domingo, 30 de marzo de 2014

Medio ambiente y Derechos Humanos


¿Existe alguna relación entre el trato que le damos al medio ambiente y el cumplimiento o el incumplimiento de los Derechos Humanos? Para averiguarlo, primero debemos aprender a manejar cuatro o cinco conceptos para, después, ponerlos juntos y ver qué nos ofrecen.

El medio ambiente comprende aquellas condiciones que posibilitan o imposibilitan la existencia y el desarrollo de la vida (agua, temperatura, terreno cultivable, tecnologías de producción, cultura, etc.). En la actualidad sabemos que el ser humano (ese extraño animal social y político) está incidiendo de forma negativa en las condiciones que hacen que este planeta sea habitable. Mediante la contaminación, la deforestación, la explotación de especies hasta su extinción, la manipulación genética, etc., estamos cambiando el medio ambiente hasta el punto de que peligra la existencia de miles de especies, incluida la nuestra.

Ahora bien, ¿cómo podemos medir el impacto que el ser humano ejerce sobre la naturaleza? ¿Cómo podemos medir hasta qué punto lo que estamos haciendo, la forma en la que vivimos, cambia las condiciones bajo las cuales se desarrolla la vida? ¿Cómo podemos comprobar si el estilo de vida que seguimos es válido para todo el mundo?

La huella ecológica es un indicador ambiental que permite visualizar el impacto de una sociedad humana sobre su entorno. Mide el área de tierra y mar biológicamente productivos (cultivos, bosques, ecosistemas acuáticos...) que se requieren para obtener los recursos materiales que consume un individuo, población o actividad, y para absorber los residuos generados por esos grupos o actividades. Se trata de uno de los muchos indicadores que deberíamos manejar para regular nuestras actividades (políticas, económicas, sociales...).

El concepto de la huella ecológica se basa en tres principios básicos:

a) para producir algo, lo que sea, hacen falta materiales y energía

b) durante el ciclo de vida de cualquier producto se van generando residuos, lo que significa que es necesario que exista algún sistema natural capaz de reabsorberlos

c) la especie humana ocupa espacios con sus infraestructuras (casas, carreteras, etc.), lo que hace que disminuya la superficie de los ecosistemas productivos.

El cálculo de la huella ecológica se basa en la determinación de la superficie necesaria para satisfacer las necesidades de consumo asociados a la alimentación, por ejemplo (aunque también se puede calcular en relación necesidades de bienes de consumo, de vivienda, de servicios...). Así, si yo consumo 100 kg de verduras y el rendimiento medio de los cultivos por una hectárea de tierra es de 1000 kg, podemos decir que mi huella ecológica para este caso es de 0,1 hectáreas (100/1000).

Pero en este momento no nos interesa calcular nuestra propia huella ecológica (eso lo podéis hacer en esta web: www.myfootprint.org), sino que vamos a mirar más allá y vamos a tratar de calcular la huella ecológica de distintos países y así poder hacer una estimación de sostenibilidad global.

Para resumir, diremos que un sistema sostenible es aquel que es capaz de satisfacer las necesidades de la actual generación sin sacrificar la capacidad de futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades (por ejemplo: si talamos demasiada madera de un bosque acabaremos por hacer desaparecer el bosque y ya nadie más podrá obtener madera). Luego un sistema será sostenible cuando su huella ecológica no supere la biocapacidad disponible para cada habitante del planeta. El conjunto de los distintos sistemas será sostenible cuando la superficie utilizada para producir los alimentos y absorber los residuos generados en el proceso sea menor que la superficie biológicamente productiva disponible en el planeta. De lo contrario faltarán alimentos y no seríamos capaces de deshacernos adecuadamente de los residuos, que se irían acumulando y ocupando cada vez más tierras productivas hasta sepultarnos.

Ahora bien, cuando hablamos de la necesidad de desarrollar un sistema sostenible estamos hablando, inevitablemente, del deber ser y no del ser. En efecto, el mundo de los hechos nos dice que la norma general no es la sostenibilidad, sino todo lo contrario: cuando nos han faltado hectáreas para satisfacer nuestro nivel de consumo no hemos reducido este, sino que nos hemos lanzado a la búsqueda de otras hectáreas por todo el mundo. Que el 20% de la población mundial consuma el 80% de los recursos no es fruto de la naturaleza o el azar, sino que es el resultado de cómo hemos estructurado el mundo, de cómo hemos respondido ante el hecho de que los recursos son limitados, finitos: colonialismo, imperialismo, saqueos, guerras de conquista, mecanismos de dependencia económica...


Veamos la siguiente gráfica:


El Índice de Desarrollo Humano (IDH, lo que representa el eje vertical) está elaborado por las Naciones Unidas y trata de medir las condiciones generales de vida de la ciudadanía tomando como indicadores la esperanza de vida (acceso a la salud), el grado de alfabetización (acceso a la educación) y el PIB per cápita (riqueza de un país en relación a sus habitantes). El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera que el IDH es “alto” cuando es igual o superior a 0,8 y establece que, en caso contrario, estaríamos hablando de países que no están “suficientemente desarrollados”. Este indicador es muy importante porque nos dice en qué medida el resto de derechos son papel mojado o realidades efectivas: de nada nos sirve la libertad de expresión, por ejemplo, si estamos postrados en la cama porque no hay hospitales, si no sabemos leer ni sumar, o si somos tan pobres que dedicamos toda nuestra vida a buscar comida en contenedores. El eje horizontal, basándose en el cálculo de la huella ecológica, establece la cantidad de planetas Tierra que necesitaríamos si se generalizase el nivel de consumo de un país dado, si todo el mundo viviese de la misma forma.

Por ejemplo: si queremos generalizar (llevar a todos los países del mundo) el estilo de vida y el sistema de Burundi, en términos de sostenibilidad nos sobraría más de la mitad del planeta. Sin embargo, Burundi tiene un IDH muy bajo, por lo que no parece que sea deseable. EE.UU, por otro lado, tiene un IDH muy elevado, pero necesitaríamos más de cinco planetas como el nuestro para que todo el mundo pudiese compartir su estilo de vida y nivel de consumo, por lo que aunque su IDH sea envidiable, no parece generalizable el precio que pagan (y que hacen pagar) por ello.

El área coloreada representa la franja de sostenibilidad, que incluye un IDH alto (0,8 o superior) y una huella ecológica que no implica la existencia de más de un planeta habitable si quisiésemos generalizar su modo de vida. El único país que cumple los requisitos de desarrollo humano y de sostenibilidad medioambiental es Cuba, pero ¿qué significa todo esto? Hay que tener cuidado, porque si nos quedamos aquí, si nos quedamos en lo visual y no reflexionamos, no nos hablará la imagen de la gráfica (las imágenes no hablan, hay que hablarlas), sino que lo harán nuestros prejuicios más irreflexivos, aquellos que hemos interiorizado sin pensar. Es necesario, pues, reflexionar sobre el significado de esta gráfica.

Es evidente que lograr un IDH alto es un objetivo deseable, nadie puede preferir el hambre, la ignorancia y la enfermedad para otra parte del mundo. Ahora bien, en la gráfica podemos comprobar que muchos países han logrado un elevado IDH a costa de consumir tal cantidad de recursos que resulta materialmente imposible que el resto de los países puedan reclamar el mismo derecho (ni mucho menos). ¿Pueden los estadounidenses, los ingleses o los australianos querer realmente que su modelo se convierta en una pauta a imitar? Evidentemente no. EE.UU., por ejemplo, defiende con uñas y dientes “the american way of life”, basada en un consumo desenfrenado, pero de ningún modo pueden pretender que el resto de países consuman al mismo nivel y a la misma velocidad. ¿Podemos, por tanto, reclamar el derecho como europeos, norteamericanos o australianos, a vivir indefinidamente por encima del resto del mundo?

Imaginemos el caso de un asesino. La película “La soga”, de Alfred Hitchcock, nos ofrece un ejemplo maravilloso: una pareja de amigos deciden que, puesto que se consideran intelectualmente superiores, tienen el privilegio de asesinar a las personas inferiores. Podemos decir muchas cosas sobre esto, pero lo que más nos interesa ahora es que por muy inmorales, idiotas y sádicos que sean, esta pareja de asesinos tiene muy clara una cosa: solo ellos deben comportarse de esa forma, es decir, como asesinos. Es absolutamente lógico: ni el peor y más tonto de los asesinos pretende que el resto de la humanidad se comporte de la misma manera. ¿Por qué? Porque ni el más tonto de los asesinos quiere dejar de ser verdugo, basta con dos dedos de frente para, desde el lugar del asesino, comprender que el “privilegio” de ser asesino reside, precisamente, en que nadie más se comporte de la misma manera, porque si todo el mundo pensase y actuase igual que los asesinos, ¿qué garantizaría que al pasar la esquina sigas siendo verdugo y no pases a ser víctima de alguien que piensa igual? Solo el asesino puede comportarse como asesino, su forma de actuar no es generalizable y es el propio asesino el primero que se da cuenta de ello. Ahora bien, gracias al progreso de la razón ya no nos vale con el peso de los hechos, necesitamos justificar de alguna manera que suceda esto o lo otro, por eso los asesinos de “La soga” desarrollan toda una teoría sobre gente superior e inferior que justifica su modo de proceder y les blinda del peligro que supondría que otra gente les imite: el asesinato es el privilegio de unos pocos seres intelectualmente superiores.

Mutatis mutandis, imaginemos a un político europeo diciéndole a políticos africanos algo así como “entienda usted que para que nosotros los blancos podamos ser gordos, ustedes los negros tienen que pasar hambre”. Este tipo de argumentaciones no solo es intolerable desde el punto de vista de los más perjudicados, es intolerable bajo cualquier punto de vista. O, dicho de otra forma, es intolerable desde el punto de vista de cualquiera (de cualquier otro). Porque lo que nos dice que es intolerable es la Razón y no nuestro interés particular como africanos, asiáticos o europeos. Y eso de razonar solo se puede hacer desde un lugar en el que uno se trate a sí mismo no como blanco o como negro, no como hombre o mujer, no como alto o bajo, madrileño o espartano, etc., sino que, por el contrario, se trate a sí mismo como uno cualquiera, es decir, independientemente de nuestras particularidades (color de piel, sexo, lugar de nacimiento, edad...) e intereses personales (quiero este móvil, este maquillaje, esta ropa...). Es el mismo lugar del que habla la Declaración de los Derechos Humanos (Artículo 2):

Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. [...]

Y es desde ese lugar de cualquier otro desde donde podemos decir que el mundo, tal y como está estructurado hoy, resulta intolerable. Por eso, los que se benefician del actual estado de cosas invierten ingentes cantidades de dinero, recursos y personas en ocultar una terrible verdad: que los países pobres están siendo expoliados por los países ricos y que no existe eso que llaman “países en vías de desarrollo”. No pueden existir ya que, como vemos, se trata de un desarrollo que es materialmente imposible de universalizar: para que Burundi se ponga a la misma altura que EE.UU., puesto que contamos con solo un planeta y sus recursos son limitados, sería necesario que EE.UU. se pusiese a la altura de Burundi. El límite material del planeta así lo exige: para que exista un país como EE.UU., es absolutamente imprescindible que existan varios Burundi. Es decir, que el concepto de “país en vías de desarrollo” no es más que una ficción de quien ha alcanzado un posición privilegiada y quiere mantenerla: es como si Europa o EE.UU. le dijese al resto del mundo “vosotros avanzad que ya llegaréis donde estoy yo” sabiendo que es imposible, que es un camino que no tiene final, un sendero por el que no paras de avanzar pero sin llegar nunca a la meta. La única manera de justificar esta situación (que existan una Europa y un EE.UU. con ese nivel de consumo, con ese estilo de vida), es, por tanto, defender que los “países desarrollados” tenemos algún tipo de “derecho” (más bien privilegio) sobre el resto del mundo, ya sea divino, racial o histórico (destino manifiesto, superioridad de la raza aria, elegidos por Dios...).

Por otra parte, resulta muy significativo que el único país del mundo que tiene un desarrollo aceptable en términos humanitarios y medioambientales y, por tanto, universalizable, no sea un país capitalista. No es casualidad: es uno de los pocos lugares del mundo donde las decisiones se toman desde la política, no se regalan al hambre insaciable de la economía. Cuba tiene la capacidad de decidir ser un país con un sistema sostenible y de alto desarrollo humano porque lo común (la política) prima sobre lo privado (la economía), cosa que no ocurre con las sociedades del mal llamado primer mundo, totalmente sometidas a las leyes del mercado, es decir, a las leyes del interés particular y el beneficio a toda costa. Pensemos, por ejemplo, en la necesidad que tiene nuestra economía de producir más coches: cada mañana, en el atasco, envueltos en nubes de dióxido de carbono, escuchamos en la radio que es una buena noticia que se vendan más coches. Es decir, lo que en términos humanos y medioambientales es un problema, para la economía (y la política) de nuestro país es una solución: producir más implica más trabajo y más dinero.

Por tanto, ¿qué lecciones nos aporta el caso cubano? ¿Qué podemos extraer y aprender de la anomalía que representan respecto al normal funcionamiento del mundo? La primera ya la hemos mencionado: si gobierna el interés particular sobre el interés general no hay nada que hacer, siempre habrá alguien interesado en obtener mayores beneficios aunque sea obligando a otras poblaciones a pagar el precio del hambre. La ONU estima que con los recursos, terrenos y técnicas actuales podríamos dar de comer al doble de la población mundial. Sin embargo, mientras, aproximadamente un tercio de la población pasa hambre y muere por inanición o por las enfermedades derivadas de una mala alimentación. Dicho de otra forma: mientras en España lanzamos al mar tomates, lechugas y naranjas para que suban los precios de estos productos, unos pocos kilómetros al sur el hambre adopta la forma de una epidemia.

Pero el caso cubano nos dice más: no se trata de una cuestión de recursos. Ser sostenibles no es más caro (o no debería serlo), ni es una opción que solo los países “desarrollados” pueden elegir. No nos interesa ahora el debate de si Cuba es comunista o socialista, estatalista, estalinista o anti-imperialista, lo que nos interesa es que, sea lo que sea en el fondo, es un país pobre que ha atravesado dos durísimos procesos de colonización: primero el español y luego el estadounidense. Es un país que, al alejarse de las leyes del mercado capitalista, sufre enormes dificultades para obtener recursos del exterior porque su moneda no vale nada fuera, todo les sale muy caro. Si a esto le sumamos el bloqueo ilegal que practica EE.UU. sobre la isla, tendremos que reconocer que Cuba no ha llegado a donde está por disponer de todas las facilidades en lo que a recursos se refiere, al contrario. La lección que tenemos que extraer es que ser sostenible no es el privilegio de los que tienen mucho, sino el deber de todos: no es una cuestión de recursos sino de voluntad política. La clave, nos dice Cuba, está en decidir ser sostenibles y no en si se puede o no. Podemos hacerlo, podemos combinar un elevado IDH con el respeto al medio ambiente y al resto de seres humanos. Cuba está gritando “¡sí se puede!” y, al hacerlo, está descubriendo nuestras vergüenzas. Si ser sostenibles fuese imposible no habría nada más que pensar, pero si podemos hacerlo entones debemos hacerlo. Deja de ser una opción como otra cualquiera y se convierte en un imperativo que hay que cumplir: debemos, tenemos que desarrollar un estilo de vida sostenible.

Aquí conviene quizá abrir un paréntesis para evitar malentendidos: de ninguna manera se está apuntando que el comunismo o el socialismo son, per se, la solución a este problema. Al respecto no hay más que recordar las grandes barbaridades humanitarias y ecológicas que cometió la URSS. La clave, por tanto, no es el comunismo, sino que la política, el reino de lo común, lo que nos afecta a todos y todas, gobierne sobre la economía, el imperio de los intereses particulares. Ahora bien, esto no es suficiente, hace falta algo más...

Hoy en día en Cuba tienen un sistema político en el cual el poder ejecutivo ha absorbido demasiado poder. De una forma o de otra, es capaz de decidir muchas cosas al margen de la voluntad de la mayoría de los cubanos. Por eso podemos decir que el sistema político-económico cubano tiene algo que enseñarnos, pero no estamos hablando de un modelo a imitar: basta que el gobierno cubano decida comenzar a ser insostenible para que Cuba deje de ser sostenible sin que los ciudadanos puedan evitarlo. Por eso resulta de vital importancia no solo poner en sus sitio intereses generales e intereses particulares, sino garantizar que la decisión final sobre estas cuestiones depende de la propia población y no de la voluntad de un gobierno. Es decir, la solución no puede ir al margen de la democracia.

La ONU estima que han muerto entre 6 y 8 millones de personas para extraer el coltán que necesitan nuestros móviles y ordenadores para funcionar. La consecuencia directa de esto es que cada vez que compramos un móvil o un ordenador, nos obligan a participar en un genocidio. Sin embargo, la totalidad de las personas a las que se les pregunta al respecto niegan que tengan ningún interés en participar en una masacre para tener un móvil nuevo. Es más, la respuesta es siempre la opuesta: “si pudiese haría lo contrario, evitar que se produzcan masacres para que yo tenga un móvil”. Por eso es absolutamente necesaria la democracia, no solo a nivel político, también a nivel económico: necesitamos disponer de la capacidad para decir “no” a las empresas y gobiernos que se lucran con la muerte de los seres humanos. La democracia nos hace responsables de nuestros actos y nadie en el mundo quiere ser el responsable de una masacre: si decidimos nosotros y nosotras, la ciudadanía, las probabilidades de que estos casos se repitan son prácticamente nulas.

Pero entonces, ¿qué podemos hacer? Porque aunque consiguiésemos que nuestro país respetase el medio ambiente sin por ello dejar caer el IDH, ¿quién nos garantizaría que los demás harán lo mismo? Si Cuba continúa siendo el único país que cumple con el criterio de sostenibilidad, ¿acaso no sufrirá exactamente las mismas calamidades que si no lo estuviese cumpliendo? Puesto que la naturaleza y las condiciones que permiten la vida son cuestiones globales, resulta evidente que la respuesta debe ser también de carácter global. Es decir, necesitaríamos algún tipo de organización política internacional que sea capaz de imponer (porque algunos no querrán aceptarlo) normas de comportamiento racionales, de obligado cumplimiento para todos los países, y que se encargue de sancionar a los infractores. Porque es evidente que si nosotros consiguiésemos el desarrollo sostenible pero el resto de países se negase a perseguirlo, tarde o temprano tendríamos que enfrentarnos igual al deterioro medioambiental.

Ciertamente, ya existe una organización similar a lo descrito, pero con unas deficiencias importantísimas, fundamentales. La Organización de Naciones Unidas (ONU) pretende ser esa organización política internacional capaz de agrupar a los distintos países del mundo para consensuar decisiones. Sin embargo, la ONU no tiene capacidad para sancionar a ningún país por desobedecer alguno de sus mandatos, mucho menos obligar a hacer nada. Es decir, la ONU no tiene poder coactivo: siempre que alguien desobedece, necesita que algún país concreto se encargue de hacer efectiva su decisión, normalmente alguna de las superpotencias y sus aliados, por lo que depende de la voluntad de estas y no de la ONU que se cumpla el derecho internacional.

La otra cuestión fundamental, el otro motivo por el cual la ONU no está logrando ser parte de la solución, es por su modo de funcionar, por como están estructuradas las instancias donde se toman las decisiones, especialmente dos (las más importantes): la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. La Asamblea General de la ONU es el lugar donde se reúnen los representantes de los distintos países pertenecientes a la organización. Cada país tiene un voto. Ahora bien, las decisiones que toma la Asamblea General no son vinculantes de ninguna manera: para el derecho internacional se trata de meras declaraciones o recomendaciones, ruegos o sugerencias, no tiene capacidad legislativa, ni ejecutiva, ni judicial. El órgano que toma las decisiones en la ONU es el Consejo de Seguridad. Teóricamente, todo lo que decida el Consejo de Seguridad (CS) debe ser aceptado y cumplido por los países que pertenecen a la ONU. De lo contrario, el CS tiene el derecho de tomar medidas para que sus decisiones se cumplan (advertencias, sanciones económicas, incluso autorizar el uso de la fuerza).

Ahora bien, ¿quién forma parte del CS y bajo qué condiciones? Son 15 los países miembros, pero solo 5 de ellos son miembros permanentes, los 10 restantes ocupan un puesto temporalmente (dos años). Los 5 miembros permanentes son China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Hay más: los cinco miembros permanentes, no los demás, tienen derecho de veto, es decir, que si a uno de esos cinco países no le gusta lo que va a decidir la mayoría del CS, puede bloquear unilateralmente la decisión e impedir que salga adelante. Esto significa que estos cinco países pueden decidir si sale adelante una medida o no en función de sus intereses, independientemente de que se trate de decisiones que afectan a todo el globo.

¿Qué podemos esperar, por tanto, si los miembros no permanentes del CS proponen serias medidas (por ejemplo) contra la contaminación? Probablemente alguno de los cinco permanentes (si no todos) usarían su derecho de veto para impedir que esta medida se aprobase. De lo contrario tendrían que replantearse todo su modo de vida y renunciar a sus privilegios materiales.

En consecuencia, si queremos solucionar este problema antes de que sea tarde vamos a tener que cambiar por completo nuestros sistemas económicos y políticos para someterlos al control ciudadano; también tendremos que crear algún tipo de organización internacional con capacidad para ponerle freno a la vorágine destructiva y despilfarradora que es el sistema político-económico de hoy; y tendremos que garantizar de alguna manera que esta nueva organización responda ante la ciudadanía y no ante los gobiernos. Somos testigos de cómo quienes manejan las riendas de la economía del máximo beneficio tienen intereses distintos a los que tiene un ser humano cualquiera, incluso contrarios, y también somos testigos de cómo la clase política baila a su son por miedo a llevarles la contraria. Tomemos, pues, las riendas de nuestro destino.

Podemos, luego debemos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario