Yo no sé
muchas cosas, es verdad.
Digo tan
solo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna
del hombre se la mecen con cuentos,
que los
gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el
llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los
huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el
miedo del hombre...
ha
inventado todos los cuentos.
Yo no sé
muchas cosas, es verdad,
pero me han
dormido con todos los cuentos...
y sé todos
los cuentos.
Sé
todos los cuentos,
León Felipe, en "Parábolas y poesía" (1944).
Es
una pena que tan buen poema se olvide de la mitad de la humanidad. No
obstante, transmite un mensaje más que válido: cuando la realidad
necesita no parecer lo que es, vienen los cuentos a sustituirla. Y
vienen tanto desde arriba (como cuando varios ayuntamientos
encendieron las luces de la calle durante la huelga general para
elevar el consumo eléctrico), como desde abajo (aquellos que repiten
los cuentos del poder así como los que aportan nuevos basándose en
conspiraciones). Centrémonos en los segundos, los cuentos que vienen
del propio pueblo al que condenan.
En
realidad este arte de la “cuentología” es un resultado
inevitable de esta corriente de pensamiento bautizada como
postmodernidad: cojamos un zumo de naranja, sustituyamos la naranja
por sus propiedades (color naranja, olor a naranja, sabor a
naranja...) y sigamos llamándolo “zumo de naranja”. De la misma
forma, postmodernidad significa que vamos sustituyendo las cosas, el
acontecer social y político, por construcciones de relatos, por
discursos que no buscan comprender la realidad sino amoldarla,
maquillarla para conseguir unos objetivos concretos o ganar adeptos.
Es el colmo de la locura: nos hemos creído que construyendo buenos
relatos podemos olvidarnos de la realidad, pero esta vuelve una y
otra vez a golpearnos, no podemos librarnos de ella: por mucho que lo
intente, esta especie de “postpolítica” (el correlato de la
postpolítica en la que nos pretende meter desde arriba el
neoliberalismo entregando los asuntos públicos a los técnicos)
sigue tratándose de una cuestión política, no es el fin de la
historia (ni por el advenimiento del dios capital ni por la llegada
del 2012 y las profecías mayas).
Señalaba
Gramsci que en los países occidentales (de tradición cultural
occidental) el asalto al poder no se puede producir como se produjo
en Rusia en 1917 principalmente por un motivo: los Estados modernos
no solo recurren a la fuerza para generar obediencia, sino que antes
recurren a la creación de consensos, a la integración y
articulación de la sociedad civil y sus instituciones a favor del
régimen. Es por eso que, antes de tomar el poder del Estado, todo
movimiento de subalternos debe asaltar paulatina y
pacientemente el “sentido común”, entendiendo este como una
concepción del mundo difundida en una época histórica en la masa
popular. Es decir: el campo de batalla es todo ese terreno
aparentemente apolítico, que se vive espontáneamente como tal, pero
que en realidad tiende a naturalizar y legitimar el régimen
existente, pues se desarrolla amparado por la visión del mundo de
los grupos en el poder. Desde este punto de vista, podemos afirmar
dos cosas acerca de las teorías de la conspiración: por un lado
contribuyen (si no directamente al menos mediante la confusión) a
legitimar y naturalizar las desigualdades y las injusticias del
régimen actual; por otro lado, nunca van a conseguir tener éxito en
la competencia con otros relatos que traten de explicar la realidad,
pues se trata ciertamente de un discurso muy pobre. Sin embargo, sí
que parecen capaces de introducir el grado de confusión y de
ignorancia racionalizada necesarios para impedir la correcta
formación de un discurso contrahegemónico coherente y capaz de
desbancar al actual. Ahí reside su peligro, por eso no podemos
simplemente ignorar que existen.
Resulta
hasta comprensible que en una situación de crisis como la actual en
la que el pozo parece no tener fondo, determinada gente busque una
salida apoyándose un gurús, en chamanes o en tertulianos para no
tener que pensar. Se trata de personas que están dispuestas a que un
relato de dragones y mazmorras rellene los huecos que surgen cuando
nos damos cuenta de que nos falta la gramática de la libertad, de
que nos han enseñado las palabras para encerrarnos, para constituir
un policía en cada una de nuestras conciencias, pero no nos han
enseñado las palabras para liberarnos. Los adeptos de los relatos
esotéricos, paranoicos y/o conspirativos se convierten poco a poco
en idiotas (gente desinteresada de la cosa pública, apolítica) y lo
que es peor, tratan de convertirnos al resto (y a veces lo
consiguen). Se han desviado tanto de la realidad que no hacen otra
cosa que masturbarse con acusaciones, secretos desvelados, odios
soterrados a los que pueden dar salida bajo nuevas formas... lo que
inevitablemente repercute en los antagonismos reales
(capitalismo/anticapitalismo, empresario/trabajador,
machismo/feminismo, injusticia/justicia, etc.), tapándolos,
relegándolos a meras teorías “sionistas” fruto de la
conspiración del “judaísmo internacional” (cualquier parecido
con el Mein Kampf...). Resultado: corremos el riesgo de preocuparnos
más de seres imaginarios como Bob Esponja que de las
cuestiones políticas que hoy nos afectan.
Al
final, por mucho que intentemos negarlo, sabemos a dónde conduce el
camino más allá de la razón: al más acá de la entronización de
la superchería, las profecías, los videntes y los horóscopos. Es
el paso previo al integrismo religioso o al fanatismo sectario: su
argumento principal contra quienes tenemos la paciencia de discutir
con ellos es que, o bien no tenemos ni idea, somos unos absolutos
ignorantes (y el corolario de esta tesis es que ellos no tienen tiempo para
explicarnos), o bien somos directamente agentes del enemigo, sea este
las personas feministas pagadas por la CIA, el Mosad, los Illuminati,
los homosexuales, el contubernio judeo-masónico, etc. Evidentemente,
esto no se puede considerar un argumento, se trata más bien un
intento de descalificación de cualquiera que se atreva a llevarles
la contraria (algo a lo que ya deberían estar acostumbrados), lo que
les acerca mucho a la derecha más rancia de este país. Es
comprensible: ninguno de sus argumentos puede aguantar mucho tiempo
la prueba de la publicidad, de la discusión y el debate públicos.
Por eso han de enrocarse, olvidar el mensaje (incluida la defensa del suyo
propio) y proceder a atacar al mensajero que les ataca con dudas. También se arriman mucho a
la derecha tradicional cuando hablan de los judíos (ese gran Otro
indomesticable, perverso, que mancha todo lo que toca, que nunca
podrá estar incluido en el “nosotros” y en el que además se
confunden interesadamente conceptos como “israelí”, “judío”
o “sionista”), cuando hablan del género (lo niegan para tratar
de naturalizar las desigualdades -que no diferencias- entre sexos) o cuando hablan de la homosexualidad (lo llaman "atentado contra la naturaleza", dibujan un
poder en la sombra que nos quiere “obligar a homosexualizarnos”,
etc.). Misoginia, antisemitismo, homofobia... no han necesitado
forzar sus planteamientos para estrechar lazos con la derecha
arcaica.
La
represión solo es necesaria si falla la presión. Es decir, solo
cuando han fallado las palabras que constituyen la arquitectura de la
prisión es necesario el recurso a la violencia. En este sentido,
todas estas teorías conforman juntas una maravillosa herramienta
sistémica destinada a confundir, a desviar la atención, a hacer de
válvula de escape a la par que de fractura entre los pueblos (odio a
judíos, a mujeres sin miedo a los hombres, a homosexuales, a
comunistas...). Además, prestan una inestimable ayuda a medios de
comunicación conservadores, deseosos de representar toda protesta
con un mínimo grado de anticapitalismo como si se tratase de una
payasada de la juventud o de los que viven en el siglo pasado. No hay
más que verlos: en la asamblea de cierre de las jornadas de
movilización entre el 12 y el 15 de mayo, mientras una chica narraba
las torturas y vejaciones a las que le sometió la policía, después
de cuatro horas de debate político intenso, aparece una señora que
odia a no se qué familias (aparentemente responsables de todos los
males), otro que acusa de ser agente del judaísmo a todo el que le
replique y, en el fondo, por encima de la cabeza de la gente, bien
grande y visible, aparece un cartel en el que hay un fotomontaje de
un ovni con las palabras “I want to believe”. No deja de ser una
mentalidad infantil y egocéntrica: como quiero que ocurra, si me
concentro mucho y lo visualizo en mi mente, acabará pasando. Quiero
creer en esto, así que esto debe ser verdad. Es el retorno a la
minoría de edad, nunca hubo Revolución Francesa, nunca se pretendió
el gobierno de la razón, los Reyes Magos siempre han existido. No tienen ningún interés en entender que
por mucho que creas en hadas, unicornios, machos alfa, trolls y
dioses eternos, una asamblea en la que se habla de política y
economía no es lugar para cuentos. Una asamblea es hoy por hoy un
lugar donde se desmontan los cuentos que nos lanza el poder, no puede
ser una fuente de nuevos cuentos que ayuden a mantener el statu quo, sea mediante la colaboración directa, sea mediante la despolitización.
Por
otra parte, en cuanto a sus recursos lingüísticos, en los discursos
de este “abismo del siglo XXI” es constante la utilización de
una retórica cuyo objetivo final es evitar dar explicaciones:
pensamiento por estereotipos, sentencias calumniosas, conclusiones
disparatadas aunque las premisas sean más o menos ciertas, etc. También son
comunes las cadenas de frases con poco o ningún sentido (aunque por
lo visto hay a quien le suena bien) utilizando un vocabulario que
evidentemente desconocen. Abundan las peticiones de principio, los
puntos de partida que debemos aceptar antes de empezar la discusión,
absolutamente inadmisibles: hay que temblar cada vez que utilizan
expresiones como “todo el mundo sabe...” o “como ya se ha
demostrado...”. También son habituales los intentos de hacer algo
parecido a utilizar un argumento de autoridad, llegando en muchas
ocasiones al infantilismo, como cuando asumen que algo es cierto
porque lo han leído en un libro que les gusta. Al final, su técnica
no es distinta a la de otros movimientos irracionales del pasado: se
repiten los mismos mensajes una y otra vez con el objetivo de dar un
golpe al sentido común, pues no son capaces de convencer por la
falta o la debilidad de sus argumentos (cuando los utilizan).
Es
apreciable (en no pocas ocasiones) que han decidido ignorar una de
las lecciones más valiosas que nos dio Marx, al cual, por cierto,
rechazan categóricamente porque es judío y promotor de una de las
mayores conspiraciones del judaísmo internacional y porque por lo
visto no comía fruta: no debemos confundir las propiedades naturales
de las cosas con las propiedades sociales que los humanos les damos.
Por ejemplo: un negro tiene la piel de color negro, nada más; solo
bajo determinadas condiciones, solo inserto en determinadas
estructuras sociales, el negro se convierte en esclavo. Que los
“guardianes de las estrellas” tengan una oportuna amnesia en
torno a esta cuestión es otro síntoma del pésimo bagaje teórico
que arrastran estas personas, así como del poco rigor conceptual con
el que articulan su discurso. Y no les importa porque su objetivo no
es acercarse o comprender la realidad, sino fabricarla y generar
grupos identitarios en torno a esa ficción. Para ello recurren una y
otra vez a lo que se conoce como “significantes vacíos”, es
decir, palabras que no están claramente definidas y que sirven para
que cada cual les ponga el significado que quiera y se establezca así
una red identitaria solidaria. A partir de ahí son ellos mismos los
que se retroalimentan dándose palmaditas en la espalda y jugando al
“teléfono escacharrado” con sus propios relatos.
Son
tan numerosas que diría que sienten auténtica pasión por las
contradicciones y la falta de coherencia; por los neologismos baratos
creados en laboratorios de marketing o de periodismo y cuya función
es atraer la atención, no explicar nada; por el fotomontaje que
pretenden hacer pasar como una realidad indiscutible (“¿no lo ves
con tus ojos? Los sentidos no engañan...”: asesinan a Galileo y
compañía cada vez que lo necesitan). De nuevo, ante la falta de
argumentos no tienen más que recurrir a otro tipo de lenguaje,
confiar en que lo icónico llegue allí donde lo verbal tiene la
batalla perdida. Asimismo, sienten debilidad por la evasión de la
realidad, lo cual logran con la eficacia de una droga dura; por la
imprecisión terminológica, la confusión de conceptos, de leyes, de
teorías... El registro es prácticamente ilimitado: de todo menos
argumentaciones sólidas y serias. Sus manuales de conspiraciones son
en realidad manuales para dejar de pensar, para contribuir de manera inconsciente al aumento caudal de la corriente.
Por
otro lado, cada vez es más frecuente toparse con gurús, chamanes,
magos y demás agentes del esoterismo y el ocultismo que tratan de
traer la filosofía o la espiritualidad orientales al presente de
nuestra sociedad. Esto, que en sí no tendría por qué tener nada de malo, es, en
manos de esta gente, otra peligrosa arma de alienación y sumisión:
de la misma forma que los cristianos violaron a Aristóteles en la
Edad Media para adaptarlo a sus intereses, ahora son los neogurús
los que violan a quien haga falta para ganar prosélitos. Y cuanto
más lejana sea la tradición que se pretende asimilar y transformar, mejor, no
vaya a ser que alguien discuta tamaña barbaridad, no vaya a ser que
alguien no se deje llevar lo suficiente. Al final, su orientalismo
no es más que el fruto de una fórmula: si a la impotencia que se
siente ante la contemplación de injusticias le sumamos prejuicios
caducos y a todo ello le añadimos la falta de conciencia política, el
resultado no puede ser otro que la irracionalidad desesperada, nuevos
dioses pero la misma terquedad, obcecación y arbitrariedad de
siempre. Un maravilloso relato sobre la nada que contribuye a que el
discurso hegemónico de hoy siga siéndolo.
Su
pensamiento mágico bebe del descontento tanto como de la ignorancia.
Se alimenta también de las emociones, de las reacciones viscerales,
de la inseguridad y del miedo. Nunca antes tuvo tanto sentido la
canción “Fin de siglo” de Def Con Dos: la abducción es un
problema de todos. Esta gente ha sido abducida por palabras que
construyen cárceles dentro y fuera de ellos, han descubierto una
nueva arquitectura de la opresión que nos lleva a una especie de
budismo político en el que se confunden enemigos y amigos (acaban luchando
contra su propia imaginación y contra sí mismos). Confunden también
medidas individuales de autoayuda (tan de moda) con acciones de lucha
colectiva y se organizan en torno a nuevos antagonismos que nunca
debieron salir de las novelas “best-seller” (perversa
construcción del nosotros/ellos, como hacen con mujeres y hombres,
con judíos y homosexuales, etc.). Alimentarse con revistas que
sirven para envolver el pescado en vez de alimentarse con pescado
debe ser un síntoma más de esta sociedad postmoderna. El resultado
es trágico: todo aquello que plantean como nuevo no lleva consigo la
superación de lo anterior, sino su enmascaramiento. Se trata de una
superación “antidialéctica” que no nos ayuda a liberarnos, sino
a enterrar las palabras de la emancipación. Contribuyen directamente
a aumentar el número del desconcertado rebaño.
Son
tan arrogantes como aquellos que anhelan o anhelaban el imperio
colonial: observándoles uno no puede evitar ver a occidentales
jugando a definir al Otro a su antojo y voluntad, en función de lo
que más les convenga (pecan de un utilitarismo atroz que podría
acabar engulléndoles), como hacen especialmente con las mujeres y
los judíos, por señalar dos grupos de personas que efectivamente
existen. No deja de ser curioso cómo son eminentemente los hombres
los que definen, por ejemplo, lo que es ser mujer, lo que es natural
en ellas, tratando de combinar argumentos biológicos mal entendidos
y nada novedosos con palabras bien sonantes que no hacen otra cosa
que condenar de nuevo a la mitad de la humanidad para privilegiar a
la otra. Han aprendido el lenguaje de lo políticamente correcto,
pero sus prácticas discursivas hacen de ese lenguaje puro humo: “yo
amo a las mujeres, pero son irracionales”. Tratan de despolitizar
sus sentencias arbitrarias (“no es que lo piense yo, es la
naturaleza”) y caen lógicamente en comportamientos sociales en
vías de extinción o ya superados así como en generalizaciones tan arbitrarias como injustas. Acusan a quien señale esto de
fomentar el odio: aquel que
verbalice sus miserias, las tensiones que crean o el conflicto
latente, es un agente del odio pagado probablemente por los “poderes
ocultos que gobiernan el mundo”.
La
causalidad tampoco es su fuerte: no hay elemento discursivo de esta
gente que, cuando incluye una relación de causalidad, pueda evitar
confundirse interesadamente (definir algo que no tiene nada que ver
como la causa para un efecto determinado) y caer una y otra vez en
causalidades irracionales que implican un salto de fe (esto es la causa de aquello porque hay
extraterrestres, porque esa enfermedad no existe o porque no se qué
Papa en realidad era mujer).
Al
final, confiemos en que estas corrientes no sean más que un síntoma
del analfabetismo político que impera en nuestra sociedad, que sea
un toque de atención para que la izquierda se ponga las pilas de
nuevo en su labor pedagógica, porque la aparición de este tipo de
corrientes no es más que el triste resultado del fracaso de la
gente con cultura política y conciencia crítica a la hora de construir un discurso que pueda explicar la realidad (y el fracaso a la hora de transmitir esa explicación). Confiemos, por
tanto, en que sea un síntoma llamado a la desaparición y no acaben
por convertirse en una enfermedad (aspiraciones, desde luego,
tienen). Esperemos que estos “iluminados” que quieren cazar otros "iluminados" no sean capaces de transmitir sus ganas de perder el
tiempo y sirvan de estímulo para aquellos que de verdad quieren
cambiar las cosas, aquellos que no se contentan con palabras vacías que no
llevan a ninguna parte más que al odio contra quien se tenga a tiro:
si observamos la realidad por la mirilla de un rifle, todos nos
parecerán enemigos.
Que
dejen de contarnos cuentos, hay mucho por hacer y ya hemos dormido
suficiente. Expulsemos el culto a la ignorancia y al miedo de las
plazas públicas, evitemos sustituir la tiranía del mercado por la
tiranía del “profeta iluminado”: ya sabemos todos los cuentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario