viernes, 26 de octubre de 2012

Agamben en Neptuno: la excepción como norma.


Gorgio Agamben partió de una figura del Derecho Romano, el “homo sacer”, para construir toda una teoría acerca de la centralidad de la vida (o más bien la decisión sobre la misma) en la política moderna. El concepto de “vida”, para Agamben, tiene una doble vertiente. Por un lado nos habla de la nuda supervivencia fisiológica de los cuerpos, la reproducción de la vida, la mera subsistencia, la existencia material. En este caso hablaríamos de “zoe”: un proceso cíclico (nacimiento-vida-muerte-nacimiento...) que es siempre igual independientemente de la generación de seres vivos de la que hablemos. Es algo que compartimos, por tanto, los seres humanos con el resto de animales. Por otro lado, nos encontramos con la vida entendida en un sentido lineal, biográfico: el “bios”. Cada una de las personas tiene una experiencia personal que va constituyendo su individualidad, diferenciando su vida de la de las demás, haciendo de esa individualidad algo único e irrepetible que finalizará con la muerte. Es, por tanto, la vida específicamente humana, la vida política, aquello que nos diferencia de otros animales, incluidos los sociales.

Dentro de este esquema, el “homo sacer” no es otra cosa que un expulsado, un excluido de la comunidad política. Es un ser humano cuya vida no implica “bios”, es tan solo “zoe”. Por tanto, se trata de un individuo que no merece tan si quiera ser juzgado o condenado, no es sujeto de derecho alguno, no tiene valor jurídico como ser humano. Lejos de ser uno de los muchos efectos de un sistema político-económico concreto, Agamben defiende que es precisamente la capacidad de incluir/excluir de la comunidad política, la capacidad de establecer quién es “zoe” y quién es “bios”, el elemento originario del poder político, de la soberanía: un poder soberano no es otro que aquel que tiene el poder ilimitado de decisión sobre la vida. Y la relación que se establece entre el poder soberano y el “homo sacer” conforman la realidad de la política: el establecimiento de “el otro”, el excluido del “bios” social, es parte consustancial del poder, es el elemento que lo constituye.

En un sistema como el nuestro, la soberanía se afirma cuando se decide lo que puede y lo que no puede constituir un campo de excepción, esto es, las ocasiones o lugares en los que el Estado de Derecho queda anulado, sin validez. Pongamos un caso práctico para que se entienda mejor: el Estado español, concretamente su reacción ante las convocatorias de protesta en torno al Congreso. Antes de nada, es importante entender que la clave de la decisión soberana no es que el Estado trate de corregir, mediante la excepción, un exceso que de otra forma no podría corregir (lo que se ha definido como “terrorismo callejero” y “golpe de Estado”, por ejemplo), una especie de “me salto la ley para poder proteger la ley”; la clave se encuentra en la capacidad de crear y definir el espacio en el que el marco político-jurídico tendrá validez o no.

En prácticamente todas las manifestaciones convocadas hasta la fecha ante el Congreso nos hemos encontrado con el siguiente esquema: a) miembros del gobierno caldean el ambiente con el ánimo de justificar, a priori, cualquier tipo de acción policial violenta, por ejemplo advirtiendo de que existen “grupos extremistas y violentos” que se infliltran en las manifestaciones para hacer el mal; b) el gobierno despliega un dispositivo policial abrumador, absolutamente desproporcionado, pero que también ayuda a preparar el ambiente para una futura aceptación acrítica de lo que suceda: el desplegar tantos efectivos señala a los manifestantes, antes de que se manifiesten, como un gran peligro “real”; c) durante las manifestaciones, se producen cargas policiales violentísimas, desmesuradas, que acaban con decenas de heridos y detenidos; d) los agentes encargados de reprimir y disolver las manifestaciones no llevan identificación visible y se niegan a darla aunque se lo exija la ciudadanía; e) al día siguiente, se utilizan determinadas imágenes sacadas de contexto, se falsean los hechos y se legitima, desde el gobierno y los medios de comunicación a su servicio, la violencia aplicada; d) el gobierno suelta globos sonda para comprobar en qué medida se aceptaría (cómo lo recibe la sociedad) una limitación del derecho a manifestarse y, en paralelo, en qué medida estamos dispuestos a tolerar que determinados cuerpos del Estado se sitúen más allá de la ley.

Parece que Agamben se ha estado paseando por el centro de Madrid. En primer lugar, tanto el hecho de convocar una fuerza de antidisturbios desproporcionada como el hecho de hablar de grupos “antisistema” (que en el diccionario político del poder viene a significar “radicales-extremistas-violentos-pseudoterroristas”), de “golpe de Estado”, de “terrorismo callejero”, etc., y al hacerlo pretender arrancar todo el significado político de las acciones de protesta, el gobierno está señalando a los manifestantes como un peligro irracional que actúa más allá de la ley y que atenta contra el Estado de Derecho, representado este, claro está, por el gobierno. Se trata, por tanto, de un primer intento de colocar a los y las manifestantes en la posición de “homo sacer”: son seres manipulados, que actúan sin razón, que son violentos y que pretenden acabar con “nuestro estilo de vida”. Vivimos en la sociedad del espectáculo, en la sociedad en la que una imagen vale más que cualquier realidad. Y ese es precisamente el arma que utilizan: se crea una imagen distorsionada de la ciudadanía que nos induce a aceptar que esas personas que van a Neptuno son algo así como el enemigo interno, seres que en tanto que no respetan las normas del juego no se merecen una respuesta desde el derecho, sino desde las fuerzas del orden del régimen (“leña y punto”, decía uno de los responsables de la SUP).

Las cargas policiales sobre la población son el siguiente paso del guión. Cualquier excusa es válida y siempre se encuentra una: cuando reciben la orden, los antidisturbios bañan sus porras en sangre, abren fuego contra familias, persiguen a ciudadanos y ciudadanas como si estos fuesen animales. Es el momento en el que se puede comprobar con mayor facilidad que en un sistema político-económico como el nuestro existen seres desechables, seres sin vida política, sin “bios” y que son, por tanto, pura “zoe”, nuda vida ante la que no cabe aplicar la ley: la policía pega y dispara indiscriminadamente, practica detenciones arbitrarias, maltrata psicológica y físicamente a quien detiene, retiene durante dos días en situaciones penosas e incluso en aislamiento a quien le parece, inventa atestados policiales para alimentar su ego y cubrirse las espaldas por si llega el extraño día en que se investigan sus acciones... Y, en mitad de esta fiesta macabra, uno se da cuenta de que es imposible identificar a los agentes: no llevan identificación visible y aquellos inocentes que intentan que se la muestren son susceptibles de ser detenidos o heridos. En otras palabras: el Estado viola sus propias leyes, abre un paréntesis en las mismas, para convertir a los profesionales de la violencia “legítima” en seres irresponsables, en personas que no responden por sus actos. El Estado, a través del poder ejecutivo, establece así un campo de excepción dedicado a quienes se oponen a su régimen: los responsables de la violencia estatal, del orden en las calles, son irresponsables ante la ley. Solo quienes sufren esa violencia tienen que responder por sus actos, pero no ante la ley, sino ante una serie de funcionarios que discrecionalmente deciden si se te aplica la ley por actos que no has cometido (el mejor de los casos, como la pareja a la que introdujeron piedras en la mochila para acusarles de atentado contra la autoridad), o si ni si quiera estás en el territorio de la ley: ellos mismos, lejos de las cámaras, se encargan entonces de explicarle al cuerpo de la víctima (el detenido o la detenida) en qué consiste ser “homo sacer”.

Y por último tenemos “el día siguiente”, las horas y los días que transcurren tras la protesta y la consecuente represión policial. Este es el momento de justificar retroactivamente lo que ha ocurrido, de construir la realidad para que esta permita seguir satisfaciendo ciertos privilegios. Basta la imagen de un policía siendo golpeado por algo, independientemente de que sea después de una carga policial, para justificar todos los desmanes que comete este cuerpo contra los manifestantes, como si el cazar ciudadanos fuese un acto de defensa propia. Que lo hagan medios de comunicación “fascistoides” no es de extrañar ni nos dice demasiado. Pero que lo haga el gobierno implica una diferencia sustantiva: el poder ejecutivo trata de erigirse como poder soberano por encima del resto de instituciones del Estado. Y no es la soberanía “tradicional” de un Estado de Derecho la que reclama (basada en la representación y en la legitimidad otorgada por el respeto a la ley), sino una soberanía en el más puro sentido de Agamben (la capacidad de excluir de la comunidad política, de establecer la excepción), agresiva y tendente a abolir la división de poderes, como demuestra la posterior persecución jurídica que sufren los que convocan las manifestaciones, los que han participado y han sido identificados e incluso quien salía del metro en el momento equivocado. Se trata de un asalto del poder ejecutivo, que además del poder judicial, controla también el legislativo no solo gracias a que nuestro propio sistema político entrega el control de ambos (legislativo y ejecutivo) a uno de los dos partidos mayoritarios, sino también en el sentido de que el ejecutivo empieza a guiar, en su propio interés y para su propio beneficio en tanto poder ejecutivo, la dirección y el contenido de las leyes.

Es por esto por lo que intenta, utilizando argumentos económicos como que "molesta a los comerciantes", limitar el derecho a manifestarse, es decir, limitar el derecho a expresar el rechazo a todo un orden social, político y económico que deshumaniza, que convierte a cada vez más personas en “homo sacer”. Y es por eso por lo que busca también garantizar la impunidad, la excepcionalidad de las fuerzas del orden encargadas de reprimir las manifestaciones. Por eso no ha de sorprendernos que tengan intenciones como la de prohibir que los manifestantes graben con sus cámaras o móviles a los policías en acto de servicio. Porque resulta extremadamente peligroso que la ciudadanía contemple cómo se le avasalla, se le rompe, se le nadifica y se le condena: si la soberanía de este ejecutivo se basa en identificar a los movimientos sociales como “zoe”, no conviene que se les vea gritar, llorar, asustarse y resistir dignamente, como humanos, como “bios”. No es conveniente que los “homo sacer” adquieran herramientas para hacer visible la injusticia y, de paso, a sí mismos.

Así es como este ejecutivo, impotente ante los mandatos de la Troika, quiere reafirmar su soberanía y reclamar un espacio de poder político hoy negado desde las instituciones económicas. Si no puede optar por la legitimidad del Estado de Derecho (atrapado en las redes de la economía capitalista), el ejecutivo tiene necesariamente que apuntar a otra soberanía, aquella que funciona al margen del derecho, de las leyes y de la ciudadanía: el ejecutivo produce así leyes que no son leyes, que son normas encaminadas a restablecer el poder soberano, el poder de determinados funcionarios para interpretar y decidir unilateralmente las condiciones, la forma y a quién se aplica la ley. El futuro pinta mal si no intervenimos: un futuro sin leyes, no anárquico sino plagado de normas arbitrarias, abandonado a las decisiones discrecionales de un grupo de funcionarios y empresarios que no responden más que ante sí mismos. Un futuro en el que la policía antidisturbios se comportará como un cuerpo formado por pequeños soberanos instrumentalizados que, si bien desconocen parcialmente el trabajo que hacen y los intereses que guían a los que les dan las órdenes, tomarán aún así decisiones unilaterales que tienen no pocas consecuencias sobre la vida de sus víctimas.

En definitiva, si permitimos que el ejecutivo siga por este camino, no tardaremos mucho en darnos cuenta (y quizá sea demasiado tarde) de que cualquiera puede ser considerado “homo sacer”. Ahora bien, desde ese momento, desde el momento en que nos hacemos conscientes de que todos somos reducibles a la nuda vida, podemos decir que hay cierta universalidad en la condición de excepcionalidad y que el poder, efectivamente, asegura el actual orden político-económico escogiendo quién está dentro y quién fuera de la comunidad política, que ese es su principal ejercicio táctico. Resulta muy ilustrativo lo que se vio el pasado martes, día en que comenzaba la discusión sobre los Presupuestos Generales del Estado: mientras los señores diputados del partido en el gobierno llenaban la cafetería y los pasillos del Congreso para no escuchar a los partidos "minoritarios" plantear sus objeciones, dejando un hemiciclo desierto, la ciudadanía nadificada se reunía en asambleas multitudinarias a menos de 200 metros del edificio para discutir y hacer política. A estas alturas ya es evidente que ambas formas de entender el poder y la política no pueden coexistir: en las asambleas las clases subalternas son el “bios”. En el congreso, son la “zoe”. En la calle son la esperanza del fin de un orden injusto, en el parlamento son el enemigo, una invitación a la excepcionalidad permanente... eso sí, convertida en “ley”.

3 comentarios:

  1. Clarividente y real. Lástima que no aparezca publicado en los llamados medios de comunicación progresista ? como "El Pais"

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