El cine nos puede dar una clave para explicar la actual
situación de España y Cataluña. Cuando William Wallace, un pacífico campesino,
sufre una serie de injusticias, decide tomar partido y luchar contra la fuente
de dicho mal. De esto trata Braveheart
(Mel Gibson, 1995), película llena de anacronismos y licencias históricas, pero
no por ello menos interesante.
Si uno quiere enmendar lo que entiende que es una injusticia,
lo primero que tiene que hacer, como Wallace, es encontrar su origen. En la
película, el protagonista podría arremeter contra los soldados que apresaron a
su mujer, o contra el noble que ordenó su muerte. Sin embargo, aunque los
verdugos acaban atravesados por espadas, la muchedumbre que ayuda a Wallace en
el ataque no luchaba exactamente contra esas personas en concreto. Entonces,
¿contra quién? Esta es precisamente una de las preguntas fundamentales en
política.
Es más, la primera batalla política es la forma en la que se
constituyen los grupos contendientes en base a una serie de demandas que el
régimen político actual no puede, no sabe o no quiere satisfacer. Lo que en la
película comienza como una vendetta
personal, en dos minutos se convierte en una revuelta social. ¿Por qué? Porque
ya se había celebrado una ‘batalla’ previa que puede determinar de antemano el
resultado del encuentro entre dos ejércitos. Cuando Wallace arremete, espada en
mano, sediento de sangre, sus vecinos no ven a un hombre matando a otro, ven a
uno de los nuestros atacando a uno de
los otros.
La venganza de Wallace se convierte en algo más que venganza
desde el momento en que la gente de su comunidad interpreta esos actos en base
a un marco concreto e históricamente fortísimo: la identidad nacional. Cuando
Wallace ataca, el nosotros latente,
invisible hasta ese momento, se hace patente, cambiando de inmediato la balanza
de fuerzas; de ver individuos aislados enfrentados a un noble cruel pero
intocable, pasan a ver escoceses contra ingleses. Un campesino no puede
atravesar a la guardia pretoriana para matar al noble, pero todos juntos pueden
perfectamente. Y lo único que necesitaban para actuar unidos era esa idea de
que hay un nosotros, los escoceses,
que no tienen por qué obedecer a los otros,
los ingleses.
Por supuesto, existen otras formas de identidad grupal que
se entrecruzan en nuestra vida diaria, pero el nosotros que conforma una identidad nacional ha tenido una
importancia determinante desde la Revolución Francesa. Somos herederos directos
de los y las Wallace reales. Desde 1789, no se puede explicar el mundo sin los
conceptos de nación y de identidad nacional. Para entender y poder actuar correctamente
en países como España resultan imprescindibles, pero, ¿qué son exactamente?
Quizá Sergio Ramos, Iniesta o Piqué nos lo expliquen mejor que Mel Gibson.
Cuando la Selección Española juega una final, ocurre algo
políticamente muy interesante. Un conglomerado de gente de distintos lugares -incluso
alguno nacido fuera de España- cuyas vidas, formas de pensar y problemas nada
tienen que ver con los de la mayoría, son sin embargo capaces de suscitar el
apoyo y la simpatía de millones de españoles. Algo ocurre, algo flota en el
aire antes de que juegue la selección. Ese “algo” es un marco de
interpretación, una serie de ideas que nos dan la pauta de análisis para
entender un hecho. Y ese marco no es otra cosa que la identidad nacional, la
continua reproducción y reinterpretación de valores, símbolos, recuerdos, mitos
y tradiciones, y la identificación de los individuos con ese patrón y el resto
de elementos culturales que le son propios. En llano: la identidad nacional es
la creación de un nosotros. La
selección hace visible el sentimiento de pertenencia a España, un marco por el que
interpretamos determinados hechos. ¿Cómo hemos llegado a eso?
Cada uno tenemos distintas identidades, muchas opcionales, y
podemos saltar de una a otra en función de dónde nos encontremos (uno puede ser
profesor de 8 a 17 y luego ser madridista para acabar como padre de familia).
Esto ocurre a nivel individual, pero hay colectividades que crean su propia
identidad colectiva. No es el resultado de un mero agregado de individuos
porque la propia formación del individuo dependerá de ella. Esta identidad colectiva
empieza siendo un rasgo cultural y reclama una expresión pública, por lo que
hace surgir un simbolismo político propio (banderas, nombres de calles, héroes
y mitos que asume como propios, himnos, fiestas, instituciones…). Es decir,
llegado un punto se politiza. Esa identidad colectiva, esa cultura compartida,
pasa a ser el molde y la medida de lo político. En ese momento podemos empezar
a hablar de una identidad nacional ya constituida.
La identidad nacional
apela directamente a la idea de nación, es decir, a ese conglomerado de
actitudes, percepciones, sentimientos… que se ven respaldados por una serie de
elementos culturales y políticos compartidos (lengua, costumbres, territorio…).
Benedict Anderson decía que la nación es “una comunidad imaginada” (1983). Ojo,
imaginada no quiere decir imaginaria, cuando hablamos de nación hablamos de algo muy distinto a los unicornios. Lo que
quiere remarcar este concepto es que la nación no es algo que podamos deducir a
partir de una serie de elementos objetivos, como pueden ser el idioma, la
religión o unas instituciones compartidas. El concepto de “comunidad imaginada”
pone el acento en el hecho de que toda nación es una construcción social, es
decir, una comunidad que depende del grado de adhesión de las personas, de en
qué medida un individuo se siente o no parte de ese grupo. Si España sigue
existiendo como nación es porque, de una forma u otra, la gente celebra un plebiscito
diario en el que decide continuar adelante con esa idea, con ese grupo.
La lengua, la imaginación geográfica, la religión, las
tradiciones, la etnia, la biología… no son nada sin esa voluntad de formar
parte del grupo. La identidad nacional está sujeta a procesos de cambio
constantes, y no hay esencias ni cantidades fijas de rasgos que sobrevivan en
el tiempo; toda nación tiene un origen y tendrá un final. No hay elemento
objetivo que sirva para construir una identidad nacional sin el elemento
subjetivo. No hay nación sin voluntad política, sin sentimiento de pertenencia.
En España nos encontramos en un momento difícil. Es un hecho
innegable que existen diferentes sensibilidades, diferentes identidades
nacionales que conviven bajo un mismo aparato institucional. Sin embargo, no
todo son abrazos. Gerard Piqué lo sabe muy bien: catalán y español, partidario
del referéndum por la independencia, jugador de la selección española. Nunca se
ha silbado y pitado tanto a un jugador de la selección cuando jugaba en España.
¿Por qué? ¿Acaso no eran esos jugadores capaces de hacernos sentir parte de un grupo
independientemente de lo que pensasen, cobrasen o hiciesen? Hasta cierto punto
sí, pero el límite está precisamente en el marco que nos une alrededor de ese
equipo de fútbol, es decir, la identidad nacional que Piqué pone en duda. No
puede haber convivencia cuando una identidad no reconoce a la otra, ni cuando
una rechaza categóricamente a la otra. Díganselo a Wallace o explíquenselo a
Piqué, a Pelayo y a Rajoy.
¿Qué podemos hacer? Mucho. Ahora mismo sólo hay un partido
político que habla tanto a catalanes como a españoles, a todos y a todas, en condiciones de igualdad, y con la voluntad de
reconciliar las posturas en vez de negar una de ellas. Sólo un partido ha
puesto sobre la mesa la posibilidad de realizar un referéndum vinculante para
que los catalanes decidan sobre la relación jurídica que quieren mantener con
el resto de España. Sólo un partido ha tenido la visión y el valor suficientes
para practicar la democracia como solución política a un conflicto que amenaza
con agravarse cada día. Para mantener la unidad de España es necesario
reinventar España, convertirla en una nación de naciones donde quepan distintas
identidades. Toda nación tiene el derecho de autogobernarse, de ser autónoma en
la medida de lo posible, de buscar y fomentar la unidad en un territorio
determinado, de construir una identidad nacional, un nosotros. Nadie tiene derecho a impedir esto, pero sí tenemos todo
el derecho del mundo a tratar de convencer a los catalanes de que juntos
estamos mejor, de que una España que incluya a Cataluña es más fuerte que cada cual
por separado. Y no hay mejor forma de reconocer y respetar la identidad
catalana (y la española) que ofrecer, reconociendo su estatus como actor
político legítimo, que elijan ser catalanes dentro de otra España.
Podemos, luego debemos.
(Fuente: El Cartero del Pueblo)
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