miércoles, 3 de octubre de 2012

Y llegó el momento


Desde 1978 nos venían contando un cuento. Un relato que tenía sus partes cómicas, sus partes de terror, pero que pretendía ser sobre todo serio... y definitivo. En esta historieta, la protagonista es una constitución regalada por un régimen dictatorial que, en su último suspiro, decidió reconvertirse y adoptó la forma de monarquía parlamentaria. Según el relato, ese pequeño texto jurídico al que ya no llamamos constitución sino “La Constitución”, esa serie de artículos que forman la norma suprema (el marco al que deben referirse todas las demás normas), era el fruto y el símbolo del definitivo hermanamiento de la sociedad española: a cambio de olvidar 40 años de dictadura se nos ofrecía un abanico más amplio de libertades. Aceptamos el chantaje.

Pero con el paso de los años, ese maravilloso relato sobre paraísos democráticos, el fin de las rencillas y el advenimiento del derecho se ha quedado en un mero canto de cuna que no duerme ni a los más pequeños. Y quizá lo más curioso es que la estocada final no se la dio un poder contra-hegemónico surgido de los nadies, de abajo, sino que fueron los propios cuentacuentos los que, incapaces de seguir manteniendo el relato, se encargaron de destriparlo. Y lo hicieron susurrando, escondiéndose en rincones, hasta que fue imposible ocultarlo más y tuvieron que apelar al lenguaje catastrofista propio de los curas: “es inevitable”, decían, “hay que cambiar la norma suprema, intocable hasta ahora, para satisfacer a los mercados, no se puede hacer otra cosa... ¡hay que generar confianza en los inversores!”. El resultado: mediante la introducción de un par de artículos “La Constitución” fue declarada públicamente inútil, papel mojado, una declaración de intenciones en el mejor de los casos.

Mediante la reforma constitucional que propuso el PPSOE se dio prioridad al pago de la deuda y los intereses que esta genera sobre la dignidad de la ciudadanía, incluso sobre su vida. Las consecuencias de este pacto entre las élites políticas y financieras son los inagotables e impunes recortes que se imponen especialmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad: tijeretazos al presupuesto público y a los derechos, a las conquistas sociales y laborales y a la propia democracia en general. Pero hay consecuencias que van más allá de las inmediatamente apreciables, que parecían alarmistas en un principio, pero que hoy demuestran ser aterradoramente reales. Porque ahora que el capital ha probado el sabor de la sangre quiere más. No se conforma con haber convertido en palabras sin significado todo aquello que concierne a la defensa de la dignidad de la ciudadanía. También quiere, lógicamente, nuestras libertades.

Los representantes del capital han hecho otro de esos análisis sociales que brillan por la ausencia de ética y humanidad pero que guardan un puntito de verdad. Habrán caído en la cuenta de que a buena parte de la población no se le engaña con cuentos de terror o de navidad; habrán entendido que medidas como hacer retroceder la esperanza de vida privatizando y desmantelando la sanidad pública, generalizar el precariado, adaptar la educación a las exigencias del Banco Santander y compañía, etc., generan resistencias. Y que estas resistencias se hacen visibles en el espacio público, pasan de las palabras a los actos en las calles, especialmente si los supuestos representantes (partidos y sindicatos) que deberían defender a la ciudadanía están, en el mejor de los casos, ausentes si no directamente comprados a bajo precio. Habrán entendido, en definitiva, que sin una adecuada aplicación de la fuerza y la barbarie policiales no se podrá continuar tomando y aplicando decisiones de este calado. La obediencia basada en relatos no da más de sí. Y ahora parece que han dado un paso más en su análisis: se empieza a vislumbrar que la escalada de violencia policial provoca, además de miedo, frustración y odio, una escalada en la protesta.

La forma de proceder, por tanto, está clara: si la ciudadanía desobedece cuando no se autoriza una manifestación y ya se ha abusado del uso de la fuerza demasiado, la solución no consiste tanto en perseguir y castigar a quienes salen a la calle como en impedir directamente que salgan a la calle o en garantizar que lo hagan en condiciones humillantes. Es en esta dirección en la que apuntan altos miembros de gobierno mientras buena parte de la oposición mira hacia otro lado. Sin ir más lejos, Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, entiende que las manifestaciones “provocan molestias”, especialmente a los “comerciantes de la zona”, y que hay tantas manifestaciones que “habrá que regularlas”.

Los que se creen dueños (o futuros dueños) del poder pueden carecer de muchas cosas, pero astucia no les falta. Invirtiendo los términos de la realidad, señalan las manifestaciones como un factor espontáneo, caprichoso, apolítico (y por tanto económico), generador de problemas. Mediante estas palabras, a priori tan inocentes y tan respetables como cualquiera, se está convirtiendo en nada, en pura molestia o incapacidad intelectual, los motivos que generan esa respuesta popular consistente en tomar las calles. Así, el problema no es la pérdida de derechos, ni los recortes sociales, ni la represión y el gasto policiales, ni la deuda ilegítima con la que se nos ha cargado al conjunto de la ciudadanía, ni que se valore la política y la ética en términos económicos... “Queremos hacer de la ciudad de Madrid el lugar donde sea más fácil abrir un negocio”. Traducción: los empresarios ya no se sienten seguros y exigen, además de la constitución, el orden en las calles. La calle no puede ser utilizada para protestar a determinadas horas porque esas son horas de consumir. Y ete aquí la cuestión desnudada: las personas sin más “propiedad” que su fuerza de trabajo no son ciudadanas, son consumidoras.

Ha llegado, por tanto, el momento que tanto temíamos: no les basta con manejar el poder, diseñar las normas arbitrarias que hacen pasar por leyes ni reprimir a los que protestan. El capital exige el orden (la paz del imperio) y el espacio: que las manifestaciones, si no pueden evitarse, no se oigan, no se vean y no se sientan; pero sobre todo que no molesten al propietario del McDonalds, el auténtico ciudadano en las democracias capitalistas,la única voz que merece escucharse desde el poder y los medios de comunicación afiliados. Que no salgan las cargas policiales en la televisión porque “dan mala imagen al país”. Utilitarismo y falta de ética en grado extremo: no importa la realidad, solo la imagen que se tiene de ella en los centros económicos, que son los que imparten bendiciones y maldiciones. Esto es especular con un país entero (un país que ya no es un país, sino un producto más). Me pregunto quiénes son los “radicales” o “extremistas”. Pero sobre todo no puedo dejar de hacerme esta pregunta: ¿cómo hemos llegado a la situación en que palabras así no implican un rechazo social masivo y una dimisión inmediata, sino más bien lo contrario (aceptación, comprensión) en buena parte de la sociedad? O despertamos y recuperamos una normalidad razonable o nos acabamos de hundir. Si le quitan el significado a la palabra manifestación, ¿qué nos quedará?

1 comentario:

  1. ¿Soy yo, o también a tí se te atragantó el desayuno con el artículo del Sr. Lassalle en El País? ("Antipolítica y multitud", 1 de octubre de 2012).

    No deja de ser curioso cómo la élite económica, erigida (como no puede ser menos en un sistema capitalista) en élite política, intenta secuestrar la actividad política encerrándola en el Parlamento para poder violarla a gusto. Barren las calles de tan malas prácticas dejándolas bien limpias de pueblo y pringosas de consumidores atontados.

    ¿Antipolítico es tomar la calle? Esa conquista es lo más político que hay, no hay idea de participación popular más pura que la que se da en la plaza de la polis. Y si quieres dar un golpe de estado político, amén de económico, tendrás que limpiarla de manifestantes y asambleístas.

    Va a tener razón el John Brown: lo que hay en las calles es multitud y política. En el Parlamento sólo encontramos masa y antipolítica.

    ¡Buen artículo!

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