unilateralmente las condiciones, la forma y a quién se aplica la ley. El futuro pinta mal si no intervenimos: un futuro sin leyes, no anárquico sino plagado de normas arbitrarias, abandonado a las decisiones discrecionales de un grupo de funcionarios y empresarios que no responden más que ante sí mismos. Un futuro en el que la policía antidisturbios se comportará como un cuerpo formado por pequeños soberanos instrumentalizados que, si bien desconocen parcialmente el trabajo que hacen y los intereses que guían a los que les dan las órdenes, tomarán aún así decisiones unilaterales que tienen no pocas consecuencias sobre la vida de sus víctimas.

En definitiva, si permitimos que el ejecutivo siga por este camino, no tardaremos mucho en darnos cuenta (y quizá sea demasiado tarde) de que cualquiera puede ser considerado “homo sacer”. Ahora bien, desde ese momento, desde el momento en que nos hacemos conscientes de que todos somos reducibles a la nuda vida, podemos decir que hay cierta universalidad en la condición de excepcionalidad y que el poder, efectivamente, asegura el actual orden político-económico escogiendo quién está dentro y quién fuera de la comunidad política, que ese es su principal ejercicio táctico. Resulta muy ilustrativo lo que se vio el pasado martes, día en que comenzaba la discusión sobre los Presupuestos Generales del Estado: mientras los señores diputados del partido en el gobierno llenaban la cafetería y los pasillos del Congreso para no escuchar a los partidos "minoritarios" plantear sus objeciones, dejando un hemiciclo desierto, la ciudadanía nadificada se reunía en asambleas multitudinarias a menos de 200 metros del edificio para discutir y hacer política. A estas alturas ya es evidente que ambas formas de entender el poder y la política no pueden coexistir: en las asambleas las clases subalternas son el “bios”. En el congreso, son la “zoe”. En la calle son la esperanza del fin de un orden injusto, en el parlamento son el enemigo, una invitación a la excepcionalidad permanente... eso sí, convertida en “ley”.

jueves, 11 de octubre de 2012

La Puerta del Sol y la lucha por el significado


El PP, al cual podemos acusar de muchas cosas relacionadas con la violencia, el descaro y la corrupción, nos ha demostrado de nuevo que cuenta con auténticos estrategas en lo que se refiere a la lucha política. En este caso se trata de la más que probable remodelación de la Puerta del Sol, una plaza en pleno centro de Madrid.

A priori podría parecernos que no tiene nada de político el decidir quitar unos adoquines de una plaza y poner en su lugar terrazas, árboles y un kiosko. Podríamos pensar que una medida como esta no tiene otro motivo que el de hacer más agradable o más aprovechable una de las plazas más turísticas de la ciudad. En las terrazas podrá sentarse cualquiera a la sombra y tomarse algo; en el kiosko podrá comprar sus periódicos favoritos para informarse; los árboles aportarán frescor, aire más limpio y mayor belleza.

¿Nada más que analizar? A muchas personas seguro que les surgen varias preguntas: ¿por qué Sol? ¿Por qué ahora? ¿Qué hay en Sol hoy que disgusta? La medida de levantar adoquines y cambiar el aspecto y la utilidad de la plaza no se debe solo a al color del suelo, al calor que hace en verano o a la falta de distribuidores de prensa en el entorno. Tampoco es una cuestión ecológica: la ciudad seguirá siendo la misma poza contaminante aunque tenga cuatro árboles más. Entonces, ¿por qué en plena época de recortes y ahogo presupuestario un ayuntamiento como el de Madrid decide reformar una plaza como esta?

La respuesta hay que buscarla más allá de adoquines, árboles, kioskos o terrazas, más allá de lo aparente, de lo confesado o explicitado. Desde hace más de un año, la Puerta del Sol se ha convertido en un símbolo político: las movilizaciones ciudadanas que se iniciaron el 15M ven en Sol el punto, lugar y momento, en el que dejaron de estar solas, en que dejaron de ser invisibles. Es el lugar geográfico en el que comenzó un nuevo movimiento informe que trata de unificar las distintas luchas, las distintas demandas, que busca aumentar la conciencia política de la ciudadanía. Fue el epicentro de un clamor social que hoy está haciendo temblar los cimientos más sólidos del sistema político-económico del reino. Es el lugar al que tarde o temprano volvemos para reencontrarnos de nuevo en la calle, en movimiento, en lucha. Es la plaza en la que arrimamos los hombros, en la que nos demostramos las unas a los otros que sí se puede poner en jaque a la oligarquía capitalista, que es nuestro deber.

Es esto lo que el ayuntamiento pretende remodelar. Pretende, entre otras cosas, arrancar un símbolo político a un movimiento que es capaz, al menos en potencia, de construir un discurso contra-hegemónico. El PP pretende obtener una victoria simbólica que la policía no está siendo capaz de propiciarles: si la gente se empeña en reclamar la calle como lugar de reunión para hacer política, si se empeñan en ocuparla con ideas, reivindicaciones, exigencias y, sobre todo, dignidad, habrá que demostrarles que el timón lo tienen otros. Y vaya si lo tienen, el pueblo no tienen nada que decir. La medida significa que la plaza de Sol no puede seguir dedicada a tratar de construir una ciudadanía efectiva. Como ya venía advirtiéndonos el PSOE antes, las calles no son para juntarse, desarmar tiranías o hacer política, están para consumir. Esa es la auténtica remodelación que se está proponiendo: pasar de la dignidad a la hermosa y moderna sumisión a través de nuestros deseos consumistas.

El relato casi les sale redondo: ahora acusan a la izquierda de no ser ecologista, “¿en qué cabeza cabe oponerse a que planten unos árboles?” Así nos han introducido en un juego en el que, hagamos lo que hagamos, parece que no podemos ganar: si aceptamos la reforma de la plaza, perdemos un espacio público. Inmediatamente será privatizada y destinada exclusivamente al consumo ocioso, turístico, hedonista. Eso, de paso, supone una buena imagen de la ciudad ante “los mercados”, porque ya sabemos que las protestas y las vías alternativas al canibalismo los asustan y pueden hundir el barco en el que, nos dicen, vamos todos... Por otro lado, podemos rechazar la medida. Entonces, por la magia del lenguaje característico de los dos partidos mayoritarios, el PP (y sus voceros) nos convertirán en locos incoherentes que ayer querían más árboles y hoy, como lo dice la derecha, ya no. Aprovecharán y se enfundarán el disfraz de demócratas ecologistas, defenderán que el único ecologismo posible es el capitalismo “verde”. Y creerán que su brillante estrategia ha triunfado de nuevo, que pase lo que pase ya es una victoria haberle arrancado al contrincante uno de sus símbolos, el significado de la Puerta del Sol.

Los “pensadores” del PP que han urdido esta estratagema han visto perfectamente en qué consiste la primera lucha política: en la apropiación y utilización de símbolos, significantes y significados. Lamentablemente para ellos, ya no se enfrentan a una sociedad adormecida por los miedos y las esperanzas del postfranquismo, sino a ciudadanos y ciudadanas que han comprendido que sin una auténtica transición todo seguirá teñido de sangre y lejos de nuestro alcance, seguiremos siendo menores de edad, siervos que esperan que su amo no sea muy duro con el látigo y los diezmos. Quitarnos un símbolo, sin embargo, no logrará acabar con nosotras ni ayudará a mejorar la imagen de la ciudad: no vamos a permitir que ganen la batalla por las palabras ni la batalla por las calles. Si no podemos entrar en Sol, iremos a otra plaza a exigir que se vayan. Es muy difícil tratar de estrangular algo que no tiene forma y es soberanamente complicado tratar de borrar la realidad a base de espectáculo e imágenes. Si no es en Sol, puede que nos veamos en Neptuno. ¿Construirán un atractivo foso democrático y ecológico en torno al Congreso para que no molestemos a los comerciantes  de la zona (incluidos los que se hacen llamar políticos), para que los turistas puedan pasar a hacerse fotos y buscar el león capado?

lunes, 8 de octubre de 2012

Los vampiros no existen (respuesta al artículo "Una teoría de la clase política española", de César Molinas)


Lo primero: el artículo tiene algún punto positivo, como cuando César señala la irresponsabilidad de la que han disfrutado y disfrutan la mayor parte de los políticos y políticas de este país. Es cierto que la mayoría de los que han llegado a cargos estatales importantes (y muchos en cargos autonómicos y locales) han diseñado, han repartido y han hecho y deshecho a su antojo, sin luego rendir cuentas ante nadie, al menos no ante la ciudadanía o la justicia. (No puedo dejar de comentar el fatal ejemplo que escoge para hablar de responsabilidad política: al monarca, que le bastó con pedir perdón como un niño pequeño para hacer olvidar los desmanes que entre todos le pagamos). No dimiten nunca porque no aceptan la plena responsabilidad de sus decisiones, solo asumen la parte positiva (real o imaginaria) y niegan la negativa. Por otro lado, también acierta el autor cuando acusa a los partidos de practicar sistemáticamente un aislamiento corporativista que los aleja de la ciudadanía y de la realidad social. Y lo que es peor: la mayor parte de los partidos tienden a practicar esta cerrazón en torno al núcleo dirigente, por lo que algunas familias y/o tendencias tienden a perpetuarse en la dirección de estos. Pero al margen de estos aciertos superficiales el artículo de César Molinas deja mucho que desear.

Resulta muy peligroso a la par que demagógico pensar que cambiando el sistema electoral van a cambiar demasiado las cosas. Esta idea flota a través de todo el artículo, es algo así como “para cambiar las cosas solo hay que cambiar a quienes están ahí arriba”. Se olvida nuestro querido amigo de miles de años de historia: ¿desde cuando dio resultado cambiar un rey por otro? El cambio no debe buscarse en la personalidad de quien maneja el timón, sino en hacer accesible el timón a toda la ciudadanía. Dicho de otra forma: el autor parece empeñado en cambiar de amo porque trata mal a a los siervos de la gleba, insinuando que otros amos nos tratarán mejor. Pero si queremos que esa gente deje de confundir interesada e impunemente lo público con lo privado lo que tendremos que hacer es cambiar esa estructura político-social que convierte a unos en amos y a otros en siervos. Esto es, habrá que hacer efectiva la ciudadanía. Y eso no se consigue simplemente reformando la ley electoral, eso no garantiza nada. Hay que cambiarla, evidentemente, pero habrá que discutir cuál queremos darnos. Y también habrá que discutir quién la cambia, porque si lo hace el PPSOE difícilmente va a mejorar nada sustancialmente, se harán un nuevo traje a medida.

Por otra parte, empieza a resultar bastante cansina la oleada de artículos, reportajes, viñetas, comentarios, titulares y columnillas que señalan con dedo acusador, hacha de verdugo en mano, hacia los políticos y las políticas en conjunto, como si formasen un todo homogéneo, y les sentencian como culpables de todos y cada uno de los males que aquejan el Estado español. En el caso de “El País” es comprensible, están algo enfadados con el PSOE y es su forma de presionarles, lo que por otra parte dice mucho de nuestra democracia y de las verdaderas posibilidades de cambio con una simple reforma electoral. En el caso de los fundamentalistas del capital también se entiende, del Estado solo necesitan el ejército y la policía, el resto que lo dirija la mano invisible del interés privado. Pero estamos hablando en cualquier caso de generalizaciones absurdas. El autor intenta escurrir el bulto y dice que no podemos plantear ante su teoría (que no es suya, solo la ha aplicado al Estado español) ningún comportamiento individual que no siga la pauta, puesto que él habla de algo más bien estructural. Sin embargo es una incongruencia conceptual y teórica llamar “clase” al conjunto de los políticos y políticas de este país. No solo por la heterogeneidad de clases que caracteriza a las personas dedicadas a la política (puede que a nivel nacional se note menos, pero no así a nivel autonómico y local o entre todas ellas), sino porque además, por mucho que nos empeñemos, siguen existiendo partidos de clase, es decir, partidos que abiertamente o sin reconocerlo luchan en favor de una clase social u otra. No existe una clase social formada por políticos que tienen, en bloque, unos intereses propios que salvaguardar y que forman un estrato económico diferenciado de los demás. La clase social es un concepto estructural, no superestructural. Es un discurso muy demagógico amén de una pesadilla conceptual que cualquier politólogo o sociólogo (que no ejerza de mercenario) no puede tolerar. Es, por tanto, o bien incongruente o bien muy interesado, hablar de los políticos y las políticas de este país como si formasen una pasta informe llena de mezquindad. Yo votaría por lo segundo, que se trata de un interés muy particular, ya que la utilización del concepto “clase” apunta a la apropiación de los conceptos contra-hegemónicos por parte del discurso hegemónico con el fin de desactivarlos, de quitarles todo el potencial emancipatorio que contienen. No creo que nuestro amigo César se haya dejado llevar por la moda de “la política apesta”, ni creo que falle de esta manera por no haber leído los programas de distintos partidos: tiene un interés muy concreto en que señalemos a los políticos, en conjunto, como causantes de la crisis. Puede que muchos sean responsables, puede que varios más que eso, pero los auténticos culpables no están en el parlamento... ni les hace falta. El autor pretende que deteniendo a un ladrón deje de haber robos. ¿Se puede acabar con la corrupción política sin acabar con la fuerza de los corruptores o sin dejar de separar a la ciudadanía de la actividad y la representación política? ¿Dejaría de haber ladrones en este campo si les echásemos y pusiésemos a otros con la misma capacidad (y probablemente ganas) de robar?

César también pretende decirnos algo así como que no está habiendo reformas de calado en el Estado español y que no las está habiendo porque los políticos se sienten amenazados por estas. En realidad ocurre todo lo contrario, da la impresión de que este hombre no ha abierto un periódico en un par de años o, lo que es lo mismo (o quizá peor), que no ha sacado la cabeza de la caverna mediática durante una temporada: el PPSOE está practicando unas reformas estructurales de calado que están aquí para quedarse si no revertimos la situación. Ahora bien, lo que no va a hacer ese partido es suicidarse y cambiar lo necesario para dejar de existir o perder su hegemonía. Lo que van a hacer es cambiar todo lo necesario para que nada cambie. ¿Por qué? Porque aunque nos guste mucho verlos así, los políticos y las políticas de este país no forman una casta superior o intocable, la cuestión es quién puede tocarles o doblarles el brazo, quiénes son los auténticos ciudadanos en este país, bajo este sistema. El interés del PPSOE es defender el capital que les ampara y les permite ser así de grandes y ambiciosos. Es una simbiosis: “yo te financio el partido, tú me haces un par de favores y luego te contrato por mucho para nada y puedes así seguir proyectando tu carrera hacia lo más alto; de lo contrario financiaré a otro, hundiré tu carrera política y privada y te atacaré con los medios de comunicación que controlo”. Si alguien quiere hacerse rico puede utilizar la política como trampolín para impulsarse alto en el sector privado, esa es la relación, pero si lo que quieres es un sueldo fijo, un horario más o menos decente y una pensión (lo que César llama “absorber renta pública”), te haces funcionario, no político. ¿Acaso César trata de negar que el PPSOE cree en lo que hace? Los políticos y políticas de este país no son vampiros ni diablos, por mucho que nos disguste lo que digan o hagan. Pero para el autor parece que hombres de Estado destacables y honrados como Don Manuel Fraga tenían toda la buena fe del mundo y son los políticos de ahora, malvados y perversos, los que están traicionando las ideas de ese maravilloso y mágico periodo que fue la transición. Su visión de la historia parece de manual de secundaria. No ve la relación (no quiere verla) entre el continuismo desde el franquismo y la separación entre cargos electos y ciudadanía.

César insiste en la línea de la simplificación estéril. Resulta tan triste como peligroso tratar de medir la política, la función pública, con argumentos economicistas sacados de “demócratas” como Schumpeter, que concebía la democracia no como “el gobierno del pueblo” sino como “competencia entre individuos por alcanzar el poder”. Porque insinuar que los políticos son una “clase” dedicada exclusivamente a “absorber renta sin generar riqueza” no tiene otro nombre que fundamentalismo capitalista. Un político no está ahí para generar riqueza, no se puede medir si esta ley o aquella está bien en función del dinerito que haga ganar a unos pocos señores. La ley y el gobierno deben guiarse por criterios como justicia, igualdad, libertad, fraternidad, etc., nunca por criterios de rentabilidad (¿rentabilidad para quién?). El Estado no está para ganar dinero, sino para proteger derechos cueste lo que cueste, para hacer efectiva la idea de ciudadanía, para que todo ciudadano y ciudadana tengan una vida digna. Un político de hoy es un ser malvado de por sí, dice el autor, porque ni explota a nadie (no genera riqueza robándole a sus trabajadores) ni es explotado (no genera plusvalía para un empresario). Si lo miramos todo con las gafas del capital es fácil dejarse llevar y pensar que sobran las autonomías, por ejemplo, porque no es apuntar hacia el autogobierno, es algo caro (gran argumento franquista) y el único gobierno que debe existir es el mercado (amparado, eso si, por la labor policial del Estado). La mentalidad del autor resulta ser muy centralista, no le gusta nada eso de los nacionalismos (sentirse español no implica nacionalismo, parece ser que es lo normal y natural, todo humano que no sea español tiene algo de anormalidad), lo que le acerca a las posturas españolistas más reaccionarias, aquellas que se disfrazan de progresismo. Qué visión más retorcida: resulta que los nacionalismos no españoles son fruto del caciquismo... Aquí tira más de estómago que de materia gris, prueba inequívoca de que tiene una idea a la que quiere llegar aunque no encuentre los argumentos para justificarla.

Siguiendo esta línea, el autor trata de sacar del ámbito de la política cosas tan sorprendentes como el Tribunal Constitucional o el Banco de España. Supongo que de nuevo es el mercado el que se tiene que ocupar de cosas como la constitución o la economía nacional. Ojo: una cosa es que estas instituciones no estén sujetas a intereses corporativistas de partido, intereses partidistas, pero otra muy distinta es insinuar que deben estar exentos de control político. De hecho, la amplia independencia con la que ha contado el BE la ha utilizado para traernos a esta crisis y encima demandar que apadrinemos a los ricos, pobrecillos. No tiene sentido que instituciones determinantes en la política vayan por su cuenta, es decir, por los cauces del mundo privado capitalista, como si “los mercados” o estas instituciones surgiesen de la nada para ser eternamente neutrales y correctas. Las instituciones, aunque escapen al control político, están habitadas por personas, no lo olvidemos, personas sometidas a una estructura social y a unas jerarquías muy concretas.

La confusión conceptual es terrible: ¿cómo se compatibiliza un Estado de Derecho, como pretende César, con un mercado libre? Mercado libre significa “yo hago esto porque puedo, porque tengo el capital suficiente y en base a ello estoy legitimado para tomar decisiones que afectan a países enteros”. Estado de Derecho significa “existen una serie de barreras que impide que tú, porque puedes por ser el pez grande, me devores a mi, que soy el pez pequeño”. Nadie ha sabido explicar todavía cómo se pueden combinar ambas cosas sin que Estado de Derecho pierda su significado. La deuda privada contraída por entidades privadas, sumado a unos políticos complacientes con las clases dirigentes, nos ha llevado a deshacernos del Estado de Bienestar como si fuese una lacra, un parásito, en un abrir y cerrar de ojos. Todo, como muy bien dice César, con la boca llena de palabras que apuntan a que es inevitable. Y ciertamente lo es si queremos seguir siendo capitalistas. La Constitución, norma suprema, tan intocable para algunas cosas, fue enmendada de lleno con agosticidad y alevosía por un PPSOE pletórico que anunciaba así su intención de adaptar el Estado y a su gente a los caprichos de una economía caníbal. Una economía que para el autor es simplemente “revolución constante”, no existen relaciones de poder que analizar en el mundo capitalista al margen de la que existe entre político y ciudadano. Su análisis es ciego, manco y cojo, y no creo que sea porque el autor es limitado, sino porque el “análisis” ha sido impulsado por intereses que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad, el buen vivir o la democracia. Ha limado piezas del puzle para que encajen, pero claro, la imagen final que nos devuelve es incoherente, amorfa, de ninguna utilidad.

Y con esa ceguera no es de extrañar que confunda causas. Por ejemplo, considera que el PPSOE habla de “reformas inevitables” porque quieren seguir extrayendo renta del conjunto de los ciudadanos sin dar nada a cambio. Sin embargo, el hecho de hablar de recortes inevitables tiene una doble función que nada tiene que ver con acaparar renta pública para sí: liberarse de responsabilidades (“esto lo tendría que hacer cualquiera que estuviese en el poder”) y anular cualquier discurso contra-hegemónico que plantee alternativas. Repito, no se está jugando solo un interés privado de un grupo de políticos supuestamente homogéneo y corporativizado. El autor parece negar que hay aparatos ideológicos funcionando detrás de cada una de nuestras decisiones, que se orienta la vida pública no solo en base al interés privado de unos pocos, sino en base a lo que otros pocos consideran que está bien o está mal: se trata de conseguir convencer consciente o inconscientemente a toda una población de que eso que definen como bueno para sí mismos unos cuantos privilegiados es, en realidad, bueno para todas las personas. César resulta ser tan reduccionista, tan simplista, que todo lo filtra a través de la renta del político. Es algo así como decir que la gente solo vota mirándose el bolsillo, que no intervienen otras variables. Con “teorías” así no se puede analizar la sociedad real, puede que ni las imaginarias. Por ejemplo: es digno de una mentalidad infantil creer que el sistema mayoritario convierte a los políticos en responsables por arte de magia. El contra-ejemplo más claro nos lo da Inglaterra, donde el señor Blair, elegido por sistema mayoritario, metió a su país en la guerra de Irak de la misma forma que lo hicieron aquí con un sistema proporcional, es decir, pasando por encima de la gente (incluidos sus propios votantes).

César practica también una defensa, al principio encubierta, luego más visible, de lo que él llama “políticas para permanecer en el Euro”, es decir, toda esa serie de reformas estructurales que dicta la Troika con la connivencia del PPSOE. Claro, eso para él no son reformas sino “políticas” y no implican recortes criminales, ni reducción de derechos, ni pérdida de legitimidad, ni mayor represión, el único efecto que tienen es el de mantenernos en el Euro, lo cual parece ser que es positivo de por sí, sin tener en cuenta las condiciones en que se haga. Aboga, por supuesto, por una mayor “competitividad”, que es el grito de guerra de las empresas que quieren ver el mundo entero convertido en su China particular: gobierno autoritario, trabajadores y ciudadanía silenciados, empresarios salvajes. Yo no digo que salir del Euro sea la respuesta, pero quizá sí sea algo a tener en cuenta junto con otros países. Para César eso sería retroceder medio siglo de “desarrollo”, pero lo cierto es que las reformas económicas y constitucionales del PPSOE están suponiendo un siglo de retroceso en conquistas sociales y de derechos.

Tampoco es capaz de ver que no todo responde a intereses individuales (pura mentalidad capitalista-hobbesiana) o que hay otros poderes que viven fuera del parlamento y otras instituciones estatales, hasta el punto de negar lo más evidente: que el capitalismo, inevitablemente, tarde o temprano choca con la voluntad popular, con la soberanía de los pueblos. Mejor no hablemos de los baños de sangre a los que se ha tenido que someter a esas poblaciones que deciden ensayar otras maneras de gobernarse, momento en el que el político de turno aplica la pedagogía del terror y la muerte para que McChorizo mantenga su margen de beneficio.

Al final del artículo el autor vuelve a dejarnos ver (sin querer) al príncipe desnudo: confunde el significado de sistema electoral mayoritario/proporcional con el de listas abiertas/cerradas y bloqueadas/desbloqueadas, lo que da una buenísima impresión sobre lo que se ha estado leyendo hasta el momento. Su teoría hace aguas antes de salir de puerto. César reconoce que no le interesa la democracia, que solo pretende cambiar los fusibles del sistema, los políticos y las políticas, para que todo lo demás siga igual. Apoya abiertamente la dictadura, es decir, “gobierno de los técnicos”, como se dice ahora. En otras palabras: defiende la separación radical entre el proceso de toma de decisiones y la ciudadanía, considerada de nuevo como menor de edad, al más puro estilo de las monarquías absolutistas de hace unos siglos. Lo que le importa al autor, por tanto, no son los pueblos, no es la democracia como forma de organizar la voluntad general, sino lo que hay que hacer para seguir como antes de la crisis, es decir, con una ficción de soberanía ciudadana que en realidad es del capital y sus representantes.

Por último añado que es meritorio el intento del autor de impedir que nadie pueda discutirle una idea tan osada como embustera. Alega algo así como: “puesto que hablo de un grupo que no existe, la clase política, nadie puede replicarme la teoría aduciendo el comportamiento de uno o varios individuos”. En fin, otro economista que por no aplicar un análisis politológico se convence a sí mismo de que todo es economía y se pueden aplicar los conceptos de esta rama de lo social a todo. Otro predicador cegado por la idea de que en este mundo no hay más que individuos desesperados por imponer su voluntad a otros individuos y de que no hay alternativa al capitalismo salvaje.

Al final, además, me quedo con varias dudas: si todos los políticos y políticas forman parte de una nueva “clase social” que se va reproduciendo, ¿de qué sirve votar a otros partidos que no sean el PPSOE? ¿De qué sirve votar? ¿Cómo vamos a cambiar la situación? ¿Debemos rechazar de plano la idea de representatividad? ¿Por qué respetar la ley si la diseñan los ladrones? Etc, etc...

miércoles, 3 de octubre de 2012

Y llegó el momento


Desde 1978 nos venían contando un cuento. Un relato que tenía sus partes cómicas, sus partes de terror, pero que pretendía ser sobre todo serio... y definitivo. En esta historieta, la protagonista es una constitución regalada por un régimen dictatorial que, en su último suspiro, decidió reconvertirse y adoptó la forma de monarquía parlamentaria. Según el relato, ese pequeño texto jurídico al que ya no llamamos constitución sino “La Constitución”, esa serie de artículos que forman la norma suprema (el marco al que deben referirse todas las demás normas), era el fruto y el símbolo del definitivo hermanamiento de la sociedad española: a cambio de olvidar 40 años de dictadura se nos ofrecía un abanico más amplio de libertades. Aceptamos el chantaje.

Pero con el paso de los años, ese maravilloso relato sobre paraísos democráticos, el fin de las rencillas y el advenimiento del derecho se ha quedado en un mero canto de cuna que no duerme ni a los más pequeños. Y quizá lo más curioso es que la estocada final no se la dio un poder contra-hegemónico surgido de los nadies, de abajo, sino que fueron los propios cuentacuentos los que, incapaces de seguir manteniendo el relato, se encargaron de destriparlo. Y lo hicieron susurrando, escondiéndose en rincones, hasta que fue imposible ocultarlo más y tuvieron que apelar al lenguaje catastrofista propio de los curas: “es inevitable”, decían, “hay que cambiar la norma suprema, intocable hasta ahora, para satisfacer a los mercados, no se puede hacer otra cosa... ¡hay que generar confianza en los inversores!”. El resultado: mediante la introducción de un par de artículos “La Constitución” fue declarada públicamente inútil, papel mojado, una declaración de intenciones en el mejor de los casos.

Mediante la reforma constitucional que propuso el PPSOE se dio prioridad al pago de la deuda y los intereses que esta genera sobre la dignidad de la ciudadanía, incluso sobre su vida. Las consecuencias de este pacto entre las élites políticas y financieras son los inagotables e impunes recortes que se imponen especialmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad: tijeretazos al presupuesto público y a los derechos, a las conquistas sociales y laborales y a la propia democracia en general. Pero hay consecuencias que van más allá de las inmediatamente apreciables, que parecían alarmistas en un principio, pero que hoy demuestran ser aterradoramente reales. Porque ahora que el capital ha probado el sabor de la sangre quiere más. No se conforma con haber convertido en palabras sin significado todo aquello que concierne a la defensa de la dignidad de la ciudadanía. También quiere, lógicamente, nuestras libertades.

Los representantes del capital han hecho otro de esos análisis sociales que brillan por la ausencia de ética y humanidad pero que guardan un puntito de verdad. Habrán caído en la cuenta de que a buena parte de la población no se le engaña con cuentos de terror o de navidad; habrán entendido que medidas como hacer retroceder la esperanza de vida privatizando y desmantelando la sanidad pública, generalizar el precariado, adaptar la educación a las exigencias del Banco Santander y compañía, etc., generan resistencias. Y que estas resistencias se hacen visibles en el espacio público, pasan de las palabras a los actos en las calles, especialmente si los supuestos representantes (partidos y sindicatos) que deberían defender a la ciudadanía están, en el mejor de los casos, ausentes si no directamente comprados a bajo precio. Habrán entendido, en definitiva, que sin una adecuada aplicación de la fuerza y la barbarie policiales no se podrá continuar tomando y aplicando decisiones de este calado. La obediencia basada en relatos no da más de sí. Y ahora parece que han dado un paso más en su análisis: se empieza a vislumbrar que la escalada de violencia policial provoca, además de miedo, frustración y odio, una escalada en la protesta.

La forma de proceder, por tanto, está clara: si la ciudadanía desobedece cuando no se autoriza una manifestación y ya se ha abusado del uso de la fuerza demasiado, la solución no consiste tanto en perseguir y castigar a quienes salen a la calle como en impedir directamente que salgan a la calle o en garantizar que lo hagan en condiciones humillantes. Es en esta dirección en la que apuntan altos miembros de gobierno mientras buena parte de la oposición mira hacia otro lado. Sin ir más lejos, Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, entiende que las manifestaciones “provocan molestias”, especialmente a los “comerciantes de la zona”, y que hay tantas manifestaciones que “habrá que regularlas”.

Los que se creen dueños (o futuros dueños) del poder pueden carecer de muchas cosas, pero astucia no les falta. Invirtiendo los términos de la realidad, señalan las manifestaciones como un factor espontáneo, caprichoso, apolítico (y por tanto económico), generador de problemas. Mediante estas palabras, a priori tan inocentes y tan respetables como cualquiera, se está convirtiendo en nada, en pura molestia o incapacidad intelectual, los motivos que generan esa respuesta popular consistente en tomar las calles. Así, el problema no es la pérdida de derechos, ni los recortes sociales, ni la represión y el gasto policiales, ni la deuda ilegítima con la que se nos ha cargado al conjunto de la ciudadanía, ni que se valore la política y la ética en términos económicos... “Queremos hacer de la ciudad de Madrid el lugar donde sea más fácil abrir un negocio”. Traducción: los empresarios ya no se sienten seguros y exigen, además de la constitución, el orden en las calles. La calle no puede ser utilizada para protestar a determinadas horas porque esas son horas de consumir. Y ete aquí la cuestión desnudada: las personas sin más “propiedad” que su fuerza de trabajo no son ciudadanas, son consumidoras.

Ha llegado, por tanto, el momento que tanto temíamos: no les basta con manejar el poder, diseñar las normas arbitrarias que hacen pasar por leyes ni reprimir a los que protestan. El capital exige el orden (la paz del imperio) y el espacio: que las manifestaciones, si no pueden evitarse, no se oigan, no se vean y no se sientan; pero sobre todo que no molesten al propietario del McDonalds, el auténtico ciudadano en las democracias capitalistas,la única voz que merece escucharse desde el poder y los medios de comunicación afiliados. Que no salgan las cargas policiales en la televisión porque “dan mala imagen al país”. Utilitarismo y falta de ética en grado extremo: no importa la realidad, solo la imagen que se tiene de ella en los centros económicos, que son los que imparten bendiciones y maldiciones. Esto es especular con un país entero (un país que ya no es un país, sino un producto más). Me pregunto quiénes son los “radicales” o “extremistas”. Pero sobre todo no puedo dejar de hacerme esta pregunta: ¿cómo hemos llegado a la situación en que palabras así no implican un rechazo social masivo y una dimisión inmediata, sino más bien lo contrario (aceptación, comprensión) en buena parte de la sociedad? O despertamos y recuperamos una normalidad razonable o nos acabamos de hundir. Si le quitan el significado a la palabra manifestación, ¿qué nos quedará?

viernes, 7 de septiembre de 2012

Vergüenza diaria


Sumerjámonos en la ficción de un mundo diferente. Imaginemos por unos segundos que en ese mundo las relaciones entre personas son como relaciones entre objetos. Consideremos unos instantes lo que significaría que no ya para el capital y sus representantes, sino para el resto de personas que habitan la Tierra, cada individuo fuese considerado un “instrumento que habla”. Reflexionemos acerca del tipo de vida que tendríamos si para el vecino no fuésemos muy diferentes a un tornillo, un coche, una segadora, un teléfono móvil, un vibrador o un felpudo. Ahora volvamos a la realidad, dejemos de fantasear: observemos como en nuestro mundo estamos practicando esa transformación (o bien permitiéndolo) sobre la mitad de la humanidad.

La creencia en que por vivir en un país formalmente igualitario (cada vez menos) el machismo se extinguió y se derribó el patriarcado está tan extendida que da ganas de dejarse llevar por la corriente y tachar un problema de la lista. Ahora bien, cada día un incontable número de mujeres sufren, por ejemplo, algún tipo de acoso verbal o una agresión sexual, síntomas inequívocos de que, desde algún lugar, un gran falo sigue diseñando el presente y el futuro.

El patriarcado se defiende. Cuando no puede mantener sus privilegios formales, cuando deja de diseñar directamente las leyes, se centra en la cultura, la religión, las tradiciones y las nuevas formas de practicar el machismo, esas que aparecen recubiertas de palabras positivas y argumentos “científicos”. Una de las puntas de iceberg que más vemos, una de las más aceptadas y normalizadas, es el acoso verbal. Muchos hombres entienden que someter a una mujer a una serie de improperios normalmente humillantes, desagradables o simplemente vejatorios es en realidad algo bueno: no se trata de convertir a las mujeres en cuerpos que andan, se abren de piernas y chupan, sino de algo así como “piropear”. Puede que incluso esa sea la intención, pero en un mundo patriarcal estas cosas no ocurren por casualidad, sino por sistema, y tienen un objetivo último no tan evidente, un currículum oculto: cosificar a la víctima de los improperios. Pensémoslo bien. Imaginemos una mujer que cumple con el canon de belleza actual. Imaginemos que esa mujer va andando sola por la calle y que se cruza con un grupo de hombres. Inmediatamente ocurren tres cosas en la mente machista: primero considera que esa mujer es un cuerpo andante, lo mismo da lo lista que sea, lo que haya estudiado, a lo que se dedique, lo que ha pasado a lo largo de su vida, el motivo por el que está ahí, etc. Este proceso de simplificación de un individuo, esta reducción practicada sobre un ser humano, lleva inmediatamente la segunda cuestión: que ese varón se siente impelido, empujado, a mostrar en público que ha realizado esa reducción de persona a objeto. Solo ha de escoger las palabras adecuadas para que, si los otros machos no habían practicado ya el arte de la alquimia que convierte a las mujeres en cosas, inmediatamente lo hagan. Demuestra así, de paso, quién es el macho alfa de esa manada, quién lleva el ariete para entrar en el castillo. En tercer lugar, ese macho encuentra apoyo en sus amigos, que o bien afinan el ingenio para cosificar más y mejor a esa mujer o bien ríen las gracias, la osadía y el atrevimiento del macho alfa, por lo que todos se sitúan por encima de ella, en un plano jerárquicamente superior, una colina desde la que mirar por encima del hombro y bien defendida por el grupo.

Ella no tiene por qué soportar eso. No tiene por qué dejar que las babas de un grupo de machistas la ahoguen. Estamos hablando, por cierto, de que esto tiene lugar en una calle bien transitada, es decir, hay muchos testigos de las vejaciones, pero no hacen nada, no dirán nada. Bueno, en realidad algo sí: harán como si no ven y no oyen. Si el grupo de machos cabríos es pequeño es importante que ella esté sola, porque si va acompañada de otro hombre se estarían metiendo en el jardín del vecino. Es una cuestión de quién posee el “instrumento que habla”: si lo posee otro macho, muestran respeto, porque la chica ya pertenece a alguien, a otro macho que sí merece un respeto. Si va sola es apropiable, y qué mejor para apropiarse de ella que unos “piropos”. Pero un segundo, si le preguntásemos a ella probablemente nos diría que no le ha gustado ir andando tranquilamente por la calle y que alguien le recuerde que para la mitad de la humanidad no es más que un objeto que se puede utilizar y tirar. ¿Para qué sirven esos “piropos”, pues, si es evidente que no atraen a la mujer hacia quién los ha esputado? Para reproducir la sumisión de la hembra al macho, pero sobre todo para ver quién está por encima de quién en la escala jerárquica en que se mueven esos machos tan atentos. No obstante, cualquiera de esos gallitos que tan seguros se muestran entre sus amigos no dudará en bajar los ojos si se encuentra a solas con esa mujer otro día. Pero mientras estén juntos ella es mero campo de batalla, algo que se puede conquistar para mostrar como trofeo a otros machos, es un maniquí en un escaparate que espera pacientemente a que alguien lo reclame como suyo. Por otra parte, como todo machista sabe, ellas necesitan de ellos desesperadamente o “no están completas”, requieren de la dependencia del macho para cerrar el círculo de su vida. ¿Qué hace, pues, una mujer que cumple con el canon de belleza andando sola? Debe tener, por supuesto, algún tipo de problema. ¿Cómo van a pensar esos machitos que si va sola es porque quiere, porque mejor sola y mejor solo que mal acompañados? La cuestión es que en una sociedad patriarcal la independencia de las mujeres se castiga socialmente, ellos pueden ir solos, ellas no: un macho ve peligrar sus privilegios si otro macho ha permitido que una chica sea libre y autónoma. Por eso se aprestan a enmendar el error, tratan de deshacer lo que ella ha hecho, tratan de colocarla en el sitio que le corresponde por no tener pene.

Desde el punto de vista de un macho machote ellas aparecen en nuestras vidas para satisfacer nuestros deseos y necesidades sexuales (y reproductivas). Aquella que no lo hace es una enferma, una frígida, una rancia... Su esencia es ser un aparato complejo de masturbación masculina: ese cuerpo, ese pedazo de carne estimulante (ese receptáculo pecaminoso para las nuevas vidas en la versión cristiana), debe ser propiedad de algún macho, carece de voluntad propia, todas son iguales y todas buscan lo mismo (eso sí, con distintos matices: unas prefieren al macho moreno, otra al pelirrojo...). Y ellas no deben quejarse u oponerse a la voluntad del macho, resultaría una especie de blasfemia: su lugar en el mundo viene determinada por aquello que no se puede cambiar, su naturaleza de mujer. Aquella que devuelva el golpe, se defienda o se resista a ocupar el espacio que el macho reserva para ella, se arriesga a ser considerada un “macho con tetas”, una aberración, puesto que lo propio de las mujeres es la docilidad y evitar los conflictos. Si han estado calladas durante siglos, ¿por qué iban a alzar la voz ahora? En otras palabras, defender su dignidad y la dignidad del resto de mujeres es, según el macho, cosa de machos. No cabe eso de femineidad y dignidad en un mismo cuerpo, en una misma persona. Vemos, por tanto, como opera el machismo: naturaliza cualidades, niega otras, jerarquiza las masculinas sobre las femeninas, no entiende de respeto, no ve más allá de la punta de su falo.

Antes mencionábamos también la agresión sexual como síntoma de la fuerza y vigor del patriarcado en la sociedad actual. Esta es una de las formas más crueles de injusticia. Es, de hecho, una de las mayores injusticias que puede cometer un ser humano sobre otro. Pongamos otro ejemplo: imaginemos que la misma chica de antes, hermosa según los gustos contemporáneos, va con un amigo andando por esa misma calle a altas horas de la madrugada. Imaginemos que este amigo empieza a ponerse muy cariñoso, cada vez más, pegajoso, se sobre-estimula y decide que esa noche es la suya, que ha invitado a tres copas a la chica y que por tanto ella algo le debe. Imaginemos que este amigo es un macho hecho y derecho. Puede que no lo hayamos visto venir porque habla muy bien de las chicas, o porque es tímido o porque lo que sea, la cuestión es que el macho está suelto y quiere alimentarse. ¿Cómo debemos interpretar que después de un “te quiero” empuje a la chica a un callejón? ¿Qué significa que mientras pronuncia palabras de amor y otras emociones íntimas utilice la fuerza para asegurarse de que no haya testigos, para quitarle la ropa a ella, para impedir que se vaya o se resista? Está claro como lo interpreta él: es el mayor acto de amor posible, la demostración de que ella despierta en él algo incontrolable, pasiones que le superan y le dominan. Qué bonitas tienden a ser las palabras cuando tratan de ocultar el horror esencial. “Ámame”, dice el que intenta asesinar la dignidad. Ellos no creen estar haciendo nada malo.

Y en un sentido macabro, no les falta razón: si ya habíamos convertido (o permitido que se convierta) a las mujeres en objetos masturbatorios para hombres, teníamos la mitad del trabajo hecho, ya habíamos recorrido gran parte del camino. ¿Acaso se puede violar una piedra? ¿Se puede violar a un consolador? No. Deshumanizar a las mujeres es como darle la pistola al asesino. Además, muchas de ellas han sido socialmente entrenadas para no resistirse ante un agresión sexual: “no te resistas que es peor”, “cuanto menos me resista antes acabará”, “los hombres son así, no se lo tengas en cuenta ni le des demasiada importancia” o “si me resisto me mata”. El macho, por su parte, piensa algo así como “si de verdad no quisiese se resistiría hasta la muerte, osea que en realidad si quiere que la honre con mi maravillosa penetración salvaje”. No entra a considerar el miedo. El miedo. Atenaza en el momento y también después. Es una feroz herramienta de control. El miedo la paraliza y la hace suya, la desposee de voluntad y razonar coherentemente se hace difícil, la somete a la dictadura del terror, le arranca los vínculos que le unen al resto de la sociedad. El agresor crea un agujero negro que lo absorbe todo. La agresión sexual restablece también una relación de poder muy concreta: reivindica la dominación masculina, el derecho del macho sobre el cuerpo de la hembra, resitúa a las mujeres en su lugar, establece una relación social de amo (ser que es para sí) y esclava (ser que es para otros).

Pero una agresión sexual hace mucho más que devolver los puestos tradicionales en la escala social a machos y hembras. Una agresión sexual es un atentado contra esa mujer concreta que la sufre, pero también contra toda la humanidad. Rompe un mundo entero: autoestima, confianzas, relaciones, sexo... A partir de ese momento es difícil que no aparezca todo filtrado por la agresión. Como las ondas que vemos en un estanque después de tirar algo al agua, la agresión sexual va perdiendo intensidad pero golpea también a la gente de alrededor de la persona agredida. De repente cada día corre el riesgo de convertirse en una derrota sin fin, en un vacío de dignidad que lleva a la desesperación. El macho no agrede solo una vez. Ya consumada la violación o el intento, ella lo va a revivir varias veces al día. El violador repite su acción una y otra vez, ella no puede borrarlo de su cabeza: cierra los ojos y ahí está, tiene pesadillas, tiene miedo de que vuelva, tiene miedo del propio miedo, no quiere volver a quedarse paralizada pero ya no se fía ni de sí misma. Y para culminar el machismo le introduce una idea muy peligrosa en la cabeza: “¿y si ha sido culpa mía?”, piensa ella, “¿y si lo he provocado de alguna manera?”. El crimen perfecto: cometer la mayor de las injusticias, destruir un mundo entero (la forma de entender las relaciones, el miedo a ir sola o con un hombre por la calle, el concepto que tendrá de los hombres, el apetito sexual y un largo y terrible etcétera) y salir impune, más aún, lograr que la propia víctima se culpabilice de la barbarie. Ella tiene miedo y vergüenza (“ha sido culpa mía”, “ahora estoy marcada, soy impura”...) y no denuncia o no puede demostrarlo, él juega a que no ha pasado nada o a que nadie en este mundo le entiende. Pobre.

¿Acaso todo esto es inevitable? ¿Es este el precio que ha de pagar una mujer por atreverse a jugar en territorio de machos tales como la autonomía y la independencia? ¿Acaso los machos no pueden controlar sus “instintos”? ¿A quién queremos engañar? Los humanos somos algo más que machos y hembras, somos hombres y mujeres, capaces de practicar la justicia y castigar y corregir la injusticia. ¿Cuantas agresiones más hacen falta para que reaccionemos con contundencia no solo a nivel penal, sino también a nivel educativo y social (qué permitimos y qué no, qué consideramos normal y qué no)? Todo el que reproduzca de alguna manera el patriarcado es cómplice directo de cada una de las agresiones sexuales que están teniendo lugar diariamente. También lo son los que no vieron nada, no escucharon ningún grito, no querían meterse en problemas o consideran que cuando una chica dice “no” en realidad, como demuestran los vídeos porno de dibujos manga, quiere decir “sí, domíname como un machote, haz conmigo todo lo que te plazca que a mí me gustará porque soy mujer”.

El problema del macho no es que sea una pobre víctima del “instinto reproductor”, de impulsos sexuales que no puede controlar, solo está llevando a la lógica conclusión todo un sistema de prejuicios, supersticiones y valores torcidos. Es responsable de lo que hace. Y la sociedad entera es responsable de permitir que siga ocurriendo. No estamos hablando de un problema individual de esa mujer, antes acosada verbalmente y ahora agredida sexualmente, no es algo que se solucione poniendo a un macho a su lado para que la proteja de otros machos. No se soluciona poniéndole burka ni aislándola en casa. El problema no es “de” esa mujer o “de” las mujeres en general. El problema es “para” las mujeres, pero es “de” todos. El machismo y el patriarcado son cuestiones sociales, se introducen en el sentido común, en la normalidad diaria, tanto en hombres como en mujeres. Una de las pintadas callejeras de Mujeres Creando (Bolivia) reza así: “en aymara, inglés, árabe y castellano mujer quiere decir dignidad”. Al final, lo que necesitan ellas es exactamente lo mismo que lo que necesitan ellos: poder vivir su vida con dignidad, sin verse reducidas a muñecas hinchables cada vez que dan muestras de su autonomía e independencia. Pongamos todos y todas nuestra miguita de pan para tratar de revertir la situación y en lugar de hablar de una derrota diaria comencemos a hablar de una victoria diaria. Ni la peor de las agresiones sexuales es capaz de acabar con una mujer que sabe en qué terreno se desenvuelve la lucha: contra el machismo y el patriarcado conciencia política y conciencia feminista. Dignidad. Nadie llorará por la extinción del “varonil macho humano”.

jueves, 30 de agosto de 2012

Un símbolo de dignidad (Alberto Garzón Espinosa)



El martes un grupo de trabajadores del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) entró de forma organizada en dos grandes superficies y se llevó sin pagar un importante número de productos de primera necesidad, con objeto de repartirlos entre los más necesitados. Como consecuencia, el ministerio del Interior ha ordenado ya la detención de los responsables. Varios días después podemos confirmar, a mi juicio, que la acción del SAT ha sido un completo éxito.

Comencemos por el contexto social. Según UNICEF en España un 17’1% de los niños están bajo el umbral de la pobreza, mientras que Acción contra el Hambre denuncia que un 25% están desnutridos. Al mismo tiempo 2 millones de españoles se beneficiarán de las ayudas que la Comisión Europea ha enviado este año –con un total de 67 millones de kilos de comida- para combatir el hambre en nuestro país. A nadie se le escapa que las organizaciones solidarias han visto dispararse sus necesidades para poder atender con eficacia a una población crecientemente empobrecida.

A pesar de lo apuntado arriba es obvio también que en nuestro país no falta comida, ni tierras fértiles ni medios técnicos con los que paliar el hambre. Lo que sí falta es voluntad política que se atreva a enfrentar las desigualdades de riqueza y renta. Y lo que sobre todo falta es que se cumpla la constitución española y su artículo 128.1, el cual declara que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Y la acción del SAT ha logrado precisamente poner esto de relieve, marcarlo en la agenda, y lo ha hecho siguiendo la máxima libertaria de Emna Goldman, que instigaba a los trabajadores con la siguiente proclama: “pedid trabajo, si no os lo dan, pedid pan, y si no os dan ni pan ni trabajo, coged el pan“.

Pero la acción del SAT ha ido más allá de lo concreto, es decir, del reparto de comida, y ha penetrado con fuerza en el mundo ideológico. Decía Guy Debord que vivimos en la sociedad del espectáculo y nos recordaba, citando a Feuerbach, que en nuestro tiempo “se prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”. No hay duda sobre ello: en la sociedad del espectáculo la imagen importa más que la sustancia y los símbolos se convierten en el arma más valiosa para las causas políticas y las causas empresariales.  Y la acción del SAT no es una medida contra la crisis –porque su generalización no resuelve los problemas de raíz- sino una acción simbólica con un claro contenido político. Es sustancialmente distinto.

Efectivamente nadie, y los compañeros del SAT menos, tenían como intención que aquella acción del martes se convirtiera en un elemento clave del programa electoral. Lo del SAT ha sido una brillante táctica comunicativa para poner sobre la agenda política un grave problema social. Hablamos de un pensado golpe contra la ideología dominante, es decir, contra la concepción del mundo que tiene la gente acerca de cómo debe organizarse una sociedad. Esta acción ha servido para remover los cimientos ideológicos de la mayoría de la gente. Por supuesto que no ha convencido a muchos, quizá la mayoría, pero ha golpeado por primera vez y con contundencia su sistema de ideas y el cual estaba hasta ahora muy asentado y consolidado. Ha mermado sus defensas.

No olvidemos que vivimos una crisis ideológica que se manifiesta en el cambio de cómo la gente concibe e interpreta su realidad más cercana. La concepción del mundo que había sido dominante hasta ahora se resquebraja y todo está en duda. Se cuestiona que los políticos y economistas sepan qué hacer, que las instituciones políticas sean útiles para resolver los problemas, que las entidades financieras sean fundamentales, que haya democracia, que las empresas privadas sean superiores a las públicas, que la policía defienda al pueblo, y también –y es lo que aquí nos ocupa- que la propiedad privada sea sagrada y esté por encima de otros derechos como el de la vivienda o la alimentación.

Algunos denunciarán que la acción del SAT es ilegal. Efectivamente, lo es. Pero la cuestión no reside en saber en qué lado de la frontera jurídica cae, sino en si es una acción legítima y digna o si por el contrario no lo es. Y cuando sabemos que las necesidades humanas básicas pueden satisfacerse técnicamente pero el único obstáculo para conseguirlo es el propio marco institucional, diseñado en beneficio y garantía de la gran empresa y las grandes fortunas, es cuando acciones como las del SAT recobran toda su naturaleza revolucionaria y de justicia social. En ese punto la ilegalidad es legítima y contribuye a preparar el terreno para un cambio institucional que primero y ante todo ha de construirse en el plano ideológico.



lunes, 16 de julio de 2012

Violencia y no-violencia: insultos y huesos rotos.






Hay quien piensa que es la violencia la que define el poder. Dicho de otra forma: el poder lo tendría quien es capaz de ordenar a otras personas que ejerzan la violencia en su nombre. En un Estado moderno esto se traduciría en que el poder lo tienen las personas que manejan la violencia legítima. Esta adjetivación de la violencia no es baladí, ya que hace referencia a que el Estado ha monopolizado el uso de la violencia aceptada, a que se ha generado un consenso en torno a quién debe empuñar la espada.

Aún así, este esquema de interpretación se queda corto, en tanto ignora la lucha política fundamental que define al poder: la guerra de significados. Cuando un rey, una reina, un primer ministro, un presidente o una delegada del gobierno tienen poder, lo fundamental no es ver en qué medida controlan los cuerpos de represión del Estado, sino averiguar si son capaces de definir lo que es violencia y lo que no. Ahí reside el auténtico poder, ahí está el primer conflicto político.

En Madrid nos lo están recordando cada día en las calles. Ya son varios días de protestas y movilizaciones masivas, cortes de calles, visitas a las sedes del PPSOE, etc. Uno de estos días, mientras la riada de dignidad se movía de Génova a Ferraz, aparece la delegada del gobierno, la señora Cifuentes, (responsable directa del grado de violencia policial que se nos aplica día tras día), en mitad de la manifestación. Un error por su parte: durante los metros que la acompañamos hasta que se refugió en un restaurante le llovieron insultos, rimas ácidas, vituperios varios. Ningún porrazo. Por supuesto allí estaba la prensa para recogerlo todo.

Al llegar a Ferraz, la policía volvió a cargar, varias veces más. Al margen de que sus cargas cada vez imponen menos miedo, al margen de que ya no sirven para disolver a las masas sino para encolerizarlas más y obligarlas a que se desplacen y corten otras calles, al margen de todas estas pequeñas victorias, ahora interesa lo que le ocurrió a un anónimo: la policía le partió la nariz de un porrazo. Lejos de atemorizarse, el agredido se encaró el solo a los antidisturbios (curioso nombre para quien provoca disturbios) y les hizo una pregunta muy sencilla: “¿por qué me habéis roto la nariz?”. Por supuesto allí también estaba la prensa para recogerlo todo, otra cosa es qué hicieron con la información los editores, neo-censores, mercenarios de la información, etc.

Este hecho, que no parece más que otra de las macabras anécdotas sobre manifestaciones que se van haciendo cada vez más comunes, tiene su relevancia si lo utilizamos para compararlo con lo que le ocurrió a la señora Cifuentes, víctima mediática. El PPSOE no ha perdido ni un segundo en condenar la “agresión” que ha sufrido la delegada. Los medios de desinformación tardaron menos en hacerse eco. Pero lo que resulta chocante es que mientras se condenaba que la masa insultase a la responsable política de las cargas policiales, mientras se caracterizaban unas palabras malsonantes como un hecho violento, se estaba ignorando que no se tocó ni un pelo a la responsable de las detenciones, los huesos rotos y las humillaciones sangrantes. Y se estaba dejando como en un plano aparte la nariz rota de ese señor anónimo que podría ser cualquiera. Y cuando no se ignoraba abiertamente, se etiquetaba como “incidente con la policía”, dejando claro que al menos parte de la culpa la tenía la persona que sangraba de la misma forma que la violada tiene parte de la culpa de la violación por provocar.

Ahí está la clave. El poder se decide y se define antes de que lo hagan las porras. Es la guerra por el significado. Ante una carga policial, hoy por hoy, los manifestantes hemos perdido de antemano. Mediante su discurso, PPSOE, medios de comunicación capitalistas, empresarios, etc., han conseguido que las cargas policiales no se interpreten como violencia, sino como una especie de justicia en bruto: “si disparan a los manifestantes será porque algo habrán hecho (al margen de manifestarse)”. Nos proponen una definición del concepto “violencia” donde no caben las porras y las pelotas de goma (esa munición “no letal” que de vez en cuando mata), donde no hay hueco para las detenciones arbitrarias, las palizas, las humillaciones ni la incomunicación durante 48 horas. Por eso podemos decir que tienen el poder: ellos definen qué es violento y qué no. Es con esa arma con la que nos golpean y nos rompen narices y brazos en cada manifestación. El combate no solo está en las calles, también está en las palabras que nos gobiernan. Viglietti (“Solo digo compañeros”) cantó una vez que

“Papel contra balas no pueden servir
canción desarmada no enfrenta a un fusil”

Pues bien, vivimos en ese extraño lugar donde llamamos al papel “violencia” y al fusil “defensa”, a la canción “terrorismo callejero” y a las balas “justicia y orden”. Es necesario asaltar el sentido común a la vez que las calles. Cada porrazo que recibimos es el fruto de nuestro fracaso pedagógico, el fruto de una derrota anterior. Ataquemos por todos los frentes.