Desde 1978 nos venían contando un
cuento. Un relato que tenía sus partes cómicas, sus partes de
terror, pero que pretendía ser sobre todo serio... y definitivo. En
esta historieta, la protagonista es una constitución regalada por un
régimen dictatorial que, en su último suspiro, decidió
reconvertirse y adoptó la forma de monarquía parlamentaria. Según
el relato, ese pequeño texto jurídico al que ya no llamamos
constitución sino “La Constitución”, esa serie de artículos
que forman la norma suprema (el marco al que deben referirse todas
las demás normas), era el fruto y el símbolo del definitivo
hermanamiento de la sociedad española: a cambio de olvidar 40 años
de dictadura se nos ofrecía un abanico más amplio de libertades.
Aceptamos el chantaje.
Pero con el paso de los años, ese
maravilloso relato sobre paraísos democráticos, el fin de las
rencillas y el advenimiento del derecho se ha quedado en un mero
canto de cuna que no duerme ni a los más pequeños. Y quizá lo más
curioso es que la estocada final no se la dio un poder
contra-hegemónico surgido de los nadies, de abajo, sino que fueron
los propios cuentacuentos los que, incapaces de seguir manteniendo el
relato, se encargaron de destriparlo. Y lo hicieron susurrando,
escondiéndose en rincones, hasta que fue imposible ocultarlo más y
tuvieron que apelar al lenguaje catastrofista propio de los curas:
“es inevitable”, decían, “hay que cambiar la norma suprema,
intocable hasta ahora, para satisfacer a los mercados, no se puede
hacer otra cosa... ¡hay que generar confianza en los inversores!”.
El resultado: mediante la introducción de un par de artículos “La
Constitución” fue declarada públicamente inútil, papel mojado,
una declaración de intenciones en el mejor de los casos.
Mediante la reforma constitucional que
propuso el PPSOE se dio prioridad al pago de la deuda y los intereses
que esta genera sobre la dignidad de la ciudadanía, incluso sobre su
vida. Las consecuencias de este pacto entre las élites políticas y
financieras son los inagotables e impunes recortes que se imponen
especialmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad:
tijeretazos al presupuesto público y a los derechos, a las
conquistas sociales y laborales y a la propia democracia en general.
Pero hay consecuencias que van más allá de las inmediatamente
apreciables, que parecían alarmistas en un principio, pero que hoy
demuestran ser aterradoramente reales. Porque ahora que el capital ha
probado el sabor de la sangre quiere más. No se conforma con haber
convertido en palabras sin significado todo aquello que concierne a
la defensa de la dignidad de la ciudadanía. También quiere,
lógicamente, nuestras libertades.
Los representantes del capital han
hecho otro de esos análisis sociales que brillan por la ausencia de
ética y humanidad pero que guardan un puntito de verdad. Habrán
caído en la cuenta de que a buena parte de la población no se le
engaña con cuentos de terror o de navidad; habrán entendido que
medidas como hacer retroceder la esperanza de vida privatizando y
desmantelando la sanidad pública, generalizar el precariado,
adaptar la educación a las exigencias del Banco Santander y
compañía, etc., generan resistencias. Y que estas resistencias se
hacen visibles en el espacio público, pasan de las palabras a los
actos en las calles, especialmente si los supuestos representantes
(partidos y sindicatos) que deberían defender a la ciudadanía
están, en el mejor de los casos, ausentes si no directamente
comprados a bajo precio. Habrán entendido, en definitiva, que sin
una adecuada aplicación de la fuerza y la barbarie policiales no se
podrá continuar tomando y aplicando decisiones de este calado. La
obediencia basada en relatos no da más de sí. Y ahora parece que
han dado un paso más en su análisis: se empieza a vislumbrar que la
escalada de violencia policial provoca, además de miedo, frustración
y odio, una escalada en la protesta.
La forma de proceder, por tanto, está
clara: si la ciudadanía desobedece cuando no se autoriza una
manifestación y ya se ha abusado del uso de la fuerza demasiado, la
solución no consiste tanto en perseguir y castigar a quienes salen a
la calle como en impedir directamente que salgan a la calle o en
garantizar que lo hagan en condiciones humillantes. Es en esta
dirección en la que apuntan altos miembros de gobierno mientras
buena parte de la oposición mira hacia otro lado. Sin ir más lejos,
Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, entiende que las
manifestaciones “provocan molestias”, especialmente a los
“comerciantes de la zona”, y que hay tantas manifestaciones que
“habrá que regularlas”.
Los que se creen dueños (o futuros
dueños) del poder pueden carecer de muchas cosas, pero astucia no
les falta. Invirtiendo los términos de la realidad, señalan las
manifestaciones como un factor espontáneo, caprichoso, apolítico (y
por tanto económico), generador de problemas. Mediante estas
palabras, a priori tan inocentes y tan respetables como cualquiera,
se está convirtiendo en nada, en pura molestia o incapacidad
intelectual, los motivos que generan esa respuesta popular
consistente en tomar las calles. Así, el problema no es la pérdida
de derechos, ni los recortes sociales, ni la represión y el gasto
policiales, ni la deuda ilegítima con la que se nos ha cargado al
conjunto de la ciudadanía, ni que se valore la política y la ética
en términos económicos... “Queremos hacer de la ciudad de Madrid
el lugar donde sea más fácil abrir un negocio”. Traducción: los
empresarios ya no se sienten seguros y exigen, además de la
constitución, el orden en las calles. La calle no puede ser
utilizada para protestar a determinadas horas porque esas son horas
de consumir. Y ete aquí la cuestión desnudada: las personas sin más
“propiedad” que su fuerza de trabajo no son ciudadanas, son
consumidoras.
Ha llegado, por tanto, el momento que
tanto temíamos: no les basta con manejar el poder, diseñar las
normas arbitrarias que hacen pasar por leyes ni reprimir a los que
protestan. El capital exige el orden (la paz del imperio) y el
espacio: que las manifestaciones, si no pueden evitarse, no se oigan,
no se vean y no se sientan; pero sobre todo que no molesten al
propietario del McDonalds, el auténtico ciudadano en las democracias
capitalistas,la única voz que merece escucharse desde el poder y los
medios de comunicación afiliados. Que no salgan las cargas
policiales en la televisión porque “dan mala imagen al país”.
Utilitarismo y falta de ética en grado extremo: no importa la
realidad, solo la imagen que se tiene de ella en los centros
económicos, que son los que imparten bendiciones y maldiciones. Esto
es especular con un país entero (un país que ya no es un país,
sino un producto más). Me pregunto quiénes son los “radicales”
o “extremistas”. Pero sobre todo no puedo dejar de hacerme esta
pregunta: ¿cómo hemos llegado a la situación en que palabras así
no implican un rechazo social masivo y una dimisión inmediata, sino
más bien lo contrario (aceptación, comprensión) en buena parte de
la sociedad? O despertamos y recuperamos una normalidad razonable o
nos acabamos de hundir. Si le quitan el significado a la palabra
manifestación, ¿qué nos quedará?
¿Soy yo, o también a tí se te atragantó el desayuno con el artículo del Sr. Lassalle en El País? ("Antipolítica y multitud", 1 de octubre de 2012).
ResponderEliminarNo deja de ser curioso cómo la élite económica, erigida (como no puede ser menos en un sistema capitalista) en élite política, intenta secuestrar la actividad política encerrándola en el Parlamento para poder violarla a gusto. Barren las calles de tan malas prácticas dejándolas bien limpias de pueblo y pringosas de consumidores atontados.
¿Antipolítico es tomar la calle? Esa conquista es lo más político que hay, no hay idea de participación popular más pura que la que se da en la plaza de la polis. Y si quieres dar un golpe de estado político, amén de económico, tendrás que limpiarla de manifestantes y asambleístas.
Va a tener razón el John Brown: lo que hay en las calles es multitud y política. En el Parlamento sólo encontramos masa y antipolítica.
¡Buen artículo!