lunes, 10 de junio de 2013

Todos los caminos llevan a Roma.

Hace dos siglos, Karl Marx, empeñado en entender y explicar qué es eso que llamamos “capitalismo”, se topó con un curioso caso: un empresario británico, el señor Peel, ejemplo de emprendedor, entendió que si trasladaba su industria (localizada en Inglaterra) a las colonias, podría abaratar costes y aumentar su margen de beneficio. Así pues, “deslocalizó” su empresa y puso rumbo a la tierra prometida. Se lo llevó todo: desde las herramientas a los tornillos, sin olvidar a los trabajadores, todo lo empaquetó y lo metió en un barco. Cuando llegaron, el señor Peel se puso “manos a la obra” y comenzó a reconstruir su imperio. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a percatarse de un pequeño problema: cada vez había menos trabajadores. Y el problema acabó por convertirse en desastre, porque ante la escasez de mano de obra tuvo que parar la producción y abandonar su ambicioso proyecto.

¿Qué había pasado? Si había llevado hasta los trabajadores, tan serviles y complacientes en Inglaterra, y lejos de lo que podamos pensar, la misteriosa desaparición de estos no tenía nada que ver con la muerte por agotamiento, falta de alimento o enfermedades. ¿Por qué entonces? Porque faltaba, nos dice Marx, el principal e imprescindible elemento que hace posible el capitalismo: el proletariado. El señor Peel, efectivamente, había trasladado proletarios ingleses junto al resto de equipaje. Pero el problema es que esas personas que eran proletarias en Inglaterra, dejaron de serlo al pisar las colonias. ¿Y cómo es posible esto, qué cambió además del lugar geográfico cuando el señor Peel trasladó su industria? Cambiaron las condiciones de producción. Porque lo que el señor Peel, debido a su desconocimiento, no pudo plantearse a tiempo, es por qué había gente dispuesta a vender su tiempo y el fruto de su trabajo a cambio de un mísero salario. Un proletario es aquella persona que no tiene nada, que está liberada de toda propiedad (de los medios de producción), una persona que cuando acude al mercado a intercambiar productos y servicios, lo único que puede ofrecer es su pellejo, su fuerza de trabajo, ofrecerse a sí misma como mercancía.

El error del señor Peel fue que no cayó en la cuenta de que cuando una persona tiene alternativas, no necesita señores Peel. No necesita venderse y vender su trabajo cuando puede apropiarse de sus medios de producción y garantizar su supervivencia. Es decir, lo que ocurrió cuando el señor Peel desembarcó en las colonias fue que los que en Inglaterra eran meros trabajadores se encontraron con tierras, bosques vírgenes... territorio donde asentarse libremente para ser granjeros, ganaderos, etc., y así garantizar sus condiciones de subsistencia y, de paso, concurrir al mercado como propietarios del fruto de su trabajo. Dicho de otra forma, la dura lección que tuvo que aprender el señor Peel es que para que el capitalismo funcione, es necesario crear las condiciones adecuadas. Y esas condiciones implican, entre otras cosas, la existencia de una clase social desposeída, expropiada y separada de sus condiciones de subsistencia. Pero claro, esa clase social no surge libremente, no es un hecho espontáneo ni el resultado de una decisión racional o un acuerdo entre particulares libres e iguales. Hay que forzar su aparición. Y así llegaron los ejércitos y demás guardias pretorianas al servicio del capital: porque lo que no se puede hacer en condiciones de libertad, hay que hacerlo en condiciones de bayoneta, hay que obligar a la gente a tomar la senda adecuada.

Ha pasado mucho tiempo desde que murió el señor Peel, y aún más tiempo desde que en nuestras sociedades se construyeron las condiciones necesarias para que la inmensa mayoría de la población necesite dejarse curtir el lomo en el mercado laboral para vivir otro día más. El sistema capitalista se vale de unas estructuras económicas que reproducen cada día la expropiación que necesitaron los señores Peel que vinieron tras el original. Y aún así, debido a que el mercado capitalista no avanza a un ritmo constante sino en función del equilibrio de fuerzas de cada momento, quedaban algunos espacios relativamente a salvo del voraz hambre mercantil. En el caso del Estado español, dos islas aguantaban todavía (con sus penas y sus glorias) el embate del maremoto: la sanidad y la educación públicas. Hay otras islas, pero la magnitud y la importancia de estas dos son indiscutibles, así como abrumadora la perspectiva de su hundimiento.

Lo que está ocurriendo ahora con estas dos instituciones públicas viene a ser, mutatis mutandis, básicamente lo mismo que ocurrió en aquellos tiempos. La titularidad pública de la sanidad y la educación garantiza que las prioridades de ambas instituciones pueden y deben ser otras distintas a las del mercado, esto es, en un caso la buena salud y en otro la buena educación, pero en ningún caso la rentabilidad o las necesidades del mercado laboral. Parece algo básico, y lo es, pero también es necesario: no se puede garantizar una buena salud si la prioridad son las primas por mandar pacientes a casa. No se puede garantizar una buena educación si es la empresa, mediante el terror al paro, la que decide qué puede decir y qué no un profesor en el aula. Es decir, no se puede garantizar una buena salud y una buena educación si introducimos en la ecuación intereses y prioridades que no son la buena salud y la buena educación. Y si la titularidad pública sirve (o debería servir, no respondo de los malos políticos) de caparazón contra la depredación del capital, la pregunta que consecuentemente se hacen los capitalistas es, ¿cómo abrir los mercados allá donde están cerrados, cómo impulsar la sanidad y la educación privadas (sometidas a los intereses mercantiles particulares) si la gente no las necesita?

Y resulta que es que los comunistas no fueron los únicos que aprendieron de la tragicómica historia del señor Peel: si existen la sanidad y la educación públicas, piensan, y encima funcionan pese a sus tropiezos, significa que tenemos un problema, porque es otra forma de decir que se dan las condiciones necesarias en estos dos campos para que la inmensa mayoría de la gente elija no someterse a las condiciones de “la economía”, nadie elige convertirse en un esclavo (ser para otro) si no se le empuja a ello... si no hay otra opción. Y entonces comienza el asalto: apretado el botón del pánico, creadas las condiciones de desesperación necesarias (paro, hambre, desahucios, tasas universitarias impagables...), aplicando la doctrina del “shock” para así evitar en la medida de lo posible las resistencias, se comienza a desmantelar lo público. Comienza a escalarse y derribarse el muro que protege la sanidad y la educación del hambre insaciable, de la dictadura de las tasas de beneficio.

Pero claro, las condiciones materiales de la población no lo son todo si tiene una conciencia política madura. Y pese al miedo, a las pocas horas de sueño, pese a tener que dedicar prácticamente todo el día a buscar cómo sobrevivir otro día, buena parte de la población se levanta ante el expolio. La resistencia crece, el desencanto se transmite, “¡el príncipe está desnudo!”: la inmensa mayoría de la población, de una forma o de otra, no quiere que ni la sanidad ni la educación se vean reducidas a un negocio más. Y si ya habíamos hablado de la bayoneta, ahora son las porras, las detenciones, las multas desmesuradas, las falsas acusaciones, la humillación pública, los huesos rotos, el miedo al paro... los que hacen el trabajo. Así se cierra el círculo: la sanidad y la educación son, para el capitalista, un negocio más, un negocio que no acababa de explotarse porque hace unas décadas no pudieron apropiarse de él. Así que aprovechando las condiciones excepcionales, invaden ese territorio no sometido a sus reglas e intereses.

Este asalto, por su parte, está muy bien planificado. Si se tratase de un asalto directo y brutal, las resistencias que despertarían serían probablemente mayores y los cambios previsiblemente rectificados con posterioridad, por lo que lo más inteligente es poner al Estado y la sociedad en una pendiente resbaladiza y dejar que la gravedad actúe por sí misma. Además de privatizar poco a poco (o mucho a mucho), el truco consiste en estrangular lo público, transformar un derecho en un regalo asistencial, y someterlo a criterios e intereses ajenos a lo público. Así, por ejemplo, para crear la necesidad o la voluntad en los padres de escoger el ámbito de la educación privada, se recortan presupuestos, se despiden profesores, se empeoran las condiciones de trabajo, se ahogan becas, etc. En la sanidad ocurre más de lo mismo. Se atacan las condiciones materiales de lo público para posteriormente señalar la propia idea de lo público como la causante de los desastres que esos “recortes” provocan. A la vez, se privatiza de facto aunque se mantenga la titularidad pública, esto es, se introducen los criterios mercantiles, externos e independientes del ámbito educativo y sanitario, a la hora de evaluar la “calidad” y la “productividad” de los centros educativos y sanitarios. Así es como se llega a conclusiones como elevar las ratios de alumnos en cada aula, medir el trabajo de los médicos por número de pacientes atendidos independientemente del tiempo que requieran, reducir la educación secundaria obligatoria y someterla a las necesidades del mercado laboral, elevar las tasas de las universidades y eliminar la licenciatura, implantar el tristemente famoso euro por receta, privatizar centros de salud para que deriven más pacientes a otras instituciones privadas... Y por si esto no fuera poco, el partido del gobierno nos recuerda que se han emancipado de la sociedad cuando Wert anuncia que elimina Educación para la Ciudadanía (no vaya a ser que alumnos y alumnas crean que son parte de la ciudadanía además de consumidores) y que la nota de Religión contará para el expediente (porque tener esa asignatura en el templo del saber no era, a su entender, motivo de suficiente vergüenza). Nos recuerdan que la educación es algo así como una parcelilla privada donde cada partido puede hacer lo que le dé la gana y satisfacer así a grupos de presión como la Iglesia que actúan casi como patronos del Partido Popular, que bien podría llamarse Partido Clientelar.

Ésta es una de las formas que tienen los mercados (quienes hablan en su nombre) de encauzar la corriente hacia donde les interesa. Aprendieron la lección tanto del señor Peel como de los grandes estrategas y genios del asedio. Por nuestra parte, debemos ir abandonando el que podríamos llamar “síndrome de la carretera”, que nos hace ponernos nerviosos cuando se nos ocurre plantearnos la posibilidad de abandonar el camino que otros han construido para nosotros, para así recuperar el valor y la voluntad de una sociedad que ya demostró en otras fases de la historia que se pueden practicar otros caminos, que la libertad reside no en recorrer la terrible y previsible carretera del destino, ya asfaltada y por tanto inamovible, sino en escoger tanto la senda como la meta. Es más duro atravesar el campo, pero es el precio que hay que pagar para llegar allí donde nunca nos llevará una autopista.

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