Hace dos siglos, Karl
Marx, empeñado en entender y explicar qué es eso que llamamos
“capitalismo”, se topó con un curioso caso: un empresario
británico, el señor Peel, ejemplo de emprendedor, entendió que si
trasladaba su industria (localizada en Inglaterra) a las colonias,
podría abaratar costes y aumentar su margen de beneficio. Así pues,
“deslocalizó” su empresa y puso rumbo a la tierra prometida. Se
lo llevó todo: desde las herramientas a los tornillos, sin olvidar a
los trabajadores, todo lo empaquetó y lo metió en un barco. Cuando
llegaron, el señor Peel se puso “manos a la obra” y comenzó a
reconstruir su imperio. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a
percatarse de un pequeño problema: cada vez había menos
trabajadores. Y el problema acabó por convertirse en desastre,
porque ante la escasez de mano de obra tuvo que parar la producción
y abandonar su ambicioso proyecto.
¿Qué había pasado? Si
había llevado hasta los trabajadores, tan serviles y complacientes
en Inglaterra, y lejos de lo que podamos pensar, la misteriosa
desaparición de estos no tenía nada que ver con la muerte por
agotamiento, falta de alimento o enfermedades. ¿Por qué entonces?
Porque faltaba, nos dice Marx, el principal e imprescindible elemento
que hace posible el capitalismo: el proletariado. El señor Peel,
efectivamente, había trasladado proletarios ingleses junto al resto
de equipaje. Pero el problema es que esas personas que eran
proletarias en Inglaterra, dejaron de serlo al pisar las colonias. ¿Y
cómo es posible esto, qué cambió además del lugar
geográfico cuando el señor Peel trasladó su industria? Cambiaron
las condiciones de producción. Porque lo que el señor Peel, debido
a su desconocimiento, no pudo plantearse a tiempo, es por qué había
gente dispuesta a vender su tiempo y el fruto de su trabajo a cambio
de un mísero salario. Un proletario es aquella persona que no tiene
nada, que está liberada de toda propiedad (de los medios de
producción), una persona que cuando acude al mercado a intercambiar
productos y servicios, lo único que puede ofrecer es su pellejo, su
fuerza de trabajo, ofrecerse a sí misma como mercancía.
El error del señor Peel
fue que no cayó en la cuenta de que cuando una persona tiene
alternativas, no necesita señores Peel. No necesita venderse y
vender su trabajo cuando puede apropiarse de sus medios de producción
y garantizar su supervivencia. Es decir, lo que ocurrió cuando el
señor Peel desembarcó en las colonias fue que los que en Inglaterra
eran meros trabajadores se encontraron con tierras, bosques
vírgenes... territorio donde asentarse libremente para ser
granjeros, ganaderos, etc., y así garantizar sus condiciones de
subsistencia y, de paso, concurrir al mercado como propietarios del
fruto de su trabajo. Dicho de otra forma, la dura lección que tuvo
que aprender el señor Peel es que para que el capitalismo funcione,
es necesario crear las condiciones adecuadas. Y esas condiciones
implican, entre otras cosas, la existencia de una clase social
desposeída, expropiada y separada de sus condiciones de
subsistencia. Pero claro, esa clase social no surge libremente, no es
un hecho espontáneo ni el resultado de una decisión racional o un
acuerdo entre particulares libres e iguales. Hay que forzar su
aparición. Y así llegaron los ejércitos y demás guardias
pretorianas al servicio del capital: porque lo que no se puede hacer
en condiciones de libertad, hay que hacerlo en condiciones de
bayoneta, hay que obligar a la gente a tomar la senda adecuada.
Ha pasado mucho tiempo
desde que murió el señor Peel, y aún más tiempo desde que en
nuestras sociedades se construyeron las condiciones necesarias para
que la inmensa mayoría de la población necesite dejarse curtir el
lomo en el mercado laboral para vivir otro día más. El sistema
capitalista se vale de unas estructuras económicas que reproducen
cada día la expropiación que necesitaron los señores Peel que
vinieron tras el original. Y aún así, debido a que el mercado
capitalista no avanza a un ritmo constante sino en función del
equilibrio de fuerzas de cada momento, quedaban algunos espacios
relativamente a salvo del voraz hambre mercantil. En el caso del
Estado español, dos islas aguantaban todavía (con sus penas y sus
glorias) el embate del maremoto: la sanidad y la educación públicas.
Hay otras islas, pero la magnitud y la importancia de estas dos son
indiscutibles, así como abrumadora la perspectiva de su hundimiento.
Lo que está ocurriendo
ahora con estas dos instituciones públicas viene a ser, mutatis
mutandis, básicamente lo mismo que ocurrió en aquellos tiempos. La
titularidad pública de la
sanidad y la educación garantiza que las prioridades de ambas
instituciones pueden y deben ser otras distintas a las del
mercado, esto es, en un caso la buena salud y en otro la buena
educación, pero en ningún caso la rentabilidad o las necesidades
del mercado laboral. Parece algo básico, y lo es, pero también es
necesario: no se puede garantizar una buena salud si la prioridad son
las primas por mandar pacientes a casa. No se puede garantizar una
buena educación si es la empresa, mediante el terror al paro, la que
decide qué puede decir y qué no un profesor en el aula. Es decir,
no se puede garantizar una buena salud y una buena educación si
introducimos en la ecuación intereses y prioridades que no son la
buena salud y la buena educación. Y si la titularidad pública sirve
(o debería servir, no respondo de los malos políticos) de caparazón
contra la depredación del capital, la pregunta que consecuentemente
se hacen los capitalistas es, ¿cómo abrir los mercados allá donde
están cerrados, cómo impulsar la sanidad y la educación privadas
(sometidas a los intereses mercantiles particulares) si la gente no
las necesita?
Y resulta que es que los
comunistas no fueron los únicos que aprendieron de la tragicómica
historia del señor Peel: si existen la sanidad y la educación
públicas, piensan, y encima funcionan pese a sus tropiezos,
significa que tenemos un problema, porque es otra forma de decir que
se dan las condiciones necesarias en estos dos campos para que la
inmensa mayoría de la gente elija no someterse a las condiciones de
“la economía”, nadie elige convertirse en un esclavo (ser para
otro) si no se le empuja a ello... si no hay otra opción. Y entonces
comienza el asalto: apretado el botón del pánico, creadas las
condiciones de desesperación necesarias (paro, hambre, desahucios,
tasas universitarias impagables...), aplicando la doctrina del
“shock” para así evitar en la medida de lo posible las
resistencias, se comienza a desmantelar lo público. Comienza a
escalarse y derribarse el muro que protege la sanidad y la educación
del hambre insaciable, de la dictadura de las tasas de beneficio.
Pero claro, las
condiciones materiales de la población no lo son todo si tiene una
conciencia política madura. Y pese al miedo, a las pocas horas de
sueño, pese a tener que dedicar prácticamente todo el día a buscar
cómo sobrevivir otro día, buena parte de la población se levanta
ante el expolio. La resistencia crece, el desencanto se transmite,
“¡el príncipe está desnudo!”: la inmensa mayoría de la
población, de una forma o de otra, no quiere que ni la sanidad ni la
educación se vean reducidas a un negocio más. Y si ya habíamos
hablado de la bayoneta, ahora son las porras, las detenciones, las
multas desmesuradas, las falsas acusaciones, la humillación pública,
los huesos rotos, el miedo al paro... los que hacen el trabajo. Así
se cierra el círculo: la sanidad y la educación son, para el
capitalista, un negocio más, un negocio que no acababa de explotarse
porque hace unas décadas no pudieron apropiarse de él. Así que
aprovechando las condiciones excepcionales, invaden ese territorio no
sometido a sus reglas e intereses.
Este asalto, por su
parte, está muy bien planificado. Si se tratase de un asalto directo
y brutal, las resistencias que despertarían serían probablemente
mayores y los cambios previsiblemente rectificados con posterioridad,
por lo que lo más inteligente es poner al Estado y la sociedad en
una pendiente resbaladiza y dejar que la gravedad actúe por sí
misma. Además de privatizar poco a poco (o mucho a mucho), el truco
consiste en estrangular lo público, transformar un derecho en un
regalo asistencial, y someterlo a criterios e intereses ajenos a lo
público. Así, por ejemplo, para crear la necesidad o la voluntad en
los padres de escoger el ámbito de la educación privada, se
recortan presupuestos, se despiden profesores, se empeoran las
condiciones de trabajo, se ahogan becas, etc. En la sanidad ocurre
más de lo mismo. Se atacan las condiciones materiales de lo público
para posteriormente señalar la propia idea de lo público como la
causante de los desastres que esos “recortes”
provocan. A la vez, se privatiza de facto aunque se mantenga
la titularidad pública, esto es, se introducen los criterios
mercantiles, externos e independientes del ámbito educativo y
sanitario, a la hora de evaluar la “calidad” y la “productividad”
de los centros educativos y sanitarios. Así es como se llega a
conclusiones como elevar las ratios de alumnos en cada aula, medir el
trabajo de los médicos por número de pacientes atendidos
independientemente del tiempo que requieran, reducir la educación
secundaria obligatoria y someterla a las necesidades del mercado
laboral, elevar las tasas de las universidades y eliminar la
licenciatura, implantar el tristemente famoso euro por receta,
privatizar centros de salud para que deriven más pacientes a otras
instituciones privadas... Y por si esto no fuera poco, el partido del
gobierno nos recuerda que se han emancipado de la sociedad cuando
Wert anuncia que elimina Educación para la Ciudadanía (no vaya a
ser que alumnos y alumnas crean que son parte de la ciudadanía
además de consumidores) y que la nota de Religión contará para el
expediente (porque tener esa asignatura en el templo del saber no
era, a su entender, motivo de suficiente vergüenza).
Nos recuerdan que la educación es algo así como una parcelilla
privada donde cada partido puede hacer lo que le dé la gana y
satisfacer así a grupos de presión como la Iglesia que actúan casi
como patronos del Partido Popular, que bien podría llamarse Partido
Clientelar.
Ésta es una de las
formas que tienen los mercados (quienes hablan en su nombre) de
encauzar la corriente hacia donde les interesa. Aprendieron la
lección tanto del señor Peel como de los grandes estrategas y
genios del asedio. Por nuestra parte, debemos ir abandonando el que
podríamos llamar “síndrome de la carretera”, que nos hace
ponernos nerviosos cuando se nos ocurre plantearnos la posibilidad de
abandonar el camino que otros han construido para nosotros, para así
recuperar el valor y la voluntad de una sociedad que ya demostró en
otras fases de la historia que se pueden practicar otros caminos, que
la libertad reside no en recorrer la terrible y previsible carretera
del destino, ya asfaltada y por tanto inamovible, sino en escoger
tanto la senda como la meta. Es más duro atravesar el campo, pero es
el precio que hay que pagar para llegar allí donde nunca nos llevará
una autopista.
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