¿Existe alguna relación entre el trato que le damos al medio ambiente y el cumplimiento o el incumplimiento de los Derechos Humanos? Para averiguarlo, primero debemos aprender a manejar cuatro o cinco conceptos para, después, ponerlos juntos y ver qué nos ofrecen.
El medio ambiente
comprende aquellas condiciones que posibilitan o imposibilitan la
existencia y el desarrollo de la vida (agua, temperatura, terreno
cultivable, tecnologías de producción, cultura, etc.). En la
actualidad sabemos que el ser humano (ese extraño
animal social y político) está incidiendo de forma negativa en las
condiciones que hacen que este planeta sea habitable. Mediante la
contaminación, la deforestación, la explotación de especies hasta
su extinción, la manipulación genética, etc., estamos cambiando el
medio ambiente hasta el punto de que peligra la existencia de miles
de especies, incluida la nuestra.
Ahora bien, ¿cómo podemos medir el
impacto que el ser humano ejerce sobre la naturaleza? ¿Cómo podemos
medir hasta qué punto lo que estamos haciendo, la forma en la que
vivimos, cambia las condiciones bajo las cuales se desarrolla la
vida? ¿Cómo podemos comprobar si el estilo de vida que seguimos es
válido para todo el mundo?
La huella ecológica
es un indicador ambiental que permite visualizar el impacto de una
sociedad humana sobre su entorno. Mide el área de tierra y mar
biológicamente productivos (cultivos, bosques, ecosistemas
acuáticos...) que se requieren para obtener los recursos materiales
que consume un individuo, población o actividad, y para absorber los
residuos generados por esos grupos o actividades. Se trata de uno de
los muchos indicadores que deberíamos manejar para regular nuestras
actividades (políticas, económicas, sociales...).
El concepto de
la huella ecológica se basa en tres principios básicos:
a) para
producir algo, lo que sea, hacen falta materiales y energía
b)
durante el ciclo de vida de cualquier producto se van generando
residuos, lo que significa que es necesario que exista algún sistema
natural capaz de reabsorberlos
c) la
especie humana ocupa espacios con sus infraestructuras (casas,
carreteras, etc.), lo que hace que disminuya la superficie de los
ecosistemas productivos.
El cálculo
de la huella ecológica se basa en la determinación de la
superficie necesaria para satisfacer las necesidades de consumo
asociados a la alimentación, por ejemplo (aunque también se puede
calcular en relación necesidades de bienes de consumo, de vivienda,
de servicios...). Así, si yo consumo 100 kg de verduras y el
rendimiento medio de los cultivos por una hectárea de tierra es de
1000 kg, podemos decir que mi huella ecológica para este caso es de
0,1 hectáreas (100/1000).
Pero en este
momento no nos interesa calcular nuestra propia huella ecológica
(eso lo podéis hacer en esta web: www.myfootprint.org), sino que
vamos a mirar más allá y vamos a tratar de calcular la huella
ecológica de distintos países y así poder hacer una estimación de
sostenibilidad global.
Para resumir,
diremos que un sistema sostenible es aquel que es capaz
de satisfacer las necesidades de la actual generación sin sacrificar
la capacidad de futuras generaciones para satisfacer sus propias
necesidades (por ejemplo: si talamos demasiada madera de un bosque
acabaremos por hacer desaparecer el bosque y ya nadie más podrá
obtener madera). Luego un sistema será sostenible cuando su
huella ecológica no supere la biocapacidad disponible para cada
habitante del planeta. El conjunto de los distintos sistemas será
sostenible cuando la superficie utilizada para producir los alimentos
y absorber los residuos generados en el proceso sea menor que la
superficie biológicamente productiva disponible en el planeta. De lo
contrario faltarán alimentos y no seríamos capaces de deshacernos
adecuadamente de los residuos, que se irían acumulando y ocupando
cada vez más tierras productivas hasta sepultarnos.
Ahora bien,
cuando hablamos de la necesidad de desarrollar un sistema sostenible
estamos hablando, inevitablemente, del deber ser y no del ser. En
efecto, el mundo de los hechos nos dice que la norma general no es
la sostenibilidad, sino todo lo contrario: cuando nos han faltado
hectáreas para satisfacer nuestro nivel de consumo no hemos reducido
este, sino que nos hemos lanzado a la búsqueda de otras hectáreas
por todo el mundo. Que el 20% de la población mundial consuma el 80%
de los recursos no es fruto de la naturaleza o el azar, sino
que es el resultado de cómo hemos estructurado el mundo, de cómo
hemos respondido ante el hecho de que los recursos son limitados,
finitos: colonialismo, imperialismo, saqueos, guerras de conquista,
mecanismos de dependencia económica...
Veamos la
siguiente gráfica:
El Índice de Desarrollo Humano
(IDH, lo que representa el eje vertical) está elaborado por las
Naciones Unidas y trata de medir las condiciones generales de vida de
la ciudadanía tomando como indicadores la esperanza de vida (acceso
a la salud), el grado de alfabetización (acceso a la educación) y
el PIB per cápita (riqueza de un país en relación a sus
habitantes). El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
considera que el IDH es “alto” cuando es igual o superior a 0,8 y
establece que, en caso contrario, estaríamos hablando de países que
no están “suficientemente desarrollados”. Este indicador es muy
importante porque nos dice en qué medida el resto de derechos son
papel mojado o realidades efectivas: de nada nos sirve la libertad de
expresión, por ejemplo, si estamos postrados en la cama porque no
hay hospitales, si no sabemos leer ni sumar, o si somos tan pobres
que dedicamos toda nuestra vida a buscar comida en contenedores. El
eje horizontal, basándose en el cálculo de la huella ecológica,
establece la cantidad
de planetas Tierra que
necesitaríamos si se generalizase el nivel de consumo de un país
dado, si todo el mundo viviese de la misma forma.
Por ejemplo: si
queremos generalizar (llevar a todos los países del mundo) el estilo
de vida y el sistema de Burundi, en términos de sostenibilidad nos
sobraría más de la mitad del planeta. Sin embargo, Burundi tiene un
IDH muy bajo, por lo que no parece que sea deseable. EE.UU, por otro
lado, tiene un IDH muy elevado, pero necesitaríamos más de cinco
planetas como el nuestro para que todo el mundo pudiese compartir su
estilo de vida y nivel de consumo, por lo que aunque su IDH sea
envidiable, no parece generalizable el precio que pagan (y que hacen
pagar) por ello.
El área
coloreada representa la franja de sostenibilidad, que incluye
un IDH alto (0,8 o superior) y una huella ecológica que no implica
la existencia de más de un planeta habitable si quisiésemos
generalizar su modo de vida. El único país que cumple los
requisitos de desarrollo humano y de sostenibilidad medioambiental es
Cuba, pero ¿qué significa todo esto? Hay que tener cuidado, porque
si nos quedamos aquí, si nos quedamos en lo visual y no
reflexionamos, no nos hablará la imagen de la gráfica (las imágenes
no hablan, hay que hablarlas), sino que lo harán nuestros prejuicios
más irreflexivos, aquellos que hemos interiorizado sin pensar. Es
necesario, pues, reflexionar sobre el significado de esta gráfica.
Es
evidente que lograr un
IDH alto es un objetivo deseable,
nadie puede preferir el hambre, la ignorancia y la enfermedad para
otra parte del mundo. Ahora bien, en la gráfica podemos comprobar
que muchos países han logrado un elevado IDH a costa de consumir tal
cantidad de recursos que resulta materialmente
imposible que el resto de los países puedan reclamar el mismo
derecho (ni mucho menos). ¿Pueden los estadounidenses, los ingleses
o los australianos querer realmente que su modelo se convierta en una
pauta a imitar? Evidentemente no. EE.UU., por ejemplo, defiende con
uñas y dientes “the american way of life”, basada en un consumo
desenfrenado, pero de ningún modo pueden pretender que el resto de
países consuman al mismo nivel y a la misma velocidad. ¿Podemos,
por tanto, reclamar el derecho como europeos, norteamericanos o
australianos, a vivir indefinidamente por encima del resto del mundo?
Imaginemos el
caso de un asesino. La película “La soga”, de Alfred
Hitchcock, nos ofrece un ejemplo maravilloso: una pareja de amigos
deciden que, puesto que se consideran intelectualmente superiores,
tienen el privilegio de asesinar a las personas inferiores. Podemos
decir muchas cosas sobre esto, pero lo que más nos interesa ahora es
que por muy inmorales, idiotas y sádicos que sean, esta pareja de
asesinos tiene muy clara una cosa: solo ellos deben comportarse de
esa forma, es decir, como asesinos. Es absolutamente lógico: ni
el peor y más tonto de los asesinos pretende que el resto de la
humanidad se comporte de la misma manera. ¿Por qué? Porque ni el
más tonto de los asesinos quiere dejar de ser verdugo, basta con dos
dedos de frente para, desde el lugar del asesino, comprender que el
“privilegio” de ser asesino reside, precisamente, en que nadie
más se comporte de la misma manera, porque si todo el mundo pensase
y actuase igual que los asesinos, ¿qué garantizaría que al pasar
la esquina sigas siendo verdugo y no pases a ser víctima de alguien
que piensa igual? Solo el asesino puede comportarse como asesino, su
forma de actuar no es generalizable y es el propio asesino el
primero que se da cuenta de ello. Ahora bien, gracias al progreso de
la razón ya no nos vale con el peso de los hechos,
necesitamos justificar de alguna manera que suceda esto o lo otro,
por eso los asesinos de “La soga” desarrollan toda una teoría
sobre gente superior e inferior que justifica su modo de proceder y
les blinda del peligro que supondría que otra gente les imite: el
asesinato es el privilegio de unos pocos seres
intelectualmente superiores.
Mutatis
mutandis, imaginemos a un político europeo diciéndole a políticos
africanos algo así como “entienda usted que para que nosotros los
blancos podamos ser gordos, ustedes los negros tienen que pasar
hambre”. Este tipo de argumentaciones no solo es intolerable desde
el punto de vista de los más perjudicados, es intolerable bajo
cualquier punto de vista. O, dicho de otra forma, es intolerable
desde el punto de vista de cualquiera (de cualquier otro). Porque lo
que nos dice que es intolerable es la Razón y no nuestro interés
particular como africanos, asiáticos o europeos. Y eso de razonar
solo se puede hacer desde un lugar en el que uno se trate a sí mismo
no como blanco o como negro, no como hombre o mujer, no como alto o
bajo, madrileño o espartano, etc., sino que, por el contrario, se
trate a sí mismo como uno cualquiera, es decir, independientemente
de nuestras particularidades (color de piel, sexo, lugar de
nacimiento, edad...) e intereses personales (quiero este móvil, este
maquillaje, esta ropa...). Es el mismo lugar del que habla la
Declaración de los Derechos Humanos (Artículo 2):
Toda
persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta
Declaración, sin distinción
alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o
de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición.
[...]
Y es desde ese
lugar de cualquier otro desde donde podemos decir que el mundo, tal y
como está estructurado hoy, resulta intolerable. Por eso, los que se
benefician del actual estado de cosas invierten ingentes cantidades
de dinero, recursos y personas en ocultar una terrible verdad: que
los países pobres están siendo expoliados por los países ricos y
que no existe eso que llaman “países en vías de desarrollo”.
No pueden existir ya que, como vemos, se trata de un desarrollo que
es materialmente imposible de universalizar: para que Burundi se
ponga a la misma altura que EE.UU., puesto que contamos con solo un
planeta y sus recursos son limitados, sería necesario que EE.UU. se
pusiese a la altura de Burundi. El límite material del planeta
así lo exige: para que exista un país como EE.UU., es absolutamente
imprescindible que existan varios Burundi. Es decir, que el concepto
de “país en vías de desarrollo” no es más que una ficción de
quien ha alcanzado un posición privilegiada y quiere mantenerla: es
como si Europa o EE.UU. le dijese al resto del mundo “vosotros
avanzad que ya llegaréis donde estoy yo” sabiendo que es
imposible, que es un camino que no tiene final, un sendero por el que
no paras de avanzar pero sin llegar nunca a la meta. La única manera
de justificar esta situación (que existan una Europa y un
EE.UU. con ese nivel de consumo, con ese estilo de vida), es, por
tanto, defender que los “países desarrollados” tenemos algún
tipo de “derecho” (más bien privilegio) sobre el resto del
mundo, ya sea divino, racial o histórico (destino manifiesto,
superioridad de la raza aria, elegidos por Dios...).
Por otra parte,
resulta muy significativo que el único país del mundo que
tiene un desarrollo aceptable en términos humanitarios y
medioambientales y, por tanto, universalizable, no sea un país
capitalista. No es casualidad: es uno de los pocos lugares del mundo
donde las decisiones se toman desde la política, no se regalan al
hambre insaciable de la economía. Cuba tiene la capacidad de decidir
ser un país con un sistema sostenible y de alto desarrollo humano
porque lo común (la política) prima sobre lo privado (la economía),
cosa que no ocurre con las sociedades del mal llamado primer mundo,
totalmente sometidas a las leyes del mercado, es decir, a las leyes
del interés particular y el beneficio a toda costa. Pensemos, por
ejemplo, en la necesidad que tiene nuestra economía de producir más
coches: cada mañana, en el atasco, envueltos en nubes de dióxido de
carbono, escuchamos en la radio que es una buena noticia que se
vendan más coches. Es decir, lo que en términos humanos y
medioambientales es un problema, para la economía (y la política)
de nuestro país es una solución: producir más implica más trabajo
y más dinero.
Por tanto, ¿qué
lecciones nos aporta el caso cubano? ¿Qué podemos extraer y
aprender de la anomalía que representan respecto al normal
funcionamiento del mundo? La primera ya la hemos mencionado: si
gobierna el interés particular sobre el interés general no hay
nada que hacer, siempre habrá alguien interesado en obtener mayores
beneficios aunque sea obligando a otras poblaciones a pagar el precio
del hambre. La ONU estima que con los recursos, terrenos y técnicas
actuales podríamos dar de comer al doble de la población mundial.
Sin embargo, mientras, aproximadamente un tercio de la población
pasa hambre y muere por inanición o por las enfermedades derivadas
de una mala alimentación. Dicho de otra forma: mientras en España
lanzamos al mar tomates, lechugas y naranjas para que suban los
precios de estos productos, unos pocos kilómetros al sur el hambre
adopta la forma de una epidemia.
Pero el caso
cubano nos dice más: no se trata de una cuestión de recursos.
Ser sostenibles no es más caro (o no debería serlo), ni es una
opción que solo los países “desarrollados” pueden elegir. No
nos interesa ahora el debate de si Cuba es comunista o socialista,
estatalista, estalinista o anti-imperialista, lo que nos interesa es
que, sea lo que sea en el fondo, es un país pobre que ha atravesado
dos durísimos procesos de colonización: primero el español y luego
el estadounidense. Es un país que, al alejarse de las leyes del
mercado capitalista, sufre enormes dificultades para obtener recursos
del exterior porque su moneda no vale nada fuera, todo les sale muy
caro. Si a esto le sumamos el bloqueo ilegal que practica EE.UU.
sobre la isla, tendremos que reconocer que Cuba no ha llegado a donde
está por disponer de todas las facilidades en lo que a recursos se
refiere, al contrario. La lección que tenemos que extraer es que ser
sostenible no es el privilegio de los que tienen mucho, sino el deber
de todos: no es una cuestión de recursos sino de voluntad
política. La clave, nos dice Cuba, está en decidir ser sostenibles
y no en si se puede o no. Podemos hacerlo, podemos combinar un
elevado IDH con el respeto al medio ambiente y al resto de seres
humanos. Cuba está gritando “¡sí se puede!” y, al hacerlo,
está descubriendo nuestras vergüenzas. Si ser sostenibles fuese
imposible no habría nada más que pensar, pero si podemos hacerlo
entones debemos hacerlo. Deja de ser una opción como otra
cualquiera y se convierte en un imperativo que hay que cumplir:
debemos, tenemos que desarrollar un estilo de vida sostenible.
Aquí conviene
quizá abrir un paréntesis para evitar malentendidos: de ninguna
manera se está apuntando que el comunismo o el socialismo son, per
se, la solución a este problema. Al respecto no hay más que
recordar las grandes barbaridades humanitarias y ecológicas que
cometió la URSS. La clave, por tanto, no es el comunismo, sino que
la política, el reino de lo común, lo que nos afecta a todos y
todas, gobierne sobre la economía, el imperio de los intereses
particulares. Ahora bien, esto no es suficiente, hace falta algo
más...
Hoy en día en
Cuba tienen un sistema político en el cual el poder ejecutivo ha
absorbido demasiado poder. De una forma o de otra, es capaz de
decidir muchas cosas al margen de la voluntad de la
mayoría de los cubanos. Por eso podemos decir que el sistema político-económico
cubano tiene algo que enseñarnos, pero no estamos hablando de
un modelo a imitar: basta que el gobierno cubano decida comenzar
a ser insostenible para que Cuba deje de ser sostenible sin que los
ciudadanos puedan evitarlo. Por eso resulta de vital importancia no
solo poner en sus sitio intereses generales e intereses particulares,
sino garantizar que la decisión final sobre estas cuestiones depende
de la propia población y no de la voluntad de un gobierno. Es decir, la solución no puede ir al margen
de la democracia.
La ONU estima
que han muerto entre 6 y 8 millones de personas para extraer el
coltán que necesitan nuestros móviles y ordenadores para funcionar.
La consecuencia directa de esto es que cada vez que compramos un
móvil o un ordenador, nos obligan a participar en un genocidio. Sin
embargo, la totalidad de las personas a las que se les pregunta al
respecto niegan que tengan ningún interés en participar en una
masacre para tener un móvil nuevo. Es más, la respuesta es siempre
la opuesta: “si pudiese haría lo contrario, evitar que se
produzcan masacres para que yo tenga un móvil”. Por eso es
absolutamente necesaria la democracia, no solo a nivel político,
también a nivel económico: necesitamos disponer de la capacidad
para decir “no” a las empresas y gobiernos que se lucran con la
muerte de los seres humanos. La democracia nos hace responsables
de nuestros actos y nadie en el mundo quiere ser el responsable
de una masacre: si decidimos nosotros y nosotras, la ciudadanía, las
probabilidades de que estos casos se repitan son prácticamente
nulas.
Pero entonces,
¿qué podemos hacer? Porque aunque consiguiésemos que nuestro país
respetase el medio ambiente sin por ello dejar caer el IDH, ¿quién
nos garantizaría que los demás harán lo mismo? Si Cuba continúa
siendo el único país que cumple con el criterio de sostenibilidad,
¿acaso no sufrirá exactamente las mismas calamidades que si no lo
estuviese cumpliendo? Puesto que la naturaleza y las condiciones que
permiten la vida son cuestiones globales, resulta evidente que la
respuesta debe ser también de carácter global. Es decir,
necesitaríamos algún tipo de organización política internacional
que sea capaz de imponer (porque algunos no querrán aceptarlo)
normas de comportamiento racionales, de obligado cumplimiento para
todos los países, y que se encargue de sancionar a los infractores.
Porque es evidente que si nosotros consiguiésemos el desarrollo
sostenible pero el resto de países se negase a perseguirlo, tarde o
temprano tendríamos que enfrentarnos igual al deterioro
medioambiental.
Ciertamente, ya
existe una organización similar a lo descrito, pero con unas
deficiencias importantísimas, fundamentales. La Organización de
Naciones Unidas (ONU) pretende ser esa organización política
internacional capaz de agrupar a los distintos países del mundo para
consensuar decisiones. Sin embargo, la ONU no tiene capacidad para
sancionar a ningún país por desobedecer alguno de sus mandatos,
mucho menos obligar a hacer nada. Es decir, la ONU no tiene poder
coactivo: siempre que alguien desobedece, necesita que algún
país concreto se encargue de hacer efectiva su decisión,
normalmente alguna de las superpotencias y sus aliados, por lo que
depende de la voluntad de estas y no de la ONU que se cumpla el
derecho internacional.
La otra cuestión
fundamental, el otro motivo por el cual la ONU no está logrando ser
parte de la solución, es por su modo de funcionar, por como están
estructuradas las instancias donde se toman las decisiones,
especialmente dos (las más importantes): la Asamblea General y el
Consejo de Seguridad. La Asamblea General de la ONU es el
lugar donde se reúnen los representantes de los distintos países
pertenecientes a la organización. Cada país tiene un voto. Ahora
bien, las decisiones que toma la Asamblea General no son vinculantes
de ninguna manera: para el derecho internacional se trata de meras
declaraciones o recomendaciones, ruegos o sugerencias, no tiene
capacidad legislativa, ni ejecutiva, ni judicial. El órgano que toma
las decisiones en la ONU es el Consejo de Seguridad.
Teóricamente, todo lo que decida el Consejo de Seguridad (CS) debe
ser aceptado y cumplido por los países que pertenecen a la ONU. De
lo contrario, el CS tiene el derecho de tomar medidas para que sus
decisiones se cumplan (advertencias, sanciones económicas, incluso
autorizar el uso de la fuerza).
Ahora
bien, ¿quién forma parte del CS y bajo qué condiciones? Son 15 los
países miembros, pero solo 5 de ellos son miembros permanentes, los
10 restantes ocupan un puesto temporalmente (dos años). Los 5
miembros permanentes son China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido
y Rusia, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Hay más: los
cinco miembros permanentes, no los demás, tienen derecho
de veto, es decir, que
si a uno de esos cinco países no le gusta lo que va a decidir la
mayoría del CS, puede bloquear unilateralmente la decisión e
impedir que salga adelante. Esto significa que estos cinco países
pueden decidir si sale adelante una medida o no en función de sus
intereses, independientemente de que se trate de decisiones que
afectan a todo el globo.
¿Qué podemos
esperar, por tanto, si los miembros no permanentes del CS proponen
serias medidas (por ejemplo) contra la contaminación? Probablemente
alguno de los cinco permanentes (si no todos) usarían su derecho de
veto para impedir que esta medida se aprobase. De lo contrario
tendrían que replantearse todo su modo de vida y renunciar a sus
privilegios materiales.
En consecuencia,
si queremos solucionar este problema antes de que sea tarde vamos a
tener que cambiar por completo nuestros sistemas económicos y
políticos para someterlos al control ciudadano; también
tendremos que crear algún tipo de organización internacional
con capacidad para ponerle freno a la vorágine destructiva y
despilfarradora que es el sistema político-económico de hoy; y
tendremos que garantizar de alguna manera que esta nueva organización
responda ante la ciudadanía y no ante los gobiernos. Somos testigos
de cómo quienes manejan las riendas de la economía del máximo
beneficio tienen intereses distintos a los que tiene un ser humano
cualquiera, incluso contrarios, y también somos testigos de cómo la
clase política baila a su son por miedo a llevarles la contraria.
Tomemos, pues, las riendas de nuestro destino.
Podemos,
luego debemos.
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