El martes un grupo de trabajadores del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) entró de forma organizada en dos grandes superficies y se llevó sin pagar un importante número de productos de primera necesidad, con objeto de repartirlos entre los más necesitados. Como consecuencia, el ministerio del Interior ha ordenado ya la detención de los responsables. Varios días después podemos confirmar, a mi juicio, que la acción del SAT ha sido un completo éxito.
Comencemos por el contexto social. Según UNICEF en España un 17’1%
de los niños están bajo el umbral de la pobreza, mientras que
Acción contra el Hambre denuncia que un 25% están desnutridos. Al
mismo tiempo 2 millones de españoles se beneficiarán de las ayudas
que la Comisión Europea ha enviado este año –con un total de 67
millones de kilos de comida- para combatir el hambre en nuestro país.
A nadie se le escapa que las organizaciones solidarias han visto
dispararse sus necesidades para poder atender con eficacia a una
población crecientemente empobrecida.
A pesar de lo apuntado arriba es obvio también que en nuestro país
no falta comida, ni tierras fértiles ni medios técnicos con los que
paliar el hambre. Lo que sí falta es voluntad política que se
atreva a enfrentar las desigualdades de riqueza y renta. Y lo que
sobre todo falta es que se cumpla la constitución española y su
artículo 128.1, el cual declara que “toda la riqueza del país en
sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está
subordinada al interés general”. Y la acción del SAT ha
logrado precisamente poner esto de relieve, marcarlo en la agenda, y
lo ha hecho siguiendo la máxima libertaria de Emna Goldman, que
instigaba a los trabajadores con la siguiente proclama: “pedid
trabajo, si no os lo dan, pedid pan, y si no os dan ni pan ni
trabajo, coged el pan“.
Pero la acción del SAT ha ido más allá de lo concreto, es decir,
del reparto de comida, y ha penetrado con fuerza en el mundo
ideológico. Decía Guy Debord que vivimos en la sociedad del
espectáculo y nos recordaba, citando a Feuerbach, que en nuestro
tiempo “se prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la
representación a la realidad, la apariencia al ser”. No hay duda
sobre ello: en la sociedad del espectáculo la imagen importa más
que la sustancia y los símbolos se convierten en el arma más
valiosa para las causas políticas y las causas empresariales. Y
la acción del SAT no es una medida contra la crisis –porque su
generalización no resuelve los problemas de raíz- sino una acción
simbólica con un claro contenido político. Es sustancialmente
distinto.
Efectivamente nadie, y los compañeros del SAT menos, tenían como
intención que aquella acción del martes se convirtiera en un
elemento clave del programa electoral. Lo del SAT ha sido una
brillante táctica comunicativa para poner sobre la agenda política
un grave problema social. Hablamos de un pensado golpe contra la
ideología dominante, es decir, contra la concepción del mundo que
tiene la gente acerca de cómo debe organizarse una sociedad. Esta
acción ha servido para remover los cimientos ideológicos de la
mayoría de la gente. Por supuesto que no ha convencido a muchos,
quizá la mayoría, pero ha golpeado por primera vez y con
contundencia su sistema de ideas y el cual estaba hasta ahora muy
asentado y consolidado. Ha mermado sus defensas.
No olvidemos que vivimos una crisis ideológica que se manifiesta en
el cambio de cómo la gente concibe e interpreta su realidad más
cercana. La concepción del mundo que había sido dominante hasta
ahora se resquebraja y todo está en duda. Se cuestiona que los
políticos y economistas sepan qué hacer, que las instituciones
políticas sean útiles para resolver los problemas, que las
entidades financieras sean fundamentales, que haya democracia, que
las empresas privadas sean superiores a las públicas, que la policía
defienda al pueblo, y también –y es lo que aquí nos ocupa- que la
propiedad privada sea sagrada y esté por encima de otros derechos
como el de la vivienda o la alimentación.
Algunos denunciarán que la acción del SAT es ilegal. Efectivamente,
lo es. Pero la cuestión no reside en saber en qué lado de la
frontera jurídica cae, sino en si es una acción legítima y digna o
si por el contrario no lo es. Y cuando sabemos que las necesidades
humanas básicas pueden satisfacerse técnicamente pero el único
obstáculo para conseguirlo es el propio marco institucional,
diseñado en beneficio y garantía de la gran empresa y las grandes
fortunas, es cuando acciones como las del SAT recobran toda su
naturaleza revolucionaria y de justicia social. En ese punto la
ilegalidad es legítima y contribuye a preparar el terreno para un
cambio institucional que primero y ante todo ha de construirse en el
plano ideológico.
Extraído
de: http://www.agarzon.net/?p=1997