viernes, 23 de septiembre de 2011

La política de función pública y el Sr. Peel: del cercamiento de tierras al cercamiento de administraciones.


Resulta sorprendente que, a estas alturas, todavía haya que recordar que la obra por excelencia de Marx se llama El Capital, no El Comunismo. En ella, Marx se propone analizar cuál es la ley económica que rige la sociedad moderna, a partir de la pregunta metafísica: ¿Qué es...? Esto es suficiente para que la mayor parte de los “economistas” (Marx los califica de espadachines al servicio del capital), abandonen la lectura por farragosa, metafísica y errada ya desde las primeras líneas. En efecto, Marx se pregunta ¿qué es una mercancía?, esto es, ¿cuáles son las determinaciones que le corresponden de suyo a cualquier mercancía, al margen de las determinaciones concretas que se correspondan con una u otra mercancía en la realidad? Esta metafísica de la mercancía permite a Marx incorporar a su razonamiento el elemento central de su pensamiento: la teoría del valor-trabajo (en síntesis: que toda mercancía lo es en tanto que es el resultado de un trabajo humano, y que su valor de cambio está determinado por la cantidad de trabajo socialmente necesario para producirla). A continuación, se embarca en algo así como una metafísica del mercado, para acabar definiéndolo como ese espacio triangulado por los conceptos de propiedad, igualdad y libertad (tal y como los concibió la mejor Ilustración). Es decir, el mercado sería el lugar al que concurren ciudadanos libres e iguales para vender productos de su propiedad. Sin embargo, en este punto Marx se encuentra una aporía aparentemente insalvable: si solo se ponen en juego los conceptos de mercancía y mercado (es decir, las leyes mercantiles), el enriquecimiento capitalista es imposible. Es decir, que solo empleando los adjetivos que la sociedad moderna observa en sí misma cuando se mira al espejo, explicar el capitalismo es imposible. La tradición marxista superó esta contradicción suponiendo que, como Marx fue discípulo de Hegel, debía haber algo de dialéctica hegeliana por algún lado, y qué mejor momento para utilizar a Hegel que este: las leyes mercantiles (tesis), encierran en sí mismas el germen de su propia autodestrucción, dando lugar a una antítesis (el capitalismo), que, a su vez, y por sus propias contradicciones (crisis cíclicas etc.), contiene el virus de su autodestrucción, para dar lugar a una síntesis final (el comunismo). El razonamiento, así, queda ordenado, y está bien, porque en el fondo postula que el buen anticapitalista debe limitarse a esperar a que el capitalismo muera con un diagnóstico clínico de contradicción galopante.
Sin embargo, esta lectura de Marx no aquilata lo suficiente los dos últimos capítulos de la Sección 7ª del Libro I de El Capital (el único Libro que fue íntegramente escrito, revisado y publicado por el propio Marx). Estos capítulos tienen algo de sorprendente: después de todo el esfuerzo teórico realizado, Marx se embarca en un curioso (y exhaustivo) análisis de la descomposición del sistema feudal en la Inglaterra del s. XVI y de la situación en las colonias. Tras las lecciones de Filosofía, dos píldoras de Historia y Geografía. Sin embargo, en la lectura de El Capital que hacen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre, estos dos capítulos son trascendentales porque elucidan “el secreto más profundo del sistema capitalista” (El orden de El Capital, pág. 315 y ss), y resuelven, sin recurrir a procedimientos dialécticos hegelianos, la aparente aporía del razonamiento marxista. Ese secreto tan íntimo del capitalismo, eso que pretende ocultar siempre, eso que debe velarse para que la rueda siga girando, solo puede estar escondido donde ya se ha impuesto el capitalismo como sistema productivo (en Inglaterra). Sin embargo, donde aun se está imponiendo el capital (en las colonias), el secreto queda en evidencia. Para ilustrarlo, Marx relata la trágica historia del Sr. Peel, que tiene bastantes cosas que decirnos. El Sr. Peel era un avezado empresario inglés que, para abaratar costes, decidió llevar su industria al río Swan (Nueva Holanda): se llevó de Inglaterra los medios de producción, y con ellos, también a 3000 personas procedentes de la clase obrera: hombres, mujeres y niños. Cuál es la sorpresa del Sr. Peel cuando, un tiempo después de asentarse, se le notifica... ¡que no queda ni un solo obrero! Marx ironiza: “¡Pobre señor Peel, que todo lo había previsto, menos la exportación de las relaciones de producción inglesas al río Swan!”. El Sr. Peel, que tan bien había hecho el equipaje, olvidó llevarse, sin embargo, el capitalismo... Porque, en efecto, los obreros del Sr. Peel, según desembarcaron, vieron ante sí un continente lo suficientemente vasto como para que existiesen tierras vírgenes donde asentarse libremente. Pudiendo ser un campesino independiente, pudiendo hacerse dueños de medios de producción que les permitiese concurrir al mercado, ahora sí, como propietarios de los productos elaborados con su propio trabajo, ¿quién necesita al Sr. Peel? Colonizaron territorios, se hicieron agricultores o ganaderos, y en algunos casos, hasta compitieron con los colegas del Sr. Peel. ¡Qué atrocidad!
Evidentemente, los capitalistas ingleses elevaron sus quejas al Parlamento inglés. Si el capitalismo era el producto de la Razón y la Libertad, ¿por qué no funcionaba en las colonias? Y el Parlamento inglés, de forma inesperada (e inusitada), se hizo la pregunta adecuada: ¿qué es el capitalismo? ¿Cuáles son las condiciones que lo hacen posible? La respuesta era evidente: el secreto oculto del capitalismo, eso que le permite operar sin tambalearse con arreglo a las leyes mercantiles de libertad, igualdad y propiedad (sobre los productos del trabajo propio), y aun así, obtener el beneficio capitalista, no es más que la existencia de una clase social mayoritaria expropiada de sus condiciones de subsistencia, una clase social que, por carecer de medios de producción propios, solo puedan concurrir al mercado con un producto: su fuerza de trabajo. Y al adquirir la fuerza de trabajo del obrero, lo que realmente adquiere el empresario no es más que el derecho de propiedad sobre los productos que el trabajador elabore con ella. Pero para crear ese ejército de trabajadores expropiados necesario para engrasar las poleas del sistema, no era suficiente con enviar a unos cuantos profesores de economía para que explicasen a los rebeldes que asumir libremente la condición de trabajador era lo mejor para todos, no. Ningún ser humano se convertiría en esclavo pudiendo ser libre. Entonces llegaron los ejércitos. Dice Marx: “La historia de esta expropiación de los trabajadores ha sido grabada en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego”. En efecto, lo que nos enseña la Historia es que el capitalismo solamente se ha podido imponer por la fuerza, y que si, por el contrario, se deja a los seres humanos en libertad, se organizan siempre de otra forma. En efecto, lo que se revelaba en las colonias de forma más evidente, estos es, la expropiación como condición de desarrollo del capital, había ocurrido ya en la Inglaterra del s. XVI, con la descomposición del sistema feudal, el cercamiento de tierras, la expropiación de las tribus celtas en las Highlands... Por eso, un obrero que se negaba a trabajar por un salario en Inglaterra, era un obrero en paro. Pero en las colonias, donde aun no se habían secuestrado los medios de producción, todavía era posible ocupar unas tierras y vivir como un hombre libre.
Esta parábola, y otras tantas que Marx relata, deja en evidencia el mito fundacional del capitalismo: que hay personas ricas porque, en su día, sus antepasados trabajaron más que los del resto. Esa historia, como mucho, da para convertirse en una versión mediocre de la fábula de la cigarra y la hormiga. Lo que de verdad constituye el germen del capitalismo, su estructura o consistencia última, es la existencia de una masa de seres humanos expropiados de sus condiciones de vida, que solo pueden acudir al mercado a vender su propio pellejo, enajenando así tanto su fuerza de trabajo, como el derecho a reclamar la propiedad sobre los productos que elaboren con su esfuerzo. La extensión del capitalismo no se produjo, por lo tanto, utilizando la Razón como vehículo, sino empleando tanques y buques de guerra. Los sucesos históricos posteriores a Marx no hacen sino avalar esta interpretación; solo por poner unos ejemplos de los últimos años: Chile 1973, China 1989, Rusia 1993, Venezuela 2002 (intento fracasado), Haiti 2004, Bolivia 2008 (intento fracasado), Honduras 2010, Ecuador 2010 (intento fracasado)…
Ahora bien, en los tiempos que corren, con el mito fabuloso del origen de las desigualdades sociales elevado a la categoría de prejuicio popular, no siempre es necesario usar la fuerza bruta para imponer las estructuras necesarias para la reproducción del sistema. Además, el capital ha encontrado en los Estados un aliado poderoso, no solo por la capacidad para utilizar la fuerza cuando sea necesario, sino por el carácter irresistible y legítimo de la misma. Recordemos una vez más, a riesgo de ser demasiado insistente, que la condición que permite al capitalismo instituirse en un sistema inspirado por la libertad, igualdad y propiedad, y aun así producir sistémicamente el enriquecimiento de unos pocos, es que exista ese ejército de trabajadores expropiados... y que no haya para ellos otra alternativa que vender su propio pellejo en el mercado laboral. La historia del Sr. Peel se ha revelado, sin duda, de lo más instructiva...
Pues he aquí una paradoja: ese aliado tan importante que es el Estado emplea a varios millones de personas que no temen ser despedidos, que tienen unas condiciones de vida aseguradas al margen de la situación del mercado y de los resultados de los libros de contabilidad de las empresas; personas que no son, en definitiva, trabajadores que solo pueden vender su fuerza de trabajo. ¡Qué fatalidad para el capital, ya no hace falta viajar al Nuevo Mundo para huir del mercado de trabajo! Porque lo que sostenemos aquí no es más que esto: que la función pública es terriblemente incómoda para el buen funcionamiento del capitalismo, ya que permite, aunque sea por la vía individual de la oposición, alcanzar una condición de independencia civil, esto es, unos medios de vida suficientes que no dependan de la coyuntura del mercado, de las necesidades de la economía global o los caprichos del empresario. La misma existencia de la función pública constituye un obstáculo para el mercado de trabajo, pues es la válvula de escape de una parte de la población, pero también, porque constituye una esperanza. Evidentemente, todo el que tenga una familia lo suficientemente rica como para mantenerle durante los años de la oposición suele preferir la tranquilidad y sosiego de un empleo público a someterse a la condición casi esclava del trabajador. Es vital, por ello, la política de desprestigio de la función pública, que los trabajadores no envidien al funcionario, sino que lo odien y le culpen de sus condiciones de trabajo. En definitiva, que pidan laboralizar a los funcionarios, no vaya a ser que se les ocurra pedir que funcionaricen a los trabajadores... La Presidenta de la Comunidad de Madrid es, en estas lides, toda una maestra (qué ironía tan cruel). Solo hace falta repetir machaconamente que los profesores van a trabajar 20 horas a la semana, para generar la sensación de que las protestas educativas tienen que ver solo con la ampliación de dos horas de la jornada laboral, y no con el hecho de que la Comunidad de Madrid destine solo el 3% de su PIB a la educación (podemos dar gracias por no vivir en la República Dominicana, país que destina el… 2,5% de su PIB a la educación), que en el contexto de crisis han optado por reducir 230 millones adicionales de la educación, que se va a despedir a 3000 docentes, que los alumnos abarrotan las aulas, que la última escuela infantil pública en Madrid se acabó de construir en 1995… En definitiva, de lo que se trata es de hacer ver a la mayoría asalariada que el funcionario trabaja demasiado poco, e insinuar que si trabajara un poco más, las cosas irían mejor para todos. Lo cual, a su vez, se contradice con las políticas de recorte del empleo público, porque, o hace falta más trabajo en el Sector Público, y entonces será bueno tanto trabajar más horas, como que sean más productivas y que haya más funcionarios en servicio activo, o no hace falta que se trabaje más en el Sector Público, y entonces ninguna de esas medidas será necesaria. Lo que carece de toda justificación es que se diga que es necesario que los funcionarios trabajen más para levantar el país, pero también que hay demasiados funcionarios como para que haya trabajo suficiente para todos.
También resulta trascendental minimizar el efecto de atracción que ejerce el empleo público. Se estima que, desde 1982 hasta 2007, los funcionarios públicos han perdido un poder adquisitivo del 42%. Este dato no tiene en cuenta la reducción del 5% ni la reciente congelación de salarios. Hay que ser tonto para querer ser funcionario cuando gana más un fontanero o un electricista... en tiempos de bonanza económica. En tiempos de crisis, cuando los que pueden se refugian en las oposiciones, hay que mandar el mensaje adecuado: recorte de la Oferta de Empleo Público. El Gobierno acordó en 2010 la fórmula 10 por 1, es decir, que por cada 10 funcionarios que se jubilen, se incorpore solo un nuevo empleado público. ¿Realmente es posible que la Administración gestione con solo un 10% de su actual volumen? Además, la reciente crisis económica ha destapado las enormes dosis de ingenio de las que son depositarios los que organizan el tinglado, llegando a adoptar medidas tan expeditivas como reducir el número de horas al día en los que los tribunales de oposición corrigen los exámenes. Así, tenemos entretenidos a unos cuantos con un procedimiento que se eterniza, no hay que convocar plazas el año siguiente pero nadie puede decir que no haya empleo público... ¡Ah, dulce libertad! Elegid, ciudadanos, entre susto o muerte.
Evidentemente, la combinación de menos plazas y procesos selectivos más espaciados supone una presión económica inasumible para la mayor parte de las familias. Si hay alguien que deba ingresar en el selecto club de los funcionarios de los Cuerpos más poderosos, que sean los hijos de las clases acomodadas. Hasta en familias tan felices como esa que constituyen el capital y el Estado hay desavenencias, desacuerdos y enfados fraternales, así que no vaya a ser que algún día los mercados tengan que lidiar con un Estado cuyos funcionarios sean anticapitalistas, o peor aun… ¡comunistas!
La política de función pública es, en resumen, la historia de cómo acotar ese espacio que queda al margen del mercado de trabajo, de manera subrepticia y traicionera, con nocturnidad, alevosía y una originalidad que, admitámoslo, es bastante desconcertante. Es importante que no haya esperanza, que no queden ni los restos de cualquier posible alternativa a la condición de trabajador, que no haya dudas de que está todo bien atado. Los mercados, sensibles y agradecidos como son, lo saludarán con una subida en las Bolsas.


Juan

1 comentario:

  1. Brillante artículo. ¡Gracias, Juan! Cuando vuelva a las tierras del Reino recuérdame que nos sentemos a hablar de mis debates con el discurso indígena de la expropiación de la Tierra... al mundo se le ha olvidado que en "occidente" ni siquiera sabemos cuándo perdimos el acceso a los recursos y la propiedad de lo que producimos con nuestra fuerza de trabajo. Hace tanto que se nos ha olvidado.
    Siento una gran envidia de la gente de aquí, que aún mantiene un fuerte vínculo espiritual con la Tierra. Pero no veas cómo duele que un pueblo expropiado acuse a otro pueblo expropiado de ser causante de su sufrimiento. A voces intento recordar que fuimos esclavizados y esclavizadas por el mismo Rey y sus acólitos. Que nos vaya mejor ahora, desde anteayer, es producto de una pequeña modificación del sistema capitalista para no desmantelarse tras la Segunda Guerra Mundial... y, como estamos viendo, no era más que una medida temporal que está dejando de considerarse necesaria.

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