martes, 18 de junio de 2013

Platón en Matrix: el imperio de los sofistas.


En situaciones de crisis de régimen como la actual, a todos se nos ofrece diariamente la elección a la que se tiene que enfrentar Neo en Matrix: la pastilla roja o la pastilla azul. La azul, dice Morfeo, nos hará dormir y nos permitirá creernos lo que queramos creernos, elemento indispensable para continuar de forma despreocupada con nuestra rutina, aunque sea nefasta. La pastilla roja, por su parte, simplemente ofrece la verdad. Pero la elección no es tan sencilla como parece, porque la fuerza de la gravedad del régimen juega a favor de una de ellas. En efecto, no hay nada más sencillo que dejar que la pereza, el miedo o la comodidad elijan por ti, dejarse llevar por la misteriosa atracción que ejerce la pastilla azul, la promesa de que mañana despertaremos en la cama y podremos encajar lo aprendido en el entramado de relatos que componen el cristal con el que tratamos de enfocar el mundo.

Escoger el camino de la pastilla roja es otra cosa: para empezar la píldora sabe a mierda. Aprender la realidad no implica placer, no conlleva una liberación inmediata, no es un atajo a la gloria, ni sirve para enriquecerse. Aprender a ver el mundo que va más allá de las apariencias y los conceptos vacíos implica esfuerzo, dolor, tomar partido, cambiar, reaccionar. En definitiva: se trata de un camino bronco, muchas veces apabullante, normalmente cansino y de vez en cuando desesperante. Es, por tanto, una senda difícil, fea, que limita la libertad individual al hermanar a unos humanos con otros e impedir que miremos hacia otro lado con tranquilidad, que elimina la recurrente excusa del desconocimiento y frena el feroz individualismo, siempre hambriento. La pastilla roja despierta la intransigencia con el gobierno de las apariencias y de las malas palabras. Te obliga a declarar la guerra a lo que parece ser y a quienes construyen las apariencias, te obliga a mirar lo que verdaderamente es y a admirar a quienes se empeñan con tozudez en arrojar luz sobre las tinieblas.

En cuanto a los sofistas, aquellas personas que utilizan el lenguaje para proteger sus privilegios, para obtener mayor rentabilidad o alcanzar sus metas egoístas, esa gente que siente una profunda indiferencia por el significado de las palabras y solo las utilizan para beneficiarse a base de interesadas connotaciones y fantasías, aquellos sujetos que a falta de argumentos cambian constantemente de tema para tratar de jugar el partido siempre en casa, esas personas que por pura conveniencia toleran todo tipo de contradicciones obtusas, que se conforman con los relatos que confirman sus prejuicios y sustituyen la reflexión sincera por el autobombo racionalizado, aquellas personas que envuelven pedacitos de verdad con toneladas de mentiras, que ayudan a diseñar callejones sin salida... son, en definitiva, figuras que van a tratar de impedir que salgamos de la cueva con mucho más éxito que quien trata de impedir la emancipación con porras, gases o tanques.

Los sofistas disfrazan las cadenas que nos atan (las apariencias, los prejuicios, los privilegios) con malas preguntas ante las que solo caben malas respuestas. Saben lo que hacen, porque son las preguntas las que nos mueven. “Es la pregunta la que te ha traído hasta aquí, Neo”, le dice Trinity. “¿Qué es Matrix?”, o dicho de otra forma, ¿qué es real, qué es lo que no acaba de encajar, el mundo en el que creo vivir es lo que hay o existe algo más bajo el mantel, algo que no puedo ver con los ojos, que tengo que ver con palabras? Son las buenas preguntas las que nos obligan a levantarnos y, en ese acto, muestran las ataduras: las cadenas dejan de parecer joyas aunque sean doradas y se revelan como lo que son, es decir, limitaciones, taras, instrumentos para recortar libertad, justicia y dignidad, enormes bolas de plomo que impiden moverse a las personas más allá del lugar elegido para ellas.

Un buen sofista, por tanto, seduce con sus propias preguntas, las que le convienen a corto plazo, y en ese acto refuerza los grilletes: sus preguntas no mueven hacia la salida de la caverna, empujan hacia las profundidades, hacia las sombras. Construyen con preguntas y malas palabras un nuevo cuento, un nuevo relato, que distrae al incauto y beneficia al aprovechado: al fin y al cabo, los grilletes no sólo los lleva gente gris y triste, también gente muy alegre y orgullosa de su ignorancia. “La ignorancia es la felicidad”, decía Cifra, otro personaje de Matrix, cuando comprendió que el camino fácil es el del sometimiento a la dictadura de las apariencias: “quiero que me reinserten en Matrix, pero no quiero acordarme de nada. Y quiero ser alguien importante y rico... un actor, por ejemplo”. A cambio sólo tiene que vender a toda la humanidad, lo cual no es demasiado caro ni supone un problema ético para Cifra, pues representa a la perfección a quienes se dejan guiar por las mentiras y los prejuicios: la apariencia, las malas palabras, valen más que cualquier hecho, que cualquier argumento y que cualquier significado. Da igual que exista un “afuera” de Matrix si lo ignoro, si dentro de Matrix puedo ser alguien respetado... a la apariencia no le falta potencia. Es el mundo del caos y la brutalidad, la tiranía del sofista elegido para hacer y deshacer las palabras, herramientas imprescindibles para el análisis de la realidad. Es el mundo del hedonismo suicida, del privilegio vestido de derecho, del prejuicio con aspecto de naturaleza y de la ignorancia disfrazada de saber emancipatorio.

Ese es el mundo del sofista, el fondo de la caverna, la apariencia de realidad de Matrix. No lo queremos. Quizá sea ya tarde o quizá demasiado pronto, pero para cortar definitivamente las ataduras, romper las cadenas y abandonar ese espejismo de comodidad no solo habrá que crear anhelo de liberación, ganas de andar, lanzando buenas preguntas a quien quiera escucharlas, sino que además tendremos que plantearnos qué hacer con los agentes de la ignorancia y el miedo, con los sofistas. Y si la guillotina nos parece excesivo, habrá que plantearse recuperar, por lo menos, la figura del ostracismo: no merece compartir los derechos y deberes de una comunidad política quien elige traicionar a la humanidad colaborando y contribuyendo día a día en la reproducción del circo de las cosas que parecen pero no son.

lunes, 10 de junio de 2013

Todos los caminos llevan a Roma.

Hace dos siglos, Karl Marx, empeñado en entender y explicar qué es eso que llamamos “capitalismo”, se topó con un curioso caso: un empresario británico, el señor Peel, ejemplo de emprendedor, entendió que si trasladaba su industria (localizada en Inglaterra) a las colonias, podría abaratar costes y aumentar su margen de beneficio. Así pues, “deslocalizó” su empresa y puso rumbo a la tierra prometida. Se lo llevó todo: desde las herramientas a los tornillos, sin olvidar a los trabajadores, todo lo empaquetó y lo metió en un barco. Cuando llegaron, el señor Peel se puso “manos a la obra” y comenzó a reconstruir su imperio. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a percatarse de un pequeño problema: cada vez había menos trabajadores. Y el problema acabó por convertirse en desastre, porque ante la escasez de mano de obra tuvo que parar la producción y abandonar su ambicioso proyecto.

¿Qué había pasado? Si había llevado hasta los trabajadores, tan serviles y complacientes en Inglaterra, y lejos de lo que podamos pensar, la misteriosa desaparición de estos no tenía nada que ver con la muerte por agotamiento, falta de alimento o enfermedades. ¿Por qué entonces? Porque faltaba, nos dice Marx, el principal e imprescindible elemento que hace posible el capitalismo: el proletariado. El señor Peel, efectivamente, había trasladado proletarios ingleses junto al resto de equipaje. Pero el problema es que esas personas que eran proletarias en Inglaterra, dejaron de serlo al pisar las colonias. ¿Y cómo es posible esto, qué cambió además del lugar geográfico cuando el señor Peel trasladó su industria? Cambiaron las condiciones de producción. Porque lo que el señor Peel, debido a su desconocimiento, no pudo plantearse a tiempo, es por qué había gente dispuesta a vender su tiempo y el fruto de su trabajo a cambio de un mísero salario. Un proletario es aquella persona que no tiene nada, que está liberada de toda propiedad (de los medios de producción), una persona que cuando acude al mercado a intercambiar productos y servicios, lo único que puede ofrecer es su pellejo, su fuerza de trabajo, ofrecerse a sí misma como mercancía.

El error del señor Peel fue que no cayó en la cuenta de que cuando una persona tiene alternativas, no necesita señores Peel. No necesita venderse y vender su trabajo cuando puede apropiarse de sus medios de producción y garantizar su supervivencia. Es decir, lo que ocurrió cuando el señor Peel desembarcó en las colonias fue que los que en Inglaterra eran meros trabajadores se encontraron con tierras, bosques vírgenes... territorio donde asentarse libremente para ser granjeros, ganaderos, etc., y así garantizar sus condiciones de subsistencia y, de paso, concurrir al mercado como propietarios del fruto de su trabajo. Dicho de otra forma, la dura lección que tuvo que aprender el señor Peel es que para que el capitalismo funcione, es necesario crear las condiciones adecuadas. Y esas condiciones implican, entre otras cosas, la existencia de una clase social desposeída, expropiada y separada de sus condiciones de subsistencia. Pero claro, esa clase social no surge libremente, no es un hecho espontáneo ni el resultado de una decisión racional o un acuerdo entre particulares libres e iguales. Hay que forzar su aparición. Y así llegaron los ejércitos y demás guardias pretorianas al servicio del capital: porque lo que no se puede hacer en condiciones de libertad, hay que hacerlo en condiciones de bayoneta, hay que obligar a la gente a tomar la senda adecuada.

Ha pasado mucho tiempo desde que murió el señor Peel, y aún más tiempo desde que en nuestras sociedades se construyeron las condiciones necesarias para que la inmensa mayoría de la población necesite dejarse curtir el lomo en el mercado laboral para vivir otro día más. El sistema capitalista se vale de unas estructuras económicas que reproducen cada día la expropiación que necesitaron los señores Peel que vinieron tras el original. Y aún así, debido a que el mercado capitalista no avanza a un ritmo constante sino en función del equilibrio de fuerzas de cada momento, quedaban algunos espacios relativamente a salvo del voraz hambre mercantil. En el caso del Estado español, dos islas aguantaban todavía (con sus penas y sus glorias) el embate del maremoto: la sanidad y la educación públicas. Hay otras islas, pero la magnitud y la importancia de estas dos son indiscutibles, así como abrumadora la perspectiva de su hundimiento.

Lo que está ocurriendo ahora con estas dos instituciones públicas viene a ser, mutatis mutandis, básicamente lo mismo que ocurrió en aquellos tiempos. La titularidad pública de la sanidad y la educación garantiza que las prioridades de ambas instituciones pueden y deben ser otras distintas a las del mercado, esto es, en un caso la buena salud y en otro la buena educación, pero en ningún caso la rentabilidad o las necesidades del mercado laboral. Parece algo básico, y lo es, pero también es necesario: no se puede garantizar una buena salud si la prioridad son las primas por mandar pacientes a casa. No se puede garantizar una buena educación si es la empresa, mediante el terror al paro, la que decide qué puede decir y qué no un profesor en el aula. Es decir, no se puede garantizar una buena salud y una buena educación si introducimos en la ecuación intereses y prioridades que no son la buena salud y la buena educación. Y si la titularidad pública sirve (o debería servir, no respondo de los malos políticos) de caparazón contra la depredación del capital, la pregunta que consecuentemente se hacen los capitalistas es, ¿cómo abrir los mercados allá donde están cerrados, cómo impulsar la sanidad y la educación privadas (sometidas a los intereses mercantiles particulares) si la gente no las necesita?

Y resulta que es que los comunistas no fueron los únicos que aprendieron de la tragicómica historia del señor Peel: si existen la sanidad y la educación públicas, piensan, y encima funcionan pese a sus tropiezos, significa que tenemos un problema, porque es otra forma de decir que se dan las condiciones necesarias en estos dos campos para que la inmensa mayoría de la gente elija no someterse a las condiciones de “la economía”, nadie elige convertirse en un esclavo (ser para otro) si no se le empuja a ello... si no hay otra opción. Y entonces comienza el asalto: apretado el botón del pánico, creadas las condiciones de desesperación necesarias (paro, hambre, desahucios, tasas universitarias impagables...), aplicando la doctrina del “shock” para así evitar en la medida de lo posible las resistencias, se comienza a desmantelar lo público. Comienza a escalarse y derribarse el muro que protege la sanidad y la educación del hambre insaciable, de la dictadura de las tasas de beneficio.

Pero claro, las condiciones materiales de la población no lo son todo si tiene una conciencia política madura. Y pese al miedo, a las pocas horas de sueño, pese a tener que dedicar prácticamente todo el día a buscar cómo sobrevivir otro día, buena parte de la población se levanta ante el expolio. La resistencia crece, el desencanto se transmite, “¡el príncipe está desnudo!”: la inmensa mayoría de la población, de una forma o de otra, no quiere que ni la sanidad ni la educación se vean reducidas a un negocio más. Y si ya habíamos hablado de la bayoneta, ahora son las porras, las detenciones, las multas desmesuradas, las falsas acusaciones, la humillación pública, los huesos rotos, el miedo al paro... los que hacen el trabajo. Así se cierra el círculo: la sanidad y la educación son, para el capitalista, un negocio más, un negocio que no acababa de explotarse porque hace unas décadas no pudieron apropiarse de él. Así que aprovechando las condiciones excepcionales, invaden ese territorio no sometido a sus reglas e intereses.

Este asalto, por su parte, está muy bien planificado. Si se tratase de un asalto directo y brutal, las resistencias que despertarían serían probablemente mayores y los cambios previsiblemente rectificados con posterioridad, por lo que lo más inteligente es poner al Estado y la sociedad en una pendiente resbaladiza y dejar que la gravedad actúe por sí misma. Además de privatizar poco a poco (o mucho a mucho), el truco consiste en estrangular lo público, transformar un derecho en un regalo asistencial, y someterlo a criterios e intereses ajenos a lo público. Así, por ejemplo, para crear la necesidad o la voluntad en los padres de escoger el ámbito de la educación privada, se recortan presupuestos, se despiden profesores, se empeoran las condiciones de trabajo, se ahogan becas, etc. En la sanidad ocurre más de lo mismo. Se atacan las condiciones materiales de lo público para posteriormente señalar la propia idea de lo público como la causante de los desastres que esos “recortes” provocan. A la vez, se privatiza de facto aunque se mantenga la titularidad pública, esto es, se introducen los criterios mercantiles, externos e independientes del ámbito educativo y sanitario, a la hora de evaluar la “calidad” y la “productividad” de los centros educativos y sanitarios. Así es como se llega a conclusiones como elevar las ratios de alumnos en cada aula, medir el trabajo de los médicos por número de pacientes atendidos independientemente del tiempo que requieran, reducir la educación secundaria obligatoria y someterla a las necesidades del mercado laboral, elevar las tasas de las universidades y eliminar la licenciatura, implantar el tristemente famoso euro por receta, privatizar centros de salud para que deriven más pacientes a otras instituciones privadas... Y por si esto no fuera poco, el partido del gobierno nos recuerda que se han emancipado de la sociedad cuando Wert anuncia que elimina Educación para la Ciudadanía (no vaya a ser que alumnos y alumnas crean que son parte de la ciudadanía además de consumidores) y que la nota de Religión contará para el expediente (porque tener esa asignatura en el templo del saber no era, a su entender, motivo de suficiente vergüenza). Nos recuerdan que la educación es algo así como una parcelilla privada donde cada partido puede hacer lo que le dé la gana y satisfacer así a grupos de presión como la Iglesia que actúan casi como patronos del Partido Popular, que bien podría llamarse Partido Clientelar.

Ésta es una de las formas que tienen los mercados (quienes hablan en su nombre) de encauzar la corriente hacia donde les interesa. Aprendieron la lección tanto del señor Peel como de los grandes estrategas y genios del asedio. Por nuestra parte, debemos ir abandonando el que podríamos llamar “síndrome de la carretera”, que nos hace ponernos nerviosos cuando se nos ocurre plantearnos la posibilidad de abandonar el camino que otros han construido para nosotros, para así recuperar el valor y la voluntad de una sociedad que ya demostró en otras fases de la historia que se pueden practicar otros caminos, que la libertad reside no en recorrer la terrible y previsible carretera del destino, ya asfaltada y por tanto inamovible, sino en escoger tanto la senda como la meta. Es más duro atravesar el campo, pero es el precio que hay que pagar para llegar allí donde nunca nos llevará una autopista.