Tenemos que entender que montar una
barricada o lanzar una piedra no se puede comparar, en lo que a
violencia se refiere, con la modificación de una ley, por ejemplo, o
la introducción de un nuevo artículo en la constitución. Es
difícil asumirlo, porque los que van eliminando derechos a golpe de
ley no se tapan la cara con un pasamontañas, sino con un cargo de
autoridad presuntamente legítimo; no llevan capucha, sino corbata;
no visten ropas de calle, sino trajes de Armani; no corren
perseguidos por la policía, sino que son recibidos por compañeros
de partido que les aplauden; no les disparan ni les detienen, se
premian a sí mismos con sueldos desorbitados y privilegios de todo
tipo; sus amigos no son pueblo ni ciudadanos, sino que son inversores
y lobbys; etcétera. La estética, la costumbre y los prejuicios (“si
la policía les dispara es porque algo gordo habrán hecho”) juegan
de su parte.
Además ocurre lo siguiente: es
imposible no percibir la violencia cuando vemos fuego en mitad del
asfalto, o a una persona rompiendo un escaparate, lanzando una piedra
o pateando un policía. Es algo intuitivo, entra por los ojos y las
orejas, incluso por la nariz si estás lo suficientemente cerca. Es
la propia sensibilidad la que nos dice que estamos presenciando un
acto violento. Sin embargo, hay otro tipo de violencia que solo puede
verse a través de la razón: la violencia estructural. A diferencia
de la violencia física, tan llamativa, esta pasa desapercibida
porque escapa a los sentidos: uno nunca ve a una ley matando gente, o
a un artículo de la constitución lanzando piedras, ni vemos gente
atravesada por el logotipo de una empresa de zapatillas. La violencia
estructural funciona a priori, antes de que se haga necesario aplicar
la violencia física. Por ejemplo: no hará falta pegar y detener
universitarios si solo pueden serlo aquellos que sean afines al
régimen. Tan solo cambiando la ley de educación, uno puede
deshacerse de un plumazo de todos aquellos que pueden tener algo en
contra de la plutocracia que nos (mal)gobierna: si la universidad es
el hogar de quien pueda pagarla y no de quien quiera estudiar, se
multiplican las probabilidades de que se trate de miembros de las
clases privilegiadas que tienen gran interés en mantener el actual
régimen.
¿Qué pasa con la gente que se queda
fuera? Nada, porque nadie les ha apuntado con una pistola para que no
estudien. Si no tienen dinero para pagarse la carrera y el máster
será porque no han trabajado lo suficiente, porque no se lo merecen.
En cualquier caso, según medios de comunicación y gobierno eso no
sería violencia, porque nadie obliga a nadie a hacer algo (o no
hacerlo) por la fuerza. Sin embargo, eso es exactamente la violencia
estructural. Cambiando un punto aquí y una coma allá, miles de
personas hoy, millones mañana, se quedan sin estudios, sin trabajo,
sin pensión, sin sanidad... y ven reducida su libertad a un chiste
de mal gusto.
Si la ciudadanía no hace nada ante
estos hechos, para el régimen no hay problema. A eso lo llaman
“solución”, “salida de la crisis” o “paz social”. Pero
si la ciudadanía se organiza, protesta, exige, suma fuerzas y pone
en jaque el escudo de legitimidad bajo el que se ampara un gobierno
que no ha dudado en violar al completo su programa electoral,
entonces, dicen, tenemos un problema. Es decir, que para ellos el
problema es el efecto de las medidas que toman y nunca su quehacer
corrupto y antidemocrático.
¿Cómo se soluciona este “problema”?
Cambiando de políticas nunca, porque “no hay alternativa”. Así
que lo más recomendable es el silencio. Negación y nadificación de
la protesta. Si no es suficiente, entonces se pasa a la difamación,
ridiculización y a la manipulación a través de sus medios de
comunicación, que son prácticamente todos (otra muestra de
violencia estructural: la ley dice que todos pueden expresarse
libremente, pero gracias a la estructura económica, solo unos pocos
pueden). Sí aún así el tozudo vulgo se empeña en mostrar en
público su descontento y encima va ganando apoyos, habrá que
aplicar la violencia física, pero ojo, la “legítima”. A mayor
grado de violencia empleado por las UIP, más justificada parece su
carga, ya que el prejuicio popular de las películas (y de la ley)
nos inclina a pensar que la policía son los buenos y los que gritan
y van mal vestidos son los malos. Golpes, patadas, porrazos,
disparos, gases, vejaciones, multas desorbitadas, juicios impagables,
palizas en la calle y en comisaría, detenciones arbitrarias... Todo
vale para protegernos de los que ejercen la violencia con piedras,
todo vale para proteger a quien ejerce la violencia estructural (y a
quien se beneficia de ella).
Por todo esto y más, es imperativo, un
Deber con mayúsculas, que asumamos que tenemos derecho a ejercer la
violencia física contra un cuerpo de salvajes cuya profesión
consiste precisamente en aplicar violencia ciega y arbitraria. Si la
policía nos ataca cumpliendo unas órdenes que claramente violan los
Derechos Humanos, tenemos que defendernos y, si es posible, ganar
batallas y aprender tanto de victorias como de derrotas. Este régimen
no es legítimo, ninguno lo es cuando destruye derechos para engordar
los privilegios de unos pocos. No existe el régimen legítimo que
dispara a sus ciudadanos porque estos defienden lo de todos. Tenemos
el Deber, por tanto, no de negar lo que esputan las televisiones,
radios y periodicuchos que han asumido el rol de espadachín del
plutócrata, sino de hacer ver que también esos medios están
practicando una forma de violencia que oculta otras formas de
violencia y señalan a una muy específica (la que no ejercen ellos
mismos) como la fuente de todo mal.
El 22M no acabó violentamente por
culpa de una minoría con el rostro cubierto. Empezó violentamente
porque el motivo de las marchas era precisamente la violencia
estructural que estamos sufriendo, tanto económica como política.
El acontecimiento ya estaba envuelto en violencia, fue forjado por la
violencia. Si además acabó a pedradas es porque tenemos un gobierno
sordo y ciego que prefiere utilizar su ejército pretoriano antes que
la razón, un gobierno que entiende que la democracia y el Estado son
algo así como un enorme cortijo particular que deben defender por la
fuerza. Tenemos que ser capaces de transmitir que la violencia más
cruel, que afecta a más personas, que destroza más vidas, es la que
lleva a los desahucios, los ERE, la puerta giratoria del Congreso,
las privatizaciones, la eliminación del derecho a la salud y a la
educación, la derogación de facto de la democracia: las elecciones
ya no son ni una alternativa entre dos partidos, solo hay un camino,
solo se aprueba (de una manera o de otra) lo que se ha decidido ya de
antemano en otros lugares (banco central de turno, FMI, troika,
etc.).
Por eso Debemos entender y transmitir
que la violencia desplegada por parte los manifestantes del 22M o la
huelga educativa es incomparable con la violencia que esos
manifestantes están sufriendo diariamente. El paro es violento, el
exilio es violento, la precariedad es violencia, el sistema de clases
que llaman democracia es violencia. Y no hay nada más hermoso, justo
y necesario que oponerse a ello, aunque implique utilizar piedras y
vallas como legítima, insisto, legítima defensa. A una tiranía ni
se la respeta ni se la obedece, se la destruye. Así nacen las
democracias, la paz y la justicia. Que recen para que no nos volvamos
tan violentos como ellos, para que sigamos respondiendo a sus
agresiones con pedradas y no con despidos, bancos, policías, medios de
comunicación, precariedad y gobiernos tiránicos. Que recen, porque si el único
lenguaje que entienden es el de la violencia, si para lo demás son
sordos y ciegos, más les vale que exista un dios que les proteja:
vamos a imponer los Derechos Humanos, por las buenas o por las malas.
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