lunes, 26 de septiembre de 2011

El bosque

Hubo una vez un bosque. En él vivían distintos animales, insectos y vegetales.

Pero una buena mañana estalló un incendio. Comenzó en el noroeste del bosque, a plena luz del día. Una botella de vidrio que en su momento contuvo un refresco mundialmente conocido, acumuló sin quererlo los rayos del sol para proyectarlos en un único punto, justo al lado de un hormiguero donde reposaban tranquilamente unas hojas muertas. Más rápido de lo que cabría esperar, el fuego se propagó. Hacía calor. El viento no ayudó: alimentaba las llamaradas y les daba piernas para correr y alas para saltar de un lado a otro.

Los vegetales, inmóviles y mudos, asumieron rápido su fatal destino. Sólo un par de árboles lloraron mientras las llamas se acercaban. Los insectos voladores se echaron al aire pensando que unos cuantos metros más allá estarían a salvo. Muchos dejaron atrás sus larvas. Los animales huían en estampida: los grandes pisoteaban a los pequeños; los lentos quedaban atrás y eran devorados por el incendio; los enfermos y los heridos eran abandonados a su suerte; algún carnívoro aprovechó la ocasión, pero sería la última vez: a veces la autodestrucción acelerada se disfraza de buenas oportunidades .

Ya era de noche. Más de la mitad del bosque era pasto de las llamas y ardía como en un castigo bíblico o era ya tierra quemada y humeante, negra como el carbón, inhabitable. Los supervivientes se iban acumulando. Animales, insectos y vegetales estaban cada vez más desesperados. Mientras trataban de escapar los lobos enseñaban los colmillos, las avispas sus aguijones, las rosas sus espinas... pero el fuego no paraba.

Desde lo alto del árbol más alto que quedaba en el bosque, un solitario búho observaba la escena sobrecogido. El fuego no dejaba nada a su paso. El sonido del pánico era ensordecedor, como las voces de cientos de miles de niños y niñas gritando al unísono.

De repente, algo atrajo la atención del búho. Al principio no sabía qué era exactamente, pero con esos grandes ojos no tardó en definir el objeto de su curiosidad: un pequeño pajarillo, probablemente un colibrí, avanzaba en dirección contraria al resto de animales, directo hacia las llamas. ¿Qué estaría haciendo? El búho se fijó en los movimientos del pajarillo: primero se acercó todo lo que pudo al incendio y una vez allí, tan próximo al fuego que parecía que iba a arder en el aire, abrió su pequeño pico dejando escapar una gotita de agua. Después se alejó. Pero no huía. El colibrí se acercó a toda velocidad a un pequeño arroyo, se lanzó en picado y, volando a ras del agua, agarró otra gotita con su pico.

Y vuelta a empezar: con absoluta determinación el pequeño pájaro encaró de nuevo el incendio. El búho, ahora más intrigado que asustado, decidió interceptar al pajarito en uno de sus vaivenes.

- ¿Estás loco? - le preguntó - ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no huyes como todos los demás?

El pajarillo apenas tenía aliento. Estaba visiblemente agotado y casi no podía dejar de toser por la cantidad de humo que estaba inhalando, pero aún así alcanzó a decirle algo al búho:

- Sólo hago mi parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario