domingo, 6 de mayo de 2012

Despertares


La calle está en silencio. Húmeda, oscura, envuelve a los individuos que transitan por ella. No obstante, una chispa basta: prende la mecha que la atraviesa y al arder se hace visible. ¿Dónde acaba? No lo sabemos. ¿Por qué ha prendido ahora? Sobran los motivos. El presente atrapa nuestros ojos, solo vemos como la mecha se enciende, el fuego avanza, consumiéndola, iluminando las calles, dejando tras de sí humo y ese olor a pólvora quemada característico de los artefactos explosivos. Una tensa calma atenaza las mentes, es la calma antes de la tormenta. Creíamos que el capitalismo estaba aquí para quedarse, que lo había empapado todo, pero hete aquí una sorpresa: aún queda pólvora, aún quedan elementos explosivos que pueden tumbar la más depurada maquinaria de dominación jamás concebida.

 La mecha, una vez prendida, difícilmente se puede detener. Por el centro de la calzada o arrimada a una pared, esta cuerda retorcida arde en una sola dirección, atravesando calles, avenidas y grandes alamedas. Hay quien dice que vio cómo empezó a arder. No está claro, al igual que su fin. Se pierde en la oscuridad, como si nos dijese: “una vez empiezo a arder no hay vuelta atrás, no hay pausa, no acabaré nunca”.




Lenta para algunos, demasiado rápida para otros. Esperanza y amenaza, solución y problema. La mecha es multitud organizada, es la lucha por la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia. La lucha es como un círculo, decía Marcos, “empieza en cualquier punto y nunca termina”. ¿Qué importa quién prendió el fuego? Es mejor saber a dónde vamos aunque no sepamos cómo llegar que no saber a dónde vamos pero tener muy claro el camino hacia ese interrogante. La mecha serpentea por las calles porque busca un lugar. Ese lugar es la utopía.

La multitud se ha liberado del flautista de Hamelin, no sigue sus pasos, no baila a su son, ya no le convencen las elegantes fórmulas matemáticas de los economistas de la élite. La multitud tiene clara una cosa: la utopía no es algo que hayamos imaginado y cuya realización es imposible; tampoco se trata del sueño americano que nunca se alcanza, toda esa serie de deseos hedonistas que estamos obligados a realizar para ser alguien. La utopía debe ser lo que necesariamente hemos pensado, lo que en virtud de la necesidad hemos comprendido, el único camino que nos han dejado. La luz y el calor del fuego permiten imaginar nuevos mundos: la multitud ya no fantasea con el el fin de la historia o el apocalipsis, ahora sueña el fin del capitalismo. El marco de actuación actual impide encontrar una solución a nuestros problemas. Este es el origen de la utopía que ha puesto en marcha el movimiento, el fuego, el cambio: los titiriteros no nos han dado otra opción. No existe otra posibilidad. O capitalismo o democracia. O la ley del más fuerte, la guerra de todos contra todos, o tomar las riendas de nuestro destino.


El cordón arde imparable. Del otro lado, la estructura parece una fuerza inamovible. Tarde o temprano los usurpadores de la calle se defenderán de sus legítimos dueños. Los pueblos, sin embargo, ya no se dejarán vejar más, están cansados de parar y retroceder, seguirán avanzando. La clave está, pues, en que los titiriteros tratarán de cortar la mecha antes de que alcance ese lugar llamado utopía, antes de que se reconozca como único camino posible, antes de que explote. La propia violencia estructural que provocó el fuego será la herramienta predilecta para tratar de apagarlo. La multitud debe tener cuidado: si trata de ponerse al nivel de la estructura habrá perdido la batalla de antemano. La violencia estructural, incluida la física, está mucho más aceptada, se asume como algo normal e inevitable, incluso justo. Es un choque de legitimidades. Cuando la luz de la mecha no nos ilumina somos susceptibles de caer una y otra vez en el abismo del colapso moral que se nos propone: aceptamos el hambre, la pobreza, la impunidad de los ricos, la brutalidad de los poderosos, pero no aceptamos que alguien inutilice un cajero automático.

Sopla el viento, la cuerda inflamable se retuerce, dobla otra esquina, lo cambia todo a su paso, arroja luz, ofrece una perspectiva más transparente de la situación: el cambio no puede ser pacífico porque los titiriteros no son pacíficos. No hace falta que las dos partes enfrentadas sean violentas para que estalle la violencia, basta con que lo sea una de ellas. Ahora bien, la multitud no es una rata asustadiza: si se le aplica la violencia no desaparece, sino que aprende, muta y resuelve. Tendremos que aplicar la violencia revolucionaria para alcanzar la utopía. Tendremos que eliminar empresarios, banqueros y agentes de bolsa para que en su lugar nazcan ciudadanos y ciudadanas. No se trata de aplicar violencia física sino de, violentamente, sin dar opción, eliminar la estructura que convierte a unos pocos en jueces y verdugos y al resto en desposeídos, la parte de ninguna parte.

La multitud ha comprendido que somos responsables del mundo en el que vivimos. Pero ha entendido también que esa responsabilidad no recae solo en el individuo. Nadie quiere participar en un genocidio cuando compra un teléfono móvil, pero el hecho es que para extraer el coltán que necesitan estos aparatos para funcionar han muerto más de ocho millones de personas (cifras de la ONU). La mecha, al consumirse, desprende saber en forma de humo. Si lo respiramos rasca, pero entenderemos que no basta con dar cuatro duros a un pobre, que no basta con rezar o confesarse, que no podemos limpiar nuestra conciencia individual mientras toleramos cualquier cosa siempre que pase lejos, donde no lo veamos y no nos lleguen los gritos, donde otros se encarguen del trabajo sucio. La multitud ha hecho visible con su incandescencia ese mal, ese pecado estructural que nos convierte en asesinos por un lado mientras que por el otro nos limpia la conciencia y nos colma de objetos inútiles bañados en sangre. Y al andar, al avanzar, la multitud nos hace cómplices a todas de la solución: hay que reventar la estructura, desarrollar una nueva que garantice el fin del estado de naturaleza hobbesiano que es la libertad del mercado, que ponga freno a la locomotora antes de que se estrelle contra el muro.




Mechas, fuego, explosivos, violencia... ¿Terroristas? No, la multitud inspira terror, pero solo a quienes temen perder sus privilegios. Vamos por buen camino.

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