lunes, 8 de octubre de 2012

Los vampiros no existen (respuesta al artículo "Una teoría de la clase política española", de César Molinas)


Lo primero: el artículo tiene algún punto positivo, como cuando César señala la irresponsabilidad de la que han disfrutado y disfrutan la mayor parte de los políticos y políticas de este país. Es cierto que la mayoría de los que han llegado a cargos estatales importantes (y muchos en cargos autonómicos y locales) han diseñado, han repartido y han hecho y deshecho a su antojo, sin luego rendir cuentas ante nadie, al menos no ante la ciudadanía o la justicia. (No puedo dejar de comentar el fatal ejemplo que escoge para hablar de responsabilidad política: al monarca, que le bastó con pedir perdón como un niño pequeño para hacer olvidar los desmanes que entre todos le pagamos). No dimiten nunca porque no aceptan la plena responsabilidad de sus decisiones, solo asumen la parte positiva (real o imaginaria) y niegan la negativa. Por otro lado, también acierta el autor cuando acusa a los partidos de practicar sistemáticamente un aislamiento corporativista que los aleja de la ciudadanía y de la realidad social. Y lo que es peor: la mayor parte de los partidos tienden a practicar esta cerrazón en torno al núcleo dirigente, por lo que algunas familias y/o tendencias tienden a perpetuarse en la dirección de estos. Pero al margen de estos aciertos superficiales el artículo de César Molinas deja mucho que desear.

Resulta muy peligroso a la par que demagógico pensar que cambiando el sistema electoral van a cambiar demasiado las cosas. Esta idea flota a través de todo el artículo, es algo así como “para cambiar las cosas solo hay que cambiar a quienes están ahí arriba”. Se olvida nuestro querido amigo de miles de años de historia: ¿desde cuando dio resultado cambiar un rey por otro? El cambio no debe buscarse en la personalidad de quien maneja el timón, sino en hacer accesible el timón a toda la ciudadanía. Dicho de otra forma: el autor parece empeñado en cambiar de amo porque trata mal a a los siervos de la gleba, insinuando que otros amos nos tratarán mejor. Pero si queremos que esa gente deje de confundir interesada e impunemente lo público con lo privado lo que tendremos que hacer es cambiar esa estructura político-social que convierte a unos en amos y a otros en siervos. Esto es, habrá que hacer efectiva la ciudadanía. Y eso no se consigue simplemente reformando la ley electoral, eso no garantiza nada. Hay que cambiarla, evidentemente, pero habrá que discutir cuál queremos darnos. Y también habrá que discutir quién la cambia, porque si lo hace el PPSOE difícilmente va a mejorar nada sustancialmente, se harán un nuevo traje a medida.

Por otra parte, empieza a resultar bastante cansina la oleada de artículos, reportajes, viñetas, comentarios, titulares y columnillas que señalan con dedo acusador, hacha de verdugo en mano, hacia los políticos y las políticas en conjunto, como si formasen un todo homogéneo, y les sentencian como culpables de todos y cada uno de los males que aquejan el Estado español. En el caso de “El País” es comprensible, están algo enfadados con el PSOE y es su forma de presionarles, lo que por otra parte dice mucho de nuestra democracia y de las verdaderas posibilidades de cambio con una simple reforma electoral. En el caso de los fundamentalistas del capital también se entiende, del Estado solo necesitan el ejército y la policía, el resto que lo dirija la mano invisible del interés privado. Pero estamos hablando en cualquier caso de generalizaciones absurdas. El autor intenta escurrir el bulto y dice que no podemos plantear ante su teoría (que no es suya, solo la ha aplicado al Estado español) ningún comportamiento individual que no siga la pauta, puesto que él habla de algo más bien estructural. Sin embargo es una incongruencia conceptual y teórica llamar “clase” al conjunto de los políticos y políticas de este país. No solo por la heterogeneidad de clases que caracteriza a las personas dedicadas a la política (puede que a nivel nacional se note menos, pero no así a nivel autonómico y local o entre todas ellas), sino porque además, por mucho que nos empeñemos, siguen existiendo partidos de clase, es decir, partidos que abiertamente o sin reconocerlo luchan en favor de una clase social u otra. No existe una clase social formada por políticos que tienen, en bloque, unos intereses propios que salvaguardar y que forman un estrato económico diferenciado de los demás. La clase social es un concepto estructural, no superestructural. Es un discurso muy demagógico amén de una pesadilla conceptual que cualquier politólogo o sociólogo (que no ejerza de mercenario) no puede tolerar. Es, por tanto, o bien incongruente o bien muy interesado, hablar de los políticos y las políticas de este país como si formasen una pasta informe llena de mezquindad. Yo votaría por lo segundo, que se trata de un interés muy particular, ya que la utilización del concepto “clase” apunta a la apropiación de los conceptos contra-hegemónicos por parte del discurso hegemónico con el fin de desactivarlos, de quitarles todo el potencial emancipatorio que contienen. No creo que nuestro amigo César se haya dejado llevar por la moda de “la política apesta”, ni creo que falle de esta manera por no haber leído los programas de distintos partidos: tiene un interés muy concreto en que señalemos a los políticos, en conjunto, como causantes de la crisis. Puede que muchos sean responsables, puede que varios más que eso, pero los auténticos culpables no están en el parlamento... ni les hace falta. El autor pretende que deteniendo a un ladrón deje de haber robos. ¿Se puede acabar con la corrupción política sin acabar con la fuerza de los corruptores o sin dejar de separar a la ciudadanía de la actividad y la representación política? ¿Dejaría de haber ladrones en este campo si les echásemos y pusiésemos a otros con la misma capacidad (y probablemente ganas) de robar?

César también pretende decirnos algo así como que no está habiendo reformas de calado en el Estado español y que no las está habiendo porque los políticos se sienten amenazados por estas. En realidad ocurre todo lo contrario, da la impresión de que este hombre no ha abierto un periódico en un par de años o, lo que es lo mismo (o quizá peor), que no ha sacado la cabeza de la caverna mediática durante una temporada: el PPSOE está practicando unas reformas estructurales de calado que están aquí para quedarse si no revertimos la situación. Ahora bien, lo que no va a hacer ese partido es suicidarse y cambiar lo necesario para dejar de existir o perder su hegemonía. Lo que van a hacer es cambiar todo lo necesario para que nada cambie. ¿Por qué? Porque aunque nos guste mucho verlos así, los políticos y las políticas de este país no forman una casta superior o intocable, la cuestión es quién puede tocarles o doblarles el brazo, quiénes son los auténticos ciudadanos en este país, bajo este sistema. El interés del PPSOE es defender el capital que les ampara y les permite ser así de grandes y ambiciosos. Es una simbiosis: “yo te financio el partido, tú me haces un par de favores y luego te contrato por mucho para nada y puedes así seguir proyectando tu carrera hacia lo más alto; de lo contrario financiaré a otro, hundiré tu carrera política y privada y te atacaré con los medios de comunicación que controlo”. Si alguien quiere hacerse rico puede utilizar la política como trampolín para impulsarse alto en el sector privado, esa es la relación, pero si lo que quieres es un sueldo fijo, un horario más o menos decente y una pensión (lo que César llama “absorber renta pública”), te haces funcionario, no político. ¿Acaso César trata de negar que el PPSOE cree en lo que hace? Los políticos y políticas de este país no son vampiros ni diablos, por mucho que nos disguste lo que digan o hagan. Pero para el autor parece que hombres de Estado destacables y honrados como Don Manuel Fraga tenían toda la buena fe del mundo y son los políticos de ahora, malvados y perversos, los que están traicionando las ideas de ese maravilloso y mágico periodo que fue la transición. Su visión de la historia parece de manual de secundaria. No ve la relación (no quiere verla) entre el continuismo desde el franquismo y la separación entre cargos electos y ciudadanía.

César insiste en la línea de la simplificación estéril. Resulta tan triste como peligroso tratar de medir la política, la función pública, con argumentos economicistas sacados de “demócratas” como Schumpeter, que concebía la democracia no como “el gobierno del pueblo” sino como “competencia entre individuos por alcanzar el poder”. Porque insinuar que los políticos son una “clase” dedicada exclusivamente a “absorber renta sin generar riqueza” no tiene otro nombre que fundamentalismo capitalista. Un político no está ahí para generar riqueza, no se puede medir si esta ley o aquella está bien en función del dinerito que haga ganar a unos pocos señores. La ley y el gobierno deben guiarse por criterios como justicia, igualdad, libertad, fraternidad, etc., nunca por criterios de rentabilidad (¿rentabilidad para quién?). El Estado no está para ganar dinero, sino para proteger derechos cueste lo que cueste, para hacer efectiva la idea de ciudadanía, para que todo ciudadano y ciudadana tengan una vida digna. Un político de hoy es un ser malvado de por sí, dice el autor, porque ni explota a nadie (no genera riqueza robándole a sus trabajadores) ni es explotado (no genera plusvalía para un empresario). Si lo miramos todo con las gafas del capital es fácil dejarse llevar y pensar que sobran las autonomías, por ejemplo, porque no es apuntar hacia el autogobierno, es algo caro (gran argumento franquista) y el único gobierno que debe existir es el mercado (amparado, eso si, por la labor policial del Estado). La mentalidad del autor resulta ser muy centralista, no le gusta nada eso de los nacionalismos (sentirse español no implica nacionalismo, parece ser que es lo normal y natural, todo humano que no sea español tiene algo de anormalidad), lo que le acerca a las posturas españolistas más reaccionarias, aquellas que se disfrazan de progresismo. Qué visión más retorcida: resulta que los nacionalismos no españoles son fruto del caciquismo... Aquí tira más de estómago que de materia gris, prueba inequívoca de que tiene una idea a la que quiere llegar aunque no encuentre los argumentos para justificarla.

Siguiendo esta línea, el autor trata de sacar del ámbito de la política cosas tan sorprendentes como el Tribunal Constitucional o el Banco de España. Supongo que de nuevo es el mercado el que se tiene que ocupar de cosas como la constitución o la economía nacional. Ojo: una cosa es que estas instituciones no estén sujetas a intereses corporativistas de partido, intereses partidistas, pero otra muy distinta es insinuar que deben estar exentos de control político. De hecho, la amplia independencia con la que ha contado el BE la ha utilizado para traernos a esta crisis y encima demandar que apadrinemos a los ricos, pobrecillos. No tiene sentido que instituciones determinantes en la política vayan por su cuenta, es decir, por los cauces del mundo privado capitalista, como si “los mercados” o estas instituciones surgiesen de la nada para ser eternamente neutrales y correctas. Las instituciones, aunque escapen al control político, están habitadas por personas, no lo olvidemos, personas sometidas a una estructura social y a unas jerarquías muy concretas.

La confusión conceptual es terrible: ¿cómo se compatibiliza un Estado de Derecho, como pretende César, con un mercado libre? Mercado libre significa “yo hago esto porque puedo, porque tengo el capital suficiente y en base a ello estoy legitimado para tomar decisiones que afectan a países enteros”. Estado de Derecho significa “existen una serie de barreras que impide que tú, porque puedes por ser el pez grande, me devores a mi, que soy el pez pequeño”. Nadie ha sabido explicar todavía cómo se pueden combinar ambas cosas sin que Estado de Derecho pierda su significado. La deuda privada contraída por entidades privadas, sumado a unos políticos complacientes con las clases dirigentes, nos ha llevado a deshacernos del Estado de Bienestar como si fuese una lacra, un parásito, en un abrir y cerrar de ojos. Todo, como muy bien dice César, con la boca llena de palabras que apuntan a que es inevitable. Y ciertamente lo es si queremos seguir siendo capitalistas. La Constitución, norma suprema, tan intocable para algunas cosas, fue enmendada de lleno con agosticidad y alevosía por un PPSOE pletórico que anunciaba así su intención de adaptar el Estado y a su gente a los caprichos de una economía caníbal. Una economía que para el autor es simplemente “revolución constante”, no existen relaciones de poder que analizar en el mundo capitalista al margen de la que existe entre político y ciudadano. Su análisis es ciego, manco y cojo, y no creo que sea porque el autor es limitado, sino porque el “análisis” ha sido impulsado por intereses que nada tienen que ver con la búsqueda de la verdad, el buen vivir o la democracia. Ha limado piezas del puzle para que encajen, pero claro, la imagen final que nos devuelve es incoherente, amorfa, de ninguna utilidad.

Y con esa ceguera no es de extrañar que confunda causas. Por ejemplo, considera que el PPSOE habla de “reformas inevitables” porque quieren seguir extrayendo renta del conjunto de los ciudadanos sin dar nada a cambio. Sin embargo, el hecho de hablar de recortes inevitables tiene una doble función que nada tiene que ver con acaparar renta pública para sí: liberarse de responsabilidades (“esto lo tendría que hacer cualquiera que estuviese en el poder”) y anular cualquier discurso contra-hegemónico que plantee alternativas. Repito, no se está jugando solo un interés privado de un grupo de políticos supuestamente homogéneo y corporativizado. El autor parece negar que hay aparatos ideológicos funcionando detrás de cada una de nuestras decisiones, que se orienta la vida pública no solo en base al interés privado de unos pocos, sino en base a lo que otros pocos consideran que está bien o está mal: se trata de conseguir convencer consciente o inconscientemente a toda una población de que eso que definen como bueno para sí mismos unos cuantos privilegiados es, en realidad, bueno para todas las personas. César resulta ser tan reduccionista, tan simplista, que todo lo filtra a través de la renta del político. Es algo así como decir que la gente solo vota mirándose el bolsillo, que no intervienen otras variables. Con “teorías” así no se puede analizar la sociedad real, puede que ni las imaginarias. Por ejemplo: es digno de una mentalidad infantil creer que el sistema mayoritario convierte a los políticos en responsables por arte de magia. El contra-ejemplo más claro nos lo da Inglaterra, donde el señor Blair, elegido por sistema mayoritario, metió a su país en la guerra de Irak de la misma forma que lo hicieron aquí con un sistema proporcional, es decir, pasando por encima de la gente (incluidos sus propios votantes).

César practica también una defensa, al principio encubierta, luego más visible, de lo que él llama “políticas para permanecer en el Euro”, es decir, toda esa serie de reformas estructurales que dicta la Troika con la connivencia del PPSOE. Claro, eso para él no son reformas sino “políticas” y no implican recortes criminales, ni reducción de derechos, ni pérdida de legitimidad, ni mayor represión, el único efecto que tienen es el de mantenernos en el Euro, lo cual parece ser que es positivo de por sí, sin tener en cuenta las condiciones en que se haga. Aboga, por supuesto, por una mayor “competitividad”, que es el grito de guerra de las empresas que quieren ver el mundo entero convertido en su China particular: gobierno autoritario, trabajadores y ciudadanía silenciados, empresarios salvajes. Yo no digo que salir del Euro sea la respuesta, pero quizá sí sea algo a tener en cuenta junto con otros países. Para César eso sería retroceder medio siglo de “desarrollo”, pero lo cierto es que las reformas económicas y constitucionales del PPSOE están suponiendo un siglo de retroceso en conquistas sociales y de derechos.

Tampoco es capaz de ver que no todo responde a intereses individuales (pura mentalidad capitalista-hobbesiana) o que hay otros poderes que viven fuera del parlamento y otras instituciones estatales, hasta el punto de negar lo más evidente: que el capitalismo, inevitablemente, tarde o temprano choca con la voluntad popular, con la soberanía de los pueblos. Mejor no hablemos de los baños de sangre a los que se ha tenido que someter a esas poblaciones que deciden ensayar otras maneras de gobernarse, momento en el que el político de turno aplica la pedagogía del terror y la muerte para que McChorizo mantenga su margen de beneficio.

Al final del artículo el autor vuelve a dejarnos ver (sin querer) al príncipe desnudo: confunde el significado de sistema electoral mayoritario/proporcional con el de listas abiertas/cerradas y bloqueadas/desbloqueadas, lo que da una buenísima impresión sobre lo que se ha estado leyendo hasta el momento. Su teoría hace aguas antes de salir de puerto. César reconoce que no le interesa la democracia, que solo pretende cambiar los fusibles del sistema, los políticos y las políticas, para que todo lo demás siga igual. Apoya abiertamente la dictadura, es decir, “gobierno de los técnicos”, como se dice ahora. En otras palabras: defiende la separación radical entre el proceso de toma de decisiones y la ciudadanía, considerada de nuevo como menor de edad, al más puro estilo de las monarquías absolutistas de hace unos siglos. Lo que le importa al autor, por tanto, no son los pueblos, no es la democracia como forma de organizar la voluntad general, sino lo que hay que hacer para seguir como antes de la crisis, es decir, con una ficción de soberanía ciudadana que en realidad es del capital y sus representantes.

Por último añado que es meritorio el intento del autor de impedir que nadie pueda discutirle una idea tan osada como embustera. Alega algo así como: “puesto que hablo de un grupo que no existe, la clase política, nadie puede replicarme la teoría aduciendo el comportamiento de uno o varios individuos”. En fin, otro economista que por no aplicar un análisis politológico se convence a sí mismo de que todo es economía y se pueden aplicar los conceptos de esta rama de lo social a todo. Otro predicador cegado por la idea de que en este mundo no hay más que individuos desesperados por imponer su voluntad a otros individuos y de que no hay alternativa al capitalismo salvaje.

Al final, además, me quedo con varias dudas: si todos los políticos y políticas forman parte de una nueva “clase social” que se va reproduciendo, ¿de qué sirve votar a otros partidos que no sean el PPSOE? ¿De qué sirve votar? ¿Cómo vamos a cambiar la situación? ¿Debemos rechazar de plano la idea de representatividad? ¿Por qué respetar la ley si la diseñan los ladrones? Etc, etc...

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