jueves, 14 de mayo de 2009

Petróleo y revolución (Santiago Alba Rico)

A V., que no es Venezuela.

Ningún placer se puede comparar –ni el sexo ni la velocidad ni el supermercado- al de saber algo y poder transmitirlo en voz alta, como lo demuestra el ejemplo universal del viandante oscuro que, preguntado en la calle por una dirección, se vuelve repentinamente sabio, alegre, locuaz, bueno y hasta feliz. Pero para saber que sabemos algo, como sabía Platón, es necesario que nos pregunten, pues es precisamente “la espera atenta de una respuesta” (el contrato nuevo del preguntar mismo) el que nos permite descubrir de pronto que también nosotros, hasta ese momento ignorantes, indignos y despreciables, tenemos algo que decir y que, aún más, tenemos también los recursos mentales para decirlo. Eso es la revolución. Eso es el socialismo. Hace ahora diez años los venezolanos se preguntaron por primera vez los unos a los otros, esperaron atentamente la respuesta y resultó que todos tenían algo que decir en voz alta, algo que decirse sin vergüenza y con argumentos, algo importante que comunicar al resto del mundo. A los que faltaban las palabras, la revolución bolivariana les dio nuevas instituciones –para la acumulación y la difusión- y una verdadera epidemia de proyectos participativos comenzó a curar a un pueblo hasta entonces herido y silenciado: Misiones, Núcleos de Desarrollo Endógeno, Aldeas Universitarias, Consejos Comunales, radios y televisiones comunitarias, etc. Si algo impresiona hoy de Venezuela es que una gran parte de su población, entre los 4 y los 84 años, se pasa el día aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, y ello con la felicidad inigualable que acompaña al placer superior de retirarse las legañas de los ojos y saber lo que uno se trae entre las manos. “Éramos seres humanos y no lo sabíamos”, me dice Carmen en la Casa del Poder Comunal de Chapellín, una barriada de Caracas. “Antes a los intelectuales nosotros los veíamos por la televisión y ahora vienen ustedes a preguntarnos”, me dice Manuel, miembro de una cooperativa del núcleo Fabricio Ojeda. Venezuela es uno de los países del mundo donde más fácil es enamorarse y más difícil estar de mal humor. Ninguna miss universo de cuerpo neumático, ninguna modelo esculpida en plástico puede rivalizar en belleza con estas amas de casa panzudas y desafiantes, con estas trabajadoras trabajadas por la vida, de pechos caídos y hombros altivos, rejuvenecidas en la cuna de la conciencia. Ningún actor de Hollywood moldeado en quirófanos y gimnasios puede hacer sombra a estos agrietados mortales que demuestran con su estatura nueva que es la dignidad política la que hace buenos, felices, listos y deseables a los seres humanos.

Pero el amor también necesita combustible. Venezuela tiene una ventaja: petróleo. Venezuela tiene un problema: petróleo. Un país con petróleo puede comprar alimentos ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar ingenieros y físicos y profesores ya hechos en lugar de hacerlos; puede comprar una cultura ya hecha en lugar de hacerla. Así ocurre bajo el capitalismo. Pero un país con petróleo y ansias de justicia puede también comprar una revolución ya hecha en lugar de hacerla o en lugar de dejar que la hagan sus ciudadanos. La ingente riqueza petrolífera de Venezuela permitió al gobierno bolivariano construir –digamos- el socialismo al lado del capitalismo, en un mundo paralelo, poniendo en marcha una institucionalidad replicante, motor de logros sin precedentes, que ha cambiado más, sin embargo, a la población que a los dirigentes, que ha transformado más deprisa las conciencias que las estructuras. Es dudoso que esos dos mundos –Sambil y Bolívar, Nestlé y Marx- puedan convivir sin devorarse; es dudoso que el primero de esos mundos no esté ganando terreno. Diez años después del triunfo de Chávez, los mismos que lo llevaron al gobierno, los mismos que lo devolvieron a Miraflores en las jornadas de abril de 2002, los mismos que lo defienden con vehemencia y fundamento en los Consejos Comunales, en las barriadas, en las cooperativas, ven frenados sus proyectos por el Estado que los hizo posibles y se lamentan de ello. Mientras el capitalismo sigue obteniendo enormes beneficios, la reserva activa de la Cuarta República –la burocracia, la corrupción, el oscurantismo político- inyecta su cardenillo en el socialismo incipiente de la Quinta. Mientras el capitalismo gestiona a placer sus instituciones, no es seguro ya que el socialismo haga lo mismo con las suyas.

Lo que la Venezuela bolivariana ha hecho ya por todo el continente –y por el pensamiento político universal- será reconocido con independencia de lo que ocurra a partir de ahora. Pero cuando a un pueblo se le pregunta y se le deja responder, y descubre por primera vez la inteligencia, la felicidad, la belleza, la bondad (valga decir, la dignidad política) y eso después de siglos de silencio y de dolor, y sabe qué ha dejado detrás y quiere ir hacia delante, y anhela seguir aprendiendo y enseñando, enseñando y aprendiendo, no se conforma con el enamoramiento de los extranjeros ni con la cuota de progreso global que representa: quiere para sí mismo más felicidad, más inteligencia, más belleza y más bondad. Y eso es –o llamémoslo- el socialismo, el cual reclama no un mundo paralelo –no- sino el mundo entero.

Santiago Alba Rico, extraído de rebelion.org

domingo, 10 de mayo de 2009

Marihuana

Hoy ha tenido lugar uno de esos acontecimientos que se repiten tan cotidianamente que casi se han impuesto como normales. Más bien son ya hechos normales que solo algunos consideramos extraños, como empeñados en llevar la contraria a la sociedad y la racionalidad que la envuelve.

Situémonos: una casa normal, con una familia normal, con unos invitados normales sentados a la mesa. Casi desde el principio, quizá porque le dije que confiaba más en el Granma que en la BBC, uno de los invitados, apuesto y valiente, parecía empeñado en demostrarse a sí mismo y a los demás su sabiduría sin parangón, basada en datos de más que dudosa procedencia. Este hombrecillo estaba muy interesado en la historia militar y trataba de embaucarnos a través de un recital de datos inconexos y superficiales. Sus padres parecían convencidos: "cómo sabe este chaval". Resultaba extraño. Sin haber dicho más que dos palabras, parecía que yo era el objetivo último de sus comentarios. No es que sea egocéntrico, es que de vez en cuando me dedicaba una frasecilla pedante y prepotente, no tengo claro si era para provocar o porque así es su carácter. El caso es que decidí refugiarme en la comida y sonreír ante todo. No había ningún ánimo de caer en la tentación de una discusión inútil de salón.

Cuando acaba la comida y llega el tiempo de la sobremesa y el café, mi madre, gran fumadora, enciende su cigarro habitual, así como una de las invitadas, madre del gran sabio occidental que nos honraba con su ilustrísima presencia. Este insignificante hecho no suscitó ninguno de sus perspicaces comentarios. En seguida veremos por qué me detengo en esta tontería. Creo que todos los que nos sentábamos a la mesa (salvo esta persona y yo mismo) se dispusieron a tomar un café, acompañando el cigarro en el caso de los fumadores. Es el momento en el que decido, en este ambiente relajado, hacerme un porrillo de marihuana. Así que me dispongo a ello y saco todo el material necesario: papel, tabaco, mechero y la propia hierba. El primer comentario de nuestro protagonista es un tanto jocoso, algo así como: "bonita colección de cardos". Otra persona en la mesa, no recuerdo quién, siguió el juego y me recriminó, aunque consideré que era broma. El tono de voz lo sugería, o esa impresión me dio.

La cosa empezó a calentarse sin que me diera tiempo a reaccionar. El más ilustrado de la mesa no pudo contener un sermón sobre el alquitrán que me disponía a introducir en mi organismo. Mientras, su madre fumaba impunemente un cigarro, marca LM, que efectivamente sí lleva alquitrán, no como la marihuana. Parecía no importarle. Al ver que mi actitud no cambiaba, que seguía liando el porro, pasó a señalarme (coca-cola en mano) que él no se introducía sustancias químicas en su cuerpo (aparte de la coca-cola), menos aún aquellas que acababan con su cerebro. Mordiéndome la lengua, acabo mi pequeña manufactura y me lo enciendo, confiando en que al comprobar que no me transformo en un retrasado mental dejará de repetir lo que la Iglesia y la derecha nos enseñan sobre los porros. No fue así.

En cuanto lo enciendo, el triste filósofo de sofá, ingeniero informático (una carrera de verdad, no como la ciencia política), se levanta de la mesa y me reprende, vituperándome por que no se merecía el olor "psicotrópico", recordándome la científica ley de Murphy según la cual el humo siempre va a los no fumadores. Atónito, casi divertido, miro a las dos personas sentadas a la mesa que fuman sus cigarros y que no habían suscitado comentario alguno. Al ver que me encontraba solo ante el peligro, pregunto a todos si les molesta mi atrevimiento, un tanto sorprendido porque siempre he considerado que la marihuana al quemarse huele infinitamente mejor que el tabaco industrial y su papel con anillos de fósforo. Por no hablar de que me encuentro en mi casa, cómodo y relajado, y de que después de fumar me disponía a echar una siesta. Aún sin siesta, la marihuana no me imposibilita de ninguna manera para seguir con mis labores el resto del día, menos este domingo lluvioso. Ante mi pregunta un invitado no responde, otro dice que sí y que no le molesta en la misma frase y un tercero, nuestro afamado erudito, responde que sí, que efectivamente le molesta.

Me retiré de la mesa, en mi propia casa, con mi familia delante, porque unos señores de bien, ejemplares ciudadanos que consideran que el cénit del periodismo es la BBC, reaccionaron como les han educado: ni el vino, ni el tabaco, ni el café, ni la coca-cola, ni el arroz hervido con caldo de cocido madrileño y salpicado con tocino, chorizo, morcilla, carne de ternera, de pollo... El problema en la mesa era que yo me había encendido un porro. Al darme cuenta de ello, decidí marcharme. No es que sea drogadicto y prefiera fumarme un porro a la compañía. Es que fue la gota que colmó el vaso. O me iba con mi porro, allí donde pudiese fumármelo relajadamente y sin molestar a nadie, o me quedaba allí para poner punto y final a todo lo que tenía de pacífico la velada.

Basta ya de críticas injustificadas, incoherentes, cargadas de doble moral, irracionales al fin y al cabo. La marihuana no es peor que el vino, no es peor que el café o el té y desde luego no es peor que un cigarro que sale de cualquier fábrica de Phillip Morris. Todo depende de la forma y la cantidad en que la consumas, como todos los alimentos del mundo. Sin embargo el rechazo que despierta parece basado en el miedo. Tanto por su magnitud como por su desvergüenza. Será porque es ilegal, será porque la gente que la consume de vez en cuando tiende a ser más feliz y tolerante, la cuestión es que la marihuana despierta miedos y reacciones totalmente disparatadas. Y no me refiero a los que la fuman, sino a los que de hecho no la prueban. ¿Qué clase de sociedad es esta donde, después de obligarnos a elegir entre individualismo o individualismo fanático, nos convence de que no podemos controlar nuestro cuerpo, nuestro cerebro y pensamientos, mientras estamos bajo la influencia de la marihuana?

Las drogas, sean blandas como la marihuana y la cafeína o duras como el alcohol y el tabaco, no son malas de por sí. Más nos perjudica vivir en Atocha, rodeados de polución el 100% del tiempo, que fumarse un porro o dos cada día. No, lo que pasa es que lo que nos permite producir más y nos hace quejarnos menos, desde el coche que contamina al café que nos mantiene despiertos durante jornadas laborales interminables, no sólo está permitido. Nos inducen a consumirlo. Y no despierta el mismo tipo de crítica, no convierte al que lo consume en un criminal o un drogadicto. La palabra "droga" asusta hasta a los más valientes ciudadanos, que pronto reclaman protección contra una planta (lo que obliga al Estado a invertir millones de euros en una supuesta "guerra" que es imposible ganar) mientras sus presidentes y diputados colaboran en el desarrollo de la General Motors o en el bombardeo sobre el tercer mundo. El paro avanza de forma galopante, pero el problema es la marihuana. El empresario se ahorra en medidas de seguridad miles de euros, tan solo a cambio de unos cuantos miembros y unas cuantas vidas de los trabajadores, pero la policía debe dedicarse a perseguir una planta y a aquellos que tengan un poco en su bolsillo.

Y así, los ciudadanos de bien, ideológicamente lobotomizados, fieles repetidores de lo que aprenden en los anuncios y lo que va entre uno y otro (las noticias), sienten el no tan espontáneo impulso de representar a la voz de la razón y la superioridad ante los bárbaros de costumbres perturbadoras. Estoy verdaderamente harto de la intolerancia que despiertan los porros. No digo que la respuesta sea legalizarlos, puesto que convertirlo en un mercado regulado (y no un mercado libre como es hoy en día) al final significaría fumar marihuana de plástico bien cara, para beneficio de uno o dos señores que compraron las patentes de unas plantas, especiales ellos porque tienen el dinero suficiente. Tampoco digo que la situación actual de libre mercado sea mejor. Pero lo que sí habría que plantearse es la despenalización de la posesión para consumo propio y el autocultivo. Por otro lado, hay toda una resistencia ideológica a aceptar los porros como un hecho cotidiano, pese a que desde hace siglos lo son, que necesariamente habrá de ser vencida para que podamos invertir ese razonamiento que nos lleva a sentirnos orgullosos y felices por comprar un balón fabricado por un niño (con contrato, luego libre) de un país olvidado en el que el sueldo (si le pagan) no da para comer una semana, mientras que debemos sentirnos culpables por consumir una droga que no solo sirve para evadirse de una realidad muy poco gratificante, sino que también nos permite pensar sin prisa y desde otra perspectiva sobre lo que nos ocupa y preocupa. Fumo marihuana, no soy un criminal.