Un
año después, volvemos a tomar las plazas. No las conquistamos ni
las privatizamos, sino que las liberamos: creamos espacios donde la
institucionalidad, los tiempos y las leyes del capital, sostenidas
gracias a los mitos, utopías y la “legitimidad” que otorga la
fuerza, no rigen. Esto, por supuesto, pone muy nerviosos a poderes
fácticos y públicos, que se esfuerzan una y otra vez por cercenar
todo lo que huela a movimiento no controlado, es decir, aquellos que
no están sometidos a la voluntad de partidos o sindicatos
caciquiles, cuyos líderes siempre parecen más preocupados por
negociar entre sí por encima de sus principios para no perder sus
privilegios de burocracia dominante, su condición de partido dentro
del partido o de sindicato dentro del sindicato.
Al
capitalismo solo le interesa aquello que se puede medir en valor
monetario. Ante asambleas que lo denuncian, reacciona como sabe: los
comerciantes, lejos de alegrarse de que miles de personas pasen horas
delante de sus tiendas, se preocupan, porque estas personas que
vienen a las asambleas no compran lo suficiente y por su culpa parece
ser que no viene gente exclusivamente a comprar (como si lo
impidiéramos, como si impresionásemos más que 1500 antidisturbios
armados hasta los dientes y ansiosos por “limpiar” la plaza), lo
que supone un pérdida de ingresos. Se nos dice que no podemos tomar
las calles porque no están para discutir, analizar y tomar
decisiones colectivas de forma democrática, sino que están como
soporte para los negocios privados de determinada gente. Una persona
es libre para ir por cualquier calle de escaparate en escaparate,
pero el sistema se tensa (y con él todos sus acólitos) si
recuperamos para las calles y las plazas un uso público que además
deja en evidencia la mascarada democrática: mientras el sistema se
refunda oligárquicamente (sin quitarse el disfraz de democracia),
ciudadanos y ciudadanas se empeñan en rescatar el sentido de la
palabra “democracia” y en poner
de manifiesto la imposibilidad de combinar un sistema
económico caníbal con esta vieja idea de que los pueblos deben
decidir su propio destino.
El
sistema económico actual se presenta, paradójicamente, como lo
único inevitable. Se puede arrasar bosques, junglas y reservas
naturales, se puede cortar
montañas o vaciarlas por dentro, se puede destruir ecosistemas
marinos para crear playas de fina arena, se puede contaminar ríos y
océanos para producir objetos inservibles y se puede
mandar a la muerte a millones de personas para que tengamos móviles
baratos que cambiar cada mes. Sin embargo, cuando nos juntamos y
llegamos colectivamente a la necesaria conclusión de que no es
posible continuar con un sistema económico, político y social que
no pone en el centro la vida, sino el beneficio, unos ejercen, otros
demandan y otros consienten la violencia policial para devolver las
aguas a su cauce. Es la profecía autocumplida: el capitalismo es
inevitable porque lo hacen inevitable... hasta que acabemos con él.
Sin
embargo, estas “pulgas y garrapatas” que día a día vuelven a
las plazas a aprender, discutir y enseñar, en lugar de atemorizarse
ante el enorme despliegue policial, en lugar de amilanarse ante la
altura y grosor del muro, busca las grietas y horadan en ellas.
Simbólica o directamente, sacan
a la luz la violencia que está detrás del conformismo, la presunta
tradición y ese supuesto orden natural caótico y caníbal,
hobbesiano en el peor de los sentidos.
En
las asambleas redescubrimos una y otra vez, desde infinidad de puntos
de vista, que la cigarra vive a costa de la hormiga.
Por mucho que trabaje la hormiga, por mucho que ahorre y por mucho
que acumule, en algún momento vendrá la cigarra, empoderada gracias
a una mano invisible que la
beneficia como por casualidad y que no es más que un cúmulo de
normas arbitrarias que se hacen pasar por leyes, para quitarle todo y
más a las hormigas. No contenta con ello, la cigarra querrá
explotar, no ya a las hormigas, sino todo sus sistema natural hasta
acabar con él. La cigarra tiene una mentalidad depredadora, hasta el
punto que no le importa
devorar mediante el consumo las propias condiciones que permiten la
vida en este planeta. Esta cigarra devora a sus hijas antes de que
nazcan.
Contaba
Zizek en una de las jornadas de Occupy Wall Street un chiste
soviético: un hombre era enviado a trabajar a Siberia y, consciente
de la censura a la que se iba a ver sometido, promete a sus amigos y
familiares que les escribirá utilizando un código capaz de evitar a
los censores: cuando escriba la verdad, la escribirá en azul; cuando
escriba mentiras, lo hará en rojo. Al cabo de un tiempo, sus
compañeros y compañeras recibieron la primera carta: estaba toda
ella escrita en azul y decía lo siguiente: “Queridos camaradas, mi
apartamento es de lujo, las tiendas están llenas, los horarios
laborales son más que adecuados, en los cines vemos los últimos
estrenos occidentales, etc. Lo único que no he podido encontrar es
tinta roja”.
Lamentablemente,
en Occidente nos encontramos en la misma situación que el
protagonista del chiste: desde que comienza el proceso de
socialización nos enseñan a expresar de mil formas las pocas
libertades de las que nos permiten disfrutar. Sin embargo, desde la
infancia se nos ha tratado de negar el lenguaje para expresar la
falta de libertad, para analizar críticamente la estructura
capitalista y sus efectos. Como dijo aquel,
los indicadores económicos de los que se valen los “expertos” de
la élite no nos permiten distinguir entre lo que nos acaricia y lo
que nos aplasta.
Pero
ni el Estado de Permiso, ni las grandes fortunas, ni las grandes
empresas han sido capaces de prever que sería la propia ciudadanía
la que, cansada de tanta mentira, de toda esa flacidez que solo se
solidifica en las porras y en el hambre, decidiría convertirse
colectivamente en la tinta roja, en el transmisor del lenguaje
necesario para poder expresar la falta de libertad que nos oprime y
nos condena. Eso son las asambleas: enormes tinteros rojos que
empapan a sus participantes y los devuelve a la sociedad con la
capacidad de denunciar las injusticias que la estructura señala como
inevitables y naturales.
Gracias
a todas las personas que asisten y participan en las asambleas, sea
bajo el sol, bajo la lluvia o bajo las porras: son ellas las que han
escrito esto, son ellas las que escribirán el futuro.
Firmado:
cualquiera.
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