miércoles, 2 de junio de 2010

Desigualdad y violencia en América Latina

Desigualdad y violencia son dos términos muy utilizados en el lenguaje común de hoy. Pero más allá de limitarse a analizar uno o varios casos concretos para tratar de hallar una relación entre ambos conceptos, en este artículo lo que propongo es una reflexión distanciada y crítica acerca del estado de la cuestión en general, para toda América Latina, por lo que el grado de abstracción es alto.

Tanto la percepción como el estudio de la violencia se encuentran hoy limitados por un falso sentido de urgencia que inevitablemente nos impulsa a tratar de actuar sin llegar a comprenderla enteramente (Zizek, 2009). Medidas como la prohibición de videojuegos violentos en Venezuela son un claro ejemplo: los altos índices de criminalidad (atracos, asesinatos, violaciones…) empujan a un gobierno a tomar medidas de carácter político-electoral que nos introducen en debates absurdos cuyo efecto final (aunque no sea intencionado) es el de impedirnos pensar. El papel que se les otorga a las víctimas escogidas por los gobiernos y medios de comunicación, la empatía que se trata de generar hacia ellas, cumple la misma función de señuelo. El propio sentimiento de rechazo que suscita un acto violento nos obliga a distanciarnos para poder reflexionar de forma científica, productiva y crítica. Este necesario distanciamiento permite a sí mismo mantener una postura “políticamente incorrecta” que nos ayude a escapar del discurso liberal-progresista de condena a la violencia sin más.

Por otra parte, este artículo pretende apartarse también de la falsa actitud tolerante que forma parte del pensamiento hegemónico, aquella que procura naturalizar la desigualdad política y económica convirtiéndola en diferencias culturales de tal modo que queden neutralizadas como algo dado, imposible de ser combatido o superado (Zizek, 2007). La tolerancia y el multiculturalismo liberales aspiran a una culturización de la política que convierta en invisibles y deje intactas las condiciones que generan la desigualdad y la violencia más visibles.


LA DESIGUALDAD…:

La desigualdad es un hecho social muy complejo que expresa la existencia de diferencias en las posibilidades de desarrollo, tanto individual como colectivo, consecuencia de la interrelación de diferentes factores. Las barreras que impiden la igualdad son de diferente naturaleza, por lo que nunca podrá analizarse la inequidad a través de un solo indicador. No puede reducirse, en consecuencia, a una simple cuestión de diferencia de ingresos, aunque desde luego este es uno de los condicionantes más importantes. Otros factores destacables en la construcción de la desigualdad son: la alta vulnerabilidad de determinados grupos sociales (por cuestiones de pertenencia a una etnia, género, edad…), el desigual acceso a la educación y la sanidad (que determina no sólo el desarrollo social del individuo, sino también el físico) y la segregación socio-espacial (entre regiones, zonas urbanas y rurales, dentro de las propias urbes…) (Fernández, 2007). Habría que añadir como característica intrínseca de la desigualdad que se reproduce a sí misma y se transmite de generación en generación, creando un círculo vicioso del que cuesta escapar.

No se puede explicar la equidad o inequidad social como estructura de oportunidades de desarrollo sin referirse a las clases sociales y a la estratificación social. La noción de clase social supone que existen grupos sociales perdurables, caracterizados por un acceso diferencial al poder y a las posibilidades de vida, para los cuales la acción colectiva está en gran medida determinada por intereses que a su vez están influidos por las posiciones que ocupan los miembros del grupo dentro de la estructura social. Estos intereses trascienden lo puramente subjetivo, van más allá de los intereses privados de los sujetos, de tal forma que la acción colectiva que conducen no desaparece por el hecho de que se satisfagan los intereses particulares de los miembros del grupo (Atria, 2004). Las clases sociales se reproducen (más que como herencia, como transferencia) y crean organizaciones de clase a través de las cuales manifiestan su presencia en la sociedad. El hecho de que se excluya el concepto “clase social” de la mayoría de publicaciones oficiales de organizaciones como la OIT o la CEPAL es sintomático del sesgo ideológico que ocupa estos estudios: dado el origen marxista del término y su consiguiente alusión a nociones como conflicto, privilegio o explotación, tiende a ser excluido como herramienta analítica, lo que necesariamente implica pasar por alto aspectos muy relevantes de la dinámica social contemporánea (Portes y Hoffman, 2003).

En América Latina y el Caribe se han producido profundos cambios en las últimas décadas, tanto a nivel político como a nivel económico y a nivel social. Las transformaciones recientes de índole neoliberal no han supuesto ningún cambio cualitativo en cuanto a la superación de la desigualdad, más bien al contrario, en muchos países ha empeorado tanto la inequidad como la vulnerabilidad de amplias capas de la población hasta el punto de que la CEPAL considera que América Latina es la región más desigual del mundo. La incorporación segmentada de la población a la actividad económica, los elevados costes sociales (que sobre todo repercutieron en las clases históricamente más vulnerables) que exigieron los programas de ajuste y apertura y la ausencia de políticas públicas auténticamente redistributivas, demasiado centradas en colectivos o grupos sociales concretos o imbuidas de un carácter paternalista, fueron algunos de los fenómenos que agravaron la polarización social, es decir, “la segmentación de la sociedad en grupos sociales con posibilidades dispares de desarrollo social, que se reproducen en círculos viciosos, profundizando la brecha social […] impidiendo el desarrollo social y equitativo” (Fernández, 2007). La desigualdad actual, por tanto, no sólo implica que persisten los fenómenos de la pobreza, la marginalidad, la exclusión…, sino que además constituye un factor inhibidor del crecimiento económico y también repercute de forma muy negativa en los niveles de legitimidad del régimen o del Estado que la sufre/promueve: las desigualdades extremas inciden de forma directa en las capacidades del ser humano y el hecho de que se reproduzcan de una generación a otra viola hasta los principios básicos de justicia social del liberalismo (Paramio, 1994).

Uno de los grandes problemas de América Latina es que los periodos de crecimiento económico no han significado una reducción de la inequidad, al contrario, los estudios de organizaciones internacionales como la CEPAL o el Banco Mundial parecen confirmar que crecimiento económico y desigualdad se han reforzado mutuamente. Por otra parte, los escasos avances logrados a lo largo de la historia en el campo social han sido rápidamente suprimidos durante las épocas de crisis: lo que costó décadas construir es inmediatamente disuelto cuando la coyuntura económica es desfavorable. En 2005, el 20% de la población más rica de América Latina obtiene más del 75% de la riqueza, mientras que el 20% más pobre se reparte tan solo el 1,5% (PNUD, 2005). Cabe destacar que el 75% de la población empleada no genera ingresos suficientes con su trabajo para escapar del umbral de pobreza, mientras que un alto porcentaje de la población que supera este umbral se encuentra en una situación de vulnerabilidad extrema, es decir, es mucho más probable que desciendan en la escala social a que se mantengan o asciendan. Pese a que no existe una relación lineal entre desigualdad y niveles de ingreso, se puede observar que la tendencia general de la región consiste en que a una distribución más desigual del ingreso, le corresponde un mayor índice de pobreza (que no obstante también se trata de un fenómeno social multidimensional, caracterizado por la privación de las capacidades para satisfacer las necesidades básicas).

El acceso desigual a educación, uno de los factores clave en la reproducción de la inequidad, significa que determinados segmentos sociales ven bloqueado el principal vehículo de movilidad e inclusión social del que disponen los más desfavorecidos. En 2005, sólo un 20% de los jóvenes cuyos padres no lograron terminar la educación primaria lograron terminar la secundaria (un 60% en el caso de aquellos cuyos padres cursaron 10 o más años de estudios) (CEPAL, 2005). Se trata de un hecho alarmante, aún más en tanto ya no se puede confiar en ninguno de los tres factores que Figueira señala como tradicionales vehículos de la movilidad social ascendente: ni en una futura expansión de la economía nacional que pueda elevar el nivel de vida a toda una clase social; ni en la diferencia de fecundidad entre los estratos sociales más altos (baja fecundidad) y los más bajos (alta fecundidad), que teóricamente permitiría a algunos individuos ascender socialmente; ni si quiera en que el desplazamiento (campo-ciudad, por ejemplo) vaya a permitir encontrar mejores oportunidades (Figueira, 2001). Los otros factores que dicho autor añade, como las políticas de los distintos gobiernos y el capital social, si bien han supuesto una mejoría en las condiciones de vida de determinados grupos sociales, en especial las clases medias, no han sido rival ante el avance triunfal del capital y por tanto han fracasado a la hora de tratar de reducir las desigualdades.

La pertenencia étnica o la cuestión de género se entrelazan con los distintos niveles de ingreso y el acceso desigual a la educación, reproduciendo construcciones sociales que ya en su origen fueron formuladas en base a criterios de desigualdad social. Aunque en algunos casos se trate de distinciones realizadas hace siglos, el capitalismo ha sabido utilizar (y en muchos casos agravar) estas construcciones jerárquicas sociales, de modo que las desigualdades en base a la etnia o el género son perfectamente constatables en la variable del mercado de trabajo, por ejemplo. En este ámbito destacan los altos porcentajes de indígenas y afro-descendientes que ocupan los estratos socio-económicos inferiores y sufren una alta concentración en empleos precarios y situados en el sector informal de la economía, es decir, sin ningún tipo de derecho ni prestación social (aunque cabe destacar que el sector informal ocupa a la mayor parte de los empleados en Latinoamérica, independientemente de la etnia); o el hecho de que las mujeres en general ostenten los niveles más bajos de remuneración salarial y cobren menos que los hombres por realizar el mismo trabajo o más (los datos varían de un país a otro, pero esta es la tónica general).

La desigualdad socio-espacial interactúa con los otros elementos (como ya he dicho estos se suman, se relacionan, no se excluyen mutuamente), generando enormes diferencias entre distintas regiones de un mismo país (por ejemplo diferencias entre la costa y el interior, como en Argentina), entre el campo y la ciudad (normalmente son dos o tres ciudades principales en cada país, que atraen casi todo el volumen de inversiones, generación de nuevos empleos…) y entre zonas dentro de una misma ciudad (como ocurre con las barriadas marginales y bolsas de pobreza en ciudades como Caracas o Buenos Aires).


…Y LA VIOLENCIA:

Si entendemos que la violencia son actos visibles de crimen, terror, disturbios…, podemos afirmar que el problema de los altos niveles de violencia no es nuevo en América Latina, especialmente en algunos países como Colombia y El Salvador, envueltos desde hace décadas en crueles luchas intestinas. Pero también podemos afirmar que desde la década de 1980 (en gran medida debido a las reformas neoliberales) la contracción del empleo formal y el aumento de la desigualdad han agravado la situación: el nuevo régimen de “mercado de todos contra todos” ha empujado a miembros de las clases más perjudicadas a buscar justicia fuera del marco normativo, trayendo como consecuencia un aumento de la inseguridad y de la criminalidad (véase el caso de El Salvador, donde muere más gente de forma violenta cada año que durante la época de guerra civil entre ejército y guerrilla). La situación es tal que llega a afectar a la tasa de mortalidad general, especialmente en las grandes urbes, donde coexisten los beneficiados por la apertura neoliberal y los damnificados, invisibles para el sistema pese a que constituyan la mayoría de la población (lo que nos lleva a hablar también de la privación relativa como una posible causa del aumento de la violencia): en 2002 aproximadamente un 38% de los hogares de América Latina cuenta con al menos un miembro de la familia que ha sufrido la victimización de la violencia (Portes y Hoffman, 2003, p. 32).

Como ocurre con la pobreza, no existe una relación lineal entre desigualdad del ingreso y tasas de criminalidad violenta, aunque la tendencia general es que a mayor desigualdad, mayores índices de criminalidad violenta. Sin embargo, es necesario distanciarse de esa violencia “subjetiva” (Zizek, 2009, p. 9) que nos fascina y repugna al mismo tiempo (el navajazo en el callejón, el asesinato en comisaría, el atraco al banco, la quema del cajero automático…) para poder percibir y comprender las condiciones que generan estos arrebatos violentos. La criminalidad (violencia subjetiva) no es otra cosa que la cara visible de otras dos formas de violencia: la simbólica (referida al lenguaje, a la colonización del ser a través del saber, y también a la imposición de un universo de sentido) y la violencia sistémica (la que se deriva del funcionamiento de los sistemas político y económico, objetiva y anónima en tanto no se puede atribuir a individuos concretos) (Zizek, 2009).

Mientras que la violencia subjetiva se percibe como una alteración del estado normal de las cosas (pacífico), la violencia objetiva es precisamente la que sostiene esa supuesta normalidad no violenta, por lo que resulta invisible. Es la violencia inherente a las condiciones sociales impuestas por el capitalismo, aquellas que generan automáticamente individuos desechables (sacrificios necesarios para que el sistema siga funcionando), víctimas invisibles. A la hora de señalar responsables, resulta muy sencillo centrarse en el individuo que actúa mal y comete un acto de violencia subjetiva, pero no ocurre así con la violencia sistémica: la desigualdad, el hambre, la miseria…, parece que todo ocurriera debido a un proceso natural que nadie planea ni ejecuta.

Podemos considerar, por tanto, la desigualdad como una forma de violencia objetiva que hoy es impulsada y generada por el proceso de globalización, es decir, por el proceso de expansión capitalista. La criminalidad, los disturbios callejeros… que genera dicha desigualdad serían algunas de las formas subjetivas que cobra la violencia objetiva. Es decir, resulta un tanto ingenuo asumir que la criminalidad, por ejemplo, es resultado de una elección, como insinúan Portes y Hoffman (Portes y Hoffman, 2003, p. 31). Tampoco los saqueos y actos destructivos pueden considerarse como tales. Pongamos por caso el famoso “Caracazo” que tuvo lugar en 1989 en Venezuela (un ejemplo entre muchos de sucesos parecidos que han tenido lugar por toda Latinoamérica), donde miles de pobres y excluidos que vivían en las barriadas pobres que colman los cerros de Caracas invadieron la parte rica de la ciudad en un esfuerzo por hacerse visibles. El hecho de que la opción de las masas se situase entre aceptar las prohibiciones y limitaciones del programa de ajuste neoliberal que intentaba implantar Carlos Andrés Pérez o cometer un acto violento, ciego y desesperado (incluso poner muertos sobre la mesa) para tratar de forzar un “consenso democrático” que les facilitase su integración política y económica, indica claramente que no existe una verdadera sociedad basada en la libre elección. Lo que nos encontramos es un sistema objetivamente violento que obliga a realizar acciones subjetivamente violentas para reclamar cierta justicia social. La libre elección resulta ser, por tanto, un gesto formal de consentimiento respecto a la opresión y explotación: la elección es libre mientras se escoja la opción adecuada.

Otros sucesos, como el feminicidio que ha tenido lugar y tiene lugar en Ciudad Juárez (uno de los casos más famosos, pero lamentablemente no el único y ni si quiera el peor), dan cuenta de la desarticulación de la sociedad y la creciente desigualdad. “El monopolio de las creencias y el monopolio del poder político y el monopolio del poder económico y el monopolio de la conducta admisible se integran en un haz de voluntades tiránicas. Se margina a mayorías y minorías y se considera natural o normal su destino atroz” (Monsiváis, 2009). Son cerca de mil ya las jóvenes (oficialmente) asesinadas desde 1993, la mayor parte de ellas trabajadoras de las maquilas, mujeres pobres. El miedo al que es sometida la mujer en Ciudad Juárez garantiza su invisibilidad social, impide e impugna el supuesto desarrollo económico, por no hablar de la democracia capitalista. Sin embargo, todo esto sigue sin reconocerse, o solo se admite después de tremendas presiones, lo cual no implica que se esté haciendo nada para solventarlo: más bien al contrario, se utilizan sucesos como estos para transmitir el miedo, convirtiendo al terror en el principal agente movilizador de la sociedad. En otras palabras: casos llamativos de violencia subjetiva como el feminicidio de Ciudad Juárez (junto con el miedo y la repugnancia que suscita) son utilizados para ocultar y asegurar el funcionamiento de la violencia objetiva, sistémica, inseparable del desarrollo del capitalismo.

Pese a que este tipo de ejemplos nos incita a hacerlo, reducir la violencia a algo “malo” no deja de ser operación ideológica destinada a procurar la invisibilización de las formas fundamentales de violencia social, así como sus causas últimas (Zizek, 2009). Además del hecho de ignorar intencionadamente que puede existir una violencia emancipadora (pongamos por caso, las guerras de independencia o la violencia revolucionaria), cuando un liberal tolerante condena toda forma de violencia subjetiva, parece que en realidad lo que quiere decir es que resulta más beneficioso dejársela a la mano invisible del mercado. En ese sentido, la progresiva privatización de la solidaridad, del Estado, de la seguridad y hasta de la propia guerra, constituyen síntomas evidentes del camino que se está tomando.

De esta forma, aquellos que generan las mayores desigualdades, que ejercen los mayores niveles de violencia objetiva (de forma directa) así como subjetiva (de forma indirecta), como el recientemente galardonado con el título de individuo más rico del mundo, el mexicano Carlos Slim, se convierten por obra y gracia del mercado en los mayores filántropos de la historia: personajes como Slim o Bill Gates son dos de las personas que más dinero han donado contra el hambre, ciertas enfermedades, a organizaciones no lucrativas… Pero para dar, primero hay que tomar (o “crear”, según los más optimistas). Con la caridad, además de posponer la propia crisis capitalista restableciendo cierto equilibrio en la distribución de la riqueza, se teje una máscara que oculta la persecución despiadada del beneficio personal. El nuevo argumento para mantener y reproducir la desigualdad y el resto de formas que cobra la violencia objetiva o sistémica parece ser la propia desigualdad: en la medida que los ricos sean más ricos (y por lo tanto los pobres más pobres), tendrán más recursos para, de forma individual y privada, ayudar a cambiar el mundo.


REFERENCIAS:

- Atria, R. (2004). Estructura ocupacional, estructura social y clases sociales. Santiago de Chile: CEPAL – Serie Políticas Sociales, Nº 96.

- Barbero, J. M. (1998). Modernidades y destiempos latinoamericanos. Bogotá: Revista Nómadas Nº 8, p. 20-34.

- Briceño-León, R. (2002). La nueva violencia urbana en América Latina. Porto Alegre: Dossiê Sociologías, Nº 8, p. 34-51.

- CEPAL (2005), Objetivos de Desarrollo del Milenio: una mirada desde América Latina y el Caribe. En la red: http://www.cinu.org.mx/ODM/Documentos/ObjetivosDesarrollo/lnforme%20cepal%202005.pdf

- Figueira, C. (2001). La actualidad de viejas temáticas: sobre los estudios de clase, estratificación y movilidad social en América Latina. Santiago de Chile: CEPAL – Serie Políticas Sociales, Nº 51.

- Fernández Franco, L. (2007). Sociología de América Latina. Madrid: CECAL-Universidad Complutense de Madrid.

- Monsiváis, C. (2009). México en 2009: la crisis, el narcotráfico, la derecha medieval, el retorno del PRI feudal, la nación globalizada. Gijón: Abaco, Revista de cultura y ciencias sociales, Nº 58.

- PNUD (2005), Informe de Desarrollo Humano. En la red: http://www.undp.org/annualreports/2005/espanol/

- Paramio, L. (1994), Gobernabilidad democrática, violencia y desigualdad en América Latina. Salamanca: América Latina Hoy, p. 15-19.

- Portes, A. y Hoffman, K. (2003), Las estructuras de clase en América Latina: composición y cambios durante la época neoliberal. Santiago de Chile: CEPAL – Serie Políticas Sociales, Nº 68.

- Zizek, S. (2007), En defensa de la intolerancia. Madrid: Sequitur.

- Zizek, S. (2009), Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona: Paidós.

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