Últimamente he tenido que desempolvar
libros. Entre ellos, uno de historia de Grecia. Entre muchas cosas
interesantes, reencuentro a un personaje histórico que tenemos
bastante olvidado. Se trata de Clístenes, político ateniense que
vivió entre los años 570 y 507 a.C.
A Clístenes se le considera el “padre”
de la democracia. Normalmente (y no sin razón) se recuerda que fue
bajo su mandato cuando Atenas cambió la distribución señorial del
poder por la distribución territorial. Evidentemente, este es un
elemento indispensable para poder hablar de un régimen democrático:
si el poder depende de familias de nobles o ricos no es posible
afirmar que la ciudadanía decide nada, por mucho que legalmente
pueda elegir (normalmente entre los propios ricos) quién ocupa un
cargo político determinado. De nada sirve democratizar la política
si el poder depende de la religión, de la economía o de la
tradición. Además, Clístenes decidió que no era razonable que un
cargo público terminase su mandato y pudiese, sin más, lavarse las
manos. Este extraño aristócrata pensó que, puesto que había
cumplido con un servicio público, ese cargo político debería ser
juzgado por la ciudadanía una vez acabado su mandato y, si esta lo
consideraba adecuado, podía expulsarle de la ciudad, condenarle al
exilio por su mala actividad al servicio de la ciudad. Clístenes
sabía que es vital para una democracia que la ciudadanía pueda
fiscalizar la labor de los representantes de la misma, pero parece
que nosotros nos hemos olvidado. O nos han engañado: en nuestras
modernas plutocracias han creado un sistema “legal” que ampara,
ancla y disfraza de democracia la dictadura de los ricos, la
dictadura del capital. No se trata de unos sobres no declarados, sino
de una estructura económica perversa en tanto que injusta,
antidemocrática e incompatible con el ejercicio de la ciudadanía.
Un tiempo antes, otro personaje llamado
Solón (638 – 558 a.C.), había abolido la esclavitud por deudas,
esa forma de esclavitud “legal”, aceptada, mediante la cual una
persona podía acostarse como ciudadana y despertarse como esclava
por obra y gracia de una mala cosecha, un desastre natural, un
ladrón, un rico codicioso, etc. Solón quizá estaba loco, pero
pensaba que la condición económica no podía ser excusa, en ningún
caso, para que el rico acabase con la vida política de una persona
(con su ciudadanía) debido a la especulación o a cualquier otra
triquiñuela mercantil. Pero Solón no era un soñador ni un utópico.
Sabía muy bien que aunque la economía (la deuda) no deba ser causa
de esclavitud, la vida se desarrolla bajo determinadas condiciones
materiales. Quizá por eso promovió una reforma agraria, para
otorgar a los ciudadanos de Atenas la base material para poder
ejercer de hecho la ciudadanía: si una persona tiene que ocuparse y
preocuparse 16 horas al día por su supervivencia, no tiene tiempo
para acudir al ágora, no puede participar en las asambleas, no puede
discutir con el resto de la ciudadanía qué es lo correcto y qué es
lo incorrecto, qué hacer y qué no hacer. Para ser ciudadano o
ciudadana, es necesario disponer de tiempo libre, entendido este como
tiempo “liberado”, tiempo para ti, desinteresado, libre de la
carga que supone procurarse los medios de supervivencia. Si no tienes
tiempo más que para trabajar en la cosecha o por un salario, ¿en
qué momento puede alguien pararse a discutir lo que es bueno, lo que
es verdadero y lo que es justo? Solón sabía todo esto, pero parece
que nosotros lo hemos olvidado. O nos han engañado: tenemos un
sistema “legal” que dice que es compatible vivir bajo un puente
(o sin comida, sin sanidad, educación, etc.) con el ejercicio de
nuestros derechos ciudadanos, entre los que destaca la participación
directa en las decisiones de la ciudad, aquellas que afectan al
conjunto de la ciudadanía. Prima el derecho del banquero a expulsar
de su propiedad sobre el derecho de la ciudadanía a una vivienda
digna, es decir, es “legal” que los ricos nieguen las condiciones
materiales básicas para poder ser ciudadano o ciudadana a los
pobres.
Todo esto significa que, por obra y
gracia de un dictadorzuelo, un monarca limitado, media docena de
presidentes, tres o cuatro instituciones económicas
(antidemocráticas) internacionales y un puñado de “grandes”
empresarios, hemos retrocedido al menos 2.500 años. O quizá más.
Aristóteles (384 - 322 a.C.), otro gran pensador con cada día menos espacio en las
aulas, pensaba que si los hombres conseguían que los molinos se
moviesen solos, no harían falta esclavos. Marx (1818 - 1883 d.C.) le llamó la atención
varios siglos después, cuando la tecnología hubiese podido hacer
realidad el sueño aristotélico: lógicamente Aristóteles no podía
prever la irrupción que supone el capitalismo en el devenir de la
humanidad, no pudo ver su sueño convertido en pesadilla; al final,
cuantos más molinos se mueven solos, nos encontramos jornadas
laborales más largas, salarios más precarios, un ejército de
parados creciente... No obstante, lo que si vio Aristóteles con
claridad cristalina es que las distintas formas de gobierno pueden,
fácilmente, corromperse. Ahora bien, para Aristóteles la corrupción
no consistía simplemente en coger sobres, en aceptar sobornos de los
ricos. La corrupción viene determinada por la confusión entre lo
privado y lo público: el sistema político se corrompe cuando los
gobernantes no saben, no quieren o no pueden distinguir o diferenciar su
interés privado (o el de un grupo concreto) del interés general, del bien
común. De la misma forma que Sócrates fue eliminado por poner en
jaque el sistema “democrático” ateniense, parece que Aristóteles
correría hoy la misma suerte y duraría menos que un elefante
borracho ante un Borbón.
Ni las palabras ni los actos pacíficos
parece que cuenten para los capitalistas, no es la razón la que les
guía, sino el interés (privado) por acumular más capital. En consecuencia,
quizá haya que replantearse la situación y retroceder en la
historia, también nosotras, quienes luchamos por la emancipación.
Avancemos, pues, en dirección contraria, rescatemos del pasado los
símbolos, conceptos y herramientas necesarios para acabar con regímenes
totalitarios. En realidad no hay que irse muy lejos para recuperar, por ejemplo, la
guillotina, cuya afilada hoja marcó el comienzo de una lucha que aún
hoy se está librando: al separar el cuerpo de la cabeza de quien
usurpaba el lugar de las leyes se abrieron las
puertas para la democracia. Si socialmente quieren convertirnos en un
país decimonónico, nosotras les convertiremos a ellos en pollos sin
cabeza, en malos recuerdos. No se trata simplemente de responder con violencia a la violencia: igual que no es lo
mismo una ráfaga de ametralladora de Ernesto Guevara que un disparo
de un soldado bajo las órdenes de Pinochet, no es lo mismo matar a
alguien privándole de alimento, vivienda o sanidad, que eliminar a
quien impide que los derechos (incluido una vida digna) se hagan
efectivos, a quien consagra la muerte y la injusticia bajo el disfraz de legalidad y legitimidad. O la ley o sus normas arbitrarias; o el Derecho o sus
privilegios; cada porrazo y cada detención lo deja más claro: o la guillotina o el golpe de Estado que supone la
revolución neoliberal (barbarie). No se puede juzgar o perdonar a quien impide
que esas palabras tengan sentido.
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