martes, 20 de octubre de 2015

El verdugo acusador

Cuando la "tolerancia" se convierte en el arma del fundamentalista. Observen estas frases pronunciadas en defensa de la obligatoreidad de la asignatura de religión católica apostólica romana en la escuela pública y privada:


"Creo que el hecho religioso es fundamental para la persona, así que no quiero que quiten la asignatura".

“No quiero obligar a nadie a estudiar religión, pero que no me la quiten".


Hay tantas cosas mal en cada una de ellas que no tengo más remedio que hacer un listado:

- La creencia personal como fundamento de la ley. Cuando hablamos de religión, hablamos de fe, es decir, de algo distinto a la certeza absoluta, al conocimiento. Cuando hablamos de fe, hablamos de doxa, esto es, pura opinión no fundamentada en elementos racionales, sino en elementos irracionales o cuanto menos irreflexivos. La opinión, al contrario que el conocimiento, siempre tiene que dar un salto de fe, si uno trata de trazar una línea argumental desde la conclusión que uno recibe como verdad absoluta, hasta los elementos que fundamentan esa conclusión, descubrirá que la línea es discontinua, está llena de agujeritos. Agujeritos que uno solo puede ver cuando se libera de prejuicios tales como sus propias creencias no fundamentadas, pero que un creyente no verá porque sistemáticamente los rellena de fe, de creencia. Sabiendo esto, ¿qué le hace pensar a una persona que su forma de rellenar esos agujeros con un cóctel de prejuicios, miedos, ilusiones y traumas le da derecho no sólo a proclamar que tiene toda la razón, sino a tratar de imponer esa forma de (no) entender el mundo a los y las jóvenes? La creencia de una persona no da derecho a nada, pero los católicos no acaban de entender esto. Miento, sí lo entienden, pero sólo cuando miran desde la distancia a otras religiones: la inmensa mayoría de estos creyentes señalan con el dedo los países donde se utiliza burka, por ejemplo, y dicen que “ser musulmán no te da derecho a decidir sobre la forma de vestir de las mujeres”. La fe no te otorga derechos de la misma forma que no te otorga superpoderes. Pero lo que debe quedar todavía más claro es que por muy convencido que estés de tu creencia concreta, en una democracia no puedes andar arrastrando tu templo para encasquetárselo a los demás, es decir, si democracia significa “gobierno del pueblo” es porque el pueblo es el que debe gobernarse mediante la razón, no someterse a las creencias de nadie, por mucho que un día aparezcan muchos creyentes. O eso, o nos cargamos tanto la idea de democracia como las ideas de la Ilustración: bienvenidos sean los Hitler que nos imponen sus creencias mediante leyes.

- Los intereses personales como fundamento de la ley. Cuando uno cree que su creencia es fundamental para el correcto desarrollo de la vida, ¿qué nos está diciendo realmente? Algo así: “mi vida es superior a la tuya, salvo que recorras el camino de mi propia vida”. Evidentemente, hay formas mucho más bonitas de plantearlo, como “creo que el hecho religioso [concretamente el mío] es fundamental para la persona [porque lo que ha sido fundamental para mí, lo que me ha otorgado identidad de grupo y una forma de entender y vivir el mundo concretas, ¿acaso no es fundamental para todos?]”. Al final, tu fe resulta que no es solo una creencia irracional, es también el nexo que te une a una comunidad imaginada, la comunidad de creyentes, y que te permite trazar líneas de fraternidad, sentimiento de pertenencia, con otros grupos, otros “nosotros”, para sentirte más grande, más fuerte, menos equivocado, con menos dudas. La religión también es, por tanto, una cuestión identitaria... y una forma de construir mayorías políticas. Resulta de lo más útil: la fe en sí misma es como un pastor que guía y presuntamente cuida del rebaño. Es decir, que todo católico tiene un interés personal en seguir ampliando esa comunidad, esa forma de construir un nosotros que siempre va unida a otras cosas: cuanto más creyente (en España), más probabilidades de negar el aborto, votar al PP, ver canales de extrema derecha, defender la asignatura de religión… Y de la misma manera que ocurre con la creencia, en una democracia no hay manera de justificar una ley mediante el interés personal. Igual que uno no debe arrastrar su trono para que los demás lo rellenen por imperativo legal, uno no debe arrastrar sus gónadas y su cartera para que los demás las satisfagan y la rellenen. Porque si este fuese el caso, si la política simplemente consistiese en enfrentar nuestros intereses a ver quién gana y se los impone a los demás, ¿acaso no hablaríamos, en el mejor de los casos, de tiranía de la mayoría, sabiendo además que esa mayoría no es otra cosa que una minoría capaz de convencer a los demás de que sus intereses son los intereses de todos? ¿Eso es gobierno del pueblo?

- Democracia como sistema de competencia de intereses y valores en la que puedo ganar e imponer los míos. En el trasfondo de este discurso hay, por tanto, un terrible concepto de la democracia. Hasta el más fundamentalista de los cristianos tiene muy claro que no quiere que venga otro (un “otro” fuera de lo que considera “nosotros”) a decirle qué religión tienen que estudiar sus hijos en el cole o en el instituto. Pero no opinan lo mismo cuando se trata de su religión, de su creencia, la cual, como todos los demás creyentes, consideran que es la verdadera y necesaria. Es decir, que bajo ese concepto pernicioso de democracia según la cual no existe el bien común, ni la voluntad general, ni el ágora para discutir racionalmente, sino solo el choque de trenes de los intereses contrapuestos y el necesario sofisma para persuadir de que son los intereses de todos, hay, además, una concepción moral brutal: la lógica del asesino. Hasta el más tonto de los asesinos tiene una cosa clara: sólo él debe comportarse como asesino, de lo contrario en vez de ser verdugo se puede convertir en víctima, y nadie quiere eso. Para justificar esa posición de “privilegio” respecto al resto de la humanidad, todo asesino elabora una batería de argumentos que le convierten en el elegido, el único capaz, el más listo y por tanto con derecho a… ¿Acaso no hacen exactamente lo mismo los católicos cuando pretenden que su creencia es superior a las demás y que por tanto debe gozar de una posición diferente, no están utilizando la misma lógica? Comprobemos: “las raíces, la tradición, el número de católicos que dice la Iglesia que hay, los acuerdos con la Santa Sede…”, toda una batería de argumentaciones para justificar que su creencia está por encima, incluso, de la democracia.

- La intolerancia que acusa de intolerancia. Conquistado el privilegio, todo privilegiado construye un relato de agravios cuando se le somete al Derecho. Si por distintas circunstancias históricas (entre las que cabe destacar cosillas como los procesos inquisitoriales, las dictaduras y monarquías absolutas y absolutamente cristianas, las Santas Cruzadas de Liberación Nacional...), una religión impera sobre otras en un país en un momento dado,  eso no significa que, cuando se consigue instaurar cierto Estado de Derecho, poner a la religión en su sitio (el ámbito de lo privado) sea atacar la religión católica ni la religión en general. Es aquella persona o institución que ha adquirido tal posición de privilegio que es capaz de convertir, durante unas horas a la semana, una escuela pública en su templo particular, la que está practicando la intolerancia, y no quien trata de devolver la religión a los templos, ni quien pretende que la Iglesia pague impuestos como todo el mundo. En este caso, son los intolerantes los que acusan de intolerancia para proteger su privilegio, que no su derecho. En otras palabras: en vez de usar las piedras de antaño, los intolerantes utilizan hoy las leyes para lapidar nuestra libertad de conciencia. Y pobre de aquel que levante la voz ante los tocados por la gracia divina, el panorama que se encontrará será el del mundo al revés: el intolerante llamándole intolerante, el extremista llamándole extremista, el fundamentalista llamándole radical…