Si bien es cierto que no podemos
caracterizar la televisión como el “reflejo de la realidad”, sí
que podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la televisión
refleja la ideología de la clase dominante. Por lo menos así es en
los países capitalistas, donde asuntos tan delicados como la
libertad de expresión fueron regalados a grandes corporaciones hace
ya tiempo. Partiendo de este supuesto, resulta de lo más alarmante
comprobar cuáles son los mensajes que nos transmite últimamente
este aparato en el Estado español. En concreto me interesa lo que se
está diciendo, cada vez más alto y con más descaro, acerca de lo
que es el Derecho.
Hace unos días, enciendo la televisión
y me ataca una película de acción en la que vemos a un agente de la
CIA que tiene problemas de conciencia: está harto de explotar coches
en otros países, de ametrallar enemigos, de cometer asesinatos en
nombre de su gobierno y de la “seguridad nacional”. Parece estar
tan abrumado que comenta su situación con otro colega de la CIA. Y
este le responde que tiene razón, que “defender el país es cada
día más complejo”. ¿De dónde viene esta complejidad? Del hecho
de que “nosotros nos ponemos reglas a nosotros mismos que el
enemigo no se pone”, y esto es así hasta tal punto que el
comprensivo espía duda: “ya no sé en qué consiste mi trabajo”.
Aquí tenemos una primera aproximación a lo que la clase dominante
entiende por Derecho: es complejidad innecesaria, perjudicial. Para
este agente de la CIA los derechos (humanos, sociales, ciudadanos,
políticos, económicos, etc.) son un límite a su trabajo y por
tanto un límite a la seguridad nacional. La idea de este sujeto es
que “los terroristas” no respetan el Derecho mientras que “los
buenos” sí lo hacen. La conclusión que necesariamente obtenemos
de estas premisas es que el respeto a los derechos dificulta la
esencial labor de la última línea de defensa que separa a los
estadounidenses de la pérdida de su libertad (o incluso de una
muerte atroz). El Derecho es, por tanto, una lastimosa fuente de
complejidad que ata las manos de quienes tienen que tener las manos
libres para cumplir la sacrosanta misión de defender la patria de un
enemigo invisible que incluso “ataca desde dentro y a traición”.
El Derecho es, por tanto, un estorbo, un dinosaurio del pasado que no
ha sabido adaptarse a la nueva realidad, un fósil institucional que
dificulta la lucha por la “libertad”, por mantener “el estilo
de vida americano”. Cuánto más fácil sería capturar terroristas
si todo EE.UU. se pudiese convertir en una gigantesca Guantánamo,
cuánto más fácil sería proteger el concepto de la “libertad”,
mantenerlo puro, si evitamos que los pueblos sean libres, cuánto más
fácil sería proteger la “democracia” si los agentes encargados
no tuviesen las manos atadas con insensateces como el Habeas Corpus,
que obligan a perder el tiempo e incluso a soltar criminales...
Cansado de la retórica del film,
agotado de tanto tiro y explosión que vienen a justificar los
planteamientos del agente de la CIA preocupado con su trabajo, cambio
de canal. Entonces me encuentro un alegre cacareo, una mesa de
tertulianos de los que aparecen durante toda la mañana para hablar
del tema que sea. Uno de esos programas en que todólogos y
sicofantes se unen para esputar sus tristes opiniones a un público
bovino. Es en este contexto donde encontramos otra de las puntas de
lanza que utiliza la ideología dominante. Entre interrupciones,
gritos, risas y palmadas en la espalda, empieza a vislumbrarse una
idea que atraviesa el ambiente: el Derecho como algo antieconómico.
Los neoliberales, que desde los años 70 vienen ocupando (y
desmantelando) cada vez más el sector público, entienden que un
derecho, como por ejemplo el derecho a una vivienda digna, no es más
que una traba para el correcto desarrollo de los negocios y,
consecuentemente, de la “libertad”. El Derecho se trata, por
tanto, de una especie de conjunto de normas arbitrarias (“no hay
nada en la razón, ni en la naturaleza, ni el el reino de los cielos
que nos diga que los seres humanos debemos vivir en una vivienda
digna”, dicen), un límite al desarrollo comercial y humano. Los
derechos son, por tanto, un elemento antieconómico, algo así como
una herencia que ya no podemos mantener. Plantean que son el
resultado de haber tratado de vivir “por encima de nuestras
posibilidades”: ahora que hay crisis, solo los necios y los
comunistas (que vienen a ser lo mismo) se empeñan en mantener algo
que no podemos mantener porque “no hay recursos suficientes”. Lo
que nos dicen los tertulianos, por tanto, es que el Derecho es fruto
de algo así como la bonanza económica y que, cuando falta el
capital, hay que renunciar a ello si no queremos arriesgarnos a
destruir la economía. Los derechos, por tanto, son algo que
concierne a las personas o países pudientes, se trata de un lujo,
una recompensa por pertenecer al club de los ricos. Llegados a este
punto, apagué la televisión.
Pero los seres humanos somos capaces de
tropezar infinitas veces con la misma piedra. Así que pasados unos
días vuelvo a encender el dichoso aparato. Esta vez es la cara
amable de un presentador de noticias la que me dice cómo son las
cosas. Mediante un tratamiento informativo más que dudoso, una
noticia en apariencia referida a un choque laboral entre trabajadores
y empresarios se acaba convirtiendo en la excusa para darnos una
nueva lección sobre lo que es el Derecho: es un regalo. Más bien un
préstamo. Asumiendo un argumentario muy parecido al de las
tertulias, el telediario nos cuenta el cuento de que si hemos tenido
un Estado de Bienestar hasta el momento es por dos motivos: primero
porque “los padres de la democracia” así lo decidieron durante
la transición, cosa que, por lo visto, debemos agradecer
infinitamente porque a nadie más se le habría ocurrido; en segundo
lugar, porque hemos pretendido vivir “mejor de lo que en realidad
podíamos”. Lo que está flotando de fondo es la idea de que el
Derecho no implica un cambio de poder, que en realidad se trata de
algo así como un “permiso”. Y así, le dan la vuelta a la
tortilla y ponen el mundo patas arriba: no es que tengamos derechos
por ser humanos, ciudadanos, racionales, únicos e irrepetibles,
dotados de una constitución, con siglos de luchas sociales a
nuestras espaldas, etc. Tenemos “derechos” porque determinadas
personas, ancladas en las posiciones de poder, han decidido que
durante un breve lapso de tiempo podemos disfrutar de un nivel de
vida que en realidad, parece ser, no nos corresponde a la inmensa
mayoría (digamos, el 90% de la población). Por tanto, el Derecho de
un Estado como el nuestro en realidad no es tal, se tendría que
hablar más bien de el Permiso, el Permiso que nos da la clase
dominante durante el tiempo que decidan para que los “losers”
disfrutemos de uno serie de “servicios” aunque no lo merezcamos.
Consecuentemente, en un contexto de crisis económica, política y
social, no es de extrañar que estos presuntos “derechos” se vean
seriamente limitados: “no hay dinero para sanidad”, “no hay
dinero para educación”, “no hay recursos para mantener una
justicia igual para todos”. El Permiso procede, por tanto, del
capital: podemos tener, por ejemplo, una sanidad pública, pero solo
hasta el momento en que el capital decida hacerse con ese mercado, es
decir, todos tenemos (apariencia de) “derecho” a la sanidad
mientras los capitalistas puedan seguir acumulando capital en otros
ámbitos de la economía (sí, para el capital la sanidad no es más
que una parte de la economía). Pero cuando se da una situación de
crisis, cuando se tiene que cambiar el modelo de acumulación de
capital porque la anterior burbuja ha explotado definitivamente, eso
que llamábamos “Derecho”, eso que creíamos que nos correspondía
por el mero hecho de haber nacido tras siglos de luchas y progreso de
la razón, no resulta ser otra cosa que una ilusión, un préstamo
momentáneo, un Permiso cuya función es hacer creer que todos
avanzamos al mismo ritmo, que vamos en el mismo barco.
Esto nos lleva a la siguiente cuestión.
En el mismo telediario escucho a distintos representantes políticos
vomitar sus discursos electoralistas, donde lo importante no es la
verdad sino la cantidad de votos que ganas o pierdes después de la
actuación. Y es gracias a estos discursos que podemos comprender
otro aspecto fundamental de nuestro presunto Estado de Derecho:
existen derechos que valen y derechos que no valen. Dicho de otra
forma, vivimos en un Estado donde convive el presunto Derecho con el
conocido Permiso. Y no es algo que haya ocurrido debido al azar: la
clase dominante quiere procurar, mantener o agrandar el “derecho”
a actuar como clase dominante, mientras que para el resto solo quedan
los permisos, las migajas, aquello que no supone ninguna amenaza para
la reproducción de la clase dominante en tanto que tal. Así, por
ejemplo, resulta de lo más esclarecedor ver cómo determinados
partidos insisten una y otra vez en el hecho de que “hay que
limitar el derecho a la huelga”. Para los poderes fácticos (el
capital) y los poderes imaginarios (el poder político tal y como se
entiende hoy en las altas esferas), que los trabajadores aspiren y
utilicen el Derecho y se declaren en huelga es una especie de abuso
que no se puede permitir. La conclusión lógica para estos
políticos, por tanto, es que debe limitarse el Derecho, debe
reducirse a Permiso, porque no se puede consentir que una panda de
trabajadores utilicen un supuesto derecho para reclamar nada, porque
“nadie tiene derecho a hacer daño a la economía del país”.
Así, cuando el personal sanitario decide ir a la huelga no por sus
salarios, no por las horas de trabajo que les han aumentado, no por
las condiciones de trabajo generales, sino para defender una sanidad
pública, universal y de calidad, los máximos representantes
políticos claman al cielo: “¿no ven los médicos que están
perjudicando a los pacientes y la economía?”. Privatizan la
sanidad, convirtiendo otro pedacito del Derecho en un mercado más
(en un Permiso que te permite o no en función de tu renta) y, debido
a que la oposición a este proceso es frontal, no se les ocurre otra
cosa que limitar el derecho de la ciudadanía a luchar por lo que
considera justo. Y esto ocurre porque hay una serie de derechos (la
propiedad privada, por ejemplo) que priman, como no podía ser de
otra manera, sobre los permisos que “ya no podemos mantener”: el
derecho a hacer negocio con la salud de las personas prima sobre el
permiso de las personas para disfrutar de una sanidad pública y de
calidad para todos y todas. Prima la posibilidad de hacer negocio
sobre la dignidad de las personas. Sobre el papel, ambas cosas
constituyen derechos, pero en la práctica...
Por último, la televisión, mediante
reportajes, documentales y películas, nos transmite la idea de que
el Derecho es (o debe ser) un reflejo de la sociedad del momento.
Parece lógico, pero este tipo de planteamientos nos oculta una
terrible verdad: el Derecho no está para reflejar lo que acontece
día a día. El Derecho no está para permitir que el empresario haga
lo que quiera, para que el pez grande se coma al chico, que la gacela
sea comida por el león, que el asesino siga asesinando o para que el
enano pueda ser lanzado contra una pared por los tipos grandes. El
Derecho apela al “deber ser”, no al “ser” de la realidad. El
Derecho no puede ser simplemente la consagración (en papeles, normas
y leyes) de lo que ocurre en la realidad, por muy bonita que esta
aparente ser. El sentido del Derecho es, precisamente, transformar la
realidad, no elevarla a la categoría de legítima o intocable. Por
tanto, cuando un político o una política hablan de adecuar las
leyes “a los desafíos del siglo XXI” o a las “demandas de una
sociedad cambiante”, de lo que hablan es de ponerlas al servicio de
los que mandan en ese momento, de aquellos que tienen la capacidad (y
sobre todo los medios) para convencernos de qué es bueno y qué es
malo. De esta forma, el Derecho deja de ser una herramienta para
transformar la realidad, la palanca para introducir en la vida
cotidiana palabras como “justicia”, “fraternidad”,
“igualdad”, “libertad” o “verdad”, para aspirar al “deber
ser” y la dignidad y no solo conformarnos con la injusticia y la
precariedad de lo existente. Al contrario, se transforma en una
herramienta al servicio de los peces gordos que se utiliza
exclusivamente para legitimar y legalizar el expolio de los peces
pequeños. Al final, lo que nos propone el capital y los políticos
que lo representan es pasar de una realidad en Estado de Derecho a un
Derecho en Estado de realidad, en “Estado de mercado”. Es el fin
del principio del reinado de la razón, la verdad, la libertad y la
justicia. Se trata de la transición hacia un modelo en el que el
interés privado de los peces más gordos define el mundo y, lo que
es peor, lo que debe ser el mundo. Que los médicos hagan huelga es
un abuso, que los empresarios quieran hacer negocio con la salud de
la población es un derecho inalienable, según este esquema.
La izquierda, sin embargo, cometería
un grave error regalándoles a neoliberales y demás capitalistas un
concepto como el de Derecho. La tarea ciudadana por excelencia es
reivindicar que el Derecho no puede ser el fruto de los devenires del
mercado capitalista o de la voluntad del tirano de turno, sino el
fruto de la deliberación racional sobre el “deber ser” y sobre
lo que es justo o injusto; que no puede ser el Permiso que nos regala
una camarilla que lucha por defender sus intereses privados, sino la
plasmación de la voluntad general de acuerdo a la razón pública;
ni un obstáculo para defender la patria, sino el motivo por el cual
esta existe y debe ser protegida. El Derecho es y sigue siendo el
fruto de la razón, el resultado de las exigencias de la libertad (de
tratarse a sí mismo como un “cualquiera”, libre de su condición
de, por ejemplo, hombre, blanco, europeo, español, de clase media,
etc.), el inevitable destino de pretender alcanzar el “deber ser”,
de no conformarse con las injusticias que se dan hoy como si fuesen
algo natural y por tanto inevitable. Otra cosa es a qué llamen
“Derecho” los tiranos políticos y económicos, que no suele ser
otra cosa que su voluntad arbitraria al servicio del interés
privado. Pero aunque sea esto último lo que de hecho tiende a
ocurrir, debemos tener muy claro que nuestra lucha no es la misma que
la de los neoliberales, algo así como “destruyamos el Derecho en
nombre de la libertad”, sino todo lo contrario: debemos luchar
contra el Estado de Permiso para que esa palabreja, Derecho, no sea
la cuerda con la que se nos ahorca sino la llave con la que abrimos
las puertas de la emancipación.