A estas alturas, todos hemos visto por
lo menos cinco o seis películas que tratan sobre los campos de
concentración en la Alemania nazi, sobre los guetos, sobre el
exterminio de los judíos. Sin embargo, la mayor parte de estos
largometrajes caen sistemáticamente en los mismos errores:
sustituyen la dominación y la obediencia por el terror llano, el
argumento por la violencia, el conflicto por la demencia y la
historia por la sangre. Es decir, normalmente, si vemos una película
acerca del Holocausto, nos vemos privados de la dimensión política
del mismo. Resulta mucho más sencillo y rentable invertir ingentes
sumas de dinero en efectos especiales, extras y decorados, que
elaborar un guión coherente que evite el tan manido choque entre el
Bien (sospechosamente parecido a las doctrinas del “sueño
americano”) y el Mal (cualquier batiburrillo de incoherencias). El
ejemplo más visible de este tipo de cine “despolitizado”,
visceral, unidimensional, destinado a ser un producto de masas que
además transmita ciertos valores nada neutrales, es, en mi opinión,
“La lista de Schindler”, de Steven Spielberg.
Existen, no obstante, honrosas
excepciones como “La solución final”, de Frank Pierson, o
“Amen”, de Costa Gavras. Estas películas brillan, entre otras
cosas, porque se atreven a plantear algunas de las cuestiones
políticas que están detrás de la masacre y no se limitan a
construir una especie de identidad judía basada en la minoría de
edad respecto de los alemanes. Los equipos de rodaje de estas
películas decidieron que para mostrar la crueldad del momento, lo
horroroso de los crímenes que se estaban cometiendo, no necesitan
mostrar sangre cada pocos minutos, ni huérfanas desvalidas que
acaban incineradas, ni muertes tan grotescas como innecesarias. Ni
necesitan convertir a los nazis en una especie de alienígenas
poseídos por Satanás, dedicados al mal por el arte del mal,
desconectados de la historia y la razón humanas. No, en “La
solución final” solo somos testigos de cómo se toma una decisión
política (el exterminio) que de antemano sabemos que se va a tomar,
son las palabras y los actores los que transmiten lo que está
ocurriendo, no la espectacularidad obscena de una imagen violenta que
no nos dice nada aunque nos provoque un natural rechazo. En “Amen”,
además de las palabras, el director utiliza una herramienta estética
muy efectiva: vemos trenes presuntamente llenos de gente y bien
cerrados avanzar en una dirección... y los vemos volver abiertos,
vacíos, en la otra. La sensación de impotencia es inenarrable: por
mucho que se empeñen, por mucho que intenten hacer visibles esos
trenes, los protagonistas no son capaces de parar la maquinaria de
exterminio.
Es prácticamente inevitable extraer
paralelismos con la situación actual. Buena parte de las sociedades
ven el mundo a través de los ojos de Spielberg, utilizan las gafas
del discurso hegemónico para observar la realidad (una realidad
simplificada hasta el absurdo) asumiendo esta como algo inevitable.
Es inevitable, por ejemplo, que el demonio posea a distintas personas
(incluso un país entero y civilizado como Alemania) y por supuesto
se trata de algo al margen del sistema político-económico y de la historia, de los
intereses privados de los grandes capitales que financiaron y
produjeron las armas, los sistemas de clasificación de seres
desechables, los vehículos o los refrescos para Hitler y los
aspirantes a Hitler. Mientras, aquellas personas que tienen una
mentalidad crítica, que miran con los ojos politizados de Costa
Gavras o Frank Pierson, parecen estar condenadas a ver pasar trenes
de un lado a otro, a ser testigos pasivos, impotentes, del terror y
la injusticia. Todos tenemos ojos para ver, pero eso no parece
suficiente, porque ver no implica mirar o enfocar hacia donde
escuece.
Las palabras y las imágenes matan.
Mientras esperamos, mientras mantenemos el statu quo o mientras
luchamos en su contra, los trenes siguen pasando. Van de un lado a
otro trasladando a los seres desechables allá donde la sociedad
(rica) no mire, allá donde el capital lo requiera, allá donde sus palabras se pierdan en el olvido. Los trenes están
protegidos: las fuerzas de seguridad del Estado, los medios de
propaganda privados y los economistas inhumanos (capitalistas)
eclipsan los gritos que escapan del interior de los vagones, ciegan
los objetivos de las cámaras que tratan de enfocarlos, silencian a
aquellas personas que intentan transmitir lo que ocurre. Y lo hacen
utilizando, además de la violencia, bonitas palabras.
Mientras los gobiernos europeos
recortan derechos para salvar a los bancos, pasan trenes. Mientras
Zara aumenta sus tasas de beneficio, pasan trenes (algunos fletados
por la propia empresa, no por casualidad aumenta su tasa de
beneficio). Mientras leemos o escuchamos cuentos periodísticos pasan
trenes. Mientras defendemos la supuesta normalidad “democrática”
en Honduras o Paraguay, pasan trenes. Cada vez que alguien dice que
hoy no tiene nada de malo comprar un teléfono móvil, pasan trenes.
Al mismo tiempo que criticamos a los mineros asturianos, cántabros y
leoneses porque son trabajadores “privilegiados”, pasan trenes.
No paran de pasar trenes. No paran
porque no los paramos. No los paramos porque nos conformamos con
palabras como “en vías de desarrollo”, “en proceso de
industrialización”, “ajustes”, “no hay alternativa”,
“pobreza socialmente justa”, “winner-loser”, “debemos ser
más competitivos”, “aunque la gente se muera de hambre es mejor
tirar comida para que no baje el precio del producto”, “las
plantas y otras formas de vida son susceptibles de ser patentadas y
convertidas en mercancía”, “fabrico y mantengo el arsenal
nuclear de mi país, soy un patriota” y muchas más. Aceptamos que
la “democracia” solo cuenta cuando se vota a favor de los
mercados (bajo pena de golpe de Estado para los que se atrevan a
ignorar esta ley de hierro de la democracia bajo condiciones
capitalistas) y evitamos constatar, como si fuese un dato sin
importancia, que no ha habido ni un solo caso en la historia donde un
pueblo se haya levantado para luchar por una sociedad capitalista y,
sin embargo, todo el globo funciona bajo su yugo. Como si se tratase
del cuento de los hermanos Grimm “La cenicienta” (que no el
despolitizado cuento de hadas de Disney), los caprichos de los
príncipes llevan a la población a mutilarse a sí misma para
encajar en la horma del zapato: el que no es capitalista no sale en
la foto.
Igual que hay palabras que liberan, hay
palabras que matan. Aceptar estas es colaborar en la industria de la
muerte. Mientras decimos palabras vacías que nos exculpan y nos
lavan la conciencia, perdemos miembros y años de vida mediante
reformas laborales. Con el conformismo proporcionamos nuevas energías
al tren, lo alimentamos. Vale todo con tal de no verlo pasar: somos
capaces de construir nuevas vías para que no parezca lo mismo, para
inducirnos a pensar que lleva a otro lugar. Pero mientras acabamos de
leer esto, otro tren completa su recorrido empujado por hermosas
palabras sin significado, más seres desechables desaparecen, se
mantienen las tasas de beneficio del capital, otro hombre obtiene
como botín otra mujer, otro inocente es torturado por su seguridad.
Pasan los trenes.
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