Lo primero: el artículo tiene algún
punto positivo, como cuando César señala la irresponsabilidad de la
que han disfrutado y disfrutan la mayor parte de los políticos y
políticas de este país. Es cierto que la mayoría de los que han
llegado a cargos estatales importantes (y muchos en cargos
autonómicos y locales) han diseñado, han repartido y han hecho y
deshecho a su antojo, sin luego rendir cuentas ante nadie, al menos
no ante la ciudadanía o la justicia. (No puedo dejar de comentar el
fatal ejemplo que escoge para hablar de responsabilidad política: al
monarca, que le bastó con pedir perdón como un niño pequeño para
hacer olvidar los desmanes que entre todos le pagamos). No dimiten
nunca porque no aceptan la plena responsabilidad de sus decisiones,
solo asumen la parte positiva (real o imaginaria) y niegan la
negativa. Por otro lado, también acierta el autor cuando acusa a los
partidos de practicar sistemáticamente un aislamiento corporativista
que los aleja de la ciudadanía y de la realidad social. Y lo que es
peor: la mayor parte de los partidos tienden a practicar esta
cerrazón en torno al núcleo dirigente, por lo que algunas familias
y/o tendencias tienden a perpetuarse en la dirección de estos. Pero
al margen de estos aciertos superficiales el artículo de César
Molinas deja mucho que desear.
Resulta muy peligroso a la par que
demagógico pensar que cambiando el sistema electoral van a cambiar
demasiado las cosas. Esta idea flota a través de todo el artículo,
es algo así como “para cambiar las cosas solo hay que cambiar a
quienes están ahí arriba”. Se olvida nuestro querido amigo de
miles de años de historia: ¿desde cuando dio resultado cambiar un
rey por otro? El cambio no debe buscarse en la personalidad de quien
maneja el timón, sino en hacer accesible el timón a toda la
ciudadanía. Dicho de otra forma: el autor parece empeñado en
cambiar de amo porque trata mal a a los siervos de la gleba,
insinuando que otros amos nos tratarán mejor. Pero si queremos que
esa gente deje de confundir interesada e impunemente lo público con
lo privado lo que tendremos que hacer es cambiar esa estructura
político-social que convierte a unos en amos y a otros en siervos.
Esto es, habrá que hacer efectiva la ciudadanía. Y eso no se
consigue simplemente reformando la ley electoral, eso no garantiza
nada. Hay que cambiarla, evidentemente, pero habrá que discutir cuál
queremos darnos. Y también habrá que discutir quién la cambia,
porque si lo hace el PPSOE difícilmente va a mejorar nada
sustancialmente, se harán un nuevo traje a medida.
Por otra parte, empieza a resultar
bastante cansina la oleada de artículos, reportajes, viñetas,
comentarios, titulares y columnillas que señalan con dedo acusador,
hacha de verdugo en mano, hacia los políticos y las políticas en
conjunto, como si formasen un todo homogéneo, y les sentencian como
culpables de todos y cada uno de los males que aquejan el Estado
español. En el caso de “El País” es comprensible, están algo
enfadados con el PSOE y es su forma de presionarles, lo que por otra
parte dice mucho de nuestra democracia y de las verdaderas
posibilidades de cambio con una simple reforma electoral. En el caso
de los fundamentalistas del capital también se entiende, del Estado
solo necesitan el ejército y la policía, el resto que lo dirija la
mano invisible del interés privado. Pero estamos hablando en
cualquier caso de generalizaciones absurdas. El autor intenta
escurrir el bulto y dice que no podemos plantear ante su teoría (que
no es suya, solo la ha aplicado al Estado español) ningún
comportamiento individual que no siga la pauta, puesto que él habla
de algo más bien estructural. Sin embargo es una incongruencia
conceptual y teórica llamar “clase” al conjunto de los políticos
y políticas de este país. No solo por la heterogeneidad de clases
que caracteriza a las personas dedicadas a la política (puede que a
nivel nacional se note menos, pero no así a nivel autonómico y
local o entre todas ellas), sino porque además, por mucho que nos
empeñemos, siguen existiendo partidos de clase, es decir, partidos
que abiertamente o sin reconocerlo luchan en favor de una clase
social u otra. No existe una clase social formada por políticos que
tienen, en bloque, unos intereses propios que salvaguardar y que
forman un estrato económico diferenciado de los demás. La clase
social es un concepto estructural, no superestructural. Es un
discurso muy demagógico amén de una pesadilla conceptual que
cualquier politólogo o sociólogo (que no ejerza de mercenario) no
puede tolerar. Es, por tanto, o bien incongruente o bien muy
interesado, hablar de los políticos y las políticas de este país
como si formasen una pasta informe llena de mezquindad. Yo votaría
por lo segundo, que se trata de un interés muy particular, ya que la
utilización del concepto “clase” apunta a la apropiación de los
conceptos contra-hegemónicos por parte del discurso hegemónico con
el fin de desactivarlos, de quitarles todo el potencial emancipatorio
que contienen. No creo que nuestro amigo César se haya dejado llevar
por la moda de “la política apesta”, ni creo que falle de esta
manera por no haber leído los programas de distintos partidos: tiene
un interés muy concreto en que señalemos a los políticos, en
conjunto, como causantes de la crisis. Puede que muchos sean
responsables, puede que varios más que eso, pero los auténticos
culpables no están en el parlamento... ni les hace falta. El autor
pretende que deteniendo a un ladrón deje de haber robos. ¿Se puede
acabar con la corrupción política sin acabar con la fuerza de los
corruptores o sin dejar de separar a la ciudadanía de la actividad y
la representación política? ¿Dejaría de haber ladrones en este
campo si les echásemos y pusiésemos a otros con la misma capacidad
(y probablemente ganas) de robar?
César también pretende decirnos algo
así como que no está habiendo reformas de calado en el Estado
español y que no las está habiendo porque los políticos se sienten
amenazados por estas. En realidad ocurre todo lo contrario, da la
impresión de que este hombre no ha abierto un periódico en un par
de años o, lo que es lo mismo (o quizá peor), que no ha sacado la
cabeza de la caverna mediática durante una temporada: el PPSOE está
practicando unas reformas estructurales de calado que están aquí
para quedarse si no revertimos la situación. Ahora bien, lo que no
va a hacer ese partido es suicidarse y cambiar lo necesario para
dejar de existir o perder su hegemonía. Lo que van a hacer es
cambiar todo lo necesario para que nada cambie. ¿Por qué? Porque
aunque nos guste mucho verlos así, los políticos y las políticas
de este país no forman una casta superior o intocable, la cuestión
es quién puede tocarles o doblarles el brazo, quiénes son los
auténticos ciudadanos en este país, bajo este sistema. El interés
del PPSOE es defender el capital que les ampara y les permite ser así
de grandes y ambiciosos. Es una simbiosis: “yo te financio el
partido, tú me haces un par de favores y luego te contrato por mucho
para nada y puedes así seguir proyectando tu carrera hacia lo más
alto; de lo contrario financiaré a otro, hundiré tu carrera
política y privada y te atacaré con los medios de comunicación que
controlo”. Si alguien quiere hacerse rico puede utilizar la
política como trampolín para impulsarse alto en el sector privado,
esa es la relación, pero si lo que quieres es un sueldo fijo, un
horario más o menos decente y una pensión (lo que César llama
“absorber renta pública”), te haces funcionario, no político.
¿Acaso César trata de negar que el PPSOE cree en lo que hace? Los
políticos y políticas de este país no son vampiros ni diablos, por
mucho que nos disguste lo que digan o hagan. Pero para el autor
parece que hombres de Estado destacables y honrados como Don Manuel
Fraga tenían toda la buena fe del mundo y son los políticos de
ahora, malvados y perversos, los que están traicionando las ideas de
ese maravilloso y mágico periodo que fue la transición. Su visión
de la historia parece de manual de secundaria. No ve la relación (no
quiere verla) entre el continuismo desde el franquismo y la
separación entre cargos electos y ciudadanía.
César insiste en la línea de la
simplificación estéril. Resulta tan triste como peligroso tratar de
medir la política, la función pública, con argumentos
economicistas sacados de “demócratas” como Schumpeter, que
concebía la democracia no como “el gobierno del pueblo” sino
como “competencia entre individuos por alcanzar el poder”. Porque
insinuar que los políticos son una “clase” dedicada
exclusivamente a “absorber renta sin generar riqueza” no tiene
otro nombre que fundamentalismo capitalista. Un político no está
ahí para generar riqueza, no se puede medir si esta ley o aquella
está bien en función del dinerito que haga ganar a unos pocos
señores. La ley y el gobierno deben guiarse por criterios como
justicia, igualdad, libertad, fraternidad, etc., nunca por criterios
de rentabilidad (¿rentabilidad para quién?). El Estado no está
para ganar dinero, sino para proteger derechos cueste lo que cueste,
para hacer efectiva la idea de ciudadanía, para que todo ciudadano y
ciudadana tengan una vida digna. Un político de hoy es un ser
malvado de por sí, dice el autor, porque ni explota a nadie (no
genera riqueza robándole a sus trabajadores) ni es explotado (no
genera plusvalía para un empresario). Si lo miramos todo con las
gafas del capital es fácil dejarse llevar y pensar que sobran las
autonomías, por ejemplo, porque no es apuntar hacia el autogobierno,
es algo caro (gran argumento franquista) y el único gobierno que
debe existir es el mercado (amparado, eso si, por la labor policial
del Estado). La mentalidad del autor resulta ser muy centralista, no
le gusta nada eso de los nacionalismos (sentirse español no implica
nacionalismo, parece ser que es lo normal y natural, todo humano que
no sea español tiene algo de anormalidad), lo que le acerca a las
posturas españolistas más reaccionarias, aquellas que se disfrazan
de progresismo. Qué visión más retorcida: resulta que los
nacionalismos no españoles son fruto del caciquismo... Aquí tira
más de estómago que de materia gris, prueba inequívoca de que
tiene una idea a la que quiere llegar aunque no encuentre los
argumentos para justificarla.
Siguiendo esta línea, el autor trata
de sacar del ámbito de la política cosas tan sorprendentes como el
Tribunal Constitucional o el Banco de España. Supongo que de nuevo
es el mercado el que se tiene que ocupar de cosas como la
constitución o la economía nacional. Ojo: una cosa es que estas
instituciones no estén sujetas a intereses corporativistas de
partido, intereses partidistas, pero otra muy distinta es insinuar
que deben estar exentos de control político. De hecho, la amplia
independencia con la que ha contado el BE la ha utilizado para
traernos a esta crisis y encima demandar que apadrinemos a los ricos,
pobrecillos. No tiene sentido que instituciones determinantes en la
política vayan por su cuenta, es decir, por los cauces del mundo
privado capitalista, como si “los mercados” o estas instituciones
surgiesen de la nada para ser eternamente neutrales y correctas. Las
instituciones, aunque escapen al control político, están habitadas
por personas, no lo olvidemos, personas sometidas a una estructura
social y a unas jerarquías muy concretas.
La confusión conceptual es terrible:
¿cómo se compatibiliza un Estado de Derecho, como pretende César,
con un mercado libre? Mercado libre significa “yo hago esto porque
puedo, porque tengo el capital suficiente y en base a ello estoy
legitimado para tomar decisiones que afectan a países enteros”.
Estado de Derecho significa “existen una serie de barreras que
impide que tú, porque puedes por ser el pez grande, me devores a mi,
que soy el pez pequeño”. Nadie ha sabido explicar todavía cómo
se pueden combinar ambas cosas sin que Estado de Derecho pierda su
significado. La deuda privada contraída por entidades privadas,
sumado a unos políticos complacientes con las clases dirigentes, nos
ha llevado a deshacernos del Estado de Bienestar como si fuese una
lacra, un parásito, en un abrir y cerrar de ojos. Todo, como muy
bien dice César, con la boca llena de palabras que apuntan a que es
inevitable. Y ciertamente lo es si queremos seguir siendo
capitalistas. La Constitución, norma suprema, tan intocable para
algunas cosas, fue enmendada de lleno con agosticidad y alevosía por
un PPSOE pletórico que anunciaba así su intención de adaptar el
Estado y a su gente a los caprichos de una economía caníbal. Una
economía que para el autor es simplemente “revolución constante”,
no existen relaciones de poder que analizar en el mundo capitalista
al margen de la que existe entre político y ciudadano. Su análisis
es ciego, manco y cojo, y no creo que sea porque el autor es
limitado, sino porque el “análisis” ha sido impulsado por
intereses que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad, el
buen vivir o la democracia. Ha limado piezas del puzle para que
encajen, pero claro, la imagen final que nos devuelve es incoherente,
amorfa, de ninguna utilidad.
Y con esa ceguera no es de extrañar
que confunda causas. Por ejemplo, considera que el PPSOE habla de
“reformas inevitables” porque quieren seguir extrayendo renta del
conjunto de los ciudadanos sin dar nada a cambio. Sin embargo, el
hecho de hablar de recortes inevitables tiene una doble función que
nada tiene que ver con acaparar renta pública para sí: liberarse de
responsabilidades (“esto lo tendría que hacer cualquiera que
estuviese en el poder”) y anular cualquier discurso
contra-hegemónico que plantee alternativas. Repito, no se está
jugando solo un interés privado de un grupo de políticos
supuestamente homogéneo y corporativizado. El autor parece negar que
hay aparatos ideológicos funcionando detrás de cada una de nuestras
decisiones, que se orienta la vida pública no solo en base al
interés privado de unos pocos, sino en base a lo que otros pocos
consideran que está bien o está mal: se trata de conseguir
convencer consciente o inconscientemente a toda una población de que
eso que definen como bueno para sí mismos unos cuantos privilegiados
es, en realidad, bueno para todas las personas. César resulta ser
tan reduccionista, tan simplista, que todo lo filtra a través de la
renta del político. Es algo así como decir que la gente solo vota
mirándose el bolsillo, que no intervienen otras variables. Con
“teorías” así no se puede analizar la sociedad real, puede que
ni las imaginarias. Por ejemplo: es digno de una mentalidad infantil
creer que el sistema mayoritario convierte a los políticos en
responsables por arte de magia. El contra-ejemplo más claro nos lo
da Inglaterra, donde el señor Blair, elegido por sistema
mayoritario, metió a su país en la guerra de Irak de la misma forma
que lo hicieron aquí con un sistema proporcional, es decir, pasando
por encima de la gente (incluidos sus propios votantes).
César practica también una defensa,
al principio encubierta, luego más visible, de lo que él llama
“políticas para permanecer en el Euro”, es decir, toda esa serie
de reformas estructurales que dicta la Troika con la connivencia del
PPSOE. Claro, eso para él no son reformas sino “políticas” y no
implican recortes criminales, ni reducción de derechos, ni pérdida
de legitimidad, ni mayor represión, el único efecto que tienen es
el de mantenernos en el Euro, lo cual parece ser que es positivo de
por sí, sin tener en cuenta las condiciones en que se haga. Aboga,
por supuesto, por una mayor “competitividad”, que es el grito de
guerra de las empresas que quieren ver el mundo entero convertido en
su China particular: gobierno autoritario, trabajadores y ciudadanía
silenciados, empresarios salvajes. Yo no digo que salir del Euro sea
la respuesta, pero quizá sí sea algo a tener en cuenta junto con
otros países. Para César eso sería retroceder medio siglo de
“desarrollo”, pero lo cierto es que las reformas económicas y
constitucionales del PPSOE están suponiendo un siglo de retroceso en
conquistas sociales y de derechos.
Tampoco es capaz de ver que no todo
responde a intereses individuales (pura mentalidad
capitalista-hobbesiana) o que hay otros poderes que viven fuera del
parlamento y otras instituciones estatales, hasta el punto de negar
lo más evidente: que el capitalismo, inevitablemente, tarde o
temprano choca con la voluntad popular, con la soberanía de los
pueblos. Mejor no hablemos de los baños de sangre a los que se ha
tenido que someter a esas poblaciones que deciden ensayar otras
maneras de gobernarse, momento en el que el político de turno aplica
la pedagogía del terror y la muerte para que McChorizo mantenga su
margen de beneficio.
Al final del artículo el autor vuelve
a dejarnos ver (sin querer) al príncipe desnudo: confunde el
significado de sistema electoral mayoritario/proporcional con el de
listas abiertas/cerradas y bloqueadas/desbloqueadas, lo que da una
buenísima impresión sobre lo que se ha estado leyendo hasta el
momento. Su teoría hace aguas antes de salir de puerto. César
reconoce que no le interesa la democracia, que solo pretende cambiar
los fusibles del sistema, los políticos y las políticas, para que
todo lo demás siga igual. Apoya abiertamente la dictadura, es decir,
“gobierno de los técnicos”, como se dice ahora. En otras
palabras: defiende la separación radical entre el proceso de toma de
decisiones y la ciudadanía, considerada de nuevo como menor de edad,
al más puro estilo de las monarquías absolutistas de hace unos
siglos. Lo que le importa al autor, por tanto, no son los pueblos,
no es la democracia como forma de organizar la voluntad general, sino
lo que hay que hacer para seguir como antes de la crisis, es decir,
con una ficción de soberanía ciudadana que en realidad es del
capital y sus representantes.
Por último añado que es meritorio el
intento del autor de impedir que nadie pueda discutirle una idea tan
osada como embustera. Alega algo así como: “puesto que hablo de un
grupo que no existe, la clase política, nadie puede replicarme la
teoría aduciendo el comportamiento de uno o varios individuos”. En
fin, otro economista que por no aplicar un análisis politológico se
convence a sí mismo de que todo es economía y se pueden aplicar los
conceptos de esta rama de lo social a todo. Otro predicador cegado
por la idea de que en este mundo no hay más que individuos
desesperados por imponer su voluntad a otros individuos y de que no
hay alternativa al capitalismo salvaje.
Al final, además, me quedo con varias
dudas: si todos los políticos y políticas forman parte de una nueva
“clase social” que se va reproduciendo, ¿de qué sirve votar a
otros partidos que no sean el PPSOE? ¿De qué sirve votar? ¿Cómo
vamos a cambiar la situación? ¿Debemos rechazar de plano la idea de
representatividad? ¿Por qué respetar la ley si la diseñan los
ladrones? Etc, etc...
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