La calle está en silencio. Húmeda,
oscura, envuelve a los individuos que transitan por ella. No
obstante, una chispa basta: prende la mecha que la atraviesa y al
arder se hace visible. ¿Dónde acaba? No lo sabemos. ¿Por qué ha
prendido ahora? Sobran los motivos. El presente atrapa nuestros ojos,
solo vemos como la mecha se enciende, el fuego avanza, consumiéndola,
iluminando las calles, dejando tras de sí humo y ese olor a pólvora
quemada característico de los artefactos explosivos. Una tensa calma
atenaza las mentes, es la calma antes de la tormenta. Creíamos que
el capitalismo estaba aquí para quedarse, que lo había empapado
todo, pero hete aquí una sorpresa: aún queda pólvora, aún quedan
elementos explosivos que pueden tumbar la más depurada maquinaria de
dominación jamás concebida.
La mecha, una vez prendida,
difícilmente se puede detener. Por el centro de la calzada o
arrimada a una pared, esta cuerda retorcida arde en una sola
dirección, atravesando calles, avenidas y grandes alamedas. Hay
quien dice que vio cómo empezó a arder. No está claro, al igual
que su fin. Se pierde en la oscuridad, como si nos dijese: “una vez
empiezo a arder no hay vuelta atrás, no hay pausa, no acabaré
nunca”.
Lenta para algunos, demasiado rápida
para otros. Esperanza y amenaza, solución y problema. La mecha es
multitud organizada, es la lucha por la libertad, la igualdad, la
fraternidad, la justicia. La lucha es como un círculo, decía
Marcos, “empieza en cualquier punto y nunca termina”. ¿Qué
importa quién prendió el fuego? Es mejor saber a dónde vamos
aunque no sepamos cómo llegar que no saber a dónde vamos pero tener
muy claro el camino hacia ese interrogante. La mecha serpentea por
las calles porque busca un lugar. Ese lugar es la utopía.
La multitud se ha liberado del
flautista de Hamelin, no sigue sus pasos, no baila a su son, ya no le
convencen las elegantes fórmulas matemáticas de los economistas de
la élite. La multitud tiene clara una cosa: la utopía no es algo
que hayamos imaginado y cuya realización es imposible; tampoco se
trata del sueño americano que nunca se alcanza, toda esa serie de
deseos hedonistas que estamos obligados a realizar para ser alguien.
La utopía debe ser lo que necesariamente hemos pensado, lo que en
virtud de la necesidad hemos comprendido, el único camino que nos
han dejado. La luz y el calor del fuego permiten imaginar nuevos
mundos: la multitud ya no fantasea con el el fin de la historia o el
apocalipsis, ahora sueña el fin del capitalismo. El marco de
actuación actual impide encontrar una solución a nuestros
problemas. Este es el origen de la utopía que ha puesto en marcha el
movimiento, el fuego, el cambio: los titiriteros no nos han dado otra
opción. No existe otra posibilidad. O capitalismo o democracia. O la
ley del más fuerte, la guerra de todos contra todos, o tomar las
riendas de nuestro destino.
El cordón arde imparable. Del otro
lado, la estructura parece una fuerza inamovible. Tarde o temprano
los usurpadores de la calle se defenderán de sus legítimos dueños.
Los pueblos, sin embargo, ya no se dejarán vejar más, están
cansados de parar y retroceder, seguirán avanzando. La clave está,
pues, en que los titiriteros tratarán de cortar la mecha antes de
que alcance ese lugar llamado utopía, antes de que se reconozca como
único camino posible, antes de que explote. La propia violencia
estructural que provocó el fuego será la herramienta predilecta
para tratar de apagarlo. La multitud debe tener cuidado: si trata de
ponerse al nivel de la estructura habrá perdido la batalla de
antemano. La violencia estructural, incluida la física, está mucho
más aceptada, se asume como algo normal e inevitable, incluso justo.
Es un choque de legitimidades. Cuando la luz de la mecha no nos
ilumina somos susceptibles de caer una y otra vez en el abismo del
colapso moral que se nos propone: aceptamos el hambre, la pobreza, la
impunidad de los ricos, la brutalidad de los poderosos, pero no
aceptamos que alguien inutilice un cajero automático.
Sopla el viento, la cuerda inflamable
se retuerce, dobla otra esquina, lo cambia todo a su paso, arroja
luz, ofrece una perspectiva más transparente de la situación: el
cambio no puede ser pacífico porque los titiriteros no son
pacíficos. No hace falta que las dos partes enfrentadas sean
violentas para que estalle la violencia, basta con que lo sea una de
ellas. Ahora bien, la multitud no es una rata asustadiza: si se le
aplica la violencia no desaparece, sino que aprende, muta y resuelve.
Tendremos que aplicar la violencia revolucionaria para alcanzar la
utopía. Tendremos que eliminar empresarios, banqueros y agentes de
bolsa para que en su lugar nazcan ciudadanos y ciudadanas. No se
trata de aplicar violencia física sino de, violentamente, sin dar
opción, eliminar la estructura que convierte a unos pocos en jueces
y verdugos y al resto en desposeídos, la parte de ninguna parte.
La multitud ha comprendido que somos
responsables del mundo en el que vivimos. Pero ha entendido también
que esa responsabilidad no recae solo en el individuo. Nadie quiere
participar en un genocidio cuando compra un teléfono móvil, pero el
hecho es que para extraer el coltán que necesitan estos aparatos
para funcionar han muerto más de ocho millones de personas (cifras
de la ONU). La mecha, al consumirse, desprende saber en forma de
humo. Si lo respiramos rasca, pero entenderemos que no basta con dar
cuatro duros a un pobre, que no basta con rezar o confesarse, que no
podemos limpiar nuestra conciencia individual mientras toleramos
cualquier cosa siempre que pase lejos, donde no lo veamos y no nos
lleguen los gritos, donde otros se encarguen del trabajo sucio. La
multitud ha hecho visible con su incandescencia ese mal, ese pecado
estructural que nos convierte en asesinos por un lado mientras que
por el otro nos limpia la conciencia y nos colma de objetos inútiles
bañados en sangre. Y al andar, al avanzar, la multitud nos hace
cómplices a todas de la solución: hay que reventar la estructura,
desarrollar una nueva que garantice el fin del estado de naturaleza
hobbesiano que es la libertad del mercado, que ponga freno a la
locomotora antes de que se estrelle contra el muro.
Mechas, fuego, explosivos, violencia...
¿Terroristas? No, la multitud inspira terror, pero solo a quienes
temen perder sus privilegios. Vamos por buen camino.
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